Powered By Blogger

martes, 2 de noviembre de 2010

¿Por qué asesinaron a Kennedy? (2)


La propia primera dama, Jacqueline Lee Bouvier Kennedy, fue el primer testigo presencial desautorizado por la versión oficial del asesinato de su esposo el presidente Kennedy. Jackie, como era popularmente conocida, estaba sentada al lado de su marido cuando éste recibió el disparo en la cabeza que le mató. La señora Kennedy testificó ante la Comisión Warren y declaró “haber visto cómo saltaban trozos de la cabeza de su esposo”. Sin embargo la CW determinó que la posición de la primera dama en la limusina “no le permitía ver la cabeza de su marido al menos hasta un segundo después de que recibiera el disparo”. Aquel fatídico día, en cuestión de segundos, Jackie se subió a la parte trasera del vehículo presidencial aterrorizada: ¡temiendo que también fuesen a asesinarla a ella! La primera dama, mejor que nadie, fue testigo de cómo su marido recibía el impacto frontalmente y de cómo estallaba su cráneo, salpicándola con restos de hueso y masa encefálica.
El 20 de octubre de 1968, Jacqueline Bouvier Kennedy se casó con el armador griego Aristóteles Onassis. Cuando su cuñado Robert F. Kennedy fue asesinado meses antes, Jacqueline se sintió también en peligro y se convenció de que los Kennedy sufrían una persecución y que tanto ella como sus hijos “corrían peligro” y que debían abandonar los Estados Unidos. El matrimonio con Onassis cobraba sentido: él tenía el dinero y el poder suficientes para brindarle la “protección” que ella buscaba. Hasta el final de sus días, Jackie Kennedy vivió obsesionada con la idea de que su vida corría peligro. En 1994 se le diagnosticó un linfoma, un tipo de cáncer que estaba en estado muy avanzado. Murió en su apartamento de la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York el 19 de mayo de ese mismo año. Su funeral, aunque tenía carácter privado, adquirió dimensiones de auténtico funeral de Estado, fue televisado a todo el país y asistió el entonces presidente de los EEUU, Bill Clinton.
Jacqueline Bouvier Kennedy se había ganado un lugar en el corazón de los norteamericanos y su templanza en los momentos posteriores al asesinato de su marido hizo que se ganara también la admiración del mundo entero. Presidió el funeral por el presidente, llevando a sus dos hijos de la mano, caminando detrás del féretro desde la Casa Blanca hasta la catedral de Saint Matthew, en la que se celebró un funeral multitudinario. Jackie fue la encargada de encender la llama eterna en la tumba de su esposo en el cementerio de Arlington, donde finalmente reposan también sus restos, junto al que fue su primer marido, el presidente John Fitzgerald Kennedy.
Lo que Jacqueline Bouvier Kennedy posiblemente no sabía al casarse con Aristóteles Onassis en 1968, era la relación que éste había mantenido con algunos de los individuos más siniestros relacionados con el asesinato de su esposo, entre los que destacaba el conde George De Mohrenschildt, un aristócrata que había sido la mano derecha de Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon y que tras el fin de la guerra se había trasladado a Estados Unidos. De Mohrenschildt, que jamás fue interrogado ni molestado por las autoridades norteamericanas por sus crímenes de guerra, formaba parte del exclusivo Club del Petróleo de Texas, y fue quien introdujo a Lee Harvey Oswald, presunto asesino del presidente Jack Kennedy, en la comunidad de bielorrusos antisoviéticos asentados en Dallas, entre los que figuraban un nutrido grupo de antiguos nazis.
De Mohrenschildt fue también quien presentó a los Oswald, Lee y Marina, a Ruth Paine, que le consiguió a él un trabajo en la compañía Yaggars, una empresa que trabajaba para el Ejército y las Fuerzas Aéreas realizando mapas de precisión y revelando las fotografías aéreas de los vuelos espía que los aviones U2 realizaban sobre territorio cubano para espiar los movimientos soviéticos y la construcción de las célebres rampas lanzamisiles que provocaron la crisis de octubre de 1962.
Sin saberlo, Jackie estuvo durante mucho tiempo durmiendo con su enemigo. Onassis murió el 15 de marzo de 1975 cuando se disponía a iniciar los trámites del divorcio, por lo que le dejó una millonaria herencia a su esposa, lo que desencadenó un largo y agrio litigio con Christina Onassis, hija del armador griego.
La revista The Rebel, del grupo editorial del que es propietario Larry Flynt, publicaba el siguiente artículo el 22 de noviembre de 1983, al cumplirse veinte años del asesinato del presidente Kennedy en circunstancias jamás del todo esclarecidas. El artículo lo firmaba la periodista Mae Brussell y recogía las siguientes declaraciones de Helmut Streikher, ex SS en los tiempos de Hitler, y reclutado al finalizar la Segunda Guerra Mundial como agente de la OSS[1]:

“Uno de los peores secretos de la CIA es la verdad sobre la muerte del presidente Kennedy. No fue Fidel Castro ni fueron los rusos. Los hombres que mataron a Kennedy fueron agentes contratados por la CIA. El asesinato de John Kennedy fue una conspiración en dos partes. Una es la acción que finalizó con el homicidio; la otra parte, aún más oscura, es la aceptación y protección de los homicidas por el aparato de Inteligencia que controla el modo en que operan en todo el mundo”.

