En latín Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici,
también llamada la Orden del Temple (Ordre du Temple en francés) y cuyos
miembros son más comúnmente conocidos como caballeros templarios, fue una de
las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo
activa durante poco menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 por nueve caballeros
franceses liderados por Hugo de Payen tras la Primera Cruzada. Su propósito
original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén
tras su conquista por los cristianos. La orden fue reconocida por el patriarca
latino de Jerusalén, Garamond de Picquigny, quien les impuso como regla la de
los canónigos agustinos del Santo Sepulcro.
Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129,
durante el Concilio de Troyes —celebrado en la catedral de la misma ciudad—, la
Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros
templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja
dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades
mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes
de la Orden gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo
cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que constituyen una
forma primitiva de la banca moderna. La orden, además, edificó una serie de
fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. El éxito de los
templarios se encuentra estrechamente vinculado al de las Cruzadas, sobre todo
al de la Primera. Por esa misma razón, la pérdida de Jerusalén en 1187 derivó
en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores generados en
torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios crearon una gran
desconfianza. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con la Orden y
atemorizado por su creciente poder, comenzó a presionar al papa Clemente V con
el objeto de que tomara medidas contra sus integrantes. En 1307, un gran número
de templarios fueron apresados, inducidos a confesar bajo tortura y
posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las
presiones de Felipe IV y disolvió la Orden. Su abrupta erradicación dio lugar a
especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros
templarios hasta nuestros días.
Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por
la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una
etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente
relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio
experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa,
matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado
introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las
«treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de
los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a
la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado
que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel,
verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la
fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se
manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época.
Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a
principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos
destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de
caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero
el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas
riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares
relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas.
El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente
de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La
petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén
en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano
II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los
cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que
viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía
también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas
espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y
nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La
Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus
vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el
que Urbano II convocó la Primera Cruzada.
Como ya hemos visto en capítulos anteriores, dicha
expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la
constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y
Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I
no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey.
Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I
como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón,
algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse
a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a
ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos
recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos
suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente
del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino),
llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener
sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que
figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de
Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el
recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus
alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las
instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera
adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre.
Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los
reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la
recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder
político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de
Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve
años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el
llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la
recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue
encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos
de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás
casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban
Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos
como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea
las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo,
hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de
cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento.
Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada
en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto
punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones
principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban
viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la
Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba
san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de
un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste:
«Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si
no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra
Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días,
porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si
el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo,
así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en
honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den
gracias a Dios».
Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de
Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien
algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor,
Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e
introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los
caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro.
Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden
viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de
Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus
filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la
certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo
consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos
caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes.
Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les
concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su
cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en
darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la
corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre
de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un
creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una
independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma.
Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo,
brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar
que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y
que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en
1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas
al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté.
Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de
cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la
caballería e invitaba a las masas a unirse a ella.
Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas
Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas,
de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y
real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad
papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les
permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y
se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por
ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en
todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban
derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para
construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y
poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una
especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía
normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla
primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta,
vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos
templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos,
divididos en secciones.
Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron
únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya
que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor
magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los
pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve
caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce
exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que
todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar
que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que
estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros,
peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de
manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran
expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años
después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya
por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión
territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra
en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en
la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después
de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos
selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso
de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de
Ridefort (1187).
Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de
Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste
del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin
(Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes
Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de
Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino.
Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran
maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros
templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un
papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo,
la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de
Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una
especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.
La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento
decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de
mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén,
recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de
pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus
cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes
monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores
cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los
templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron
episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos
durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san
Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta
no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que
sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá
y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron
los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la
paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate.
En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios
luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de
la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su
cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón
de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los
habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó
de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia
Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta
palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano
Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios
años después de su disolución en Europa la continental (1310).
Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron
establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde
Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo
intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron
sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de
1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la
guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de
Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil,
no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la
mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la
conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos.
De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se
encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al
rey de emprender una nueva cruzada.
Caballeros templarios del siglo XIII |
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