Generalmente se ha descrito el hecho histórico de las
invasiones bárbaras como una avalancha de los pueblos germanos que, rebasando
las fronteras del Rin y del Danubio, invadieron simultáneamente las provincias
occidentales del Imperio. Algo de verdad hay en esto, pero la irrupción de los
germanos en tierras del Imperio no sobrevino de una vez ni violentamente. Se
acostumbra también a decir que las invasiones produjeron un estado de anarquía
y retroceso en la civilización, que esto no empezó a remediarse hasta el
Renacimiento, mil años después, y con la formación de las modernas Naciones–estado.
Esta visión, un tanto exagerada, se fundamenta en textos casi contemporáneos a
la época de las invasiones; pero hay que advertir que son de autores latinos y
eclesiásticos, que veían en los germanos a un doble enemigo, porque la mayoría
profesaban la fe arriana y en muchas ocasiones habían sido un verdadero castigo
para la Iglesia católica. En cambio, la causa principal del desplazamiento de
los pueblos teutónicos, que es el movimiento de grandes masas de tribus
mongolas hacia Europa, se ha considerado como un episodio secundario. Se habla
de Atila y de los hunos como de otros bárbaros, acaso los peores, pero sin
distinguirlos mucho de los de raza germánica, casi cristianizados y medio
romanizados. Y, sin embargo, la ocupación por los hunos de la mayor parte de
Europa es uno de los más extraordinarios sucesos de la Historia.
Los hunos eran un pueblo nómada procedente de las estepas asiáticas que asolaron los territorios del Imperio Romano durante los siglos IV y V. Pertenecían a la misma etnia que los tártaros y mongoles que acaudilló Gengis Kan, y aun tal vez que los turcos de Bayaceto y Solimán; pero mientras los mongoles de Gengis Kan se detuvieron al llegar al Mediterráneo y los turcos no lograron pasar de Viena, las feroces hordas que seguían a Atila cruzaron por delante de París, llegaron hasta Orleans, y de Italia se marcharon sin haber sido vencidos, acaso porque la tierra clásica, llena de ciudades y de cultivos, no se prestaba a la vida nómada ni tenía pastos para sus caballos. La historia de los hunos anterior a su entrada en Europa la conocemos sobre todo por los escritos chinos, que hablan de pueblos norteños que tenían que pagar tributos a los hunos para mantenerlos Más Allá de sus fronteras. Cuando, con la construcción de la Gran Muralla y el establecimiento de una Dinastía en China capaz de hacerse respetar, no pudieron continuar sus incursiones de rapiña en el sur, los hunos se dirigieron poco a poco hacia el Pamir; un largo río de Asia Central antiguamente llamado Oxus por los griegos. Nace en la cordillera del Pamir, y sirve de frontera natural entre Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán y desemboca en el mar de Aral, aunque en la época de los hunos desembocaba en el mar Caspio. Por algún tiempo parecieron amenazar a los partos y querer instalarse en las fértiles llanuras de Asia; pero, siguiendo acaso la línea de mínima resistencia, al final del siglo III los hallamos ya entre los ríos Volga y Dniéper. Los primeros que sufrieron en Europa el choque de los hunos fueron los alanos en sus territorios originarios en el Cáucaso septentrional. Este pueblo de origen iranio relacionado con los sármatas, invadiría en el siglo V la península Ibérica. Por entonces, siglo III, los alanos vivían en las tierras que los griegos llamaron Escitia, al norte del mar Negro. Los alanos eran pastores nómadas muy belicosos que habitaban en tiendas; aunque se habían mezclado con sus vecinos turanios, eran originalmente arios —indoeuropeos— como los germanos. Grupos numerosos de alanos se agregaron a las hordas de los mongoles que llegaban de Asia central; otros de ellos, acaso los más civilizados, o germanizados, se acercaron a sus vecinos teutónicos, sin emparentarse con ellos, pero acompañándoles en sus correrías.