¿Participaron exagentes nazis en el asesinato, aún sin resolver, del presidente John F. Kennedy? Ciertamente hoy, en 2010, todo eso nos queda ya muy lejos en el tiempo. Tanto el asesinato de Kennedy (1963) como la Segunda Guerra Mundial que finalizó en 1945. En parte, el éxito de las conspiraciones reside en eso, en dejar pasar el tiempo hasta que a nadie le importe saber qué sucedió realmente y los ecos del “¡Queremos saber!” se vayan apagando, hasta extinguirse por completo.
Pero en 1963 apenas hacía sólo dieciocho años que había terminado la Segunda Guerra Mundial, luego era un aconteciendo relativamente reciente. Y los combatientes que participaron en ella eran todavía jóvenes, por lo que las investigaciones que muchos han llevado a cabo desde entonces permiten establecer que hubo una conexión entre ex miembros del Partido Nacional Socialista alemán y la CIA, del mismo modo que a nadie sorprendería hoy que se reconociese que la Agencia reclutó a ex agentes del KGB en situación de desempleo tras la desintegración de la URSS en 1991.
Incuso el propio Fidel Castro “trabajó” para la agencia, y el “heroico” periodista Woodward destapó el escándalo Watergate gracias a los chivatazos de un soplón que a las puertas de la muerte reconoció haber sido el Número 2 del FBI, y que resentido con Richard Nixon por no haberle ascendido a director de la misma tras la muerte del legendario Edgar Hoover, urdió las patrañas del Watergate para vengarse. Y hasta el propio Howard Hunt, otro de los “héroes” del Watergate reconoció poco antes de morir un “cierto” grado de implicación por su parte en el caso JFK. Aunque también es factible pensar que estuviese lanzando un mensaje al ciberespacio: “¡Dejadme en paz, o tiraré de la manta!”
La mayoría de los que estuvieron relacionados de un modo u otro con el caso JFK murieron en extrañas circunstancias a lo largo de los primeros dos años después del magnicidio, y los demás de forma más distanciada en el tiempo.
Poco antes de sufrir el atentado que le dejó paralítico, Larry Flynt había ofrecido una recompensa de un millón de dólares a quién pudiese aportar información que ayudase a la captura de los asesinos de Kennedy. Asimismo, durante la moción de censura contra el presidente Bill Clinton en 1998, a propósito del escándalo Lewinsky, Flynt ofreció un millón de dólares para obtener información acerca de cualquier escándalo sexual que implicase a algún legislador republicano alegando que “En tiempos desesperados son necesarias medidas desesperadas”. En su revista publicó los resultados bajo el título de El Informe Flynt (The Flynt Report). Su informe provocó la dimisión de Bob Livingston. También acusó al congresista Bob Barr de haber cometido perjurio cuando testificó sobre el aborto de su mujer, negándolo. Asimismo, Flynt expresó su extrañeza ante el hecho de que una mujer, refiriéndose a Mónica Lewinsky, guardase durante varios años un vestido manchado de semen, si no tenía un propósito premeditado para hacerlo. ¿Dónde estaban los supuestos periodistas de investigación tan pagados de sí mismos? Tuvo que ser Larry Flynt, el editor de Hustler, una revista erótica –que muchos califican de pornográfica– quien saliese en defensa del presidente Bill Clinton.
Durante el juicio en el que Flynt fue acusado de obscenidad en el condado de Gwinnett, Georgia el 6 de marzo de 1978, Flynt y su abogado Gene Reeves Jr. fueron tiroteados en Lawrenceville en una emboscada cerca de los Juzgados del Condado. Joseph Paul Franklin, un asesino en serie y supremacista blanco confesó ser el autor de los disparos alegando sentirse ultrajado por unas fotos pornográficas publicadas en Hustler –la principal de las publicaciones de Flynt– en las que aparecían un hombre negro y una mujer blanca en una actitud que sugería explícitamente un acto de sexo oral.
Franklin, que cumple cadena perpetua con cargos de asesinato, nunca fue acusado ni juzgado por el intento de asesinato perpetrado contra Larry Flynt y su abogado. Otro asesino solitario sin móvil aparente. La mayoría tachados después, si no son eliminados, de desequilibrados.

