La resurrección de Jesús es el episodio neotestamentario fundamental en el que se basa el cristianismo para demostrar la divinidad de Cristo. En los evangelios canónicos tenemos diferentes versiones –que analizaremos después– acerca de cómo fue descubierto el sepulcro vacío y de las portentosas circunstancias que rodearon aquel suceso. La forma en que eran tratados los difuntos en aquella época entre los hebreos constituye una de las claves para descifrar este enigma. Las costumbres de lavar el cuerpo, ungirlo con esencias aromatizantes y colocar un lienzo que cubriera el cadáver, formaban parte del ritual funerario que se aplicaba a cualquier individuo muerto en el seno del judaísmo. Los escritos hebraicos, tanto bíblicos como seglares, nos ofrecen abundante información acerca del ritual que debía seguirse para la preparación del cadáver, y de qué manera debía ser enterrado.
Cuando una persona moría, el familiar más próximo le cerraba los ojos, pues existía la creencia de que si el difunto seguía mirando a este mundo, no sería capaz de discernir el mundo de ultratumba del de los vivos, y quedaría atrapado entre ambos. Poco antes de pronunciar una breve oración y encomendar su alma a Dios, se volvía el rostro del moribundo hacia la pared. Esta tradición se remontaba a los tiempos del rey Ezequías, que aquejado de una grave enfermedad, volvió su rostro hacia la pared y oró a Yahvé quién, suponemos que después de reprenderle y perdonarle, le prolongó la vida quince años. Después de exhalar su último aliento, momento en el algunas tradiciones sitúan el instante en que el alma abandona el cuerpo, el cadáver era sometido a un escrupuloso lavado ritual con agua caliente o tibia (tahará), y se le solía afeitar o cortar todo el vello del cuerpo, además de cortarle las uñas, por considerarlas elementos impuros. Un aspecto importante era la forma en que el muerto debía ser preparado. Según prescribía la tradición, el cuerpo tenía que ser amortajado con un lienzo de lino, cosido a grandes puntadas, y se podía colocar su cabeza sobre una especie de almohadón rellenado con tierra virgen. Además, según la costumbre, se derramaba el agua de todos los cántaros y demás recipientes de la casa que la contuviesen.
Normalmente, y esto es importante, el funeral se realizaba el mismo día de la muerte. A diferencia de otras religiones, en las que se esperaba alrededor de tres días para asegurarse de que no hubiese confusiones, en la tradición judía no se esperaba ese espacio de tiempo, y ello tenía que ver también con cuestiones sanitarias, pues eran conscientes de los peligros que conllevaba el contacto con cadáveres, ya que el proceso de putrefacción se manifiesta de forma contundente a partir de las setenta y dos horas; aunque el proceso en sí, como hoy sabemos, se inicia inmediatamente después de producirse el óbito. La observancia de esta costumbre formaba parte de la ley mosaica, por lo tanto se aplicaba a todos sin excepción, incluyendo a los criminales ajusticiados, si había ocasión para ello. Era, ante todo, una precaución higiénica en regiones con climas de calor extremo como lo son las de Oriente Medio, pero también era una medida que se tomaba para salvaguardar el cumplimiento de la ley que prohibía expresamente el contacto con los muertos. Antes de llevarse a cabo el entierro tenía lugar la preparación del cuerpo, que era realizada por los familiares más cercanos o personas de mucha confianza entre los deudos del difunto. Primero se lavaba el cadáver; entonces se usaban aceites y especias para ungirlo (Hechos, 9, 37; Mateo, 26, 12). La antigua tradición judía especificaba claramente que había que lavar y ungir los cadáveres, y utilizar especias olorosas para contrarrestar la fetidez de los efluvios propios de la putrefacción, pero en ningún caso embalsamar, momificar o aplicar cualquier otra técnica de conservación. Como dice el Talmud: «Las especias son para remover el hedor». Es decir, dicho tratamiento tenía una finalidad puramente higiénica, especialmente importante teniendo en cuenta el clima caluroso y seco de la región. La preparación del cadáver, en contra de los que se insinúa en los evangelios, no se prohibía ni siquiera durante el Sabbat o día de descanso. Como especifica la Misnah: «Pueden preparar [durante el Sabbat] todo lo que se necesite para el muerto, y ungirlo y lavarlo». (Shabbath, 23, 5). Por ello, los familiares de Jesús no debieron tener ningún impedimento legal, por parte judía, para realizar la preparación del cuerpo el mismo día de su muerte, suponiendo que ésta se produjese en viernes, como ha mantenido la tradición cristiana, y no en martes como sostienen otras hipótesis, y que los romanos hubiesen consentido en entregar a los familiares el cuerpo de un ajusticiado por sedición. De momento, al menos, seguiremos admitiendo el viernes como día de la muerte. Juan, en su evangelio, nos ofrece algunos detalles que confirman el ritual seguido con el cuerpo de Jesús, antes de que lo enterraran: «Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos…» (Juan, 19, 39-40). El hecho de que José y Nicodemo usaran mirra, áloes y vendas y envolvieran el cuerpo indica que habían