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martes, 30 de mayo de 2017

Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico

El siglo VIII contemplará un hecho político de singular importancia para Occidente: el nacimiento de una dinastía reinante basada en un pacto con el poder eclesiástico. La monarquía fundada por Clodoveo en el siglo V estaba en absoluta decadencia y desprestigio. Los merovingios gobernaban sobre unos territorios que en su época de máxima extensión, bajo el reinado de Dagoberto II (629–639), se extendían por la Galia, parte de Renania, Alemania y Turingia, y empezaba a hacer notar su presión en Frisia, Sajonia y Baviera. Este será el Regnum Francorum en la época inmediatamente anterior al ascenso carolingio. Al frente de él se encontraba un rey, heredero de Clodoveo, que apenas reinaba y que, desde luego, no gobernaba. Había abdicado sus funciones en el mayordomo de palacio, personaje cuyo radio de acción se había extendido desde el gobierno de la real casa a las verdaderas funciones de Estado. Circunstancia en absoluto inusual dada la confusión entre real casa y reino, paralela a la existente entre tesoro privado del rey y tesoro del reino o hacienda pública. El punto de partida de esta ampliación de poder está en el carácter hereditario del cargo. Se crearán entonces unas dinastías de mayordomos que afianzarán su fuerza. El reino merovingio, además, se encuentra dividido en tres regiones: Austrasia, Neustria y Borgoña, al frente de las cuales hallamos a un rey faineant u holgazán. La dinastía Carolingia, que dará el golpe de Estado destronando al rey y haciéndose proclamar monarquía por derecho divino, se inicia con Pipino el Breve, descendiente de un personaje de gran prestigio, el obispo de Metz, y que será mayordomo de palacio del Reino de Austrasia. Procedía de una familia de grandes terratenientes austrasianos, en el corazón del Reino franco, y en la base de su ascenso está, sin duda, su poderío económico. Su padre, Carlos Martel, había conseguido un gran triunfo para la familia al derrotar a los musulmanes en Poitiers (732), cerrando así el camino de éstos hacia el Norte. Pero no se atrevió a suplantar al rey. De todos modos, el auténtico rey era el mayordomo de palacio. En una primera etapa, Pipino se intituló «aquel a quien Dios ha confiado el gobierno». El poder de la dinastía y su prestigio seguían en aumento. Pipino, entonces, combate exitosamente a los musulmanes y sofoca una rebelión en Aquitania. Entonces entra en escena un nuevo personaje: el Papa.
Bizancio ocupaba una gran parte de la península Itálica desde los tiempos de Justiniano y protegía a Roma de los ataques del último pueblo bárbaro: los lombardos. Mucho menos civilizados que los anteriores invasores de Italia, los ostrogodos presionaban de Norte a Sur, pretendiendo apoderarse de toda la Península. Bizancio se fue replegando sobre sus propias fronteras y retirándose paulatinamente de Occidente. El esplendor de la época de Justiniano y Belisario había desaparecido. El norte de África estaba en poder de los musulmanes. La provincia bizantina de la península Ibérica había desaparecido tiempo atrás. Italia es poco a poco conquistada por los lombardos: en 751, Astolfo se apodera del exarcado de Rávena y amenaza Roma. Bizancio poco puede hacer ya, pues ha tenido que abandonar Italia para proteger sus provincias asiáticas. El Papa se ve forzado a buscar nuevos aliados.
Pipino, que representa el único poder occidental capaz de frenar a los lombardos, desaparecido el Reino visigodo de España en 711, se aprovecha de la situación. El papa Zacarías refrenda el golpe de Estado. En 749, respondiendo a una carta de Pipino, le escribe que «era mejor llamar al rey que tenía el poder, que al que no lo tenía». El pragmatismo papal da a Pipino la base jurídica con que apoyar sus pretensiones al trono, y el año 751 se decide a dar el gran paso. El rey merovingio Childerico es tonsurado y enviado a un convento de por vida, perdiendo con su cabellera el halo casi mágico que le daba derecho al trono de los francos. A continuación Pipino se hace proclamar rey en una asamblea que se celebró en Soissons. La proclamación de Pipino constará de dos partes: la primera, la tradicional aclamación del pueblo, que, aunque reducida a simple formalidad desde el momento en que la monarquía se convierte en hereditaria, mantiene el poder real con el refrendo popular y enlaza con las viejas tradiciones germánicas de proclamar al caudillo que los llevará a la victoria. La segunda es totalmente nueva: el rey es ungido con óleo santo. La unción, que recibe de manos del obispo de los francos, Bonifacio, confiere a la nueva dinastía un carácter divino y hace del monarca carolingio el elegido por Dios. El rey Pipino tendrá una doble confirmación legal: el Pueblo y Dios.