(Continuará...)



[1] Office of Strategic Services (OSS) futura Central Intelligence Agency (CIA).

¿Por qué asesinaron a Kennedy? (1)


Ser presidente de los Estados Unidos es el mayor sueño de cualquier político norteamericano. Sin embargo, no es un puesto fácil de alcanzar debido a la cantidad de influencias y dinero necesarios para poder lograrlo. Tampoco puede decirse que se trate de un cargo especialmente cómodo; ni siquiera seguro, pese a la parafernalia de escoltas que lleva aparejado en cada desplazamiento. Pero la presidencia de los Estados Unidos no es más que la punta visible del iceberg, el gran témpano de hielo del poder permanece oculto acechando bajo la superficie, y el presidente no está autorizado a tomar decisiones unipersonales sin consultar con sus superiores, es decir, con quienes le han puesto ahí.
El viernes 22 de noviembre de 1963, John Fitzgerald Kennedy fue asesinado en Dallas, Texas. Pocas horas después se arrestaba a Lee Harvey Oswald. No obstante, el único sospechoso del asesinato no tuvo la oportunidad de testificar al morir a manos de Jack Ruby. Oswald desapareció llevándose a la tumba todos sus secretos y dejando en el aire numerosas incógnitas: ¿actuó por su propia cuenta?, ¿hubo otro tirador?, ¿quiénes salieron más beneficiados con la muerte del presidente? 
Después de casi cincuenta años, éstas y otras preguntas siguen sin respuesta. Pero la tesis del tirador solitario que se desprende de las investigaciones de la Comisión Warren, se desmoronaron como un castillo de naipes hace mucho tiempo.
En 1963 Dallas era un poblachón tejano que estaba más cerca en el tiempo de 1863 que del año 2000. Las heridas de la guerra civil aún no habían cicatrizado, y la elección de John F. Kennedy como presidente en 1960 removió viejas pasiones e hizo aflorar a la superficie una animadversión larvada durante un siglo. En suma, reactivó el odio de los antiguos sudistas hacia el “Norte” y todo lo que éste significaba con otro elemento de discordia añadido: el nuevo presidente era además católico y se oponía al mantenimiento de la segregación racial en el profundo Sur confederado de antaño.
Los tejanos se consolaban pensando que al menos “uno de los suyos” al que todos conocían y apreciaban y al que venían apoyando desde 1948 con cariño y “grandes sumas de dinero” defendería sus intereses en Washington. Es decir, los intereses de los que le habían apoyado. Pero el caso era que, como el propio Nixon había profetizado, Kennedy deseaba deshacerse de Johnson y no contaba con él para la campaña de reelección de 1964. Los tejanos no estaban dispuestos a transigir con otra derrota cien años después de la sufrida en 1865.
Aunque la victoria del Norte en la guerra civil aseguró la integridad territorial de los Estados Unidos como nación indivisible, muchas cosas se destruyeron en el curso del conflicto, y el objetivo secundario de la guerra, la abolición del sistema de esclavitud, se logró sólo de manera imperfecta y a mediados del siglo XX todavía no se había conseguido la plena igualdad y la integración social entre blancos y negros en los antiguos Estados Confederados del Sur. Sin embargo, un creciente movimiento en pro de los derechos civiles se había puesto en marcha en el Norte para abolir definitivamente los antiguos sistemas socioeconómicos del profundo Sur con el fin de garantizar la igualdad de oportunidades para los negros en materia de vivienda, educación y trabajo. Kennedy se había erigido en abanderado de ese movimiento por los derechos civiles que le reportó muchos votos en los estados del Norte, pero que le granjeó un irreconciliable rechazo en los del Sur, partidarios de mantener la segregación de razas y la restricción de derechos para los afroamericanos.
Cada generación tiene sus propios hitos, su antes y su después. Todos los norteamericanos que tenían uso de razón entonces, recuerdan qué estaban haciendo aquel 22 de noviembre de 1963, en una fulgurante instantánea toda la nación había fotografiado y congelado para siempre en la memoria millones de sensaciones, de datos y de recuerdos imborrables. Una de las preguntas más repetidas desde entonces ha sido ¿qué estaba haciendo usted el día que asesinaron al presidente Kennedy? Quién sabe, tal vez dentro de unos años, cuando ya no interese a nadie, la pregunta sea ¿qué estaba haciendo usted el 11 de septiembre de 2001? O si la trasladásemos a España podría ser… ¿dónde estaba usted el 11 de marzo de 2004?
Hay fechas que marcan a toda una generación, a todo un país. Sin embargo, resulta paradójico que los únicos norteamericanos que han declarado públicamente que “no recuerdan lo que estaban haciendo el día que asesinaron a Kennedy” sean, precisamente, dos expresidentes de los Estados Unidos: Richard Nixon y George Herbert Bush.
Sin embargo, el día 21, jueves, la víspera del atentado, Richard Nixon se encontraba en Dallas. Por entonces trabajaba como abogado para Pepsi-Cola, y había acudido a la ciudad para representar a la compañía en un congreso de empresas dedicadas al embotellado y comercialización de bebidas refrescantes. En el momento en que el Air Force One, el avión presidencial, iniciaba la maniobra de aproximación al aeropuerto Love Field, Nixon abandonaba la ciudad de Dallas con rumbo a Nueva York. El Dallas Morning News dedicaba su portada, obviamente, a la visita de John Kennedy, y reproducía una extraña declaración del candidato republicano derrotado en las elecciones de 1960 hecha poco antes de partir: “Kennedy va a separarse de Johnson para las elecciones de 1964”.
Unas horas más tarde, a bordo del Air Force One, Lyndon Baines Johnson era proclamado presidente de los Estados Unidos de América.
