Los primeros textos hititas
conocidos se identifican al comienzo del segundo milenio a.C. en los archivos
de los mercaderes asirios de Anatolia Central donde establecieron varias
colonias comerciales. La más importante fue la situada en Kanes (actual
Kültepe) en la que se han encontrado la mayoría de las tablillas de arcilla. Su
estudio reveló la presencia de diversos principados que compartían Anatolia
Central en el siglo XIX a.C.: al norte estaban Hatti (alrededor de Hattusa) y
Zalpa (cerca del mar Negro); al sur, Buruskhattum (la Puruskhanda de los textos
hititas posteriores, quizá la actual Acemhöyük), Wahsusana, Mama y
especialmente Kanes, en una región donde los hititas estaban más concentrados. La
importancia de esta última ciudad para los orígenes hititas se refleja en que
es a partir de su nombre que los hititas llamaban a su propio idioma (nesili,
la lengua de Nesa, otro nombre de la ciudad de Kanes). La primera dinastía «hitita»
que ejerce la hegemonía en Anatolia Central viene de la ciudad de Kussara —cuya
ubicación exacta se desconoce— bajo la dirección de dos reyes del siglo XVIII
a.C.: Pitkhana y Anitta. Establecieron su capital en Kanes y sometieron a los
principales estados anatolios, entre los que se encontraban Buruskhattum, Hatti
y Zalpa. Esta dinastía no sobrevivió muchos años a Anitta y desapareció en
circunstancias desconocidas. El gran Reino de los hititas, cuya dinastía dominó
ininterrumpidamente gran parte de la península de Anatolia durante más de
cuatro siglos, se conformó en las últimas décadas del siglo XVII a.C. Sus
fundadores probablemente estuvieron emparentados con la dinastía de Kussara. La
naturaleza de la conexión es todavía oscura. El fundador de la dinastía parece
que fue un tal Labarna. Este nombre propio se empleó después de forma genérica para
referirse al monarca hitita, del mismo modo que los títulos de César y Augusto
se utilizaron para designar a los emperadores romanos.
El primer rey hitita cuyos
hechos son conocidos es Hattusili I, sucesor de Labarna y modelo hitita de rey
conquistador. Estableció su capital en Hattusa y proporciona el primer período
de expansión territorial al Reino de los hititas al apoderarse de varias ciudades
en el norte de Anatolia (Zalpa) y, sobre todo, en el sur, ya que logró amenazar
las posiciones de Yamhad (Alepo), el reino más poderoso de Siria en aquellos
días. Su nieto y sucesor, Mursili I, continuó con esta dinámica bélica al
capturar Alepo y hacer una incursión exitosa en territorio de Babilonia en 1595
a.C. Provocó así la caída de los dos reinos más importantes de su época en
Próximo Oriente, pero fueron éxitos efímeros. Fue asesinado por Hantili I, su
cuñado, tras regresar de la expedición babilónica. Esto fue el preludio de un
período de intrigas cortesanas y trastornos fronterizos que condujeron a los
hititas a una progresiva retirada territorial de los territorios ocupados. Los sucesores de Mursili I no
lograron estabilizar la corte, sacudida regularmente por intrigas sangrientas
durante gran parte del siglo XVI a.C. La situación fue restaurada por Telepinu
mediante la proclamación de un edicto en el que establecía las reglas
sucesorias del trono —con el fin de evitar más derramamiento de sangre— y para
instruir a sus súbditos en las normas de la buena administración del Estado. En
política exterior firmó un tratado de paz con el reino de Kizzuwadna, que
compartía frontera con Siria septentrional, y que se convirtió en la potencia
dominante en el sureste de Anatolia. Los siguientes reyes se esforzaron por
mantener relaciones pacíficas con Kizzuwadna, pero éste basculó hacia la órbita
de la nueva potencia dominante en Siria: el reino de Mitanni, gobernado por los
hurritas, que se convirtieron en acérrimos rivales de los hititas por la
hegemonía sobre los reinos de Anatolia Oriental. Al mismo tiempo surgió una
amenaza por el Norte, donde las tribus kaskas ocuparon las montañas del Ponto y
dirigieron incursiones devastadoras al corazón de Hatti. Las intrigas cortesanas
continuaron hasta finales del siglo XV a.C. cuando Tudhaliya I (¿II?) sube al
trono. La cronología de este período
—llamado en ocasiones Reino Medio— está mal establecida y el número de
soberanos que ocuparon el trono se sigue debatiendo. De todas formas, el reino
se fortaleció frente a sus oponentes. La amenaza de los kaskas se contuvo