En 751, ante la toma de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II juega con dos barajas: una, la «legal», enviando una embajada a Constantinopla pidiendo protección, y otra, la positiva: envía simultáneamente la misma embajada a Pipino. Ambos responden con poca diferencia de tiempo. El Imperio de Oriente actúa como si nada hubiese sucedido política y estratégicamente, y considerando al Papa como el mero obispo de Roma y, como tal, un funcionario imperial más, le encarga presentar sus quejas a Astolfo. Pipino ve las cosas desde el ángulo opuesto. Roma es el gran centro del poder espiritual de Occidente, donde deben desenvolverse él y su Reino. Y el Papa está en la base de su poder, por lo que su ayuda debe ser efectiva. Le escribe citándole en sus estados. El Papa se pone en marcha, cumple el encargo bizantino y rápidamente se dirige a territorio franco. Una vez en él, negocia con Pipino. El resultado no puede ser más favorable para ambos. La monarquía de Pipino recibe un nuevo espaldarazo: «el papa prohíbe —en palabras de un cronista algo posterior, que indican, si no la exactitud, por lo menos sí el espíritu— a todos, bajo pena de excomunión, elegir a un rey nacido de otra sangre distinta a la de los príncipes a los que la divina providencia se ha dignado exaltar y… confirmar y consagrar por medio del bienaventurado pontífice, su vicario».
Pipino crea para el Papa los Estados Pontificios. Jura emplear todos los medios a su alcance para restituirle el exarcado de Rávena y los derechos y territorios de la antigua República romana. En la base de esta donación está la llamada «Donación de Constantino», documento falso pero muy útil entonces para asegurarse Roma su total independencia, y la supremacía política del Papado. El trueque es, pues, ideal para ambas partes. En 756, tras derrotar a Astolfo en Pavía, el rey franco le obliga a devolver el exarcado al Papa. Bizancio lo reclama por medio de dos enviados, a los que responde Pipino que «no puede robar a San Pedro lo que se le había dado». Con esta acción, Roma corta las relaciones diplomáticas con el Imperio de Oriente, y en adelante gravitará exclusivamente sobre Europa occidental y los nuevos reinos bárbaros que han ido surgiendo y afianzándose desde la desaparición del Imperio Romano en 476.
El año 768 fallece Pipino y su muerte pone en peligro la continuidad del Reino que había fundado. Siguiendo la inveterada tradición franca, divide sus estados entre sus hijos Carlos, el futuro Carlomagno, y Carlomán. La providencial muerte del segundo en 771 permite a Carlos reunificar el Reino. Los lombardos presionan de nuevo y el Papa volverá a invocar el pacto. Carlos responde solícitamente. De paso, elimina la posibilidad de que éstos reclamaran los derechos de los hijos de Carlomán, que con su madre se había refugiado entre los lombardos. El año 773 el rey de los francos se presenta de nuevo en Italia. Sitia a Desiderio en Pavía y éste se ve obligado a capitular. Carlomagno no se conforma, como su padre, con pedir garantías y firmar pactos: desmonta la monarquía lombarda y a partir del 5 de junio de 774 ordena encabezar las actas oficiales con un doble título: «Rex Francorum et Longobardorum». Desde ese momento, Carlomagno es dueño de Italia. Pese a todas las promesas y a todos los pactos con el soberano pontífice, se considera heredero de las pretensiones lombardas y desea la unificación de la península Itálica, naturalmente bajo su cetro. Al Papa no le queda otro recurso que someterse. La conquista de Italia es sólo un capítulo más de su gran obra política. La parte oriental del Reino franco será uno de sus objetivos más importantes.
