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martes, 2 de noviembre de 2010

La nobleza y el vampirismo

Mucho se ha escrito sobre los vampiros y el vampirismo, muchas películas se han apoyado en este tema, recurriendo especialmente al conde Drácula, cuya fama hizo imperecedera el genio del escritor Bram Stoker, utilizando a un personaje histórico para pergeñar una sugestiva teoría sobre el vampirismo. Pero antes de seguir, cabe preguntarse: ¿existieron realmente los vampiros? A continuación veremos una serie de casos de vampirismo, algunos de ellos relacionados con la necrofilia y la necrofagia. Es posible que de entre los monstruos de cuya memoria la Historia relata los hechos, no haya habido ninguno tan ignominioso, malvado y perverso, como el tristemente famoso Gilles de Rais mariscal de Francia y asesino de más de setecientos jóvenes.

Se llamaba Gilles de Laval, y era barón de Rais. Fue éste el peor de todos los vampiros conocidos, y seguramente, y con razón, el más execrado por la Humanidad en su tiempo. A los veinte años de edad, y considerándose, por su familia, como una de las mayores fortunas de Francia, entró en el ejército como primer teniente, al lado de Juana de Arco, plaza cedida a Gilles de Rais por el rey, entonces delfín, Carlos VII, gran amigo suyo. Antes de alcanzar el grado de teniente y convertirse en caballero protector de Juana de Arco, Gilles jamás había presentado ningún indicio alarmante en su carácter, ni se le conocían inclinaciones sexuales aberrantes. Nació en 1404 y a los dieciséis años contrajo matrimonio con Catalina de Thouars, también de familia noble y acaudalada. Por otra parte, según quienes le conocieron bien, jamás mostró hacia Juana de Arco ninguna inclinación sexual, aunque tal vez ello sea comprensible si tenemos en cuenta que en el proceso seguido contra él, varios compañeros de armas de Juana declararon que la andrógina Doncella carecía de cualquier atractivo físico. No obstante, cuando los borgoñones, aliados de los ingleses, prendieron a Juana, Gilles cambió de carácter, se enfureció como un demente y peor fue aún, cuando tras un intento infructuoso de salvar a Juana, ésta pereció en la hoguera. Más adelante, Gilles se separó de Catalina y nunca más tuvo contactos sexuales con otras mujeres. Al menos, conocidos. Fue entonces cuando Gilles emprendió su carrera de crímenes e infamias, cuando se convirtió en un depredador sediento de sangre… en vampiro. Al regresar a su castillo, Gilles organizó fiestas y torneos, y éstos tuvieron cada vez un carácter más sangriento, en tanto que las primeras se transformaron en verdaderas orgías y bacanales. La prodigalidad del barón le puso al borde de la quiebra y se vio obligado a vender sus bienes. Fue en estas circunstancias cuando tuvieron lugar dos sucesos trascendentales en la vida del mariscal. El primero fue que Carlos VII, para salvarle de la ruina, prohibió a todos sus súbditos que adquiriesen las propiedades de Gilles. El segundo fue la llegada a La Vendée de un joven italiano llamado Francesco Prelatti, que había adquirido fama de ser ducho en las artes demoníacas.


Ambos hombres, Gilles y Prelatti, se entrevistaron.

—Excelencia, me he enterado de que estáis falto de dinero.

—En efecto, Francesco. Mi bolsa está agotada por completo. ¿Sabes de alguien que pueda prestarme algún dinero?

—No, pero vengo a ofreceros algo asombroso. ¡Oro! ¡Oro en abundancia! ¡Todo el que podáis desear! ¡Más del que podréis dilapidar jamás!

La propuesta caía en terreno abonado. Los acreedores estaban acosando al mariscal, a pesar de las órdenes del monarca. Y Gilles de Rais necesitaba dinero para continuar con su vida de orgías y torneos. Por eso le preguntó a Prelatti:

—Dime qué debo hacer y te juro que no retrocederé ante nada.

—Os advierto que existe un grave peligro.

—No será mayor que los que ya he corrido.

—Me refiero a un peligro de naturaleza muy distinta, señor.

—¡Explícate de una vez!

