Tiene ésta su origen en una fecha que quedó marcada por el
misterio y la traición: el viernes 13 de octubre de 1307. En la madrugada de
este día, el rey francés Felipe IV inició una brutal persecución contra la
Orden de los Caballeros Templarios que provocó el arresto masivo de sus
miembros porque el rey de Francia ambicionaba acabar con la acaudalada orden
militar porque se había convertido en el principal prestamista de la Corona. Felipe
IV persuadió al papa Clemente V para que iniciase un proceso contra los
templarios acusándolos de profanar la cruz, de herejía, de practicar la sodomía
y adorar a ídolos paganos y diabólicos. Sin embargo, se trataba de falsas acusaciones
sin base alguna para ocultar las verdaderas causas de la persecución. El rey de
Francia ambicionaba acabar con la poderosa orden religioso-militar para conjurar
el peligro que suponía para la Corona su creciente poderío político y financiero. Aconsejado por su ministro Guillermo de Nogaret, el rey Felipe
IV despachó correos a todos los lugares de su reino con órdenes estrictas de
que nadie los abriera hasta la noche previa a la operación: el jueves, 12 de
octubre de 1307. Los pliegos ordenaban la captura de todos los templarios y el embargo
de sus bienes.
El 12 de octubre de 1307, a la salida de los funerales de la
condesa de Valois, el gran maestre, Jacques de Molay y su séquito fueron
arrestados y encarcelados. Durante la madrugada del viernes 13, la mayoría de
los templarios franceses fueron apresados y sus bienes confiscados por mandato expreso
del Santo Oficio. El proceso fue una farsa. Sin ir más lejos, los templarios
habían de ser juzgados con respecto al Derecho canónico y no por la justicia
ordinaria de Francia. Asimismo, Guillermo de Nogaret —mano derecha del rey— estuvo
bajo la excomunión formal de la Iglesia desde el principio hasta el fin de los
procesos. Por medio de la tortura, el Santo Oficio obtuvo las declaraciones que
deseaba, incluso la del Gran Maestre, pero estas confesiones fueron revocadas
por la mayoría de los acusados posteriormente. En 1314, Jacques de Molay, Godofredo de Charnay, maestre en
Normandía, Hugo de Peraud, visitador de Francia, y Godofredo de Goneville,
maestre de Aquitania, fueron condenados a cadena perpetua, gracias a la intercesión
del Papa y de importantes nobles europeos. No en vano, encima de un patíbulo
alzado en Nôtre-Dame, donde se les comunicó la pena, los máximos representantes
de la orden renegaron de sus confesiones: «¡Nos consideramos culpables, pero no
de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido
la infamia de traicionar a la Orden del Templo por salvar nuestras miserables
vidas!».
Aquel mismo día, se alzó una enorme pira en un islote del
Sena, denominado Isla de los Judíos, donde los cuatro dirigentes fueron
llevados, esta vez sí, a la hoguera. Según se cuenta entre el mito y la
realidad, antes de ser consumido por las llamas, Jacques de Molay se dirigió a
los hombres que habían perpetrado la caída de los templarios: «Dios conoce que
se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará en
venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la
auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte.
Yo pereceré con esta seguridad». Fuera real la frase o un adorno literario
añadido posteriormente por los cronistas, la verdad es que antes de un año
fallecieron tanto el rey Felipe IV como el papa Clemente V.
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