Al frente de Baviera se encontraba el duque Tasilón, personaje semiindependiente que, después de haberse reconocido vasallo de Carlos al principio de su reinado, más tarde, apoyado por el clero y en buenas relaciones con el Papa, vive durante unos años en una situación equívoca. En 781 decide Carlos poner fin a la misma. Requiere a Tasilón para que cumpla sus compromisos, y Adriano I se ve obligado a ponerse del lado de Carlomagno. El duque Tasilón, en la Asamblea General de Worms, renueva su juramento de vasallaje. En 782, al producirse la derrota de los francos en Sajonia, se levanta de nuevo el duque, y en 787 Carlomagno recurre a medidas enérgicas. Tasilón se niega a comparecer ante la Asamblea General de Worms de aquel año, y Baviera es atacada por tres ejércitos. Se somete, pero inmediatamente vuelve a levantarse en armas. Por fin, en 788 es juzgado y condenado al destierro recluido en un monasterio. Carlomagno desarrolla una política de aproximación, y desde el año 791 hasta el 793 reside en Ratisbona y convoca allí sus Asambleas Generales. En 794 saca a Tasilón del monasterio y en Fráncfort renuncia a todos sus derechos por él y por sus descendientes a favor de Carlomagno.
La principal empresa de conquista de Carlomagno será Sajonia. Formaban los sajones un conjunto de pueblos muy variados dedicados, en su mayor parte, al saqueo. Tenían su capital en Westfalia, y desde allí asolaban las tierras de Turingia, Hesse y las provincias renanas. Las campañas duraron desde 772 hasta 804. En 785, Carlomagno dominaba ya casi toda Sajonia, y entre 798 y 804 sometió a los habitantes de Nordalbingia y Wihmode. El personaje clave en esta lucha, por parte sajona, es su gran caudillo Widukind, jefe de los westfalianos, que en 778 se levanta contra Carlomagno. En años anteriores había ya conseguido Carlos algunos triunfos y efímeras sumisiones. En 785 logra una gran victoria e impone a los sajones la conversión al catolicismo. Widukind llega a recibir el bautismo en Attigny. El rey franco impone un régimen de terror: pena de muerte para quien profane iglesias, el ayuno y la abstinencia cuaresmal; para los que maten a un clérigo, sea obispo, sacerdote o diácono; para los que incineren a sus muertos según el rito pagano, etcétera. El resultado de imponer el cristianismo a sangre y a fuego es, una vez más, muy negativo. En consecuencia, en el 793 los sajones vuelven a rebelarse.
Un ejército de francos que se dirige contra los ávaros es derrotado y toda Sajonia se alza en armas. Carlos responde con varias campañas, la última en 797. Ahora la situación de los sajones no será tan dura: las penas capitales quedan sustituidas por las pecuniarias, según la tradición franca, asimilándolos al Reino. En 804 puede considerarse liquidado el problema sajón y las fronteras orientales del reino llegan hasta la desembocadura del Elba. En 808 cumple la última etapa: los abodritas, incapaces de contener a los daneses más allá del Elba, son sustituidos por tropas francas. El ángulo nororiental del Reino, entre el Rin y el Weser, estaba ocupado por los frisones, gentes irreductiblemente paganas que resistían desde el siglo VII todo intento de cristianización y, por tanto, de asimilación. No causarán tantos problemas como los sajones. Aliados a éstos, deponen las armas tras la derrota del año 785 y el problema queda resuelto. Tras la victoria militar vendrá la evangelización por la fuerza. Más allá de Sajonia, Turingia y Baviera se encuentra el país de los eslavos. Las intenciones de Carlomagno respecto a éste son distintas: no pretende anexionárselo, sino tan solo mantenerlo a raya. Los carintios habían sido ya reducidos por Tasilón y con Baviera pasan a la órbita franca. Los abodritas, expuestos a los ataques de sajones y daneses, buscaron ya desde el 780 el apoyo de los francos. Después de la victoria sobre los sajones en 785, se colocan decididamente bajo su protección. En 793 ayudan a Carlomagno contra los sajones, y desde ese momento forman parte de las tropas regulares francas. Más al sur, otros grupos son mantenidos a raya por el terror. Los checos o bohemios son sometidos en 805 tras una primera campaña, aunque hay datos de ulteriores expediciones militares. Más allá de los eslavos, encontramos a los ávaros. Oriundos de Asia, asientan sus dominios en el Danubio medio. Parece que Tasilón, el duque bávaro, estaba en connivencia con ellos. Desde luego, en 788, año en que Tasilón es juzgado, redoblan sus ataques contra territorio franco para distraer a Carlos de los asuntos de Baviera. En 790 fracasan unas negociaciones y se declara la guerra. En el verano de 791 se llevan las campañas al territorio ávaro y se repiten al año siguiente. Por fin, en 796 un nutrido ejército toma el ring o sede del tesoro ávaro con todo su contenido. Aún intentarán sacudirse el yugo de los francos, pero en 811 vemos a su jagan o caudillo presentarse ante Carlomagno en Aquisgrán para agradecerle el envío de tropas en su ayuda para combatir a los eslavos.