En cuanto a George Herbert Bush, éste argumentó un fallo de memoria. Una curiosa amnesia que le impedía recordar dónde se encontraba aquel inolvidable 22 de noviembre de 1963, y como era de esperar, eso aguijoneó la curiosidad de todos cuantos nos interesamos por el asesinato de Kennedy, sobre todo después que recientemente haya sido desclasificado un antiguo informe de la Policía de Dallas que situaba a un tal George H. Bush en la ciudad en calidad de miembro de la CIA. El mismo Bush que antes de convertirse en vicepresidente con Ronald Reagan, y seguidamente en presidente, fue director de la célebre Agencia Central de Inteligencia.
Llama la atención comprobar que prácticamente todos los que han ocupado la Casa Blanca tras ganar unas elecciones en un año cuya cifra termina en cero y un decenio par, han muerto en el ejercicio del cargo.
Así pues, William Henry Harrison (1840), Abraham Lincoln (1860), James A. Garfield (1880), Warren Harding (1920), Franklin Delano Roosevelt (1940) y John Fitzgerald Kennedy (1960) fallecieron víctimas de atentados o extrañas enfermedades. Entre paréntesis figura el año de su elección. De momento el único que ha roto esa siniestra tradición es George Walker Bush (2000). Ronald Reagan, que fue elegido en 1980, resultó herido en un atentado del que consiguió recuperarse.
Entre los asesinatos de Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy, separados por un siglo, existen una serie de coincidencias asombrosas que repasaremos a continuación, aunque sólo sea por lo curioso que resulta hacerlo.
Abraham Lincoln fue elegido congresista de Estados Unidos en 1846 y llegó a la Casa Blanca en 1860 mientras que Jack Kennedy comenzó su carrera en el Congreso en 1946 y asumió la presidencia tras ganar las elecciones en 1960. Lincoln tenía un secretario privado que se apellidaba Kennedy, que le aconsejó que no acudiera al teatro el día que fue tiroteado, mientras que Kennedy tenía un secretario privado llamado Lincoln, que le aconsejó que no viajase a Dallas, la ciudad donde sería asesinado. Ambos presidentes, cuyos apellidos tienen siete letras cada uno, estuvieron involucrados en la defensa de los derechos civiles durante su etapa presidencial y ello les valió el cariño y el respeto de muchos ciudadanos, aunque a la hora de la verdad, tampoco aplicaron las reformas que habían prometido a bombo y platillo durante sus campañas electorales. Además, sus respectivas esposas sufrieron abortos mientras sus maridos eran presidentes, y en los dos casos se acusó de negligencia a los ginecólogos que las atendieron.
Los dos fueron asesinados en viernes, de sendos disparos en la cabeza y fueron sucedidos por sus respectivos vicepresidentes, del partido demócrata, originarios del Sur y apellidados Johnson: Andrew Johnson, nacido en 1808, sucedió a Lincoln, y Lyndon Johnson, nacido en 1908, sucedió a Kennedy. Sus presuntos asesinos tenían tres nombres y quince letras cada uno: John Wilkes Booth (1839) fue acusado de matar a Lincoln, y Lee Harvey Oswald, nacido en 1939, de matar a Kennedy. Los dos eran partidarios de fórmulas muy impopulares en su época y en su país: Booth se declaraba anarquista y Oswald, comunista. Pero aún hay más coincidencias: Lincoln fue tiroteado cuando estaba en el palco del teatro Kennedy, y Kennedy cuando viajaba en la limusina de la marca Lincoln. Según la versión policial Wilkes Booth salió corriendo del teatro donde cometió el crimen, pero le detuvieron en un almacén, mientras que Oswald huyó del almacén de libros desde donde se cree que disparó y fue detenido en un cine-teatro. Ninguno de los dos llegó a testificar porque fueron ambos asesinados antes de ser procesados: a Booth le mató Jack Rothwell mientras que a Oswald le disparó Jack Ruby.
Pero aún hay más detalles interesantes, aunque sólo sea a modo de anécdota: durante los tres años posteriores a la muerte de Kennedy y Oswald, es decir, hasta 1967 cuando se reabrió el caso por iniciativa del fiscal de Nueva Orleans, Jim Garrison, murieron 18 testigos presenciales que sostenían versiones contrarias a las de la Comisión Warren que investigó el magnicidio y había publicado sus conclusiones “definitivas e irrefutables” en 1964. Seis murieron por disparo con arma de fuego, cinco por “causas naturales” sin autopsia, uno degollado y otro con el cuello partido.
El congresista Alle Bogs, miembro de la Comisión Warren, explicó que no estaba de acuerdo con las conclusiones finales de dicha comisión de investigación y que estaba dispuesto a reabrir el caso por su cuenta, y llegó a acusar al FBI, aún dirigido por Edgar Hoover, de utilizar técnicas propias de la Gestapo nazi. No sabía lo cerca que estaba de la verdad con aquella comparación. En 1972 subió a su avioneta particular para dirigirse a Alaska. Se estrelló por el camino. El chófer que le llevó hasta el aeropuerto y le acompañó hasta el avión donde encontraría la muerte fue un joven del partido demócrata llamado Bill Clinton, que muchos años después se convertiría en presidente de los Estados Unidos.
Según varios especialistas que han trabajado durante años por esclarecer la verdad y las circunstancias que envolvieron el asesinato de Kennedy en 1963, el presidente cometió dos errores de bulto: el primero “retrasar” la intervención norteamericana en Vietnam hasta su segundo mandato, no es exacto que Kennedy no desease la participación de Estados Unidos en la guerra. Varios presidentes habían esperado a su segundo mandato para embarcar a Estados Unidos en guerras. El propio Richard Nixon ganó las elecciones en 1968 prometiendo que sacaría a Estados Unidos de la guerra en el sudeste asiático.
El segundo error de Kennedy fue intentar desmantelar la Reserva Federal, el presidente ya había dado órdenes precisas para empezar a imprimir dinero con el sello del Gobierno de los Estados Unidos, para sustituir al dinero emitido por la Reserva Federal, y recuperar así el control de las finanzas del país.