iniciado el acostumbrado protocolo judío de preparación de los muertos. Aunque dicho ritual no se completó, según los evangelios, porque cuando las mujeres se proponían ungir el cuerpo con aceite y especias, el domingo por la mañana, encontraron el sepulcro vacío. Después analizaremos con más detenimiento las diferentes versiones que nos dan los evangelios canónicos acerca de este suceso, y los distintos actores que protagonizan este episodio fundamental del cristianismo. En la tradición judía que se practicaba en la época de Jesús, también conocida como del segundo Templo, el entierro era una ceremonia que, en total, duraba un año. Es decir, desde el momento en que se colocaba el cuerpo en la tumba, en realidad un osario, había que observar un año de duelo. Al cabo de ese tiempo se retiraban los huesos del osario y se guardaban en una caja o cofre de piedra. ¡Sólo entonces se consideraba que había concluido el proceso de inhumación! Luego este proceso que en los evangelios se despacha en tres días –dos para ser exactos–, en realidad debió desarrollarse en un año, ateniéndonos a la estricta ley judía, y cuando María Magdalena, sola o con las demás mujeres, acude al osario, es para retirar los huesos y lavarlos antes de colocarlos en el cofre de piedra, según lo que estaba prescrito. Los judíos dejaban los cadáveres en osarios, no en tumbas tal como nosotros las entendemos, para que allí los huesos fuesen descarnados por los animales necrófagos, antes de ser colocados en las cajas de piedra para su definitiva inhumación. El cuerpo era preparado convenientemente, antes de proceder al primer entierro. Primero, los ojos debían ser cerrados y el cuerpo lavado. Las manos y los pies eran sujetados con tiras de tela, y la cara era cubierta con un paño. Una vez que estaba preparado, el cuerpo era colocado en una especie de féretro y sacado de la ciudad hacia el cementerio, que solía encontrarse a una distancia prudencial del núcleo urbano. Los romanos siempre crucificaban dentro de los recintos de los cementerios o en lugares próximos a ellos. Si la crucifixión de Jesús se produjo en el Gólgota, debemos suponer que existía cerca de allí una fosa común, para arrojar después los cuerpos de los ajusticiados, o lo que las alimañas habían dejado de ellos. Ahora bien, esta fosa común a cielo abierto en la colina del Gólgota, tendría el inconveniente insalvable del nauseabundo hedor a putrefacción propio de los cadáveres insepultos, y que el viento llevaría al núcleo urbano de Jerusalén; incluso a las inmediaciones del Templo, que se levantaba a unos trescientos metros escasos de donde se supone (según la tradición) que se elevaba la colina del Gólgota o de la Calavera. Promontorio éste que dejó de existir después del año 135, cuando los zapadores romanos nivelaron Jerusalén, totalmente destruida en el año 70 por las legiones de Tito, para construir sobre el solar vacío y absolutamente allanado, un templo dedicado al dios Apolo y la nueva ciudad del emperador Adriano: Aelia Capitolina.
Retrocedamos un siglo. Es posible que la ejecución de Jesús (35) tuviese lugar en el monte de los Olivos, donde existía una necrópolis cercana, no una fosa común, y su entierro pudo realizarse inmediatamente después de haberse bajado el cuerpo de la cruz, y en ese caso, el sepulcro sí estaba muy cerca del patíbulo, prácticamente adosado. La necrópolis del monte de los Olivos ha sido descubierta por los arqueólogos israelíes y está perfectamente ubicada. Mientras que del Gólgota no queda ni rastro. Bueno sí, una pequeña protuberancia de apenas 50 centímetros en el interior de la Iglesia del Santo Sepulcro. A continuación veremos si José de Arimatea, el propietario del sepulcro nuevo excavado en la roca, era un hombre rico, un notable o un sacerdote, o el humilde sepulturero que guardaba el cementerio. En cualquier caso, en la necrópolis de los Olivos sí había sepulcros nuevos que se excavaban constantemente en la roca viva de la montaña; en el Gólgota no los había, por lo que allí, difícilmente habría podido ofrecerse una sepultura digna a Jesús, mucho menos el sepulcro nuevo del que hablan las Escrituras. La mayoría de los judíos querían ser enterrados en las necrópolis del valle Kidrón o Cedrón, donde también se encuentra el monte de los Olivos, al este de Jerusalén. En él, según la tradición, Jesús oraba frecuentemente, e incluso se encontraba allí la noche que fue arrestado. Además, una antigua profecía establecía que sería en este lugar preciso donde se manifestaría el mesías o libertador de Israel. No todas las familias tenían el dinero necesario para mantener o construirse grandes mausoleos en ese lugar privilegiado. Los pobres, por lo general, eran enterrados en lugares más modestos, en otras necrópolis, ya que existían varias en los alrededores de Jerusalén, que han sido excavadas recientemente y en las que se han encontrado osarios comunales donde eran depositados los cadáveres de los más humildes, debidamente identificados, eso sí, al objeto de serles devueltos los huesos a los familiares. Los judíos eran, y siguen siéndolo, escrupulosos en extremo y muy concienzudos en todo lo concerniente a la muerte.
