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martes, 30 de mayo de 2017

¿Cuándo nació Jesús de Nazaret?

Se acepta generalmente que Jesús nació alrededor del año 4 a.C., coincidiendo con la muerte del rey Herodes el Grande. Aunque la fecha de su nacimiento no puede determinarse con absoluta precisión, y algunos especialistas sostienen que pudo haber nacido mucho antes, y que en el momento de su muerte en la cruz, podría rondar los cincuenta años. Según algunas tradiciones cristianas, Jesús nació en una aldea de Galilea llamada Nazaret. Pero Nazaret ni siquiera existía en el siglo I. La tradición cristiana oficial sitúa el nacimiento de Jesús en Belén, en Judea, cerca de Jerusalén, para hacerlo coincidir así con una antigua profecía veterotestamentaria. No lo sabemos con certeza y es muy posible que en el mito del Jesús de Nazaret evangélico se hayan mezclado elementos biográficos propios de otros personajes, tanto de su época, como anteriores y posteriores.
Según los evangelios canónicos, los padres de Jesús fueron José y María, y tuvo varios hermanos y hermanas, que son mencionados en las Escrituras. No hay constancia específica de que estuviera casado; pero teniendo en cuenta su condición de judío del siglo I, podemos deducir que lo estaba, ya que el matrimonio se imponía por Ley entre los jóvenes hebreos al alcanzar una edad determinada. Especialmente entre los clérigos, y si Jesús era rabí, tenía que estar casado, para dar cumplimiento a la Ley. Algunas teorías recientes apuntan que podría haber sido célibe, como lo eran los monjes esenios de Qumrán, pero no parece factible que Jesús practicase las férreas costumbres esenias, aún más rígidas que las que observaban los judíos ortodoxos, cuando precisamente Jesús declaraba que «no se hizo el hombre para el Sabbat, sino el Sabbat para el hombre».
Por otra parte, como podemos comprobar a través de los propios evangelios canónicos contenidos en cualquier Biblia cristiana, Jesús gustaba de la compañía de las mujeres, y eran muchas sus seguidoras. Es más, fueron mujeres las que le acompañaron hasta sus últimos momentos en la cruz, cuando todos los discípulos varones [excepto Juan, el discípulo amado] le habían abandonado. Además, en los propios evangelios, Jesús es acusado por sus enemigos y detractores de ser un borracho y un glotón. Y, siempre guiándonos por los evangelios canónicos, podemos encontrarle en diversas fiestas y celebraciones, compartiendo el pan y el vino con sus familiares y amigos, o disfrutando del festín que le ofrece un publicano, o del presente de una mujer que derrama un costoso perfume en sus pies. Todos estos episodios lúdicos protagonizados por Jesús están recogidos en los evangelios, y no hay nada de irreverente en ellos, pero despejan cualquier duda acerca del improbable celibato de Jesús y de su pertenencia a la comunidad de los estrictos esenios.
No existen evidencias arqueológicas o documentales que permitan verificar la existencia histórica de Jesús de Nazaret de forma concluyente. La explicación principal que se da a este hecho es que Jesús de Nazaret no alcanzó en su tiempo una relevancia suficiente como para dejar constancia escrita por parte de los cronistas de su época. El «Papiro P-52», que contiene un breve fragmento del evangelio de Juan, datado hacia el año 125, casi un siglo después de la Crucifixión (35) se considera el documento más antiguo que se conserva con relación a Jesús de Nazaret. Si bien los testimonios materiales referentes a la vida de Jesús son muy tardíos, la investigación filológica ha logrado reconstruir la historia de estos textos con un alto grado de fiabilidad, lo que arroja como conclusión que los primeros textos sobre Jesús (algunas cartas de Pablo) son posteriores en unos veinte años a la fecha probable de su muerte (35), y que las principales fuentes de información acerca de su vida (los evangelios canónicos) se redactaron en la segunda mitad del siglo I. Existe un amplio consenso acerca de esta cronología de las fuentes, al igual que es posible datar algunos testimonios, muy escasos, acerca de Jesús en fuentes no cristianas entre las últimas décadas del siglo I y el primer cuarto del siglo II. La opinión predominante en medios académicos es que Jesús de Nazaret fue un personaje histórico, cuya biografía y mensaje mesiánico, fueron significativamente alterados por los redactores de las fuentes cristianas en los siglos IV y V, que actuaron movidos por intereses religiosos muy concretos. Sólo las fuentes cristianas primitivas, obviamente muy parciales, proporcionan información acerca de Jesús de Nazaret, y lo que estas fuentes reflejan son, básicamente, aspectos relativos a la fe propios de las comunidades paleocristianas, y no pueden considerarse documentos históricos concluyentes. Los textos en los que la crítica actual cree posible hallar información acerca del Jesús histórico son, principalmente, los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas). Secundariamente, proporcionan también información acerca de Jesús de Nazaret otros escritos del Nuevo Testamento (Evangelio de Juan, Epístolas de Pablo de Tarso y Hechos de los Apóstoles), algunos evangelios apócrifos (como los evangelios de Tomás y Pedro, o el Protoevangelio de Santiago), y otros textos cristianos de menor relevancia histórica.