(Continuará...)

La nobleza y el vampirismo

Mucho se ha escrito sobre los vampiros y el vampirismo, muchas películas se han apoyado en este tema, recurriendo especialmente al conde Drácula, cuya fama hizo imperecedera el genio del escritor Bram Stoker, utilizando a un personaje histórico para pergeñar una sugestiva teoría sobre el vampirismo. Pero antes de seguir, cabe preguntarse: ¿existieron realmente los vampiros? A continuación veremos una serie de casos de vampirismo, algunos de ellos relacionados con la necrofilia y la necrofagia. Es posible que de entre los monstruos de cuya memoria la Historia relata los hechos, no haya habido ninguno tan ignominioso, malvado y perverso, como el tristemente famoso Gilles de Rais mariscal de Francia y asesino de más de setecientos jóvenes.

Se llamaba Gilles de Laval, y era barón de Rais. Fue éste el peor de todos los vampiros conocidos, y seguramente, y con razón, el más execrado por la Humanidad en su tiempo. A los veinte años de edad, y considerándose, por su familia, como una de las mayores fortunas de Francia, entró en el ejército como primer teniente, al lado de Juana de Arco, plaza cedida a Gilles de Rais por el rey, entonces delfín, Carlos VII, gran amigo suyo. Antes de alcanzar el grado de teniente y convertirse en caballero protector de Juana de Arco, Gilles jamás había presentado ningún indicio alarmante en su carácter, ni se le conocían inclinaciones sexuales aberrantes. Nació en 1404 y a los dieciséis años contrajo matrimonio con Catalina de Thouars, también de familia noble y acaudalada. Por otra parte, según quienes le conocieron bien, jamás mostró hacia Juana de Arco ninguna inclinación sexual, aunque tal vez ello sea comprensible si tenemos en cuenta que en el proceso seguido contra él, varios compañeros de armas de Juana declararon que la andrógina Doncella carecía de cualquier atractivo físico. No obstante, cuando los borgoñones, aliados de los ingleses, prendieron a Juana, Gilles cambió de carácter, se enfureció como un demente y peor fue aún, cuando tras un intento infructuoso de salvar a Juana, ésta pereció en la hoguera. Más adelante, Gilles se separó de Catalina y nunca más tuvo contactos sexuales con otras mujeres. Al menos, conocidos. Fue entonces cuando Gilles emprendió su carrera de crímenes e infamias, cuando se convirtió en un depredador sediento de sangre… en vampiro. Al regresar a su castillo, Gilles organizó fiestas y torneos, y éstos tuvieron cada vez un carácter más sangriento, en tanto que las primeras se transformaron en verdaderas orgías y bacanales. La prodigalidad del barón le puso al borde de la quiebra y se vio obligado a vender sus bienes. Fue en estas circunstancias cuando tuvieron lugar dos sucesos trascendentales en la vida del mariscal. El primero fue que Carlos VII, para salvarle de la ruina, prohibió a todos sus súbditos que adquiriesen las propiedades de Gilles. El segundo fue la llegada a La Vendée de un joven italiano llamado Francesco Prelatti, que había adquirido fama de ser ducho en las artes demoníacas.