Los rituales funerarios judíos no terminaban con el entierro. A éste le seguía una semana de intenso duelo, periodo llamado shiv’ah (siete). Era un tiempo durante el cual los miembros de la familia se quedaban en casa y recibían las condolencias de los amigos. Durante este tiempo, quienes habían asistido al funeral no podían lavarse. El siguiente paso en este proceso era la continuación de un duelo menos riguroso de un mes de duración, llamado shloshim (treinta). Durante un mes, los miembros de la familia no debían salir de la ciudad, cortar sus cabellos o asistir a eventos sociales. Transcurrido el mes, el segundo duelo, se podía casi recuperar el ritmo habitual de vida, pero los familiares más allegados debían continuar con el duelo durante un año. Ellos tenían que regresar al osario al cabo de ese tiempo y allí celebrar una ceremonia privada, una especie de segundo sepelio en el que los huesos del difunto se recogían en la pequeña caja de piedra, de la que ya hemos hablado. Sólo entonces se consideraba que el proceso de inhumación había concluido, y los familiares podían regresar a su vida normal. El cementerio, por ley, siempre estaba situado extramuros, es decir, más allá de las murallas que delimitaban las ciudades antiguas. Por ello, el cortejo fúnebre tenía que cubrir a veces considerables distancias hasta el lugar donde reposaban los restos del difunto. Sabemos que el monte de los Olivos, donde suponemos que Jesús pudo ser crucificado, albergó también una necrópolis. Los sepulcros de aquella época, denominada por los historiadores del Segundo Templo (30 a.C. a 70 d.C.), tenían características similares. Normalmente eran excavados en la roca viva de las laderas de las montañas, y se accedía a ellos a través de una abertura baja. La cámara mortuoria solía tener unos dos metros de longitud por ciento ochenta centímetros de ancho, y cerca de los dos metros de alto. Tenían un nicho semicircular arqueado, también de unos dos metros de largo, ubicado a medio metro sobre el nivel del suelo, quedaban sellados por una piedra móvil que cerraba la entrada del sepulcro, como en el que contuvo el cuerpo de Jesús, durante un año, según la ley judía, o tres días, si nos atenemos a la tradición cristiana, al cabo de los cuales, regresó de entre los muertos.
Algunos investigadores suponen que en la necrópolis del monte de los Olivos en el valle del Kidrón, o Cedrón, podría ubicarse la tumba en la que Jesús fue enterrado. Por otra parte, parece corroborarlo el hecho de que se celebrasen allí las crucifixiones de criminales y sediciosos, ejecuciones sumarísimas que los romanos solían llevar a cabo en lugares bien visibles, buscando el efecto ejemplarizante del castigo que se infligía a los condenados. Los evangelios canónicos no indican dónde estaba situada exactamente la tumba, pero dan algunas pistas: aseguran que estaba cerca de la ciudad, lo que no es posible por las razones de salubridad que ya hemos expuesto; que era un lugar visible desde lejos; que se hallaba cerca de un transitado camino y que cerca de él había un jardín que contenía tumbas de piedra. Aunque también es posible que el texto griego original hablase de jardines de piedra, alusión metafórica a los cementerios y a las necrópolis antiguas. Según la tradición cristiana, el Gólgota estaba sobre un promontorio o colina, que podría ser cualquiera sobre los que está construida la ciudad de Jerusalén. Aún hoy, los arqueólogos no se han puesto de acuerdo a la hora de situar ese lugar. Una tradición cristiana cuenta que en el año 326, Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, localizó el lugar exacto donde había tenido lugar la Crucifixión, así como la tumba donde fue enterrado el cuerpo de Cristo, y allí mismo se edificó la Iglesia del Santo Sepulcro. Además, apenas removió un poco el suelo, descubrió la Vera Cruz, el madero sobre el que había sido crucificado y los clavos que atravesaron sus manos y pies. Sin embargo, eso era imposible ya que la ciudad fue totalmente arrasada en el año 70 y nivelada por orden del emperador Adriano tras la segunda Revuelta (135) para edificar la nueva ciudad helenística de Aelia Capitolina, nombre con el que fue renombrada Jerusalén, por lo tanto, era absolutamente imposible que en el año 326, Santa Elena visitase el Gólgota puesto que no existía desde hacía más de doscientos años. Porque, además, esa colina fue allanada por los ingenieros y zapadores romanos para construir una rampa de acceso por encima de las murallas de Jerusalén en el año 70. Posteriormente, la Jerusalén romana (Aelia Capitolina) fue a su vez destruida a inicios del siglo VII por los persas de Cosroes II, y nuevamente, a principios del siglo XIII, por los mongoles, lo que hace casi imposible la localización exacta de los Santos Lugares que recorrió Jesús hace dos mil años. Los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son absolutamente contradictorios. Basta comparar sus narraciones para darse cuenta de la fragilidad de su estructura y, por lo tanto, de su escasa credibilidad histórica. Después de que Jesús expirase en la cruz, Mateo refiere lo siguiente: «Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilatos entonces ordenó que le fuese entregado [puesto que estaba en poder del juez]. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña, y corriendo una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mateo, 27, 57-61).
Ahora, con lo que sabemos acerca de los rituales funerarios entre los judíos de la época, hagamos algunas observaciones: si María Magdalena se encontraba allí, sentada frente al sepulcro, junto a la otra María, que suponemos es la madre de Jesús, aunque podía ser otra María –luego veremos por qué– la primera tenía que ser forzosamente parte de la familia. A la puerta del sepulcro no había lugar para pecadoras, por muy arrepentidas que estuviesen. Luego si María Magdalena estaba allí, en compañía de la madre de Jesús, ella era la esposa, y esto es incontrovertible. Sigamos: aunque se acerca la tarde y la Parasceve, es decir, la víspera del Sabbat, no hay prisa ninguna. Como ya hemos visto, la ley judía autorizaba expresamente la preparación de los muertos incluso durante el Sabbat. Sobre la evanescente figura de José de Arimatea, al que ya hemos identificado como posible sepulturero, volveremos en seguida para analizarlo bajo otro prisma, ya que según los evangelios era alguien influyente que realizó, según parece, una serie de trámites burocráticos en nombre de la familia de Jesús: por eso se encarga él (José) prácticamente de todas las gestiones legales y de organizar el entierro: reclamar el cuerpo a las autoridades judiciales romanas, envolverlo en la sábana o sudario e introducirlo en el sepulcro, librándolo de la fosa común a la que eran arrojados los despojos de los ajusticiados. Prosigamos. En Marcos, el bueno de José de Arimatea es ahora un ilustre consejero [del Sanedrín, nada menos] el cual también esperaba el Reino de Dios (Marcos, 15, 43) y Pilatos maravillado de que ya hubiese muerto llama al centurión [¿Longino?] para que le confirme la muerte, después de lo cual autoriza la entrega del cuerpo: «Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la entrada del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se le ponía» (Marcos, 15, 45-47).
