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viernes, 8 de diciembre de 2017

Francisco de Orellana y la búsqueda de El Dorado

En aquel tiempo desbordante de asombro, el ancho y profundo océano, la enorme muralla líquida, esa enorme masa azul que imponía hasta a los más temerarios, había sido finalmente conjurada por la decisión imbatible de enormes marinos. A partir de la gesta del Descubrimiento en 1492, aquella mítica y antiquísima fantasmagoría, aquella pavorosa y fastuosa catarata que abocaba al insondable abismo, se había demostrado definitivamente falsa mientras era condenada en el imaginario de los navegantes españoles al rincón del olvido. El espanto de verse caer entre las tinieblas y el fragor de espuma, hasta el terror mismo de la nada, era ya cosa del pasado. Los límites de la cartografía habían saltado por los aires y la celebración de la aventura estaba desatada.
Corría el año 1540 y en Quito, la ansiedad por desvelar los secretos del País de la Canela y el reto tantas veces aplazado del famoso El Dorado, mítico reino habitante de las profundidades de la jungla amazónica, habían creado unas expectativas que rebasaban lo imaginable. Una tropa de más de 300 hombres aguerridos, compuesta por arcabuceros, ballesteros y caballeros, se había puesto en marcha para afrontar uno de los retos más increíbles en los anales del descubrimiento de América. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco Pizarro, avituallaría una expedición hacia aquellos lugares donde la alquimia de la sugestión pretendía crear un paraíso de oro y especias sin fin. Para aquella empresa, Gonzalo Pizarro se haría con los servicios del mayor especialista en retos extremos, Francisco de Orellana. Venía éste de Guayaquil y antes de Panamá con la idea de sumarse a la gloria prometida tras la estela de las andanzas de Francisco Pizarro, el mayor de los hermanos. Era un sujeto fascinante por su reputación como tipo inquebrantable ante las adversidades. Era la elección idónea para aquella apuesta.
Gonzalo Pizarro y Orellana atravesarían los Andes como si de un reto titánico se tratara. Cientos de indios y varias docenas de españoles perdieron la vida a causa de las terribles congelaciones sufridas en aquellas latitudes y por un terremoto de una violencia desconocida. La tragedia se cernía sigilosamente sobre aquella arriesgada expedición. Los expedicionarios también tuvieron que hacer frente a insectos gigantescos, monstruosas serpientes, ríos infestados de caimanes, y aborígenes agredidos en su vida cotidiana, ríos tan caudalosos que parecían mares embravecidos. Retos sin precedentes en aquella travesía por la nada verde, a caballo de indescifrables y sobrecogedores sonidos provenientes de la selva profunda; a la postre en su huida hacia adelante construirían un pequeño bergantín con el que se internarían en el inicialmente llamado Río Grande, más tarde bautizado como Amazonas, quizás como una licencia lírica sin mucho fundamento histórico hacia los supuestos enfrentamientos con unos airados nativos ribereños. En este punto y según las crónicas de Oviedo, Orellana y Pizarro decidieron separarse. Divididos en varios grupos de a cincuenta intentarían, regresar a la civilización.
Orellana se vería impelido a tomar una decisión cuando la tropa se amotinó y los hombres comenzaron a intrigar abiertamente contra él. Además, estaba el tema de las insuperables corrientes a las que debían de hacer frente si querían volver a reunirse con Gonzalo Pizarro. Al final, dadas las circunstancias, no quedó otra que fluir según los dictámenes de la naturaleza, por lo que navegaría río abajo. Aquella decisión se mostraría histórica y supuso su tránsito a la gloria. Orellana navegaría con una enorme balsa por el gigantesco Coca y el Napo hasta llegar al fragoroso Amazonas. Mientras para Orellana se iba desvaneciendo la idea de El Dorado y el País de la Canela, su grandeza iba adoptando el registro de una leyenda de titán ante la hazaña que estaba construyendo. Como transmite Carvajal, uno de los cronistas de la expedición, muchos nativos les abastecieron durante su descenso río abajo de víveres, agua y útiles de pesca. El 25 de agosto de 1542, se dieron de bruces contra la Mar Océana después de siete meses de abandono absoluto entre lo manifestado y lo desconocido, uno de los descubrimientos más increíbles de la historia conocida, le hacía inmortal. Francisco de Orellana, otro digno hijo de Extremadura y de España.

Francisco de Orellana en la balsa al frente de sus hombres

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