Ambos hombres, Gilles y Prelatti, se entrevistaron.

—Excelencia, me he enterado de que estáis falto de dinero.

—En efecto, Francesco. Mi bolsa está agotada por completo. ¿Sabes de alguien que pueda prestarme algún dinero?

—No, pero vengo a ofreceros algo asombroso. ¡Oro! ¡Oro en abundancia! ¡Todo el que podáis desear! ¡Más del que podréis dilapidar jamás!

La propuesta caía en terreno abonado. Los acreedores estaban acosando al mariscal, a pesar de las órdenes del monarca. Y Gilles de Rais necesitaba dinero para continuar con su vida de orgías y torneos. Por eso le preguntó a Prelatti:

—Dime qué debo hacer y te juro que no retrocederé ante nada.

—Os advierto que existe un grave peligro.

—No será mayor que los que ya he corrido.

—Me refiero a un peligro de naturaleza muy distinta, señor.

—¡Explícate de una vez!

Francesco Prelatti expuso el asunto. Se trataba de metamorfosear los metales, convirtiendo el hierro y el plomo en oro y plata. Aunque para ello era necesario algo esencial… ¡algo muy especial!

—¿Qué es? ¡Pide lo que necesites y será tuyo!

—Hay que inmolar a niños —susurró Prelatti, casi asustado de su propia voz—, y mezclar su sangre con los metales fundidos. Y ahora, señor barón, ¿qué decís? ¿Podría tener esa sangre?

El mariscal, justo es reconocerlo, meditó en silencio unos instantes, pero al fin, con ademán resuelto exclamó:

—¡Tendrás todos los niños que necesites para llevar a cabo tu experimento!


El mariscal De Rais no tardó en dar las órdenes a sus criados, los cuales se dedicaron a dar caza a los niños de seis a doce años. Pero las pobres criaturas, antes de ser inmoladas para obtener su sangre, fueron siempre objeto de abusos sexuales por parte de Gilles de Rais, así como de Prelatti, que era homosexual.

Luego, Gilles de Rais apartaba parte de la sangre obtenida con el degollamiento de las infelices víctimas, y la bebía con fruición. ¡En el proceso que se siguió contra él se denunció que había llegado al extremo de beber la sangre directamente de las gargantas seccionadas de las doncellas!

Fueron degollados de esta manera un número incontable de niños y niñas, aunque en el proceso se habló de unos setecientos. Sin embargo, Prelatti, jamás consiguió el oro ni la plata prometidos.

Gilles de Rais era un personaje encumbrado, ocupaba una posición importante en la corte, por lo que, como tantos otros nobles de toda Europa, creía que podía actuar impunemente y dar rienda suelta sus abominables crímenes.

Sin embargo, el clamor de los padres y demás familiares de las víctimas fue tan grande, y tantas las indiscreciones y abusos de algunos de los servidores del barón, así como las columnas de humo negro que surgían de las chimeneas del castillo después de desaparecer los niños, que permitieron que los rumores llegasen a oídos del obispo de Nantes, quien emplazó a Gilles de Rais ante un tribunal eclesiástico, donde fue procesado, excomulgado y ahorcado, para ser luego su cuerpo reducido a cenizas.

Gilles de Rais confesó todas sus culpas, con gran alarde de horrorosos detalles, de tal modo que al oírle se desmayaron algunas mujeres, en tanto los jueces ordenaban que se tapara el crucifijo que presidía el tribunal. Tras la ejecución el cuerpo no pudo ser quemado, puesto que unas distinguidas damas de la aristocracia se apresuraron a recoger el cadáver para darle sepultura en el cementerio de Nantes.

Gilles de Rais murió, pero no su recuerdo y, durante varios siglos después de su ejecución, los temerosos habitantes de La Vendée susurraron en las frías noches de invierno que Gilles de Rais, convertido en vampiro, solía abandonar su tumba para alimentarse con la sangre de las doncellas.