Aquí suponemos que María [la de José] sigue siendo la madre de Jesús y tenemos nuevamente a María Magdalena velando la tumba. No se habla de un sepulcro sino de monumento, tal vez un mausoleo comunal más grande de reciente construcción, con varios lechos de piedra para albergar a más cadáveres durante el proceso propio de la primera inhumación, que ya hemos visto en qué consistía. Por lo que se desprende de los propios evangelios, José [de Arimatea], era un hombre habituado a tratar con las autoridades romanas, ya fuesen jueces, procuradores o centuriones. Además, al final del versículo, se nos dice que las dos Marías, seguimos suponiendo que la esposa y la madre del difunto, se limitaban a observar como José [de Arimatea] le envolvía en la sábana, es decir, que fue él, y no ellas, quien se hizo cargo de toda la preparación del cadáver. Del mismo modo que lo hacen hoy los empleados de las empresas de pompas fúnebres.
El relato de Lucas (23, 50-56), viene a coincidir con este de Marcos en lo sustancial, pero en Juan la historia se desarrolla en un contexto muy diferente: «Después de esto rogó a Pilatos José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temor de los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilatos se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús» (Juan, 19, 38-42). Analicemos el texto de Juan: en esta ocasión es Pilatos quien entrega el cuerpo, pero sigue siendo José de Arimatea quien se hace cargo del cadáver. Y se nos habla de un huerto [¿jardín?] cercano al sepulcro. Lo que nos reafirma en situar la ejecución en el monte de los Olivos, y no en el Gólgota. Lo repasamos en seguida: aparece Nicodemo, otro sanedrita que también tomará parte en el proceso de preparación del cuerpo. Es plausible que ambos, José y Nicodemo, pronunciasen alguna oración fúnebre durante la celebración del sepelio. La ley judía prohibía embalsamar los cadáveres, por lo que las sustancias que lleva, una mezcla de mirra y áloe, es para aromatizar el cadáver y contrarrestar el hedor de la putrefacción. Aspecto éste destacable si tenemos en cuenta que se trata del primer entierro, por lo tanto las tumbas tenían un carácter provisional, y eran reabiertas a menudo para introducir nuevos cadáveres, y retirar otros restos. Convenía, pues, observar unas normas de conservación y limpieza. El evangelista Juan nos da a entender que entre José [de Arimatea] y Nicodemo, el sacerdote, fajaron el cuerpo y lo prepararon, según la costumbre judía, para introducirlo en el sepulcro. De momento, las mujeres no participan en nada de todo esto. Aquí, en lugar de un jardín, se nos habla de un huerto cercano al lugar de la ejecución. Seguimos estando en el mismo sitio: el Gólgota, según los textos canónicos del siglo IV, no antes; la necrópolis de los Olivos, en nuestra opinión. Se nos habla de sepulcro nuevo y de monumento, lo que nos lleva a pensar que se trataba de nuevas tumbas con lechos de piedra para la primera inhumación, que duraba un año, mientras los animales necrófagos descarnaban los huesos. En el texto de Juan, el bueno de José de Arimatea es discípulo de Jesús y no parece ser miembro del Sanedrín; la víspera del sábado surge de la nada el buen Nicodemo, que ayuda a José a transportar el cadáver de Jesús, y entre los dos lo amortajan y entierran en un sepulcro que ya no es señalado como propiedad de José de Arimatea y al que se recurre por estar cerca. Bien pudo ser una tumba comunal ubicada en los Olivos, como ya hemos señalado.
En los otros evangelios canónicos, como veremos en seguida, eran varias las mujeres que iban a amortajar el cuerpo y esto sucedía en la madrugada del domingo, momento estelar que se hace coincidir con el de la resurrección de Jesús, por el mero hecho de encontrarse el sepulcro vacío. Diremos, en primer lugar, que las mujeres no tenían nada que hacer en la tumba aquel domingo por la mañana: el cadáver ya había sido preparado por José y Nicodemo, y el segundo se había encargado de aplicarle las sustancias aromatizantes para contrarrestar el hedor de la putrefacción. Por otra parte, y esto es importante, si como veremos más adelante, Yeshua bar Abba [Jesús Barrabás] contaba con amigos entre los ancianos del Sanedrín [Nicodemo], e incluso entre la familia herodiana [Salomé], es más que posible que el propio José ben Caifás, sumo sacerdote aquel año, como nos indica Mateo (26, 57) hubiese procedido a sellar la tumba. Y este José ben Caifás, y el José [de Arimatea] bien podrían ser el mismo sacerdote que era discípulo de Jesús en secreto. Porque ahora podemos decir que cuando Caifás acude al Pretorio como nos dicen las Escrituras para exigir que se libere a Barrabás, lo que estaba haciendo [Caifás] era exigir la liberación de Yeshua bar Abba, nuestro Jesús Barrabás: «En la fiesta de la Pascua, el gobernador romano solía conceder la libertad de un preso, el que la gente escogía. Tenía en aquel momento un preso famoso llamado Jesús Barrabás. Viendo reunido al pueblo, Pilatos preguntó: "¿A quién queréis que ponga en libertad: a Jesús Barrabás o a ese Jesús a quien llaman Rey de los Judíos?» (Mateo, 27, 15-17). Luego: ¿eran Jesús y Barrabás un mismo individuo? Lo dejaremos aquí.