mediante el establecimiento de una zona fronteriza salpicada de guarniciones,
alguna de las cuales se conoce bien gracias a las excavaciones y las tablillas
que han salido a la luz (en Tapikka, Sapinuwa, Sarissa). En el Sur, el reino de
Mitanni atravesó por graves dificultades cuando una ofensiva egipcia alcanzó su
frontera meridional. Kizzuwadna salió de su órbita para regresar a la alianza
con los hititas. Otros conflictos condujeron a los reyes hititas al oeste de
Anatolia, donde el ascenso de los países de Arzawa amenazaba la hegemonía
hitita en la región. Los reinados de Arnuwanda I y
Tudhaliya III, durante la primera mitad del siglo XIV a.C., fueron testigos del
progresivo agrietamiento de la solidez del reino frente a sus rivales
anatolios. En el norte, los kaskas asaltaron varias plazas fuertes antes de
tomar y saquear Hattusa, lo que obligó a la corte real a retirarse a Samuha. En
el oeste, los hititas no consiguieron imponer de forma permanente su autoridad
y acabaron retrocedieron; mientras, el rey de Arzawa buscaba el reconocimiento
del faraón Amenofis III como «Gran Rey» o Rey de reyes —lo que le situaba en pie
de igualdad con el rey hitita— como se desprende de la correspondencia
diplomática según las Cartas de Amarna. En el este, los reinos de Isuwa y
Azzi-Hayasa amenazaban a los hititas. A mediados del siglo XIV a.C. las grandes
potencias del Próximo Oriente parecían asistir a la última etapa del Reino de los
hititas.
El imperio hitita
Tudhaliya III designó heredero
a un príncipe homónimo, conocido como Tudhaliya el Joven. Fue reemplazado por
Suppiluliuma I (h.1350–1322 a.C.), probablemente su medio hermano. Suppiluliuma
I fue un jefe militar de gran valor que emprendió los primeros esfuerzos para
recuperar el Reino de los hititas de la situación catastrófica en la que
estaba. Recuperó Arzawa e Isuwa y estableció el vasallaje de Azzi-Hayasa. Sus
éxitos más notables tuvieron lugar en Siria, donde extendió considerablemente
su influencia tras infligir dos severas derrotas al vecino país de Mitanni. Los
vasallos sirios de Mitanni se rebelaron contra la influencia hitita en la
región, pero fueron sometidos y puestos bajo la tutela de severos virreyes
hititas. Las capitales de estos virreinatos fueron Alepo y Karkemish. Antes de iniciar
un conflicto abierto contra Egipto, se atrajo la fidelidad de algunos vasallos
del faraón Akenatón como Ugarit, Kadesh o Amurru. Sin embargo, los prisioneros
deportados a Hatti durante los primeros enfrentamientos trajeron una epidemia
de peste que tuvo, como más conocidas víctimas, al propio Suppiluliuma I y a su
sucesor Arnuwanda II. El joven Mursili II (h.1321–1295 a.C.) tomó el poder en
circunstancias difíciles. Sin embargo, tuvo una capacidad militar sin igual en
aquel momento que le permitió completar el trabajo de su padre, Suppiluliuma I,
al someter a los países de Arzawa. Combatió contra los kaskas. Varios
gobernantes vasallos de su padre, tanto de Anatolia como de Siria, se rebelaron
contra su autoridad, pero fueron derrotados. En el caso de los sirios, fue
posible gracias a la actuación de los virreyes de Karkemish, establecidos como
intermediarios de la autoridad del Gran Rey. Las revueltas de los reinos
feudatarios y la lucha contra Egipto, que experimenta un nuevo impulso bajo los
primeros reyes de la XIX Dinastía, fueron las principales preocupaciones
militares de Muwatalli II (h.1295–1272 a.C.), el siguiente rey. El encontronazo
con Egipto se produjo en la batalla de Kadesh (h.1274 a.C.) donde sus tropas y
las de Ramsés II se batirán encarnizadamente sin alcanzar ninguna de las partes
una victoria decisiva, aunque los hititas lograron retener la plaza. El sucesor designado por
Muwatalli II es su hijo Urhi-Tesub quien ascendió al trono con el nombre de
Mursili III (h.1272–1267 a.C.). Su madre era una concubina, no la reina, por lo
que su legitimidad se vio debilitada. Su tío, Hattusili III, líder brillante
que se distinguió en la guerra contra los kaskas, le hizo sombra. La lucha por
el poder que se desató entre los dos bandos favoreció a Hattusili III (h.1267–1237
a.C.), que desterró a su sobrino. El reinado de Hattusili III estuvo marcado
por la voluntad de demostrar su legitimidad ante otros reyes. Consiguió
concluir la paz con Ramsés II, que se casó con dos de las hijas del monarca hitita.