Fue la condesa Elizabeth Bathory otro caso terrible de vampirismo que iguala, si no supera, al de Gilles de Rais, al que se asemeja mucho, a pesar de que los motivos que impulsaron a cada uno de ellos a cometer sus crímenes, fuesen distintos.

La condesa Elizabeth Bathory se casó a los quince años con el conde Ferencz Nadasdy, gran terrateniente del condado de Nyitra, Hungría. Y bueno será añadir que todos los antepasados del conde se habían mostrado especialmente crueles, casi sádicos, en su trato con los campesinos que les tenían arrendadas las tierras de labranza.

Tanto el conde como la condesa parecían haber nacido el uno para el otro, pues ambos compartían los mismos gustos lascivos, la misma crueldad, y el mismo interés por la brujería, el satanismo y los sortilegios. Es por esto, sin duda, que su amor duró muchos años.

La condesa Elizabeth Bathory, además, estaba perversamente influida por su nodriza, una tal Ilona Joo, mujer dedicada la magia negra y al satanismo. Y fue la perniciosa influencia de Ilona Joo la que perdió realmente a la condesa. Por supuesto, la malvada nodriza fue quemada viva por un tribunal húngaro, en tanto que otras brujas como ella eran decapitadas.

Por su parte, la lujuriosa condesa Elizabeth Bathory, pasaba largas temporadas sola en su castillo, ya que su esposo partía frecuentemente a la guerra. Aburrida por aquella vida solitaria, la condesa se entregó cada vez más a las prácticas de Ilona, y poco a poco comenzó a rodearse de hechiceros, alquimistas y magos. Naturalmente, todos estos siniestros personajes distaban mucho de ser modelos de conducta, pues sólo deseaban alentar los enfermizos deseos de la condesa en su propio beneficio, lo que además les servía de excusa para dar rienda suelta a su propia depravación, particularmente, en lo tocante a las relaciones sexuales más abyectas que puedan imaginarse.

En cierta ocasión la condesa invitó a su castillo a cierto joven de extraordinaria belleza, lucía una negra cabellera y tenía unos hermosos y relucientes ojos azules. Resultaba irresistible para cualquier dama, no obstante, se rumoreaba de él que era un vampiro. Y tal vez fue esa perspectiva la que realmente sedujo a la condesa, hasta el punto de fugarse con él. Sin embargo, pronto se cansó de la aventura… o tal vez, a decir de los rumores que circularon entonces, el propio vampiro comprendió que ella era aun más malvada que él, y la condesa regresó a su castillo para seguir dedicándose a sus conjuros diabólicos y a sus abominables hechizos.

Lentamente, abandonada por su esposo, siempre guerreando en defensa de la patria o recorriendo sus vastas propiedades, la condesa, para aliviar sus apetitos sexuales, empezó a entregarse a las más diversas prácticas sexuales. En compañía de dos de sus doncellas de más confianza, Elizabeth recurrió a los placeres orgiásticos con todo el ardor de su impetuosa naturaleza de ninfómana.

Pero esto no bastó para saciar su ansia de placeres prohibidos y, cediendo a las insinuaciones de Ilona, que le hablaba sin cesar de nuevas prácticas sexuales todavía más retorcidas, Elizabeth, tras perder a su esposo, cedió completamente a las insinuaciones más perversas de su malvada nodriza.

A partir de entonces, comenzaron a circular por los alrededores del castillo los más inquietantes rumores. En efecto, apenas transcurría una semana sin que desapareciese un niño de pecho, alguna adolescente o, incluso, alguna mujer casada. A ninguna de las desaparecidas se la volvía a ver. Luego empezaron a desaparecer viajeros y caminantes de paso por la región con el mismo resultado: jamás se volvía a saber de ellos.

Los amantes de la condesa, a los que ella había corrompido, eran quienes realizaban los secuestros. Cuando no podían llevarse a las mujeres al castillo mediante sobornos y deslumbrantes promesas, las drogaban o se las llevaban por la fuerza.

Estas desapariciones duraron más de once años, durante los cuales, los campesinos y aldeanos vivieron presa de un temor constante, atrancando puertas y ventanas cuando oían el paso de un carruaje, lo que para ellos era el inevitable prólogo a una tragedia.

Pese a lo que se pueda imaginar, la condesa no necesitaba a aquellas muchachas para realizar con ellas actos abyectos, sino para otro menester mucho más horrendo, pues lo cierto es que del castillo de la condesa Bathory jamás volvió a salir con vida ninguna de las secuestradas. Luego, un día, poco después de fallecer su esposo, acaeció un hecho que determinó todos los horrores posteriores.

