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viernes, 19 de mayo de 2017

Hernán Cortés derrota a los mexicas en Tenochtitlán

La capital de los mexicas se convirtió en una de las mayores ciudades de su tiempo en todo el mundo y fue la metrópoli de un poderoso imperio que dominó gran parte de la Mesoamérica prehispánica. Los conquistadores, maravillados de su magnificencia, llegaron a compararla con la bíblica ciudad de Babilonia que albergaba los maravillosos Jardines Colgantes, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad. El florecimiento de la ciudad se debía, en parte, al oneroso tributo que debían pagar los pueblos sometidos. Por esta razón, cuando los españoles llegaron a Mesoamérica, numerosas naciones indígenas se aliaron con ellos para poner fin a la dominación tenochca. Cuauhtémoc —último tlatoani de México-Tenochtitlán— encabezó la resistencia de la ciudad, que cayó el 13 de agosto de 1521 en poder de los españoles comandados por Hernán Cortés. El misionero del siglo XVI Bernardino de Sahagún apenas dedica en sus crónicas unos pocos párrafos a hablar de la batalla de Colhuacatonco. Más bien unas líneas dentro de su extensa obra «Historia general de las cosas de Nueva España». Pero en ellas deja patente la feroz resistencia que presentaron los mexicas obcecados en defender los barrios aledaños a Tenochtitlán, hasta que la ciudad cayó en poder de los españoles al mando de Hernán Cortés. En el transcurso de tan dura batalla, no obstante, los mexicas lograron arrebatar una de sus banderas a los españoles y llevarse consigo más de medio centenar de prisioneros que, posteriormente, sacrificaron sin piedad, abriéndoles el pecho para arrancarles el corazón. Para entender la conquista de Tenochtitlán hay que retroceder en el tiempo hasta el 30 de junio de 1520, cuando Hernán Cortés y sus hombres –que habían entrado pacíficamente en Tenochtitlán para parlamentar con Moctezuma– fueron traicionados por los indígenas y se vieron obligados a escapar de la capital para salvar sus vidas, después de que el lugarteniente del emperador, el taimado Cuauhtémoc, levantara a los mexicas contra los castellanos. La retirada (conocida posteriormente como «La noche triste») dejó unos 600 cristianos muertos y obligó a los conquistadores a replegarse hasta la región amiga de Tlaxcala. Tierra en la que, según afirma Fernando Orozco en su obra «Grandes personajes de México», fueron «recibidos con cordial benevolencia». Desde allí Cortés organizó un nuevo ataque contra Tenochtitlán. Aunque, en este caso, decidió no atravesar terreno pantanoso y planeó cada uno de sus movimientos. En primer lugar buscó aliados entre los indígenas que quisieran librarse del yugo de los crueles mexicas y que estuviesen dispuestos a alzarse en armas contra su tiránico imperio, que tampoco constituía una nación en sí misma, sino una amalgama de pueblos vecinos sometidos por la fuerza a la esclavitud. Tras reunir un una tropa considerable con los aliados, Cortés se dirigió a la ciudad de Tepeaca, que fue tomada al asalto en poco tiempo y utilizada como base de operaciones en las posteriores expediciones. Todo esto con el único propósito de reunir un nutrido ejército y dar un escarmiento a Cuauhtémoc y a los suyos por su traición, y, sobre todo, por haber sacrificado de forma tan brutal a los prisioneros cristianos. Según un cronista de la época, a los conquistadores les llevó apenas cuarenta días convencer a los pueblos amerindios de aquella región para que se sometiesen a España; tan hastiados estaban de la brutal dominación de los mexicas. La suerte se alió a partir de entonces con Cortés. O más bien el ángel de la muerte tras adquirir forma de viruela. La cruel enfermedad segó la vida de cientos de mexicas. Aquellos que tuvieron la suerte de no sucumbir a la enfermedad murieron de hambre debido a que no había campesinos que cosecharan los campos y proporcionasen comida.
Afortunadamente para los españoles, la epidemia sólo diezmó a las hordas mexicas. De ella no se libró ni el sucesor de Moctezuma. El mismo que había subido al poder después de que el populacho lapidara a su legítimo soberano por someterse a los españoles. Al frente de un nuevo ejército, sediento de justa venganza y ávido de hacerse con las riquezas de Tenochtitlán, Cortés no tardó en volver a considerar factible tomar la capital y apostó por asediar la plaza (rodeada de lagos artificiales) desde el mar mediante 13 bergantines. Buques cuya construcción dirigieron el maestro Martín López y su ayudante Alonso Núñez y que, a la postre, se convertirían en una pieza clave para la conquista de la capital mexica. En un alarde de ingenio, los buques se ensamblaron primero en Tlaxcala (tierra adentro) y, posteriormente, fueron desmontados y trasladados pieza a pieza hasta Texcoco. El historiador del siglo XVII Antonio de Solís fue uno de los que más datos ofrecen sobre las fuerzas que Cortés dirigió contra la