El oponente más formidable para los hititas durante su reinado fue Asiria que
surgió de las cenizas de Mitanni y colocó bajo su yugo la Alta Mesopotamia
hasta el Éufrates. El siguiente rey, Tudhaliya IV
(h.1237–1209 a.C.), gobernó con el apoyo de su madre, la influyente Puduhepa.
Sufrió una dura derrota de parte de Asiria, aunque no llegó a amenazar sus
posiciones en Siria puesto que Tudhaliya IV mantuvo el virreinato de Karkemish.
La situación fue más turbulenta en Anatolia Occidental al tiempo que el reino
de Alasiya (isla de Chipre) fue sometido. La dinastía gobernante vio su
legitimidad cuestionada por la presencia de una rama colateral de la familia
real instalada en Tarhuntassa, regentada por Kurunta, otro hijo de Muwatalli II.
Parece ser que Kurunta llegó a hacerse con el trono hitita. De ser así, fue
desplazado por Tudhaliya IV poco tiempo después. Los reinados de Hattusili III
y Tudhaliya IV estuvieron marcados por el embellecimiento de la capital,
Hattusa, abandonada por Muwatalli II, y por la reforma cultural que llevó una
mayor presencia de elementos hurritas a la religión oficial, ilustrada por la
remodelación del santuario rupestre de Yazilikaya.
El colapso del imperio de los
hititas y de sus reinos vasallos
Arnuwanda III y después
Suppiluliuma II sucedieron a Tudhaliya IV. La línea sucesoria de Hattusili III
se mantuvo al tiempo que se consolidaban las ramas colaterales de Karkemish y
Tarhuntassa, tal vez contribuyendo a un juego de fuerzas que debilitó lentamente
el poder hitita. En este período, las principales amenazas externas aparecieron
en el oeste de Anatolia y en las regiones de la costa mediterránea donde
surgieron grupos de población que los egipcios llamaron Pueblos del Mar. Las
fuentes no permiten restaurar una imagen clara de este período, pero está claro
que los primeros años del siglo XII a.C. vieron al estado hitita abrumado por
estas nuevas amenazas. Otros factores pudieron haber contribuido a la crisis,
como la carestía persistente en Anatolia Central. La mayoría de los asentamientos
de Anatolia y Siria de este período muestran signos de destrucción violenta.
Hattusa fue abandonada por la corte real antes de ser destruida. El destino del
último rey hitita conocido, Suppiluliuma II, es desconocido. Los responsables
de la destrucción en las costas de Siria parece que fueron los Pueblos del Mar,
pero para las regiones del interior la incertidumbre sigue existiendo. La
destrucción de Hattusa se atribuye a los kaskas o a los frigios que se hicieron
con el lugar poco después. Los descendientes de la dinastía real hitita
establecidos en Karkemish y Arslantepe (la moderna Malatya) sobrevivieron al
colapso del gran reino y aseguraron la continuidad de las tradiciones reales
hititas.
Los reinos neohititas
El paisaje cultural y político
de Anatolia y Siria estuvo muy agitado durante el final del segundo milenio
a.C. y el comienzo del siguiente. La lengua hitita se dejó de hablar. Los
reinos que sucedieron al gran Reino de los hititas conservaron para las
inscripciones oficiales el uso de jeroglíficos hititas que de hecho
transcribían en luvita. El antiguo País de Hatti fue ocupado por los frigios,
un pueblo recién llegado, que tal vez se pueda identificar con los mushki
mencionados en los textos asirios. Estos últimos todavía utilizaban el término
Hatti para referirse a los reinos establecidos en Siria y en el sureste de
Anatolia que los modernos estudios denominan neohititas debido a que dieron
continuidad a las tradiciones hititas mientras elaboraban una cultura original
propia. Los reinos neohititas
estuvieron representados por las dos ramas descendientes de los reyes hititas
establecidas en Karkemish y Arslantepe, así como otras dinastías en Gurgum,
Kummuhu, Que, Unqi o en Tabal e incluso Alepo. Sin embargo, la mayor parte de
Siria quedó bajo el control de un nuevo grupo semita que emergió durante este
período de crisis: los arameos, establecidos en Samal, Arpad, Hamat y Damasco.