Los hunos eran un pueblo nómada procedente de las estepas asiáticas que asolaron los territorios del Imperio Romano durante los siglos IV y V. Pertenecían a la misma etnia que los tártaros y mongoles que acaudilló Gengis Kan, y aun tal vez que los turcos de Bayaceto y Solimán; pero mientras los mongoles de Gengis Kan se detuvieron al llegar al Mediterráneo y los turcos no lograron pasar de Viena, las feroces hordas que seguían a Atila cruzaron por delante de París, llegaron hasta Orleans, y de Italia se marcharon sin haber sido vencidos, acaso porque la tierra clásica, llena de ciudades y de cultivos, no se prestaba a la vida nómada ni tenía pastos para sus caballos. La historia de los hunos anterior a su entrada en Europa la conocemos sobre todo por los escritos chinos, que hablan de pueblos norteños que tenían que pagar tributos a los hunos para mantenerlos Más Allá de sus fronteras. Cuando, con la construcción de la Gran Muralla y el establecimiento de una Dinastía en China capaz de hacerse respetar, no pudieron continuar sus incursiones de rapiña en el sur, los hunos se dirigieron poco a poco hacia el Pamir; un largo río de Asia Central antiguamente llamado Oxus por los griegos. Nace en la cordillera del Pamir, y sirve de frontera natural entre Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán y desemboca en el mar de Aral, aunque en la época de los hunos desembocaba en el mar Caspio. Por algún tiempo parecieron amenazar a los partos y querer instalarse en las fértiles llanuras de Asia; pero, siguiendo acaso la línea de mínima resistencia, al final del siglo III los hallamos ya entre los ríos Volga y Dniéper. Los primeros que sufrieron en Europa el choque de los hunos fueron los alanos en sus territorios originarios en el Cáucaso septentrional. Este pueblo de origen iranio relacionado con los sármatas, invadiría en el siglo V la península Ibérica. Por entonces, siglo III, los alanos vivían en las tierras que los griegos llamaron Escitia, al norte del mar Negro. Los alanos eran pastores nómadas muy belicosos que habitaban en tiendas; aunque se habían mezclado con sus vecinos turanios, eran originalmente arios —indoeuropeos— como los germanos. Grupos numerosos de alanos se agregaron a las hordas de los mongoles que llegaban de Asia central; otros de ellos, acaso los más civilizados, o germanizados, se acercaron a sus vecinos teutónicos, sin emparentarse con ellos, pero acompañándoles en sus correrías.
Los hunos avanzaban en hordas disgregadas, llevando gran
impedimenta de carros, mujeres y rebaños, y obedeciendo solo, en sus
expediciones militares, a un jefe o caudillo. Cuando la presión de las nuevas
tribus recién llegadas se hizo irresistible, las avanzadillas de los hunos
empezaron a hostigar a los más orientales de los pueblos germánicos, instalados
en las llanuras del norte del Danubio; éstos eran los godos, divididos desde
hacía mucho tiempo en tres grandes grupos: visigodos, ostrogodos y vándalos.