Francesco Prelatti expuso el asunto. Se trataba de metamorfosear los metales, convirtiendo el hierro y el plomo en oro y plata. Aunque para ello era necesario algo esencial… ¡algo muy especial!

—¿Qué es? ¡Pide lo que necesites y será tuyo!

—Hay que inmolar a niños —susurró Prelatti, casi asustado de su propia voz—, y mezclar su sangre con los metales fundidos. Y ahora, señor barón, ¿qué decís? ¿Podría tener esa sangre?

El mariscal, justo es reconocerlo, meditó en silencio unos instantes, pero al fin, con ademán resuelto exclamó:

—¡Tendrás todos los niños que necesites para llevar a cabo tu experimento!


El mariscal De Rais no tardó en dar las órdenes a sus criados, los cuales se dedicaron a dar caza a los niños de seis a doce años. Pero las pobres criaturas, antes de ser inmoladas para obtener su sangre, fueron siempre objeto de abusos sexuales por parte de Gilles de Rais, así como de Prelatti, que era homosexual.

Luego, Gilles de Rais apartaba parte de la sangre obtenida con el degollamiento de las infelices víctimas, y la bebía con fruición. ¡En el proceso que se siguió contra él se denunció que había llegado al extremo de beber la sangre directamente de las gargantas seccionadas de las doncellas!

Fueron degollados de esta manera un número incontable de niños y niñas, aunque en el proceso se habló de unos setecientos. Sin embargo, Prelatti, jamás consiguió el oro ni la plata prometidos.

Gilles de Rais era un personaje encumbrado, ocupaba una posición importante en la corte, por lo que, como tantos otros nobles de toda Europa, creía que podía actuar impunemente y dar rienda suelta sus abominables crímenes.

Sin embargo, el clamor de los padres y demás familiares de las víctimas fue tan grande, y tantas las indiscreciones y abusos de algunos de los servidores del barón, así como las columnas de humo negro que surgían de las chimeneas del castillo después de desaparecer los niños, que permitieron que los rumores llegasen a oídos del obispo de Nantes, quien emplazó a Gilles de Rais ante un tribunal eclesiástico, donde fue procesado, excomulgado y ahorcado, para ser luego su cuerpo reducido a cenizas.

Gilles de Rais confesó todas sus culpas, con gran alarde de horrorosos detalles, de tal modo que al oírle se desmayaron algunas mujeres, en tanto los jueces ordenaban que se tapara el crucifijo que presidía el tribunal. Tras la ejecución el cuerpo no pudo ser quemado, puesto que unas distinguidas damas de la aristocracia se apresuraron a recoger el cadáver para darle sepultura en el cementerio de Nantes.

Gilles de Rais murió, pero no su recuerdo y, durante varios siglos después de su ejecución, los temerosos habitantes de La Vendée susurraron en las frías noches de invierno que Gilles de Rais, convertido en vampiro, solía abandonar su tumba para alimentarse con la sangre de las doncellas.


Fue la condesa Elizabeth Bathory otro caso terrible de vampirismo que iguala, si no supera, al de Gilles de Rais, al que se asemeja mucho, a pesar de que los motivos que impulsaron a cada uno de ellos a cometer sus crímenes, fuesen distintos.

La condesa Elizabeth Bathory se casó a los quince años con el conde Ferencz Nadasdy, gran terrateniente del condado de Nyitra, Hungría. Y bueno será añadir que todos los antepasados del conde se habían mostrado especialmente crueles, casi sádicos, en su trato con los campesinos que les tenían arrendadas las tierras de labranza.

Tanto el conde como la condesa parecían haber nacido el uno para el otro, pues ambos compartían los mismos gustos lascivos, la misma crueldad, y el mismo interés por la brujería, el satanismo y los sortilegios. Es por esto, sin duda, que su amor duró muchos años.

La condesa Elizabeth Bathory, además, estaba perversamente influida por su nodriza, una tal Ilona Joo, mujer dedicada la magia negra y al satanismo. Y fue la perniciosa influencia de Ilona Joo la que perdió realmente a la condesa. Por supuesto, la malvada nodriza fue quemada viva por un tribunal húngaro, en tanto que otras brujas como ella eran decapitadas.

Por su parte, la lujuriosa condesa Elizabeth Bathory, pasaba largas temporadas sola en su castillo, ya que su esposo partía frecuentemente a la guerra. Aburrida por aquella vida solitaria, la condesa se entregó cada vez más a las prácticas de Ilona, y poco a poco comenzó a rodearse de hechiceros, alquimistas y magos. Naturalmente, todos estos siniestros personajes distaban mucho de ser modelos de conducta, pues sólo deseaban alentar los enfermizos deseos de la condesa en su propio beneficio, lo que además les servía de excusa para dar rienda suelta a su propia depravación, particularmente, en lo tocante a las relaciones sexuales más abyectas que puedan imaginarse.

En cierta ocasión la condesa invitó a su castillo a cierto joven de extraordinaria belleza, lucía una negra cabellera y tenía unos hermosos y relucientes ojos azules. Resultaba irresistible para cualquier dama, no obstante, se rumoreaba de él que era un vampiro. Y tal vez fue esa perspectiva la que realmente sedujo a la condesa, hasta el punto de fugarse con él. Sin embargo, pronto se cansó de la aventura… o tal vez, a decir de los rumores que circularon entonces, el propio vampiro comprendió que ella era aun más malvada que él, y la condesa regresó a su castillo para seguir dedicándose a sus conjuros diabólicos y a sus abominables hechizos.

Lentamente, abandonada por su esposo, siempre guerreando en defensa de la patria o recorriendo sus vastas propiedades, la condesa, para aliviar sus apetitos sexuales, empezó a entregarse a las más diversas prácticas sexuales. En compañía de dos de sus doncellas de más confianza, Elizabeth recurrió a los placeres orgiásticos con todo el ardor de su impetuosa naturaleza de ninfómana.

Pero esto no bastó para saciar su ansia de placeres prohibidos y, cediendo a las insinuaciones de Ilona, que le hablaba sin cesar de nuevas prácticas sexuales todavía más retorcidas, Elizabeth, tras perder a su esposo, cedió completamente a las insinuaciones más perversas de su malvada nodriza.

A partir de entonces, comenzaron a circular por los alrededores del castillo los más inquietantes rumores. En efecto, apenas transcurría una semana sin que desapareciese un niño de pecho, alguna adolescente o, incluso, alguna mujer casada. A ninguna de las desaparecidas se la volvía a ver. Luego empezaron a desaparecer viajeros y caminantes de paso por la región con el mismo resultado: jamás se volvía a saber de ellos.

Los amantes de la condesa, a los que ella había corrompido, eran quienes realizaban los secuestros. Cuando no podían llevarse a las mujeres al castillo mediante sobornos y deslumbrantes promesas, las drogaban o se las llevaban por la fuerza.

Estas desapariciones duraron más de once años, durante los cuales, los campesinos y aldeanos vivieron presa de un temor constante, atrancando puertas y ventanas cuando oían el paso de un carruaje, lo que para ellos era el inevitable prólogo a una tragedia.

Pese a lo que se pueda imaginar, la condesa no necesitaba a aquellas muchachas para realizar con ellas actos abyectos, sino para otro menester mucho más horrendo, pues lo cierto es que del castillo de la condesa Bathory jamás volvió a salir con vida ninguna de las secuestradas. Luego, un día, poco después de fallecer su esposo, acaeció un hecho que determinó todos los horrores posteriores.

Después de azotar a una doncella que por lo visto exasperó a la condesa con su pertinaz resistencia a someterse a sus deseos, la condesa vio brotar sangre del maltratado cuerpo, y allí donde resbalaba la sangre, la piel parecía más blanca y apetecible, más tersa y juvenil que antes. O eso le pareció a la condesa. El caso fue que Elizabeth llegó a la conclusión de que la sangre de las doncellas servía para rejuvenecer los órganos y tejidos del cuerpo humano, especialmente la epidermis, y decidió que los baños en sangre humana la rejuvenecerían por completo, haciendo desaparecer las arrugas de su piel, arrugas debidas en gran parte, más que a la edad, a sus excesos báquicos. Y así, para colmar sus ansias sádicas y sus instintos lésbicos, al mismo tiempo que llevar a cabo este nuevo “tratamiento” de rejuvenecimiento, encargó a sus sirvientes que secuestrasen a las muchachas más bellas de la comarca, y aun de otras provincias si era necesario.

Ilona Joo, por su parte, y los demás brujos que se habían instalado en su castillo, acosaban a la condesa desde hacía tiempo, asegurándole que para que sus hechizos surtiesen los efectos esperados, requerían ser complementados con sacrificios rituales de seres humanos.

Según las costumbres y creencias de aquella tenebrosa época, para los experimentos de alquimia y para la ejecución de determinados hechizos se requerían calaveras, huesos, corazones, ojos, hígados y otros órganos humanos, especialmente de niños de pecho y de mujeres que todavía fuesen vírgenes.

Cuantos habitaban en el castillo gozaban con los actos sádicos y sexuales, con el suplicio y la muerte más dolorosa dada a las desdichadas que caían en su poder. Los calabozos del castillo llegaron a albergar a decenas de prisioneras a la espera de que la condesa decidiese emplearlas en sus orgías, antes de sacrificarlas en sus macabros experimentos de regeneración y estética.

El sacrificio de las víctimas se celebraba en medio de complicados rituales mágicos, seguidos de orgías y crueles prácticas de sadismo, en las que manaba la sangre que después empleaba la condesa en sus baños. Con el tiempo, aquellas orgías fueron evolucionando, y la condesa llegó a la conclusión de que para regenerar sus órganos internos era necesario beber la sangre de sus víctimas. Pero para que ésta proporcionase el efecto que se buscaba, era condición indispensable que fuese consumida directamente de la herida de la víctima, y antes de que ésta expirase.

Todos estos excesos, como es fácil de suponer, desencadenaron una serie de rumores que, finalmente, llegaron a oídos del rey Matías.

No obstante, se tardaron varios años en emprender una acción legal contra la condesa. Al final, se ordenó una investigación que se llevó a cabo bajo la dirección del primer ministro Thurzo y el gobernador de la provincia donde la condesa tenía sus dominios.

Los aterrorizados aldeanos y los campesinos del entorno hablaban de vampiros en el castillo de la condesa y, la víspera de Año Nuevo, los alguaciles del rey se presentaron súbitamente en el castillo. Ya en el vestíbulo hallaron el cadáver de una joven degollada, sin una sola gota de sangre en su cuerpo. Cerca de ella había otra; horriblemente mutilada. En los calabozos los alguaciles hallaron un grupo de niños y niñas, hombres y mujeres jóvenes, que habían sido sangrados en repetidas ocasiones para satisfacer los abominables apetitos de la condesa y sus secuaces.

Luego, subieron al piso, donde sorprendieron a la condesa y a sus cómplices en plena orgía de sangre y sexo desenfrenado. Todos fueron apresados, y la condesa quedó recluida en sus aposentos, custodiada por guardias armados. El proceso contra ellos se celebró inmediatamente, y las pruebas se acumularon, no sólo contra la condesa, sino contra sus cómplices, y sobre todo, contra Ilona Joo, como instigadora, las dos damas de compañía de la condesa, y cuantos hechiceros, brujas y nigromantes habían tomado parte en aquellos viles rituales satánicos.

Dando cumplimiento a la sentencia, a Ilona Joo le fueron arrancados con tenazas todos los dedos de las manos, luego fue azotada hasta arrancarle la carne de los huesos y, finalmente, fue quemada viva. Los demás sufrieron diversas penas, casi todas de muerte, siendo sometidos a diversos y dolorosos tormentos antes de ser ejecutados.

La condesa, en consideración a su condición de aristócrata, fue recluida en sus aposentos y se levantó una pared con una pequeña abertura por donde se le hacían llegar los alimentos. Allí vivió, emparedada en sus propias habitaciones, durante varios años. Jamás se la oyó proferir una sola queja. Falleció, según se cree, sin haber salido de su emparedamiento, a mediados de 1614, a los cincuenta y cuatro años de edad. La condesa Elizabeth Bathory pasó a la Historia como uno de los más infames vampiros. 


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