Cuando una persona moría, el familiar más próximo le cerraba los ojos, pues existía la creencia de que si el difunto seguía mirando a este mundo, no sería capaz de discernir el mundo de ultratumba del de los vivos, y quedaría atrapado entre ambos. Poco antes de pronunciar una breve oración y encomendar su alma a Dios, se volvía el rostro del moribundo hacia la pared. Esta tradición se remontaba a los tiempos del rey Ezequías, que aquejado de una grave enfermedad, volvió su rostro hacia la pared y oró a Yahvé quién, suponemos que después de reprenderle y perdonarle, le prolongó la vida quince años. Después de exhalar su último aliento, momento en el algunas tradiciones sitúan el instante en que el alma abandona el cuerpo, el cadáver era sometido a un escrupuloso lavado ritual con agua caliente o tibia (tahará), y se le solía afeitar o cortar todo el vello del cuerpo, además de cortarle las uñas, por considerarlas elementos impuros. Un aspecto importante era la forma en que el muerto debía ser preparado. Según prescribía la tradición, el cuerpo tenía que ser amortajado con un lienzo de lino, cosido a grandes puntadas, y se podía colocar su cabeza sobre una especie de almohadón rellenado con tierra virgen. Además, según la costumbre, se derramaba el agua de todos los cántaros y demás recipientes de la casa que la contuviesen.
Normalmente, y esto es importante, el funeral se realizaba el mismo día de la muerte. A diferencia de otras religiones, en las que se esperaba alrededor de tres días para asegurarse de que no hubiese confusiones, en la tradición judía no se esperaba ese espacio de tiempo, y ello tenía que ver también con cuestiones sanitarias, pues eran conscientes de los peligros que conllevaba el contacto con cadáveres, ya que el proceso de putrefacción se manifiesta de forma contundente a partir de las setenta y dos horas; aunque el proceso en sí, como hoy sabemos, se inicia inmediatamente después de producirse el óbito. La observancia de esta costumbre formaba parte de la ley mosaica, por lo tanto se aplicaba a todos sin excepción, incluyendo a los criminales ajusticiados, si había ocasión para ello. Era, ante todo, una precaución higiénica en regiones con climas de calor extremo como lo son las de Oriente Medio, pero también era una medida que se tomaba para salvaguardar el cumplimiento de la ley que prohibía expresamente el contacto con los muertos. Antes de llevarse a cabo el entierro tenía lugar la preparación del cuerpo, que era realizada por los familiares más cercanos o personas de mucha confianza entre los deudos del difunto. Primero se lavaba el cadáver; entonces se usaban aceites y especias para ungirlo (Hechos, 9, 37; Mateo, 26, 12). La antigua tradición judía especificaba claramente que había que lavar y ungir los cadáveres, y utilizar especias olorosas para contrarrestar la fetidez de los efluvios propios de la putrefacción, pero en ningún caso embalsamar, momificar o aplicar cualquier otra técnica de conservación. Como dice el Talmud: «Las especias son para remover el hedor». Es decir, dicho tratamiento tenía una finalidad puramente higiénica, especialmente importante teniendo en cuenta el clima caluroso y seco de la región. La preparación del cadáver, en contra de los que se insinúa en los evangelios, no se prohibía ni siquiera durante el Sabbat o día de descanso. Como especifica la Misnah: «Pueden preparar [durante el Sabbat] todo lo que se necesite para el muerto, y ungirlo y lavarlo». (Shabbath, 23, 5). Por ello, los familiares de Jesús no debieron tener ningún impedimento legal, por parte judía, para realizar la preparación del cuerpo el mismo día de su muerte, suponiendo que ésta se produjese en viernes, como ha mantenido la tradición cristiana, y no en martes como sostienen otras hipótesis, y que los romanos hubiesen consentido en entregar a los familiares el cuerpo de un ajusticiado por sedición. De momento, al menos, seguiremos admitiendo el viernes como día de la muerte. Juan, en su evangelio, nos ofrece algunos detalles que confirman el ritual seguido con el cuerpo de Jesús, antes de que lo enterraran: «Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos…» (Juan, 19, 39-40). El hecho de que José y Nicodemo usaran mirra, áloes y vendas y envolvieran el cuerpo indica que habían iniciado el acostumbrado protocolo judío de preparación de los muertos. Aunque dicho ritual no se completó, según los evangelios, porque cuando las mujeres se proponían ungir el cuerpo con aceite y especias, el domingo por la mañana, encontraron el sepulcro vacío. Después analizaremos con más detenimiento las diferentes versiones que nos dan los evangelios canónicos acerca de este suceso, y los distintos actores que protagonizan este episodio fundamental del cristianismo. En la tradición judía que se practicaba en la época de Jesús, también conocida como del segundo Templo, el entierro era una ceremonia que, en total, duraba un año. Es decir, desde el momento en que se colocaba el cuerpo en la tumba, en realidad un osario, había que observar un año de duelo. Al cabo de ese tiempo se retiraban los huesos del osario y se guardaban en una caja o cofre de piedra. ¡Sólo entonces se consideraba que había concluido el proceso de inhumación! Luego este proceso que en los evangelios se despacha en tres días –dos para ser exactos–, en realidad debió desarrollarse en un año, ateniéndonos a la estricta ley judía, y cuando María Magdalena, sola o con las demás mujeres, acude al osario, es para retirar los huesos y lavarlos antes de colocarlos en el cofre de piedra, según lo que estaba prescrito. Los judíos dejaban los cadáveres en osarios, no en tumbas tal como nosotros las entendemos, para que allí los huesos fuesen descarnados por los animales necrófagos, antes de ser colocados en las cajas de piedra para su definitiva inhumación. El cuerpo era preparado convenientemente, antes