Después de azotar a una doncella que por lo visto exasperó a la condesa con su pertinaz resistencia a someterse a sus deseos, la condesa vio brotar sangre del maltratado cuerpo, y allí donde resbalaba la sangre, la piel parecía más blanca y apetecible, más tersa y juvenil que antes. O eso le pareció a la condesa. El caso fue que Elizabeth llegó a la conclusión de que la sangre de las doncellas servía para rejuvenecer los órganos y tejidos del cuerpo humano, especialmente la epidermis, y decidió que los baños en sangre humana la rejuvenecerían por completo, haciendo desaparecer las arrugas de su piel, arrugas debidas en gran parte, más que a la edad, a sus excesos báquicos. Y así, para colmar sus ansias sádicas y sus instintos lésbicos, al mismo tiempo que llevar a cabo este nuevo “tratamiento” de rejuvenecimiento, encargó a sus sirvientes que secuestrasen a las muchachas más bellas de la comarca, y aun de otras provincias si era necesario.

Ilona Joo, por su parte, y los demás brujos que se habían instalado en su castillo, acosaban a la condesa desde hacía tiempo, asegurándole que para que sus hechizos surtiesen los efectos esperados, requerían ser complementados con sacrificios rituales de seres humanos.

Según las costumbres y creencias de aquella tenebrosa época, para los experimentos de alquimia y para la ejecución de determinados hechizos se requerían calaveras, huesos, corazones, ojos, hígados y otros órganos humanos, especialmente de niños de pecho y de mujeres que todavía fuesen vírgenes.

Cuantos habitaban en el castillo gozaban con los actos sádicos y sexuales, con el suplicio y la muerte más dolorosa dada a las desdichadas que caían en su poder. Los calabozos del castillo llegaron a albergar a decenas de prisioneras a la espera de que la condesa decidiese emplearlas en sus orgías, antes de sacrificarlas en sus macabros experimentos de regeneración y estética.

El sacrificio de las víctimas se celebraba en medio de complicados rituales mágicos, seguidos de orgías y crueles prácticas de sadismo, en las que manaba la sangre que después empleaba la condesa en sus baños. Con el tiempo, aquellas orgías fueron evolucionando, y la condesa llegó a la conclusión de que para regenerar sus órganos internos era necesario beber la sangre de sus víctimas. Pero para que ésta proporcionase el efecto que se buscaba, era condición indispensable que fuese consumida directamente de la herida de la víctima, y antes de que ésta expirase.

Todos estos excesos, como es fácil de suponer, desencadenaron una serie de rumores que, finalmente, llegaron a oídos del rey Matías.

No obstante, se tardaron varios años en emprender una acción legal contra la condesa. Al final, se ordenó una investigación que se llevó a cabo bajo la dirección del primer ministro Thurzo y el gobernador de la provincia donde la condesa tenía sus dominios.

Los aterrorizados aldeanos y los campesinos del entorno hablaban de vampiros en el castillo de la condesa y, la víspera de Año Nuevo, los alguaciles del rey se presentaron súbitamente en el castillo. Ya en el vestíbulo hallaron el cadáver de una joven degollada, sin una sola gota de sangre en su cuerpo. Cerca de ella había otra; horriblemente mutilada. En los calabozos los alguaciles hallaron un grupo de niños y niñas, hombres y mujeres jóvenes, que habían sido sangrados en repetidas ocasiones para satisfacer los abominables apetitos de la condesa y sus secuaces.

Luego, subieron al piso, donde sorprendieron a la condesa y a sus cómplices en plena orgía de sangre y sexo desenfrenado. Todos fueron apresados, y la condesa quedó recluida en sus aposentos, custodiada por guardias armados. El proceso contra ellos se celebró inmediatamente, y las pruebas se acumularon, no sólo contra la condesa, sino contra sus cómplices, y sobre todo, contra Ilona Joo, como instigadora, las dos damas de compañía de la condesa, y cuantos hechiceros, brujas y nigromantes habían tomado parte en aquellos viles rituales satánicos.

Dando cumplimiento a la sentencia, a Ilona Joo le fueron arrancados con tenazas todos los dedos de las manos, luego fue azotada hasta arrancarle la carne de los huesos y, finalmente, fue quemada viva. Los demás sufrieron diversas penas, casi todas de muerte, siendo sometidos a diversos y dolorosos tormentos antes de ser ejecutados.

La condesa, en consideración a su condición de aristócrata, fue recluida en sus aposentos y se levantó una pared con una pequeña abertura por donde se le hacían llegar los alimentos. Allí vivió, emparedada en sus propias habitaciones, durante varios años. Jamás se la oyó proferir una sola queja. Falleció, según se cree, sin haber salido de su emparedamiento, a mediados de 1614, a los cincuenta y cuatro años de edad. La condesa Elizabeth Bathory pasó a la Historia como uno de los más infames vampiros.