Por tanto, se debe considerar a los reinos neohititas y arameos un mosaico
cultural y político que combina elementos arameos y luvitas entre otros. Estos
estados se enfrentaron a partir del siglo IX a.C. a la expansión de la belicosa
Asiria, a la que trataron de resistir solicitando la ayuda de Urartu, un nuevo
estado surgido en Anatolia Oriental. Finalmente, se vieron superados y
anexionados al imperio asirio durante la segunda mitad del siglo VIII a.C.
Relaciones exteriores: los virreyes
hititas y los tratados de vasallaje
Además de los territorios
administrados directamente por los hititas, había estados sometidos a su
autoridad que disponían de su propia administración. Su soberanía debía ser
aprobada por el rey hitita, que se reservaba el derecho a intervenir en sus
negocios. A pesar de esto, la mayoría de vasallos poseía una autonomía
considerable. En Anatolia, los principales vasallos hititas fueron los países
de Arzawa (Mira-Kuwaliya, Hapalla, el país del río Saha), Wilusa y Lucca (la
Licia clásica) al oeste; Kizzuwadna y Tarhuntassa al sur; Azzi-Hayasa e Isuwa
al este; y, durante ciertos períodos, los kaskas al norte. En Siria, tras el
reinado de Suppiluliuma I, los hititas poseían varios estados vasallos: Alepo,
Karkemish, Ugarit, Alalakh, Nuhasse, Kadesh, Amurru y Mitanni entre los
principales. Entre estos reinos, algunos tenían un estatus particular porque
habían sido entregados a miembros de la dinastía real hitita: Alepo, Karkemish
y Tarhuntassa tuvieron sus propias dinastías colaterales; otros, como Hakpis,
confiado a Hattusili III antes de su ascenso al trono, solo obtuvieron ese
estatus temporalmente. La dinastía hitita de Karkemish representó un papel
especial durante los últimos años del reino. Su soberano intervino en los
asuntos de otros estados sirios para resolver disputas, tarea que normalmente
recaía en los reyes hititas, pero que delegaron en sus virreyes para aligerar
su carga de tareas. Las relaciones entre los reyes
y virreyes hititas y sus vasallos se refleja bien en los archivos descubiertos
en las excavaciones de Ugarit y Emar. Las autoridades hititas tenían que
resolver litigios entre sus vasallos para garantizar la paz y cohesión en Siria
—problemas fronterizos, matrimoniales, conflictos comerciales—, fijar los
tributos y supervisar la vigilancia de posibles amenazas externas. Se emitieron
varios decretos para resolver este tipo de casos. Los textos de Ugarit y Emar
muestran otros representantes del poder hitita —que son parte del grupo de los
«hijos del rey», la élite hitita— enviados cerca de los vasallos.
Para establecer las relaciones con sus vasallos, los hititas tenían la costumbre de formalizar los tratados poniéndolos por escrito, de forma similar a otras instrucciones destinadas a otros servidores del Reino. Varias decenas de estos tratados se han encontrado en Hattusa en el área del palacio o en el gran templo, donde se archivaban cerca de las divinidades que los garantizaban. Mantienen un modelo estable durante el período imperial: un preámbulo en el que se presenta a las partes contratantes seguido de un prólogo histórico que reconstruye las pasadas relaciones entre ellos y justifica el acuerdo de vasallaje; a continuación, se estipulan las obligaciones del vasallo —por lo general, la exigencia de lealtad al rey hitita, la obligación de extraditar a las personas que huyan de Hatti, las obligaciones militares como participar en campañas junto al rey o la protección a las guarniciones hititas y, a veces, la fijación del tributo a pagar o la regulación de los conflictos fronterizos—; las partes finales prescriben el número de copias del tratado y, en ocasiones, la necesidad de escribir en tablillas de metal (plata o bronce) y los lugares donde iba a ser depositado (palacios y templos); sigue una lista de los dioses que garantizan el acuerdo y, finalmente, las últimas palabras son maldiciones contra el vasallo que viole el tratado. Algunos vasallos disponían de un estatus honorífico más alto que otros y establecían tratados llamados kuirwana, que son formalmente tratados entre iguales, porque estos vasallos eran descendientes de reyes de ciudades-estado que en el pasado eran iguales que Hatti: Kizzuwadna, antes de la incorporación al reino, y Mitanni. Desde los tiempos de Anitta y Hattusili I, los reyes hititas tomaron y vieron reconocido el título de «Gran Rey» lo que les colocaba en el cerradísimo club de las potencias dominantes del Próximo Oriente. Este rango se reconoció en principio a los reyes que no tenían señor, que disponían de un poderoso ejército y de numerosos vasallos. Se reconocieron