Los hérulos —cuyo rey Odoacro depuso al último emperador de Occidente—,
pertenecían al grupo de los vándalos. Y aún podría unirse un quinto grupo: el
de los gépidos, una antigua nación germánica que se unió a los hunos bajo
Atila, y que, vencida después por los ostrogodos, se fusionó con ellos. Los
ostrogodos trataron de frenar a los hunos, pero la avalancha de asiáticos fue
tan grande, que la tarea resultó imposible. Algunas tribus de ostrogodos
aceptaron pagar tributo a los hunos, y algunos de sus jefes se convirtieron en
consejeros y mercenarios al servicio de los hunos. Los gépidos, que estaban más
al norte y habían tenido menos contacto con el Imperio, pactó también una
alianza con los hunos y los acompañaron en sus campañas posteriores. Pero al
llegar los hunos a las tierras de los visigodos, y al ver éstos que la
resistencia era imposible, en vez de aceptar pagarles tributo a los invasores,
como sus parientes los gépidos y los ostrogodos, prefirieron cruzar el Danubio
y se pusieron al servicio del Imperio a cambio de protección. Así pues,
Valente, que era entonces emperador, aceptó la oferta que le hicieron los
visigodos y les permitió establecerse en una región inculta de Tracia y vivir
allí como aliados y súbditos del Imperio; pero les impuso dos condiciones que
no podían ser más onerosas: la primera, que los guerreros tenían que hacer
entrega de sus armas, y solo así desarmados cruzarían la frontera, y la
segunda, que debían entregar a sus hijos para que fuesen repartidos por las
ciudades de Asia y aprendiesen allí la lengua y las costumbres grecorromanas,
incluida la nueva religión: el cristianismo. La primera condición exasperó a
los visigodos, quienes, sin embargo, por el soborno y el contrabando lograron
conservar muchas de sus armas, y el cumplimiento de la segunda condición les
dejó todavía más libertad de movimientos para poder atacar al Imperio si no se
les indemnizaba, con tierras y subsidios, por la pérdida de sus familias.
El número de visigodos que cruzaron el Danubio está
fijado en un millón de personas, de las cuales doscientos mil eran guerreros.
Los funcionarios de Constantinopla se encontraron de repente con el problema de
realojar y abastecer a los recién llegados en los territorios asignados. La
explotación indigna a que fueron sometidos los visigodos les llevó a rebelarse.
Las primeras escaramuzas fueron favorables a los germanos; esto alarmó al
emperador Valente, quien trató de aniquilarlos en una batalla campal delante de
Adrianópolis.
El combate tuvo lugar el 9 de agosto del año 378. Bajo un
sol infernal, las tropas de Fritigerno y las de Valente esperaban inmóviles el
momento de entrar en combate. Una calma tensa presidía la antesala de la que
sería una de las derrotas más dolorosas del Imperio Romano. Era la culminación
de un conflicto que había empezado dos años atrás. Expulsados de sus
territorios por los hunos, los godos pidieron auxilio a un Imperio que les
prometió tierras y un hogar a cambio de su fidelidad. Pero el augusto de
Oriente, Valente I, no cumplió su promesa. Su traición sembraría la semilla de
la destrucción de un coloso que empezaba a mostrar claros signos de
agotamiento. Hartos de esperar, una horda de bárbaros hambrientos y
enrabietados, encabezados por su caudillo Fritigerno, se lanzó sin piedad a
saquear pueblos, granjas y cosechas buscando una solución a su manera. Cuando
Roma quiso reaccionar, lo hizo del peor modo posible: menospreciando al rival.
En los áridos valles que circundan Adrianópolis, Roma no solo tuvo que llorar
la muerte de su emperador, sino la de varios condes palatinos, treinta y cinco
tribunos y cuarenta mil soldados irremplazables. El desastre de Adrianópolis
fue comparado al de Cannas, tanto por la magnitud de la catástrofe como porque
no supo aprovecharse de ella el vencedor. Roma tuvo que reconocer que su
Imperio era demasiado grande para ser defendido con solvencia y que cualquier
rebelión bien organizada podía hacerle caer de su pedestal. Los visigodos
llegaron a Constantinopla; pero, completamente desorientados en los suburbios
de la capital, regresaron a Tracia, país más favorable al género de vida nómada
al que estaban acostumbrados. Los visigodos permanecieron tranquilos en Tracia
hasta la muerte del emperador Teodosio, el año 395. Durante este tiempo,
aproximadamente una generación, aprendieron muchas de las ventajas que
comportaba la vida sedentaria; pero, por otro lado, los caudillos godos se
dieron cuenta de la descomposición del Imperio y de su debilidad militar.