La atención del rey franco se dirigió también al sur de sus dominios, hacia la península Ibérica en manos de los musulmanes. Pese al fracaso de la expedición del 778 contra Barcelona, a cuyo regreso, tras destruir Pamplona, la retaguardia de su ejército es atacada por los vascones en los desfiladeros de Roncesvalles, infligiéndole un terrible descalabro, el balance es positivo. En 785 Gerona se entrega a los francos, y en 803, tras dos años de sitio, capitula Barcelona. Los francos establecen así una cabeza de puente para una hipotética conquista de la zona situada al norte del Ebro, que nunca se llevará a término. Las buenas relaciones entre los recién creados Condados Catalanes y el Reino franco durarán hasta el advenimiento de Hugo Capeto (987), y de derecho hasta el Tratado de Corbeil firmado entre Luis IX de Francia y el rey Jaime I de Aragón, llamado El Conquistador. En virtud de dicho tratado, que se firmó el 11 de mayo de 1258, la hija de Jaime I, Elisabeta, se casaría con Felipe, heredero de Luis IX; el rey francés, como heredero de Carlomagno, renuncia así a los derechos sobre los condados de Ampurias, Barcelona, Besalú, Cerdaña, Conflent, Gerona, Osona, Rosellón y Urgel. Jaime de Aragón, a cambio, renuncia a varias comarcas transpirenaicas que habían formado parte del reino visigodo varios siglos antes.
Bretaña, la península Armoricana al oeste de la Galia, no estaba bajo control de los francos. Los merovingios habían intentado en vano someterla, consiguiendo solo algunas victorias parciales. Para controlar a estas gentes, que ocuparon la región en el siglo V huyendo de los sajones que habían invadido Britania, se crea la Marca Británica, al igual que en la frontera pirenaica se creó la Marca Hispánica. En 779, el conde Guy rompe las hostilidades con los bretones armoricanos. El resultado es positivo, aunque no definitivo, pues en 811 se hace necesaria una nueva expedición. La culminación de esta ambiciosa política militarista fue la exaltación de Carlomagno al Sacro Imperio Romano Germánico. Varias circunstancias se dan para ello. En primer lugar, está el indiscutible prestigio que bajo el segundo de sus miembros ha conseguido la emergente dinastía Carolingia.
A partir de su coronación —el día de Navidad del año 800—, Carlomagno se convierte en el auténtico árbitro de Occidente, desbancando al Papa. En segundo lugar, Roma había roto definitivamente con el Imperio de Oriente y volvía sus ojos hacia los francos como valedores. No es de extrañar, pues, que el Papa decidiera cambiar un imperio por otro hecho a la medida de sus actuales necesidades. El antiguo Imperio de Oriente, cuya política exterior en Italia había sido bastante ineficaz en los últimos tiempos, era sustituido por un Imperio que se había comprometido a prestar su incondicional apoyo militar a Roma. Un tercer factor determinante fue la delicada situación personal del Papa. En 795, tras la muerte de Adriano I, sube al solio pontificio León III. En la carta de felicitación que recibe de Carlomagno, se vierten conceptos y frases muy sugerentes intentando atraerse al rey de los francos. El nuevo Papa se encontraba en una situación muy comprometida, pues su elección era discutida, llegando a sufrir un atentado el 25 de abril de 799. Los conjurados le acusaban de adúltero y perjuro. Solo Carlos podía resolver su situación, porque tenía la fuerza y el compromiso de hacerlo.