capital mexica. En su obra «Historia de la conquista de México» señala que los navíos fueron cargados con un total de 900 hombres que se sumaron al apoyo naval que ofrecían los navíos, capaces de hundir con sus cañones las ridículas canoas que contra ellos lanzaron los defensores de Tenochtitlán. Asimismo, Cortés envió por tierra una parte del contingente para tomar los principales accesos a la ciudadela. El arrojo y el entrenamiento de los españoles, y la estrategia diseñada por su capitán, dieron su fruto. A bordo de los navíos, y apoyados desde tierra por los artilleros, los conquistadores sitiaron Tenochtitlán el 26 de mayo de 1521, poco después de cortar el acueducto que abastecía de agua a los defensores. A partir de ese día, los combates se sucedieron a diario. El sitio de la capital se convirtió en una terrible y prolongada lucha. Finalmente, entre disparos de arcabuz y virotes de ballesta, la ciudad cayó en poder de Cortes tres meses después. Comenzó entonces el éxodo de los cientos de guerreros mexicas derrotados, y de sus familias. Los cabecillas de la revuelta y los sacerdotes que practicaron los inhumanos sacrificios de sus compañeros, fueron inmediatamente ajusticiados por los españoles. En algunos casos los vencedores mostraron clemencia y se limitaron a cortarles las manos y arrancarles los ojos, a cambio de que aceptaran convertirse a la verdadera Fe. Si la rendición de Tenochtitlán no fue sencilla, sucedió lo mismo con los barrios que la rodeaban. En las semanas siguientes, Hernán Cortés y sus hombres se vieron obligados a combatir hasta la extenuación para acabar con los últimos reductos mexicas. Los cronistas de la época recuerdan en sus escritos que los sangrientos combates acabaron con decenas de españoles sacrificados a los dioses de los salvajes, para deleitarles con su sangre. Algo parecido sucedió en Coyonacazco donde, después de que saltaron a tierra los españoles y comenzaron a pelear como jabatos, el capitán Rodrigo de Castañeda escapó por los pelos de una cruel muerte tras ser atacado por decenas de enemigos que lo rodearon. Así pues, en cada barrio los conquistadores se vieron obligados a avanzar a base de arcabuz y espada, con la ayuda de sus nuevos aliados, pues venían tras ellos todos los indios de Tlaxcala y de otros pueblos, que eran amigos de los conquistadores y deseaban acabar con la tiranía de los mexicas. De todos los barrios en los que los conquistadores españoles y sus aliados amerindios se vieron obligados a combatir, Colhuacatonco fue uno de los que más resistencia opuso. Según parece, fueron los aztecas los que golpearon primero paras atrapar por sorpresa a los españoles. Y no les fue mal, pues mataron a muchos de ellos y de sus aliados daxcaltecas, chalcas y tezcuanos, y los asesinaron cruelmente a todos ellos. El ataque por sorpresa fue llevado a cabo con tanta determinación que los españoles y sus aliados se vieron obligados a abandonar sus posiciones y retirarse a un lugar seguro. Algo que, según el cronista Sahagún, no fue sencillo, pues el fango ralentizó a los hombres de Hernán Cortés. El desastre fue casi absoluto. «Allí prendieron a muchos españoles y los llevaron cautivos arrastrando», añade el autor. Después de obligar a los conquistadores a replegarse, los mexicas de Colhuacatonco regresaron a sus dominios, donde rindieron homenaje a sus dioses sacrificando a los prisioneros sacándoles el corazón. «Y los indios volvieron a coger el campo y tomaron sus cautivos, y los pusieron en procesión todos maniatados. Pusieron delante a los españoles, y luego a los daxcaltecas, y luego a los demás indios cautivos, y los llevaron al lugar que llamaban Mumuzco. Allí los mataron uno a uno», termina Sahagún. Posteriormente, clavaron las cabezas de los sacrificados en estacas formando un tzompantli. Un macabro altar de sacrificios. «[Colocaron las cabezas] de los españoles más altas y las de los otros indios más bajas, y las de los caballos más bajas». En esta sangrienta batalla hallaron la muerte 52 españoles y 4 caballos. Sin embargo, la masacre no logró que los hombres de Hernán Cortés detuvieran su avance a través de los reductos de resistencia ubicados en Tenochtitlán. Todo lo contrario. Al final, la bravura de los castellanos y sus mejores armas, además del hambre y las enfermedades, acabaron con los aztecas. «Y había gran hambre entre los mexicas y grande enfermedad, porque bebían del agua de la laguna y comían sabandijas, lagartijas y ratones... porque no les entraba alimento, y poco a poco los españoles fueron acorralando a los mexicas, cercándolos por todas partes y exterminándolos». Finaliza el autor con estas palabras. Sin duda, la conquista de Tenochtitlán y de la península del Yucatán, fue una de las primeras grandes gestas de los bravos conquistadores españoles en América.
La batalla entre españoles y mexicas fue encarnizada y sangrienta

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