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jueves, 31 de agosto de 2017

La herencia de Carlomagno y el Sacro Imperio en Europa

En la primitiva basílica de San Pedro, en Roma, la Nochebuena del año 800, el papa León III coronó a Carlomagno, rey de los francos y de los lombardos, soberano del Sacro Imperio Romano Germánico. Desde la Galia, primera conquista importante de los francos en el siglo V, originarios de la región noroccidental de Germania, el nuevo rey de los francos había extendido los dominios heredados de su padre hasta el Elba y el río Ebro, el Tisza y la península Itálica, blandiendo la espada en una mano y la cruz en la otra. Esto sucedía en un momento crucial para Occidente: apenas unos años después de que los vikingos, los fieros «hombres del Norte», hicieran su aparición en Britania e Irlanda saqueando varios monasterios. Con sus exitosas campañas militares, Carlomagno había demostrado sus aptitudes de gran conquistador y monarca universal. Alto y fornido, Carlos poseía el temple de un guerrero germánico y la augusta majestuosidad de un emperador romano. Llamado en auxilio del pontífice Adriano I, amenazado por los lombardos, el rey de los francos no se limitó a defender al Papa, sino que prefirió resolver definitivamente la cuestión conquistado el reino de los lombardos, que en el siglo VII se habían apoderado de buena parte de Italia. Sometidos los lombardos, fueron los sajones los que atrajeron la atención del rey de los francos. Se trataba de un pueblo pagano y decididamente belicoso. Fue una empresa ardua y complicada que se prolongó por espacio de treinta años, al término de los cuales, los feroces sajones fueron vencidos y sojuzgados. Era éste el deber del emperador de Occidente. Como también lo era defender a la cristiandad del islam, peligrosamente instalado al otro lado de los Pirineos. En este caso, el éxito de la empresa se logró sólo a medias, pero una parte de España, al menos, pasó a formar parte del reino de los francos que, además, se anexionaron Baviera, castigándola así por su alianza con los lombardos. Carlomagno también reconquistó las regiones danubianas, expoliadas por las correrías de los ávaros. Resulta difícil establecer si estas conquistas obedecieron a un plan preestablecido, pero lo cierto es que Carlomagno se involucró en su ejecución en cuerpo y alma. Su dureza, según sus coetáneos, amansaba a los enemigos más fieros. Sobre todo cuando estallaba su ira de forma tempestuosa y aparecía el guerrero germano que se ocultaba debajo de los lujosos ropajes del emperador. Carlomagno también era capaz de demostrar fascinación por la cultura –aunque apenas sabía leer y escribir–, además de clemencia y generosidad, pues los pueblos sometidos fueron regidos tanto por la fuerza de las armas, como por el rigor de las leyes inspiradas en el antiguo derecho romano. El emperador fue un excelso promotor de diversas iniciativas culturales. Con la preclara guía del diácono Alcuino, el augusto pudo, no obstante, dedicar mucho tiempo a la retórica, la dialéctica y la astronomía. Intentó incluso aprender a escribir «pero, habiendo comenzando demasiado tarde, obtuvo escasos resultados…», así lo constataba Eginardo en su biografía. En cambio, no fueron fútiles los resultados que consiguió con sus decisiones políticas y acciones militares, pues reunió en su Imperio un vasto conjunto de territorios. El Imperio de Carlomagno tenía, no sólo una extraordinaria dimensión territorial; se reconocía en él la impronta de la divina Providencia que había elegido a los francos para defender y propagar la fe cristiana, o mejor dicho, católica. Conducidos por Carlos Martel y Pipino el Breve, los francos frenaron el arrollador avance de los moros en Occidente; el propio Carlos los había atacado y derrotado en tierras españolas; sometió e hizo bautizar a numerosos caudillos paganos en Germania y por último salvó a Roma y al Papado de la amenaza de los lombardos, al tiempo que libraba a Italia de la abusiva y dispendiosa «protección» de los emperadores bizantinos que se habían apropiado de buena parte de la Península en el siglo VI.
Carlomagno había continuado la reconstrucción del Imperio Romano de Occidente iniciado por Justiniano, tras la debacle sufrida a causa de las invasiones germánicas del siglo V. Paradójicamente, fue un rey germánico el que reunificó el Imperio de Occidente y recompuso en buena parte la antigua administración romana que tantos siglos de paz y prosperidad había proporcionado a Europa. El rey de los francos triunfó donde había fracasado Justiniano: los hechos de aquella época y la mentalidad de entonces, aunque confusamente, sugieren que se proyectaba una unidad religiosa y política como la alcanzada en tiempos del Imperio Romano, cuya memoria aún seguía viva en el imaginario de las clases sociales ilustradas, sobre todo en la jerarquía eclesiástica que abogaba por un soberano universal capaz de defender a la Iglesia de la gran amenaza que suponía el islam. Los