de proceder al primer entierro. Primero, los ojos debían ser cerrados y el cuerpo lavado. Las manos y los pies eran sujetados con tiras de tela, y la cara era cubierta con un paño. Una vez que estaba preparado, el cuerpo era colocado en una especie de féretro y sacado de la ciudad hacia el cementerio, que solía encontrarse a una distancia prudencial del núcleo urbano. Los romanos siempre crucificaban dentro de los recintos de los cementerios o en lugares próximos a ellos. Si la crucifixión de Jesús se produjo en el Gólgota, debemos suponer que existía cerca de allí una fosa común, para arrojar después los cuerpos de los ajusticiados, o lo que las alimañas habían dejado de ellos. Ahora bien, esta fosa común a cielo abierto en la colina del Gólgota, tendría el inconveniente insalvable del nauseabundo hedor a putrefacción propio de los cadáveres insepultos, y que el viento llevaría al núcleo urbano de Jerusalén; incluso a las inmediaciones del Templo, que se levantaba a unos trescientos metros escasos de donde se supone (según la tradición) que se elevaba la colina del Gólgota o de la Calavera. Promontorio éste que dejó de existir después del año 135, cuando los zapadores romanos nivelaron Jerusalén, totalmente destruida en el año 70 por las legiones de Tito, para construir sobre el solar vacío y absolutamente allanado, un templo dedicado al dios Apolo y la nueva ciudad del emperador Adriano: Aelia Capitolina.
Retrocedamos un siglo. Es posible que la ejecución de Jesús (35) tuviese lugar en el monte de los Olivos, donde existía una necrópolis cercana, no una fosa común, y su entierro pudo realizarse inmediatamente después de haberse bajado el cuerpo de la cruz, y en ese caso, el sepulcro sí estaba muy cerca del patíbulo, prácticamente adosado. La necrópolis del monte de los Olivos ha sido descubierta por los arqueólogos israelíes y está perfectamente ubicada. Mientras que del Gólgota no queda ni rastro. Bueno sí, una pequeña protuberancia de apenas 50 centímetros en el interior de la Iglesia del Santo Sepulcro. A continuación veremos si José de Arimatea, el propietario del sepulcro nuevo excavado en la roca, era un hombre rico, un notable o un sacerdote, o el humilde sepulturero que guardaba el cementerio. En cualquier caso, en la necrópolis de los Olivos sí había sepulcros nuevos que se excavaban constantemente en la roca viva de la montaña; en el Gólgota no los había, por lo que allí, difícilmente habría podido ofrecerse una sepultura digna a Jesús, mucho menos el sepulcro nuevo del que hablan las Escrituras. La mayoría de los judíos querían ser enterrados en las necrópolis del valle Kidrón o Cedrón, donde también se encuentra el monte de los Olivos, al este de Jerusalén. En él, según la tradición, Jesús oraba frecuentemente, e incluso se encontraba allí la noche que fue arrestado. Además, una antigua profecía establecía que sería en este lugar preciso donde se manifestaría el mesías o libertador de Israel. No todas las familias tenían el dinero necesario para mantener o construirse grandes mausoleos en ese lugar privilegiado. Los pobres, por lo general, eran enterrados en lugares más modestos, en otras necrópolis, ya que existían varias en los alrededores de Jerusalén, que han sido excavadas recientemente y en las que se han encontrado osarios comunales donde eran depositados los cadáveres de los más humildes, debidamente identificados, eso sí, al objeto de serles devueltos los huesos a los familiares. Los judíos eran, y siguen siéndolo, escrupulosos en extremo y muy concienzudos en todo lo concerniente a la muerte.
Los rituales funerarios judíos no terminaban con el entierro. A éste le seguía una semana de intenso duelo, periodo llamado shiv’ah (siete). Era un tiempo durante el cual los miembros de la familia se quedaban en casa y recibían las condolencias de los amigos. Durante este tiempo, quienes habían asistido al funeral no podían lavarse. El siguiente paso en este proceso era la continuación de un duelo menos riguroso de un mes de duración, llamado shloshim (treinta). Durante un mes, los miembros de la familia no debían salir de la ciudad, cortar sus cabellos o asistir a eventos sociales. Transcurrido el mes, el segundo duelo, se podía casi recuperar el ritmo habitual de vida, pero los familiares más allegados debían continuar con el duelo durante un año. Ellos tenían que regresar al osario al cabo de ese tiempo y allí celebrar una ceremonia privada, una especie de segundo sepelio en el que los huesos del difunto se recogían en la pequeña caja de piedra, de la que ya hemos hablado. Sólo entonces se consideraba que el proceso de inhumación había concluido, y los familiares podían regresar a su vida normal. El cementerio, por ley, siempre estaba situado extramuros, es decir, más allá de las murallas que delimitaban las ciudades antiguas. Por ello, el cortejo fúnebre tenía que cubrir a veces considerables distancias hasta el lugar donde reposaban los restos del difunto. Sabemos que el monte de los Olivos, donde suponemos que Jesús pudo ser crucificado, albergó también una necrópolis. Los sepulcros de aquella época, denominada por los historiadores del Segundo Templo (30 a.C. a 70 d.C.), tenían características similares. Normalmente eran excavados en la roca viva de las laderas de las montañas, y se accedía a ellos a través de una abertura baja. La cámara mortuoria solía tener unos dos metros de longitud por ciento ochenta centímetros de ancho, y cerca de los dos metros de alto. Tenían un nicho semicircular arqueado, también de unos dos metros de largo, ubicado a medio metro sobre el nivel del suelo, quedaban sellados por una piedra móvil que cerraba la entrada del sepulcro, como en el que contuvo el cuerpo de Jesús, durante un año, según la ley judía, o tres días, si nos atenemos a la tradición cristiana, al cabo de los cuales, regresó de entre los muertos.