Ese mismo año 395, los visigodos liderados por Alarico
—que se había educado en Roma—, abandonaron las áridas e inclementes llanuras
de Tracia y con la promesa de hacerse con tierras ricas en viñedos y olivares,
los visigodos emprendieron el itinerario que habría de llevarles a Grecia.
Llegaron a las inmediaciones de Atenas y admiraron la ciudad sin llegar a
saquearla, luego pasaron el istmo de Corinto para hacerse fuertes en el
Peloponeso. Allí trató de acorralarles un magnífico general de origen vándalo,
antiguo favorito de Teodosio y ahora tutor de sus hijos llamado Estilicón; sin
embargo, los visigodos pudieron escapar de aquel callejón sin salida que era el
sur de Grecia. Un nuevo arreglo con Arcadio, el hijo mayor de Teodosio, que
gobernaba entonces las prefecturas de Oriente, cedió a los visigodos nuevas
tierras en el Epiro, en la región que hoy conocemos como Dalmacia, con acceso
al mar Adriático. En esa época Dalmacia era una magnífica posición estratégica.
Al servicio del Imperio de Oriente, desde allí podían los visigodos acudir al
sitio de mayor peligro; pero podían también atacar a sus aliados si éstos les
traicionaban. Y así fue; los godos permanecieron pacíficamente instalados en el
Epiro entre los años 397–401. El Epiro era una región agrícola muy fértil y con
ubérrimos viñedos, rica en trigo y otros cereales, y donde se cultivaban,
además, toda clase de verduras, frutas y abundantes olivos. Pero en 401 Alarico
decidió iniciar una nueva campaña militar e invadir la península Itálica.
La campaña fue larga y estuvo llena de desagradables
sorpresas. Alarico, no obstante, se reveló como un caudillo consumado y un
magnífico estratega; a pesar de ello, los romanos lograron sorprenderle en un
lugar del Piamonte llamado Pollentia. Como consecuencia inmediata de esta
derrota, los visigodos tuvieron que retroceder a sus tierras en Grecia, y
Estilicón y Honorio celebraron su triunfo en 404 con toda la magnificencia de
los antiguos tiempos de la República, como lo hubiesen hecho Cneo Pompeyo Magno
o el mismísimo Cayo Julio César. Este triunfo —uno de los últimos que
celebrarían los romanos— tuvo consecuencias funestas; presagio inequívoco de
que el fin del Imperio no estaba lejos en el tiempo.
En Roma se celebraron juegos y combates de gladiadores, como en la Antigüedad, para agradecer la victoria a los dioses. Los cristianos protestaron airadamente, y un monje fanático llamado Telémaco, murió apedreado por la turba cuando trataba de separar a los contendientes en la arena. La muerte de este rufián acabó de decidir a Honorio, emperador de Occidente, y publicó un edicto en el que prohibía a perpetuidad los juegos circenses a la antigua usanza y las luchas de gladiadores. En mundo clásico agonizaba bajo la presión del cristianismo, no de los bárbaros. Por otra parte, Honorio no tardó en sentir celos de la popularidad que la victoria sobre los godos había proporcionado a Estilicón. Entre tanto, los hunos y sus aliados habían avanzado hasta el mar Báltico. Su presión sobre los pueblos germánicos del Imperio se hizo cada vez más fuerte; ante su avance arrollador, algunas tribus germánicas cedían, y mediante el pago de un tributo sellaban su vasallaje, a cambio del cual podían seguir en sus tierras. Otros pueblos germanos combatieron a los asiáticos ferozmente en la orilla derecha del Rin. Finalmente, el último día del año 406, incapaces de resistir por más tiempo el empuje de los hunos, grandes grupos de pueblos germánicos atravesaron el río que durante siglos había sido la frontera natural del Imperio Romano con Germania Superior. Sin embargo, no se trataba de una invasión organizada con el objetivo de conquistar provincias, sino de cantidades ingentes de refugiados que huían del avance de los hunos.