En el otoño de 800 se presenta Carlos en Roma. Su primer acto oficial será presidir el tribunal que juzgará al Papa, que debe confesar públicamente sus culpas. Casualmente, el mismo día del «expurgatorio» recibe de manos de los enviados por el patriarca de Jerusalén un vexillum o estandarte sagrado, las llaves del Santo Sepulcro y de la Ciudad Santa, ceremonia semejante a la que cinco años antes había recibido del Papa. Toda la Cristiandad, desde Roma a Constantinopla, lo aclama. El resultado fue la coronación de Carlomagno como sacro emperador aquel mismo año. El Papa le impone la Corona y le «adora» siguiendo el antiquísimo ritual de los emperadores romanos. En realidad, Carlomagno ya era emperador de Occidente mucho antes de su coronación por el Papa. El vasto Reino de los francos que incluía, además, los territorios recientemente conquistados, necesitaba una coherente organización administrativa para que la acción del monarca pudiera llegar a controlarlos efectivamente. Consecuencia inmediata: división del Reino y el Imperio en 806.
El emperador, siguiendo la vieja tradición de los francos, se comunica con sus súbditos a través de las asambleas generales. Se convocan normalmente en primavera, antes de las campañas, lo que demuestra la raigambre militar de la institución. Se toman en ellas importantes decisiones con el acuerdo «de todo el pueblo», aunque en la realidad, aun siendo convocados todos los habitantes del Reino, acuden sólo los grandes señores y los jefes de las tropas.
La sociedad sobre la que se impuso la estructura política y administrativa del Imperio era esencialmente rural. La tierra era la base del estatus social de cada uno de sus individuos, la base de la realidad económica y, desde luego, la fuente de poder. En la base de esta sociedad rural hallamos a los esclavos. Las fuentes de la época hablan inequívocamente de esclavos que podían venderse con la tierra, incluso disolviendo los matrimonios. El esclavo había heredado su condición de la época romana, y el cristianismo no había logrado, o no había querido, erradicar la esclavitud. Lo único que cambió fue que a los esclavos medievales se les denominó siervos. También, igual que en tiempos de los romanos, a los nacidos esclavos se podían unir personas nacidas libres por motivos de deudas u otros conceptos. En los grandes dominios encontramos multitudes de ellos desempeñando trabajos agrícolas. Otros servían en la casa del señor, y unos terceros, servi casati, explotaban las tierras mediante los fundos —heredades o fincas rústicas— en beneficio del terrateniente. En el estrato superior, aunque no muy por encima, hallamos al colono. Las limitaciones que reducían la libertad de movimientos al colono eran múltiples: vivía en una propiedad ajena, muchos de ellos pagaban exacciones, su matrimonio estaba sujeto al control del dueño de las tierras, no podían transmitir libremente sus bienes, etcétera. Pero, como «libre» que era, al menos jurídicamente y sobre el papel, estaba sujeto a prestar servicio militar, y tenía acceso a los tribunales de justicia como demandante y como testigo. Tenía un estatus de trabajo basado en las prestaciones a su señor, establecido por el derecho consuetudinario. El colono cultivaba un fundo o manso. Los segundos tierras o bienes primordiales que, exentos de toda carga fiscal, solían poseer las parroquias y algunos monasterios. Cuando el esclavo, por su capacidad de trabajo, ya no era rentable, el sistema de explotación de las tierras por medio de colonos adquiría una importancia primordial. Por encima del colono, encontramos al hombre libre. Pero los libres no constituían la base de la sociedad altomedieval, sino un grupo en completa decadencia. Por medios legales o ilegales —incluida la extorsión—, los poderosos señores feudales se apoderaban de las tierras libres y la sociedad se precipitaba, también en este sentido, hacia unas abusivas formas de dependencia que perdurarían, en algunos países como Rusia, hasta principios del siglo XX.
Soldados de la Guardia de Corps de Carlomagno

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