Cien años después de su fundación oficial, hacia 1220, la
Orden del Temple era la organización más grande de Occidente en todos los
sentidos: desde el militar hasta el económico, con más de 9.000 encomiendas
repartidas por toda Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos —más los
siervos, escuderos, peones, artesanos, campesinos, etcétera—, además de 50
castillos y fortalezas en Europa y Próximo Oriente, una flota mercante y una
armada propias, anclada en puertos propios en el Mediterráneo (Marsella) y en La
Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Todo este poderío económico se
articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la
encomienda y la banca. Uno de los aspectos en los que la Orden del Temple
destacó de una manera extremadamente rápida y sobresaliente, fue a la hora de
afianzar todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia. La dura
tarea de llevar un frente de guerra en ultramar les hizo proveerse de una gran
escuadra, una red de comercio fija y establecida, así como de un buen número de
posesiones en Europa para mantener en pie un flujo de dinero constante que
permitiera subsistir al ejército del Temple en Tierra Santa. A la hora de hacer
donaciones, la gente lo hacía de buena gana; unos, interesados en ganarse el
cielo; otros, por el hecho de quedar bien con la Orden. De este modo la misma
recibía posesiones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, derechos,
porcentajes en bienes, e incluso pueblos y villas enteras con los derechos y
aranceles que sobre ellas recaían. Muchos nobles europeos confiaron en ellos
como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como
tesoreros reales, como en el caso del Reino francés, que dispuso de tesoreros
templarios que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio
en las que se debatiera el uso del tesoro. Para mantener un flujo constante de
dinero, la Orden tenía que tener garantías de que el capital no fuera usurpado
o robado en los largos viajes. Con este fin se estableció en Francia una serie
de encomiendas que se esparcían por prácticamente toda su geografía y que no
distaban unas de otras más que un día de viaje. Con esta idea se aseguraban de
que los comerciantes durmieran siempre a resguardo bajo techo, y poder así garantizar
la seguridad de sus caminos. No solo supieron crear todo un sistema de mercado,
sino que se convirtieron en los primeros banqueros modernos. Y lo hicieron a
sabiendas de la escasez de oro y plata en Europa desde la época del Bajo
Imperio, y ofreciendo en sus tratos intereses más razonables que los ofrecidos
por los usureros judíos e italianos. Así pues, crearon libros de cuentas, base
de la contabilidad moderna, los pagarés e incluso la primera letra de cambio.
En esta época era costumbre viajar con dinero en metálico por los caminos, y la
Orden dispuso de documentos acreditativos para poder recoger una cantidad
anteriormente entregada en cualquier otra encomienda de la Orden. Solamente
hacía falta la firma, o en su caso, el sello.
La encomienda
La encomienda era un bien inmueble, territorial, localizado
en un determinado lugar, que se formaba gracias a donaciones y compras
posteriores y a cuya cabeza se encontraba un Preceptor. Así, a partir de un
molino —por ejemplo— los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas
tierras de labor, después adquirían los derechos sobre un pueblo, etcétera, y
con todo ello formaban una encomienda, a manera de un feudo clásico. También
podían formarse encomiendas reuniendo bajo un único preceptor varias donaciones
más o menos dispersas. Tenemos noticia de encomiendas rurales (Mason Dieu, en
Inglaterra, por ejemplo) y urbanas (el Vieux Temple, recinto amurallado en
plena capital francesa. Al poco tiempo, su red de encomiendas derivó en toda
una serie de redes de comercio a gran escala desde Inglaterra hasta Jerusalén,
que ayudadas por una potente flota en el Mediterráneo consiguió hacerle la
competencia a los mercaderes italianos (sobre todo de Génova y Venecia). La
gente confiaba en la Orden, sabía que sus donaciones y sus negocios estaban
asegurados y por ello no dejaron nunca de tener clientela. Llegaron hasta el
punto de hacerles préstamos a los mismísimos reyes de Francia e Inglaterra.
Tráfico de reliquias
Los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios
en la comercialización de reliquias. Así pues, distribuían el óleo del milagro
de Saidnaya, un santuario a 30 kilómetros de Damasco a cuya Virgen se atribuía
el milagro de exudar un líquido oleoso. Los templarios lo embotellaban en
pequeños frascos y lo distribuían en Occidente. Al parecer, también
comercializaron numerosos fragmentos del Lignum Crucis, la Santa Cruz en la que
había sido crucificado Cristo y que los templarios aseguraban haber encontrado.
Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a
la Orden de los fondos suficientes para mantener en Tierra Santa un ejército en
pie de guerra constante.
La Cruz paté roja
El 27 de abril de 1147, el papa Eugenio III convoca en
Francia la II Cruzada, y, de paso, asiste al capítulo de la Orden celebrado en
París. El Papa concedió a los templarios el derecho a llevar permanentemente
una cruz sencilla, pero ancorada o paté, que simbolizaba el martirio de Cristo.
El color autorizado para tal cruz fue el rojo porque «que era el símbolo de la
sangre vertida por Cristo, así como también de la vida. Puesto que el voto de
cruzada se acompañaba de la toma de la cruz, y llevarla permanentemente
simbolizaba la persistencia del voto de cruzada de los templarios». La cruz
estaba colocada sobre el hombro izquierdo, encima del corazón. En el caso de
los caballeros, sobre el manto blanco, símbolo de pureza y castidad. En el caso
de los sargentos, sobre el manto negro o pardo, símbolo de fuerza y valor.
Asimismo, el pendón del Temple, que recibe el nombre de baussant, también
incluía estos dos colores, el blanco y el negro.
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