En Roma se celebraron juegos y combates de gladiadores, como en la Antigüedad, para agradecer la victoria a los dioses. Los cristianos protestaron airadamente, y un monje fanático llamado Telémaco, murió apedreado por la turba cuando trataba de separar a los contendientes en la arena. La muerte de este rufián acabó de decidir a Honorio, emperador de Occidente, y publicó un edicto en el que prohibía a perpetuidad los juegos circenses a la antigua usanza y las luchas de gladiadores. En mundo clásico agonizaba bajo la presión del cristianismo, no de los bárbaros. Por otra parte, Honorio no tardó en sentir celos de la popularidad que la victoria sobre los godos había proporcionado a Estilicón. Entre tanto, los hunos y sus aliados habían avanzado hasta el mar Báltico. Su presión sobre los pueblos germánicos del Imperio se hizo cada vez más fuerte; ante su avance arrollador, algunas tribus germánicas cedían, y mediante el pago de un tributo sellaban su vasallaje, a cambio del cual podían seguir en sus tierras. Otros pueblos germanos combatieron a los asiáticos ferozmente en la orilla derecha del Rin. Finalmente, el último día del año 406, incapaces de resistir por más tiempo el empuje de los hunos, grandes grupos de pueblos germánicos atravesaron el río que durante siglos había sido la frontera natural del Imperio Romano con Germania Superior. Sin embargo, no se trataba de una invasión organizada con el objetivo de conquistar provincias, sino de cantidades ingentes de refugiados que huían del avance de los hunos.
Cómo pudieron estos grupos de individuos desarmados
atravesar la frontera o limes del Imperio, es aún motivo de controversia. Muy
probablemente, la guerra con los visigodos en Oriente obligó a desguarnecer las
principales fortalezas del Rin: Maguncia, Colonia y Tréveris. El vado se
realizó por tantos puntos a la vez, que las guarniciones romanas prefirieron
permanecer en sus cuarteles de invierno antes que salir a campo abierto y
exponerse a una derrota segura. La multitud, sin la dirección de un jefe único, pasó por
delante de las ciudades romanas y destruyó algunas propiedades para conseguir
sustento. Pero no se trató de la destrucción despiadada que los autores latinos
posteriores pretendieron hacernos creer. Podría hablarse de daños colaterales,
por utilizar una expresión de nuestros días. Estos guerreros germánicos, a los
que acompañaban sus esposas e hijos, avanzaron a través de la Galia, sin atacar
ni ser atacados, hasta que hallaron territorios en los que establecerse. Los
francos llegaron al ángulo nordeste de las actuales Francia y Bélgica. Otros,
los burgundios, se internaron en los repliegues montañosos que separan Francia
de Suiza (Helvecia) y desde allí hicieron más tarde famoso su nombre. Otros,
los más fuertes, cruzaron los Pirineos y siguieron su camino hacia el sur de la
península Ibérica siguiendo la costa mediterránea. Tal fue el caso de los
formidables guerreros vándalos, que llegaron hasta la Bética (Andalucía), la
provincia más rica y poblada de Hispania. Los suevos, otro pueblo germánico,
penetraron en la península Ibérica en 409 y se instalaron en Galicia fundando
un Reino del que Isidoro de Sevilla deja constancia en sus obras «Regnum
Sueborum» e «Historia Sueborum». El último rey suevo, Andeca, fue derrotado por
el rey visigodo Leovigildo en el año 585.