Algunos investigadores suponen que en la necrópolis del monte de los Olivos en el valle del Kidrón, o Cedrón, podría ubicarse la tumba en la que Jesús fue enterrado. Por otra parte, parece corroborarlo el hecho de que se celebrasen allí las crucifixiones de criminales y sediciosos, ejecuciones sumarísimas que los romanos solían llevar a cabo en lugares bien visibles, buscando el efecto ejemplarizante del castigo que se infligía a los condenados. Los evangelios canónicos no indican dónde estaba situada exactamente la tumba, pero dan algunas pistas: aseguran que estaba cerca de la ciudad, lo que no es posible por las razones de salubridad que ya hemos expuesto; que era un lugar visible desde lejos; que se hallaba cerca de un transitado camino y que cerca de él había un jardín que contenía tumbas de piedra. Aunque también es posible que el texto griego original hablase de jardines de piedra, alusión metafórica a los cementerios y a las necrópolis antiguas. Según la tradición cristiana, el Gólgota estaba sobre un promontorio o colina, que podría ser cualquiera sobre los que está construida la ciudad de Jerusalén. Aún hoy, los arqueólogos no se han puesto de acuerdo a la hora de situar ese lugar. Una tradición cristiana cuenta que en el año 326, Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, localizó el lugar exacto donde había tenido lugar la Crucifixión, así como la tumba donde fue enterrado el cuerpo de Cristo, y allí mismo se edificó la Iglesia del Santo Sepulcro. Además, apenas removió un poco el suelo, descubrió la Vera Cruz, el madero sobre el que había sido crucificado y los clavos que atravesaron sus manos y pies. Sin embargo, eso era imposible ya que la ciudad fue totalmente arrasada en el año 70 y nivelada por orden del emperador Adriano tras la segunda Revuelta (135) para edificar la nueva ciudad helenística de Aelia Capitolina, nombre con el que fue renombrada Jerusalén, por lo tanto, era absolutamente imposible que en el año 326, Santa Elena visitase el Gólgota puesto que no existía desde hacía más de doscientos años. Porque, además, esa colina fue allanada por los ingenieros y zapadores romanos para construir una rampa de acceso por encima de las murallas de Jerusalén en el año 70. Posteriormente, la Jerusalén romana (Aelia Capitolina) fue a su vez destruida a inicios del siglo VII por los persas de Cosroes II, y nuevamente, a principios del siglo XIII, por los mongoles, lo que hace casi imposible la localización exacta de los Santos Lugares que recorrió Jesús hace dos mil años. Los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son absolutamente contradictorios. Basta comparar sus narraciones para darse cuenta de la fragilidad de su estructura y, por lo tanto, de su escasa credibilidad histórica. Después de que Jesús expirase en la cruz, Mateo refiere lo siguiente: «Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilatos entonces ordenó que le fuese entregado [puesto que estaba en poder del juez]. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña, y corriendo una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mateo, 27, 57-61).
Ahora, con lo que sabemos acerca de los rituales funerarios entre los judíos de la época, hagamos algunas observaciones: si María Magdalena se encontraba allí, sentada frente al sepulcro, junto a la otra María, que suponemos es la madre de Jesús, aunque podía ser otra María –luego veremos por qué– la primera tenía que ser forzosamente parte de la familia. A la puerta del sepulcro no había lugar para pecadoras, por muy arrepentidas que estuviesen. Luego si María Magdalena estaba allí, en compañía de la madre de Jesús, ella era la esposa, y esto es incontrovertible. Sigamos: aunque se acerca la tarde y la Parasceve, es decir, la víspera del Sabbat, no hay prisa ninguna. Como ya hemos visto, la ley judía autorizaba expresamente la preparación de los muertos incluso durante el Sabbat. Sobre la evanescente figura de José de Arimatea, al que ya hemos identificado como posible sepulturero, volveremos en seguida para analizarlo bajo otro prisma, ya que según los evangelios era alguien influyente que realizó, según parece, una serie de trámites burocráticos en nombre de la familia de Jesús: por eso se encarga él (José) prácticamente de todas las gestiones legales y de organizar el entierro: reclamar el cuerpo a las autoridades judiciales romanas, envolverlo en la sábana o sudario e introducirlo en el sepulcro, librándolo de la fosa común a la que eran arrojados los despojos de los ajusticiados. Prosigamos. En Marcos, el bueno de José de Arimatea es ahora un ilustre consejero [del Sanedrín, nada menos] el cual también esperaba el Reino de Dios (Marcos, 15, 43) y Pilatos maravillado de que ya hubiese muerto llama al centurión [¿Longino?] para que le confirme la muerte, después de lo cual autoriza la entrega del cuerpo: «Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la entrada del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se le ponía» (Marcos, 15, 45-47).
