En aquel tiempo desbordante de asombro, el ancho y profundo
océano, la enorme muralla líquida, esa enorme masa azul que imponía hasta a los
más temerarios, había sido finalmente conjurada por la decisión imbatible de
enormes marinos. A partir de la gesta del Descubrimiento en 1492, aquella
mítica y antiquísima fantasmagoría, aquella pavorosa y fastuosa catarata que
abocaba al insondable abismo, se había demostrado definitivamente falsa
mientras era condenada en el imaginario de los navegantes españoles al rincón
del olvido. El espanto de verse caer entre las tinieblas y el fragor de espuma,
hasta el terror mismo de la nada, era ya cosa del pasado. Los límites de la
cartografía habían saltado por los aires y la celebración de la aventura estaba
desatada.
Corría el año 1540 y en Quito, la ansiedad por desvelar los
secretos del País de la Canela y el reto tantas veces aplazado del famoso El
Dorado, mítico reino habitante de las profundidades de la jungla amazónica,
habían creado unas expectativas que rebasaban lo imaginable. Una tropa de más de 300 hombres aguerridos, compuesta por
arcabuceros, ballesteros y caballeros, se había puesto en marcha para afrontar
uno de los retos más increíbles en los anales del descubrimiento de América.
Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco Pizarro, avituallaría una expedición
hacia aquellos lugares donde la alquimia de la sugestión pretendía crear un
paraíso de oro y especias sin fin. Para aquella empresa, Gonzalo Pizarro se haría con los
servicios del mayor especialista en retos extremos, Francisco de Orellana. Venía
éste de Guayaquil y antes de Panamá con la idea de sumarse a la gloria
prometida tras la estela de las andanzas de Francisco Pizarro, el mayor de los
hermanos. Era un sujeto fascinante por su reputación como tipo inquebrantable
ante las adversidades. Era la elección idónea para aquella apuesta.
Gonzalo Pizarro y Orellana atravesarían los Andes como si de
un reto titánico se tratara. Cientos de indios y varias docenas de españoles
perdieron la vida a causa de las terribles congelaciones sufridas en aquellas latitudes
y por un terremoto de una violencia desconocida. La tragedia se cernía
sigilosamente sobre aquella arriesgada expedición. Los expedicionarios también tuvieron que hacer frente a
insectos gigantescos, monstruosas serpientes, ríos infestados de caimanes, y
aborígenes agredidos en su vida cotidiana, ríos tan caudalosos que parecían
mares embravecidos. Retos sin precedentes en aquella travesía por la nada verde,
a caballo de indescifrables y sobrecogedores sonidos provenientes de la selva
profunda; a la postre en su huida hacia adelante construirían un pequeño
bergantín con el que se internarían en el inicialmente llamado Río Grande, más
tarde bautizado como Amazonas, quizás como una licencia lírica sin mucho
fundamento histórico hacia los supuestos enfrentamientos con unos airados
nativos ribereños. En este punto y según las crónicas de Oviedo, Orellana y
Pizarro decidieron separarse. Divididos en varios grupos de a cincuenta
intentarían, regresar a la civilización.
Orellana se vería impelido a tomar una decisión cuando la
tropa se amotinó y los hombres comenzaron a intrigar abiertamente contra él.
Además, estaba el tema de las insuperables corrientes a las que debían de hacer
frente si querían volver a reunirse con Gonzalo Pizarro. Al final, dadas las
circunstancias, no quedó otra que fluir según los dictámenes de la naturaleza,
por lo que navegaría río abajo. Aquella decisión se mostraría histórica y
supuso su tránsito a la gloria. Orellana navegaría con una enorme balsa por el gigantesco
Coca y el Napo hasta llegar al fragoroso Amazonas. Mientras para Orellana se iba desvaneciendo la idea de El
Dorado y el País de la Canela, su grandeza iba adoptando el registro de una
leyenda de titán ante la hazaña que estaba construyendo. Como transmite
Carvajal, uno de los cronistas de la expedición, muchos nativos les
abastecieron durante su descenso río abajo de víveres, agua y útiles de pesca. El 25 de agosto de 1542, se dieron de bruces contra la Mar
Océana después de siete meses de abandono absoluto entre lo manifestado y lo
desconocido, uno de los descubrimientos más increíbles de la historia conocida,
le hacía inmortal. Francisco de Orellana, otro digno hijo de Extremadura y de
España.
Francisco de Orellana en la balsa al frente de sus hombres |
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