Las provincias occidentales experimentaron escasos daños
como consecuencia de las invasiones. Los bárbaros se consideraban más huéspedes
que enemigos de Roma. Cabe suponer que si el Imperio hubiese estado en su
apogeo, como en tiempos de Marco Aurelio —segunda mitad del siglo II—, estos
pueblos germánicos hubiesen sido absorbidos y romanizados gradualmente. En
cambio, llegaron en el peor momento; cuando el Imperio atravesaba una crisis
económica y social de la que ya no se recuperaría. Esto hizo que los recién
llegados cayesen en manos de patricios y terratenientes sin escrúpulos, o de
funcionarios corruptos que se valieron de los bárbaros a menudo para imponer un
candidato a la púrpura, o para atacar a los que eran sus enemigos en la vida
pública, o sus competidores en los negocios. En el 410 los visigodos entraron en Roma y la saquearon.
El asombro que esto produjo en los demás pueblos bárbaros fue enorme. Roma, l
ciudad inconquistable desde hacía siglos, había sido tomada por un germano
llamado Alarico, y ahora mandaba en ella a su antojo. Otros bárbaros,
establecidos en las inmediaciones de ciudades romanas amuralladas, podían hacer
lo mismo sin temer la reacción del Ejército imperial. La superstición de la
invencibilidad romana se iba desvaneciendo. Solo una idea se mantenía: la idea
del Imperio. El concepto de las nacionalidades no se había forjado aún; hasta
ese momento, bárbaros y romanos se habían sentido sujetos al Imperio por igual.
El Imperio Romano se había cristianizado y dividido a la muerte de Teodosio
(395). Arcadio gobernaba en Constantinopla y Honorio en Occidente. Además, la
corte imperial ya no se encontraba en Roma, sino repartida entre Rávena y
Milán.
En el año 408, el emperador Honorio, convencido de la
veracidad del rumor que acusaba al vándalo Estilicón de querer entronizar a su
hijo, consentía en Rávena el asesinato de su mejor general. La desaparición del
viejo militar no solo significaba para los visigodos que ya no había en
Occidente nadie capaz de detenerles, sino que los pagos que venían haciéndoles los
romanos a cambio de su inacción, podían hacerse más irregulares o extinguirse
definitivamente. Esta consideración le bastó a Alarico para que convenciese a
los suyos de que debían lanzarse sobre Italia y convertirla en su propia
provincia. Con un contingente de 70.000 hombres —recordemos que eran doscientos
mil individuos al cruzar el Danubio—, los visigodos saquearon a conciencia las
ciudades italianas de Aquilea y Cremona, pasaron sin detenerse frente a la
ciudad de Rávena, defendida por sus pantanos y canales, cruzaron los Apeninos y
se presentaron a las puertas de Roma. Después de un primer asedio que los germanos
levantaron tras el pago de un rescate, en el 410 entraron en la ciudad. Lo primero que hizo Alarico al entrar en Roma fue exigir
al Senado que nombrara otro emperador que sustituyese a Honorio, refugiado en
Rávena. Desafortunadamente para los romanos, la elección recayó en un patricio
llamado Atalo, más aficionado a la música y al teatro que a la política. No
obstante, los visigodos guardaron fidelidad a Honorio durante algún tiempo, y
las negociaciones entre el emperador y Alarico prosiguieron con resultado
incierto. En 412, los visigodos iniciaron una campaña en el sur de Italia en el
transcurso de la cual murió Alarico. Le sucedió Ataúlfo, con el que estaba
emparentado. Los visigodos se trasladaron a Provenza y reanudaron las
negociaciones con Rávena. Para asegurar la paz con los romanos, los visigodos
conservaron como rehenes a Atalo y a la hermana de Honorio, la hermosa Gala
Placidia, la presa más valiosa tras el saqueo de Roma.
Para sellar la paz, Ataúlfo se casó en Narbona con Gala
Placidia, hermana del emperador Honorio. La boda se celebró a la manera romana
y parece ser que los cónyuges estaban realmente enamorados. Ataúlfo, aunque de
baja estatura, era un hombre apuesto e inteligente, y tenía cierta
espiritualidad natural que daba gracia a sus palabras. Era también un gran
guerrero, como lo demostró al dar cumplimiento al encargo que le diera Honorio
de expulsar de Hispania a los suevos y vándalos, que habían invadido la
Península pocos años antes. Desgraciadamente, los visigodos eran arrianos, y esto les
perjudicaba a ojos del influyente clero católico. Por otra parte, estaban
perfectamente capacitados militarmente para defender al Imperio, y eran el más
romanizado de todos los pueblos germánicos ya que llevaban más de treinta años
vagando por tierras del Imperio y muchos ya habían nacido en suelo romano.