Aquí suponemos que María [la de José] sigue siendo la madre de Jesús y tenemos nuevamente a María Magdalena velando la tumba. No se habla de un sepulcro sino de monumento, tal vez un mausoleo comunal más grande de reciente construcción, con varios lechos de piedra para albergar a más cadáveres durante el proceso propio de la primera inhumación, que ya hemos visto en qué consistía. Por lo que se desprende de los propios evangelios, José [de Arimatea], era un hombre habituado a tratar con las autoridades romanas, ya fuesen jueces, procuradores o centuriones. Además, al final del versículo, se nos dice que las dos Marías, seguimos suponiendo que la esposa y la madre del difunto, se limitaban a observar como José [de Arimatea] le envolvía en la sábana, es decir, que fue él, y no ellas, quien se hizo cargo de toda la preparación del cadáver. Del mismo modo que lo hacen hoy los empleados de las empresas de pompas fúnebres.
El relato de Lucas (23, 50-56), viene a coincidir con este de Marcos en lo sustancial, pero en Juan la historia se desarrolla en un contexto muy diferente: «Después de esto rogó a Pilatos José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temor de los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilatos se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús» (Juan, 19, 38-42). Analicemos el texto de Juan: en esta ocasión es Pilatos quien entrega el cuerpo, pero sigue siendo José de Arimatea quien se hace cargo del cadáver. Y se nos habla de un huerto [¿jardín?] cercano al sepulcro. Lo que nos reafirma en situar la ejecución en el monte de los Olivos, y no en el Gólgota. Lo repasamos en seguida: aparece Nicodemo, otro sanedrita que también tomará parte en el proceso de preparación del cuerpo. Es plausible que ambos, José y Nicodemo, pronunciasen alguna oración fúnebre durante la celebración del sepelio. La ley judía prohibía embalsamar los cadáveres, por lo que las sustancias que lleva, una mezcla de mirra y áloe, es para aromatizar el cadáver y contrarrestar el hedor de la putrefacción. Aspecto éste destacable si tenemos en cuenta que se trata del primer entierro, por lo tanto las tumbas tenían un carácter provisional, y eran reabiertas a menudo para introducir nuevos cadáveres, y retirar otros restos. Convenía, pues, observar unas normas de conservación y limpieza. El evangelista Juan nos da a entender que entre José [de Arimatea] y Nicodemo, el sacerdote, fajaron el cuerpo y lo prepararon, según la costumbre judía, para introducirlo en el sepulcro. De momento, las mujeres no participan en nada de todo esto. Aquí, en lugar de un jardín, se nos habla de un huerto cercano al lugar de la ejecución. Seguimos estando en el mismo sitio: el Gólgota, según los textos canónicos del siglo IV, no antes; la necrópolis de los Olivos, en nuestra opinión. Se nos habla de sepulcro nuevo y de monumento, lo que nos lleva a pensar que se trataba de nuevas tumbas con lechos de piedra para la primera inhumación, que duraba un año, mientras los animales necrófagos descarnaban los huesos. En el texto de Juan, el bueno de José de Arimatea es discípulo de Jesús y no parece ser miembro del Sanedrín; la víspera del sábado surge de la nada el buen Nicodemo, que ayuda a José a transportar el cadáver de Jesús, y entre los dos lo amortajan y entierran en un sepulcro que ya no es señalado como propiedad de José de Arimatea y al que se recurre por estar cerca. Bien pudo ser una tumba comunal ubicada en los Olivos, como ya hemos señalado.
En los otros evangelios canónicos, como veremos en seguida, eran varias las mujeres que iban a amortajar el cuerpo y esto sucedía en la madrugada del domingo, momento estelar que se hace coincidir con el de la resurrección de Jesús, por el mero hecho de encontrarse el sepulcro vacío. Diremos, en primer lugar, que las mujeres no tenían nada que hacer en la tumba aquel domingo por la mañana: el cadáver ya había sido preparado por José y Nicodemo, y el segundo se había encargado de aplicarle las sustancias aromatizantes para contrarrestar el hedor de la putrefacción. Por otra parte, y esto es importante, si como veremos más adelante, Yeshua bar Abba [Jesús Barrabás] contaba con amigos entre los ancianos del Sanedrín [Nicodemo], e incluso entre la familia herodiana [Salomé], es más que posible que el propio José ben Caifás, sumo sacerdote aquel año, como nos indica Mateo (26, 57) hubiese procedido a sellar la tumba. Y este José ben Caifás, y el José [de Arimatea] bien podrían ser el mismo sacerdote que era discípulo de Jesús en secreto. Porque ahora podemos decir que cuando Caifás acude al Pretorio como nos dicen las Escrituras para exigir que se libere a Barrabás, lo que estaba haciendo [Caifás] era exigir la liberación de Yeshua bar Abba, nuestro Jesús Barrabás: «En la fiesta de la Pascua, el gobernador romano solía conceder la libertad de un preso, el que la gente escogía. Tenía en aquel momento un preso famoso llamado Jesús Barrabás. Viendo reunido al pueblo, Pilatos preguntó: "¿A quién queréis que ponga en libertad: a Jesús Barrabás o a ese Jesús a quien llaman Rey de los Judíos?» (Mateo, 27, 15-17). Luego: ¿eran Jesús y Barrabás un mismo individuo? Lo dejaremos aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario