A
principios del siglo V, mientras el mundo clásico agonizaba bajo el peso
asfixiante del cristianismo, Hipatia se había convertido en toda una celebridad en
su Alejandría natal, una ciudad próspera y estratégicamente enclavada
en el cruce de las rutas comerciales que, atravesando los desiertos de Siria,
la unían con Persia y con las fabulosas ciudades de la legendaria Ruta de la
Seda. Pero Alejandría no era sólo una ciudad dedicada a los negocios. Desde
hacía varios siglos era uno de los centros culturales más importantes del mundo
antiguo. Allí se trataba a los estudiosos con reverencia casi religiosa y se
les ofrecían toda clase de facilidades, además de estipendios de los fondos
públicos, alojamiento y comidas en elegantes edificios de techos abovedados.
No obstante, en la época de Hipatia el esplendor helenístico
del que había gozado Alejandría era cosa del pasado porque
entonces era también la sede de una de las comunidades cristianas más
importantes del Imperio Romano, y su patriarca disfrutaba de un gran prestigio e
influencia junto a sus colegas de Jerusalén, Antioquía, Constantinopla y Roma.
Sin embargo, la teórica primacía de Roma no se traducía en autoridad suprema.
Durante los siglos IV y V los conflictos doctrinales y las luchas de poder
entre los patriarcados, en especial entre Alejandría y Constantinopla, fueron
constantes.
La vida intelectual se había visto afectada por
las disputas dogmáticas y los últimos vestigios de la prestigiosa Biblioteca de
Alejandría había desaparecido junto con el templo de Serapeum y muchos
intelectuales habían huido a Roma para escapar a la férula de los cristianos
que habían transformado Alejandría en una ciudad gobernada por el terror, la
barbarie y el asesinato. Súbitamente, Alejandría fue devastada por
la peste y los siniestros parabolanos eran los
encargados de hacerse cargo de los agonizantes contagiados y de los cadáveres
que la pandemia dejaba a su paso. Sus síntomas eran terribles; aparecían
bubones en las axilas y en las ingles que se convertían en pústulas negras, y
los afectados morían en medio de violentas convulsiones y espasmos,
vomitando sangre y delirando a causa de la fiebre.
Originariamente, los parabolanos prestaban un valioso
servicio a la comunidad ya que nadie quería desempeñar estas desagradables tareas
por miedo a contagiarse, de ahí que, a modo de cumplido, se les diese a tales sepultureros el nombre de parabolanos
o temerarios, para expresar el
reconocimiento de sus conciudadanos por los servicios prestados. Retirar
los cadáveres y aislar a los moribundos en las ciudades de la antigüedad era
esencial para evitar nuevos contagios y preservar la salud pública, pero era un
trabajo peligroso ya que se carecía de las mínimas medidas de protección y
asepsia. Es más, la higiene personal dejaba mucho que desear entre los
cristianos, reacios a practicarla por considerar que invitaba a la
lujuria.
Los parabolanos, que eran gentes de baja
extracción social, eran también cristianos fanatizados que vestían hábitos
negros y que, como muchos de sus correligionarios, atribuían los estragos de la
peste bubónica a un castigo divino porque en Alejandría, como en buena parte
del Imperio Romano, subsistía el culto a los antiguos dioses. Los parabolanos
no eran hombres letrados, no sabían leer ni escribir y todo su conocimiento se
limitaba a recitar pasajes de las Escrituras de memoria. Pero eran hombres jóvenes y
fuertes que llegaron a formar una milicia compuesta por casi mil individuos que se
convirtieron en la fuerza de choque necesaria para acabar con los judíos y con
los helenistas a los que los Padres de la Iglesia calificaban de paganos o rústicos por mantenerse
fieles a los antiguos dioses y a sus tradiciones. En todo el Imperio de Oriente los
clérigos cristianos estaban reuniendo grupos de furibundos fanáticos para imponer la nueva religión por la fuerza. En la propia
Roma, la milicia del obispo eran los fossores,
que cavaban las famosas catacumbas que servían, al mismo tiempo, de osarios e
iglesias desde los tiempos de las primeras persecuciones.
En los siglos IV-V los «soldados de Cristo» eran
auténticos matones al servicio de los obispos para extirpar los últimos
vestigios del helenismo tardío. Estos fanáticos actuaban con total impunidad:
podían entrar por la fuerza en las casas de los que eran sospechosos de seguir
sacrificando a los dioses, propinarles una paliza de muerte y, finalmente,
mutilarles o matarlos a golpes. En Roma, los cavadores de tumbas habían
frustrado, incluso, la elección de un obispo ejerciendo una violencia
inusitada. Estos fanáticos radicales se movilizaban ante lo que consideraban una
mínima ofensa a Dios o un insulto a la Iglesia, y actuaban de forma fulminante y contundente.
Acaudillados por el obispo Cirilo, fue en
Alejandría donde los desmanes de estas milicias cristianas conocidas como
parabolanos fueron más virulentos y nocivos. Solían reunirse en las
inmediaciones de las iglesias y de los edificios públicos, y su mera presencia bastaba para amedrentar
a sus víctimas y hacer que se sometieran a su voluntad. Es cierto que, durante la terrible
pandemia que asoló la ciudad que fundara Alejandro Magno unos setecientos años
antes, habían realizado buenas acciones, pero también sembraban el terror a su
paso, por lo que no sería un exceso verbal calificarlos de terroristas. Su fama quedó consolidada un aciago
día de primavera del año 415, cuando fueron más allá de las amenazas y las
bravuconadas intimidatorias para cometer uno de los asesinatos más infames y execrables de los muchos que se perpetrarían en nombre de Cristo en
los siglos venideros.
En este ambiente de crispación que presidió la Antigüedad
tardía vivió la célebre científica grecoegipcia Hipatia. Mientras los fanáticos
parabolanos se entregan al oficio de la muerte sepultando cadáveres y
atendiendo a los moribundos, esta patricia singular trabajaba en complejas
teorías matemáticas e impartía clases magistrales de filosofía a un público
entregado compuesto por cristianos y helenistas paganos.
Parece ser que Hipatia era una mujer muy bella,
aunque circula la teoría de que murió virgen a pesar de que llegó a casarse.
Vivía entregada a la ciencia y poco le importaban los placeres de la
carne, en cierto modo, llevaba una vida casi ascética. Se cuenta de Hipatia que
cuando uno de sus estudiantes se enamoró de ella y le confesó sus sentimientos,
la intelectual le respondió bruscamente y le arrojó unas
compresas al rostro diciéndole: «¿Es esto lo que tú amas?»
Aunque Alejandría había perdido mucho de su
pasada grandeza, aún quedaban algunos vestigios y podía decirse que Hipatia se
movía en un ambiente selecto. Se decía que cualquiera que quisiera enriquecer
sus conocimientos tenía que viajar a Alejandría para asistir a sus clases. Si algún
ilustre funcionario visitaba la ciudad, era de obligado cumplimiento hacerle
una visita a Hipatia. Entre su círculo de amigos y confidentes se encontraba Orestes,
el gobernador cristiano de Alejandría. Pero esta relación de amistad acabó
perjudicando a ambos a causa de la envidia que despertó en el atrabiliario
obispo Cirilo.
En un mundo cada vez más tenebroso y dividido
por el sectarismo religioso impuesto por los cristianos, Hipatia mantuvo un comportamiento equidistante, tratando a helenistas y cristianos por igual. Unos
y otros se reunían en su casa para escuchar sus conferencias, se deshacían en
alabanzas y compartían un rasgo común: todos eran patricios y pertenecían a la
élite acomodada. Aparentemente, Hipatia era una persona respetada y querida por
sus conciudadanos. Sin embargo, la realidad distaba mucho de eso.
En la primavera del año 415, las relaciones
entre cristianos y helenistas eran muy tensas y el ambiente en las calles
estaba enrarecido por una especie de furia contenida. El nombramiento del nuevo
obispo, Cirilo, sólo sirvió para empeorar las cosas. Después de haber sufrido
al intransigente Teófilo, muchos alejandrinos —sobre todo los no cristianos— habían
depositado sus esperanzas en el nuevo obispo esperando que mostrase un talante
más conciliador. Se equivocaron diametralmente. A fin de cuentas, Cirilo era
sobrino del anterior obispo y su fanatismo no tardó en aflorar. Hasta los
cristianos más moderados tenían reservas acerca de este clérigo brutal y
ambicioso que se comportaba en el púlpito como un matón de taberna.
Los judíos fueron los primeros en sufrir los
excesos y abusos de Cirilo y sus patibularios partidarios. Desde la época de
Ptolomeo II (siglo III a.C.) la colonia judía en Alejandría era muy numerosa y
había gozado de importantes privilegios que después, al convertirse Egipto en provincia
romana en tiempos de Augusto, se habían mantenido. Fue en esa época cuando la
Biblia hebrea se tradujo al griego. Para ello hicieron falta alrededor de
setenta traductores y escribas, de ahí el nombre de Septuaginta. Pero en la
época que nos ocupa, en Alejandría ya quedaba poco interés por los textos hebreos. Los cristianos se habían apoderado de ellos y de acuerdo con los
sermones intimidatorios pronunciados por los intolerantes clérigos cristianos,
los judíos no constituían un pueblo de cuya sabiduría pudiese aprenderse; eran,
como los helenistas paganos, enemigos declarados de la Iglesia y había que
destruirlos. Unos años antes el predicador Juan Crisóstomo, «Pico de Oro»,
había declarado que las sinagogas eran semejantes a burdeles y a guaridas de
ladrones, del mismo modo que había dicho que en los templos paganos moraban los demonios y que, por ello, debían ser demolidos hasta
sus cimientos.
Al poco de producirse la nominación del obispo
Cirilo, el odio hacia los judíos estalló en abierta violencia. Un intento
cristiano de regular y someter a censura las representaciones teatrales —al
parecer, muy del gusto de la población judía— inició una violenta campaña de represalias
que llegó a su punto álgido cuando un grupo de judíos atacó a unos
cristianos. Varios de ellos murieron en el ataque, lo que dio a Cirilo el pretexto
que necesitaba para desencadenar la violencia. Reunió a los parabolanos y los
lanzó contra las sinagogas para tomar posesión de ellas y convertirlas en
iglesias. Después completaron su felonía atacando a los judíos en sus casas y arrebatándoles
cuanto en ellas había de valor. No faltaron muertes y crímenes de toda índole
en esta vorágine «purificadora».
Entretanto, el gobernador Orestes contemplaba
horrorizado cómo Cirilo y sus parabolanos se hacían con el control de la ciudad
instaurando un régimen de terror. Orestes no se atrevía a actuar por miedo a
empeorar las cosas y, sabiendo lo empecinado que era Cirilo, intentó
contemporizar no echando más leña al fuego. Pero el obispo se había
envalentonado y ordenó a sus esbirros que atacasen a Orestes, presumiblemente
cuando regresaba de visitar a su amiga Hipatia en su casa para pedirle consejo.
Tras la agresión, Orestes escribió al emperador de Oriente para quejarse de lo
sucedido. Entonces Cirilo urdió un acto teatral: se presentó ante Orestes y le tendió
un ejemplar de los Evangelios y, lejos de pedirle perdón u ofrecerle una
tregua, le conminó a unirse a su causa. Como era de esperar, esta pantomima
sólo sirvió para caldear aún más los ánimos.
Seguro de su poder, el obispo Cirilo mandó llamar
a los ascetas y a los monjes del desierto para que engrosaran su horda de
fanáticos uniéndose a los parabolanos. Ni que decir tiene que indeseables de
todo pelaje se enrolaron también en esa tropa de rufianes y criminales. Así las
cosas, un día, mientras Orestes paseaba en su cuadriga por la ciudad, un grupo
de zarrapastrosos comenzó a insultarlo y uno de los monjes que iba con ellos le
arrojó una piedra abriéndole una brecha en la cabeza. Los guardias que
acompañaban al gobernador huyeron y Orestes estuvo a punto de ser
linchado por aquella chusma maloliente. Ayudado en última instancia por algunos
ciudadanos que se encontraban allí por casualidad, logró escapar a una muerte
segura.
Horrorizados por el comportamiento de los
cristianos, muchos alejandrinos decidieron entonces apoyar abiertamente a
Orestes y también escribieron sendas cartas al emperador quejándose del intolerable
comportamiento del obispo Cirilo, alentando a sus violentos acólitos para que agrediesen
al representante imperial. Hipatia declaró públicamente su apoyo incondicional a su
amigo Orestes. Y, quizás, esto selló fatalmente su destino.
Empezaron a circular rumores y cuchicheos que
señalaban a Orestes como el amante secreto de Hipatia. Los difamadores fueron especialmente
cuidadosos al poner de manifiesto que la relación adúltera era incluso más
abominable por ser él cristiano bautizado y ella una pagana irredenta. Los
falsarios voceros decían a quien quería escucharles que Hipatia era la
responsable de que Orestes y Cirilo no se hubiesen reconciliado porque ella odiaba a
los cristianos. Aquellos rumores incendiarios comenzaron a prender y pronto se
convirtieron en un incendio. De las habladurías sobre amoríos prohibidos, se pasó a
las acusaciones de hechicería porque Hipatia se pasaba el día en su estudio elaborando
conjuros y bebedizos con los que había cautivado a Orestes a causa de la magia, pues era
ya una mujer madura aunque se conservase bella. Ella era la culpable de que
Alejandría se alejase de Cristo para obstinarse en las antiguas creencias y en
las supercherías.
Un fatídico día del mes de marzo de aquel año
415, Hipatia salió de su casa para dar su habitual paseo por la ciudad. De
repente, se vio rodeada por una multitud de facinerosos que, sin duda, la
estaban aguardando. Sabiendo lo que recientemente le había pasado a su amigo
Orestes, es posible que Hipatia presintiese que le aguardaba una paliza. Sin
embargo, no podía imaginar que lo que le esperaba era infinitamente peor.
Los matones agredieron a Hipatia y la llevaron
arrastrando por las calles hasta una iglesia. Una vez dentro, le arrancaron las
ropas y la dejaron completamente desnuda frente al altar. Después, utilizando
pedazos rotos de cerámica y cristales, la desollaron viva y le arrancaron los
ojos. Una vez muerta, descuartizaron su cuerpo y arrojaron sus despojos a una
pira.
Al poco tiempo de su muerte se publicó en su
nombre una carta falsificada que atacaba al cristianismo. Varias décadas
después, a comienzos del siglo VI, el filósofo pagano Damascio, último
escolarca de la Academia de Atenas, exiliado en Persia tras su cierre por Justiniano
en 529, culpó directamente a los cristianos y fue el primero en achacar
expresamente el crimen al patriarca Cirilo, atribuyéndolo a los celos que
sentía de la influencia de Hipatia sobre el pueblo y la oligarquía urbana. En cualquier
caso, sus asesinos convirtieron a Hipatia en protomártir del helenismo y,
mientras el nombre del miserable obispo Cirilo ha caído en el olvido, el suyo ha
cruzado océanos de tiempo y resuena cada vez con más fuerza. En octubre de 2013 se halló
un cometa que colisionó con la Tierra hace 28 millones de años en el desierto
del Sáhara y se le dio el nombre de «Hipatia».
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Hipatia por Charles William Mitchell (1885) |