Powered By Blogger

jueves, 12 de octubre de 2017

El trágico final de la Orden del Templo

El último gran maestre de la Orden del Templo, Jacques de Molay, se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único rey soltero o viudo —proyecto Rex Bellator, impulsado por el gran sabio mallorquín Raimundo Lulio—, a pesar de las presiones papales. El 6 de junio de 1306 fue llamado a Poitiers por el papa Clemente V para un último intento, tras cuyo fracaso, el destino de la Orden quedó sellado. Felipe IV de Francia, ante las deudas que había adquirido, entre otras cosas, por el préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su ominoso rescate tras ser capturado durante la VII Cruzada, y su deseo de un Reino fuerte, con el rey concentrando todo el poder —que, entre otros obstáculos, debía superar el poder de la Iglesia y las diversas Órdenes religiosas y militares, como la de los Templarios), convenció, o más bien intimidó, a Clemente V, fuertemente ligado a Francia, para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía y adoración de ídolos paganos. Se les acusó, además, de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a Bafomet —variante tardía del dios cananeo Baal— y de mantener relaciones homosexuales, entre otras acusaciones. En esta labor, el rey francés contó con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del Reino, famoso en la historia por haber sido el estratega del incidente de Anagni, en el que Sciarra Colonna había abofeteado al papa Bonifacio VIII, con lo que el Sumo Pontífice había muerto de humillación al cabo de un mes; del inquisidor general de Francia, Guillermo de París; y de Eguerrand de Marigny, quien al final se apoderará del tesoro de la Orden y lo administró en nombre del Rey hasta que fue transferido a la Orden de los Hospitalarios. Para ello se sirvieron de las acusaciones de un tal Esquieu de Floyran, espía a las órdenes de Francia y de la Corona de Aragón, indistintamente.
Parece ser que Esquieu le fue a Jaime II de Aragón con la historia de que un prisionero templario, con quien había compartido celda, y éste le había confesado los pecados de la Orden. El rey Jaime no le creyó y lo echó de su corte. Así que Esquieu se fue a Francia a probar suerte ante Guillermo de Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, y que no perdió la oportunidad de usarlo como pie para organizar el dispositivo inquisitorial que llevó a la disolución de la Orden. Felipe despachó correos a todos los rincones de su Reino con órdenes lacradas que nadie debía leer hasta un día concreto: el viernes 13 de octubre de 1307, en la que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la captura de todos los templarios y la confiscación de sus bienes. De esta manera, en Francia, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y seguidamente sometidos a tormento, método por el cual consiguieron que la mayoría de los acusados se declararan culpables de los cargos, inventados o no. Cierto es que algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para evitar el suplicio y salvar la vida. Por otra parte, la misiva papal de 1308 arribó a varios reinos europeos incluyendo el de Hungría, donde el recientemente coronado Carlos I, tenía otros problemas mayores, pues una serie de nobles boyardos no reconocían su legitimidad y estaba en constante guerra con ellos. En 1314, en el concilio de Zagreb, el rey húngaro y el alto clero decidieron la disolución de los estados y dominios de los templarios en Hungría y Eslovaquia. Posteriormente se procedió con la confiscación de sus propiedades. Carlos I las donó posteriormente a los boyardos y a la Orden Hospitalaria, asunto que se concretó en la década de 1340, pues el rey dejó estipulado en uno de sus documentos que entregaba momentáneamente las propiedades de los Templarios a un noble, mientras se dilucidaba la situación y el destino de la Orden. Llevada a cabo sin la autorización del papa, que tenía a las Órdenes religiosas y militares bajo su jurisdicción personal, esta investigación era irregular en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos, pues los templarios debían ser juzgados con arreglo al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria. Esta intervención del poder temporal en la esfera de individuos que estaban aforados y sometidos a la jurisdicción papal, provocó una enérgica protesta del papa Clemente V, y el pontífice anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la acusación había sido admitida a trámite y permanecería como la base irrevocable de todos los procesos posteriores.
Felipe el Hermoso sacó ventaja del desenmascaramiento, y se hizo otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», y, en los estados Generales convocados en Tours supo poner a la opinión pública en contra de los supuestos crímenes de los templarios. Más aún, logró que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, que habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión de investigación, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes. La comisión papal asignada al examen de la causa de la Orden había asumido sus deberes y reunió toda la documentación que habría de ser sometida al Papa y al concilio convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la ésta fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, en el Delfinado, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el papa, indeciso y hostigado por el rey de Francia, principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312). El Papa reservó a su propio arbitrio la causa del gran maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y solo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral Nôtre Dame de París fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, Molay recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto a sacrificar su vida y fue arrestado inmediatamente como hereje reincidente, junto a otro dignatario que eligió compartir su destino, y fue quemado vivo junto a Godofredo de Charnay atados a un poste frente a las puertas de Nôtre Dame en Île-de-France el 18 de marzo de 1314.

Jacques de Molay

No hay comentarios:

Publicar un comentario