Además, los visigodos se mostraron tolerantes con los católicos, situación que
no fue de reciprocidad. La incipiente Iglesia romana no estaba interesada en
otra cosa que no fuese la aceptación de la fe ortodoxa instaurada en Nicea, y
poco le importaba la salvación del Imperio. Ataúlfo no logró derrotar a los vándalos de forma
concluyente, pero consiguió que se mantuviesen en la Bética sin amenazar otras
provincias hispanas. Ataúlfo fijó su cuartel general en Barcelona, donde nació
su hijo Teodosio, que podría haber sido un rey hispanogodo de no haber muerto a
los pocos meses. También en Barcelona hallaría la muerte el propio Ataúlfo
asesinado por uno de sus capitanes. Gala Placidia enterró a su esposo en un
gran sepulcro en forma de templo romano. Ataúlfo está considerado como el
primer monarca hispánico.
Muerto Ataúlfo y acabada su misión en la península Ibérica, los visigodos pactaron por última vez con el Imperio Romano bajo estas condiciones: permitieron que Gala Placidia viajase a Rávena para reunirse con su hermano, a cambio se les concedieron tierras en Aquitania, desde el río Loira hasta los Pirineos, y se confirmó su carácter de «federati» o aliados de Roma. De hecho, la corte de los visigodos en Tolosa (Toulouse) era la capital de un reino independiente; precursor de los reinos germánicos que emergerían en toda Europa tras la desaparición del Imperio de Occidente. En Carcasona construyeron su primera plaza fuerte; una fortaleza casi inexpugnable. Curiosamente, los visigodos fueron leales en todo momento al emperador, y aun se vanagloriaban de ser únicamente los ejecutores de sus órdenes. Tal era el prestigio que Roma conservaba todavía a ojos de los germanos, y es de suponer que de no haberse producido la deposición del último emperador de Occidente del modo que se produjo, los germanos hubieran acabado por insuflar nuevos aires al Imperio sin romper los viejos moldes; pero el empuje incesante de los hunos, por un lado, y el cristianismo por otro, desbarataron definitivamente lo que aún quedaba en pie del mundo grecorromano y helenístico.
Muerto Ataúlfo y acabada su misión en la península Ibérica, los visigodos pactaron por última vez con el Imperio Romano bajo estas condiciones: permitieron que Gala Placidia viajase a Rávena para reunirse con su hermano, a cambio se les concedieron tierras en Aquitania, desde el río Loira hasta los Pirineos, y se confirmó su carácter de «federati» o aliados de Roma. De hecho, la corte de los visigodos en Tolosa (Toulouse) era la capital de un reino independiente; precursor de los reinos germánicos que emergerían en toda Europa tras la desaparición del Imperio de Occidente. En Carcasona construyeron su primera plaza fuerte; una fortaleza casi inexpugnable. Curiosamente, los visigodos fueron leales en todo momento al emperador, y aun se vanagloriaban de ser únicamente los ejecutores de sus órdenes. Tal era el prestigio que Roma conservaba todavía a ojos de los germanos, y es de suponer que de no haberse producido la deposición del último emperador de Occidente del modo que se produjo, los germanos hubieran acabado por insuflar nuevos aires al Imperio sin romper los viejos moldes; pero el empuje incesante de los hunos, por un lado, y el cristianismo por otro, desbarataron definitivamente lo que aún quedaba en pie del mundo grecorromano y helenístico.
Jinete e infante tardorromanos (siglo V) |
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