Asimismo, existen referencias a Jesús en algunas obras no cristianas de la Antigüedad, aunque en ciertos casos se ha puesto en duda su autenticidad (Flavio Josefo), o que se refieran al mismo personaje cuya vida relatan las fuentes cristianas (Suetonio). Por otra parte, aportan escasa información, excepto que Jesús fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos (Tácito), que llamó la atención de sus coetáneos por sus "hechos portentosos" (Flavio Josefo) y que fue considerado un embaucador por los judíos ortodoxos de la época. Estas escuetas referencias, vienen a confirmar la existencia histórica de Jesús, según algunos especialistas. Para otros, se habría tratado de falsificaciones perpetradas siglos después alterando las fuentes originales. Son muy numerosos los escritos cristianos de los siglos I y II en los que se encuentran referencias a Jesús de Nazaret. Sin embargo, sólo una pequeña parte de los mismos contiene información útil acerca de él. Todos ellos reflejan, en primer lugar, aspectos doctrinales propios del cristianismo de la época, y sólo de pasada revelan información biográfica sobre Jesús. Las principales fuentes son:
Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), incluidos por la Iglesia en el canon del Nuevo Testamento, en general, suelen datarse entre los años 70 y 90. Proporcionan gran cantidad de información, pero reflejan principalmente aspectos inherentes a la fe de las primeras comunidades cristianas, y son documentos bastante tardíos. El evangelio de Juan, también incluido en el Nuevo Testamento, fue escrito probablemente hacia 90-100. Incluso hacia el 110-120, según algunos eruditos. Suele considerarse menos fiable que los sinópticos, ya que presenta concepciones teológicas mucho más evolucionadas. Sin embargo, no puede excluirse que contenga tradiciones sobre el Jesús histórico, bastante más antiguas. Algunos de los llamados evangelios apócrifos, no incluidos en el Nuevo Testamento, tampoco nos ofrecen información concluyente. Una gran parte de estos textos son documentos muy tardíos que no aportan información fehaciente sobre el Jesús histórico. Sin embargo, algunos de ellos, cuya datación es objeto de constante controversia, podrían transmitir información sobre dichos o hechos de Jesús transmitidos oralmente: entre aquellos a los que suele concederse una mayor credibilidad están el Evangelio de Tomás y el Protoevangelio de Santiago.
Las Cartas o Epístolas de Pablo de Tarso escritas, según la datación más probable, entre los años 50 y 65, son los textos conocidos más antiguos relativos a Jesús de Nazaret, y están consideradas anteriores a los evangelios sinópticos. Pablo no conoció personalmente a Jesús. Su conocimiento de él y de su mensaje puede provenir de una doble fuente: por un lado, sostiene en sus escritos que se le apareció el propio Jesús resucitado para revelarle su evangelio, una revelación a la que Pablo concedía gran importancia (Gál 1, 11-12); por otra parte, también según su propio testimonio, mantuvo contactos con miembros destacados de varias comunidades judeocristianas, entre ellos algunos seguidores de Jesús. Conoció, según él mismo afirma en Gálatas, a Pedro (2Gál, 11-14), Juan (2Gál, 9), y Santiago, al que se refiere como "hermano del Señor" (1Gál, 18-19; 1Cor 15, 7). Aunque en el Nuevo Testamento se atribuyen a Pablo catorce epístolas, sólo existe consenso entre los investigadores actuales en cuanto a la autenticidad de siete de ellas, que se datan generalmente entre los años 50 y 65 (1Tesalonicenses, Filipenses, Gálatas, 1Corintios, 2Corintios, Romanos y Filemón). Estas epístolas son cartas dirigidas por Pablo a comunidades cristianas de diferentes lugares del Imperio Romano, o a individuos particulares. En ellas se tratan fundamentalmente aspectos dogmáticos del cristianismo. Pablo se interesa sobre todo por el sentido sacrificial y redentor que según él tienen la «muerte» y «resurrección» de Jesús, y son escasas sus referencias a su vida o al contenido de sus prédicas. Sin embargo, las epístolas paulinas sí proporcionan alguna información. En primer lugar, se afirma en ellas que Jesús nació «según la Ley» y que era del linaje de David, «según la carne» (Rom 1, 3), y que los destinatarios de su predicación eran los judíos circuncisos (Rom 15, 8). En segundo lugar, refiere ciertos detalles acerca de su muerte: indica que murió crucificado (2Cor 13, 4), que fue sepultado y que resucitó al tercer día (1Cor 15,3-8), y atribuye la responsabilidad de su muerte a los «judíos» (1Tes 2, 14) y también a los «poderosos de este mundo» (1Cor 2, 8). Además, la primera Epístola a los Corintios contiene un relato de la Última Cena (1Cor, 23:27), semejante al de los evangelios sinópticos (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20). Aunque existe gran controversia sobre el siguiente punto, parece ser que Jesús es mencionado en el Talmud hebreo, en el pasaje Sanedrín, 43 a, donde se dice que Yeshua fue colgado [¿del madero?] la víspera de Pascua, por haber practicado la hechicería y por incitar a Israel a la apostasía. Se menciona incluso el nombre de cinco de sus discípulos: Matthai, Nakai, Nezer, Buni y Todah. La mayor parte de los estudiosos data esta referencia en fecha muy tardía, y no la considera una fuente de información exacta ya que existió otro predicador anterior al Nazareno llamado Jesús ben Ananías que fue azotado por un delito de blasfemia, aún en tiempos de Augusto (no más allá del 14 d.C.), pero que no fue ejecutado. Sin embargo, este dato podría resultar mucho más concluyente si tenemos en cuenta que "Jesús" o Josué era un nombre muy extendido entre los judíos de entonces.