pilares del reino de los francos fueron los condes y los obispos –a menudo nombrados por el mismo monarca–, la milicia armada y la milicia apostólica que operaban como sus funcionarios en todas las regiones del Imperio en forma solidaria, como resultado de la legislación imperial, como consta en las ordenanzas llamadas CapitularesPor otra parte, se confiaba la cohesión política y social del Imperio al vínculo espiritual. El emperador contaba con su propia autoridad, conferida por Dios, y con la lealtad de todos los súbditos libres, a los que exigía juramento de fidelidad. Los obispos lo reconocieron como jefe de la Iglesia en Franquia y además como protector de la Iglesia católica; muchos le debieron a él la cátedra episcopal. En tiempos de Carlomagno se anunciaba ya el advenimiento de la sociedad feudal, que sustituiría al poder central, cada vez con menor autoridad desde la muerte del emperador (814), por una frondosa red de relaciones personales entre hombres libres, a un tiempo protectores y protegidos. El peso de esta organización entretejida por hombres libres oprimiría cada vez más a los menos libres y a los siervos, es decir a los campesinos; la masa rural que procuraba alimentos a la sociedad europea altomedieval. En lo que respecta al Papado, el renacimiento de la idea del Imperio constituía el éxito de una acción política lineal, que se desarrolló tenazmente por espacio de muchos decenios. Los papas obtuvieron todo lo que desearon y más aún: la donación de territorios en Italia que da origen a los Estados Pontificios (754). Pero terminaron por someterse: Carlomagno dictó leyes a los papas al igual que a sus obispos, convencido de que cumplía así su deber como protector de Roma y de la Iglesia; Lotario, su segundo sucesor, sancionó formalmente la supremacía del emperador e impuso al pontífice, elegido canónicamente, un juramente de fidelidad a la monarquía. Esta situación, aceptada tanto por imperativo legal como por necesidad, se tornó progresivamente menos admisible, cuando comenzó la disolución del Imperio, mientras que en Roma se ungía a pontífices de alto valor y prestigio, por ejemplo, Nicolás I y Juan VIII. Ante todo, según la doctrina que expuso el papa Gelasio I, a finales del siglo V, Dios instituyó dos poderes máximos en el mundo: la sacrosanta autoridad de los papas y la potestad real. Pero quien ejerza la monarquía debe inclinar la cabeza ante el sumo sacerdote, que es el conseguidor de su salvación eterna.
En segundo lugar estaba la tradición constantiniana. Se cimentaba ésta en una falsedad, inventada en los ambientes pontificios a mediados del siglo VIII (y sólo reconocida como tal en el siglo XV), según la cual Constantino, el primer emperador romano que adoptó el cristianismo, habría donado al papa Silvestre I todo el Occidente con poderes imperiales, para retirarse a Bizancio y gobernar desde allí la parte oriental del Imperio. Si se certificaba entonces que el papa había entrado en posesión de poderes imperiales, él confería el derecho a otros y ungía al emperador. Por último, estaba la tradición de la transferencia del Imperio. La Nochebuena del año 800, el papa había transferido el Imperio desde Bizancio, adonde lo había llevado Constantino en el siglo IV, hasta Roma, su sede originaria. Y de pleno derecho, sea porque en el 800 estaba vacante trono del Imperio de Oriente, sea porque Carlomagno pertenecía a la estirpe privilegiada y predestinada de los francos, sea porque el Imperio Romano había surgido para tutelar y proteger a la Iglesia y facilitarle misiones sobrenaturales, según un designio de la Providencia que le incumbía al jefe de la Iglesia interpretar. Evidentemente, cualquier conocedor de la historia de Occidente, discreparía sobre la validez de estas teorías. Para empezar, en el siglo VII la dinastía carolingia había usurpado el trono a la dinastía merovingia que originariamente había sellado el pacto con la Iglesia en el año 496, tras la conversión al catolicismo del rey franco Clodoveo. En segundo lugar, durante varios siglos los emperadores romanos persiguieron encarnizadamente a los cristianos porque renegaban de los dioses tutelares de Roma y no respetaban los cultos religiosos del Estado. No obstante, todas estas teorías falsarias fueron desarrolladas, invocadas y esgrimidas durante siglos como armas arrojadizas contra otras de signo opuesto, o derivadas de ellas, cuando promediaba el milenio durante el cual los poderes del Imperio y el Papado se entrelazaron con la suerte de Occidente. Las sangrientas guerras de Religión que devastaron Europa en los siglos XVI y XVII tenían sus orígenes en las manipulaciones documentales y testamentarias urdidas un milenio antes. El Sacro Imperio que nació en Roma en la Nochebuena del año 800 habría de durar más de mil años, hasta que en 1806 fue disuelto por Napoleón, y representó el más elevado ideal político en Europa, hasta la fundación de la Unión Europea. 


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