En las fuentes romanas tenemos brevísimas menciones a Jesús en sendas obras de Plinio el Joven (62-113), Tácito (61-117) y Suetonio (160). Aunque son más bien referencias a la actividad de los «crestianos», nombre común de los «cristianos», es decir «seguidores del rey ungido». Para los judíos helenizados crestianos significaba «seguidores del Chrestos o buen hombre», lo que resultaba un término menos sospechoso e inquietante para las siempre susceptibles autoridades romanas; porque la palabra «Christos» sugiere un desafío abierto al césar, que había expresado su intención de aplastar de una vez por todas el nacionalismo judío.
A comienzos del siglo II, Plinio el Joven, en una carta al emperador Trajano, menciona que los cristianos "le cantan himnos a Cristo (casi Dios, según dicen)" (Epístolas 10:96). Hacia el 117, el historiador Tácito, hablando de las persecuciones que Nerón decretó contra los cristianos sesenta años antes, comenta que éstos toman su nombre "de un tal Cristo, que en época de Tiberio fue ajusticiado por Poncio Pilatos" (Anales, 15:44:2-3). Suetonio, hacia el año 120, menciona a los cristianos y en otro pasaje de la misma obra, refiriéndose al emperador Claudio, dice que «a los judíos, instigados por Chrestos, los expulsó de Roma por sus hábitos escandalosos» (De Vita Caesarum. Divus Claudius, XXV). El apelativo "Chrestos" ha sido interpretado como una lectura deficiente de "Chrestus" o "Christus"; y puede que ese violento agitador judío al que hace referencia el pasaje fuese el propio Pablo, que estuvo en Roma coincidiendo con el incendio del año 64 [¿obra de los judeocristianos?] y que fue ajusticiado en el 67 por instigar a los judíos de Italia a rebelarse contra Roma coincidiendo con el inicio de la insurrección de Judea (66) que culminaría con la destrucción del Templo (70) y con la masacre de Masada (73).
La investigación histórica de las fuentes cristianas sobre Jesús de Nazaret exige la aplicación de métodos críticos que permitan discernir las tradiciones que se remontan al Jesús histórico de aquellas que constituyen adiciones posteriores, correspondientes a la época de las comunidades paleocristianas (ss. I-II) y a interpolaciones de la Iglesia realizadas de forma deliberada en los siglos IV-V cuando los escribas y copistas de la época se entregaron a una actividad frenética para copiar y "adecuar" a los intereses de Estado los nuevos textos canónicos aprobados en el Concilio de Nicea (325) presidido por Constantino, y difundirlos por todas las iglesias del Imperio Romano.
Es de suponer que, con las prisas, aquellos esforzados amanuenses del siglo IV cometieron sendos errores de traducción y de transcripción. Los textos originales estaban escritos en griego y, a su vez, eran copias de los siglos II-III que habían recogido la tradición oral judía, contada en arameo, ya que el hebreo clásico se utilizaba exclusivamente como lengua litúrgica. Cuando a principios del siglo V, San Jerónimo tradujo los evangelios del griego al latín en su Vulgata, ésta contenía un formidable número de errores, acumulados a lo largo de trescientos años de sucesivas transcripciones y traducciones. Sin embargo, la obra de San Jerónimo perduró y se ha convertido en la base de los textos oficiales de la Iglesia católica hasta nuestros días. Así, los errores de traducción y las previsibles erratas al copiar sucesivamente los textos durante siglos, generaron absurdos dogmas y afirmaciones infalibles para la Iglesia, pero que parecían surgidas de una mente irracional y desquiciada.
No obstante, a pesar de las muchas inexactitudes que contienen los textos canónicos, es posible reconstruir parcialmente la figura histórica de Jesús a través de ellos y, mediante la relectura de los mismos, se pueden obtener significados diametralmente opuestos a los que la Iglesia nos ha venido ofreciendo. Al margen de los aspectos místicos que cada uno quiera interpretar, los evangelios nos dan las claves para descifrar la realidad histórica de Jesús y su entorno en la Judea del siglo I sometida a Roma.
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