mutuamente como «hermanos», excepto cuando las relaciones entre ellos eran especialmente malas. Fueron, además de los reyes hititas, los de Babilonia, los de Egipto y, en sucesivas épocas, los de Alepo, Mitanni, Asiria, Alasiya (a pesar de su escasa fortaleza) y Ahhiyawa. Las relaciones diplomáticas entre los grandes reyes de la segunda mitad del II milenio a.C. se conocen por las cartas de Amarna desenterradas en las ruinas de la capital del faraón Akenatón y por la correspondencia de varios reyes hititas encontrada en Hattusa. El intercambio de misivas se hacía mediante mensajeros porque no existían embajadas permanentes. No obstante, algunos enviados podían estar especializados en el trato con una corte concreta y quedarse allí durante meses o años. Estas misivas iban acompañadas generalmente de un intercambio de regalos conforme al principio de la donación y contradonación. Si los mensajes concernían a asuntos políticos, muchos trataban de las relaciones entre los soberanos, que eran objeto de tensiones relacionadas con el prestigio entre iguales que podían perder —en particular sobre la magnificencia y valor de los regalos recibidos o enviados—, o de las alianzas matrimoniales que les unían. Los reyes hititas se casaron varias veces con princesas babilonias, ya que estuvieron aliados largo tiempo con la dinastía Kasita que dirigía entonces el reino mesopotámico. Hattusili III, por su parte, envió a dos de sus hijas para que se casaran con Ramsés II. Esto reforzó la alianza entre ambas cortes y fue objeto de largas negociaciones. Los tratados internacionales concluidos entre grandes reyes eran también objetos de extensas negociaciones. El único caso bien conocido fue el famoso tratado entre Hattusili III y Ramsés II tras la campaña de Kadesh.
Para establecer las relaciones con sus vasallos, los hititas tenían la costumbre de formalizar los tratados poniéndolos por escrito, de forma similar a otras instrucciones destinadas a otros servidores del Reino. Varias decenas de estos tratados se han encontrado en Hattusa en el área del palacio o en el gran templo, donde se archivaban cerca de las divinidades que los garantizaban. Mantienen un modelo estable durante el período imperial: un preámbulo en el que se presenta a las partes contratantes seguido de un prólogo histórico que reconstruye las pasadas relaciones entre ellos y justifica el acuerdo de vasallaje; a continuación, se estipulan las obligaciones del vasallo —por lo general, la exigencia de lealtad al rey hitita, la obligación de extraditar a las personas que huyan de Hatti, las obligaciones militares como participar en campañas junto al rey o la protección a las guarniciones hititas y, a veces, la fijación del tributo a pagar o la regulación de los conflictos fronterizos—; las partes finales prescriben el número de copias del tratado y, en ocasiones, la necesidad de escribir en tablillas de metal (plata o bronce) y los lugares donde iba a ser depositado (palacios y templos); sigue una lista de los dioses que garantizan el acuerdo y, finalmente, las últimas palabras son maldiciones contra el vasallo que viole el tratado. Algunos vasallos disponían de un estatus honorífico más alto que otros y establecían tratados llamados kuirwana, que son formalmente tratados entre iguales, porque estos vasallos eran descendientes de reyes de ciudades-estado que en el pasado eran iguales que Hatti: Kizzuwadna, antes de la incorporación al reino, y Mitanni. Desde los tiempos de Anitta y Hattusili I, los reyes hititas tomaron y vieron reconocido el título de «Gran Rey» lo que les colocaba en el cerradísimo club de las potencias dominantes del Próximo Oriente. Este rango se reconoció en principio a los reyes que no tenían señor, que disponían de un poderoso ejército y de numerosos vasallos. Se reconocieron mutuamente como «hermanos», excepto cuando las relaciones entre ellos eran especialmente malas. Fueron, además de los reyes hititas, los de Babilonia, los de Egipto y, en sucesivas épocas, los de Alepo, Mitanni, Asiria, Alasiya (a pesar de su escasa fortaleza) y Ahhiyawa. Las relaciones diplomáticas entre los grandes reyes de la segunda mitad del II milenio a.C. se conocen por las cartas de Amarna desenterradas en las ruinas de la capital del faraón Akenatón y por la correspondencia de varios reyes hititas encontrada en Hattusa. El intercambio de misivas se hacía mediante mensajeros porque no existían embajadas permanentes. No obstante, algunos enviados podían estar especializados en el trato con una corte concreta y quedarse allí durante meses o años. Estas misivas iban acompañadas generalmente de un intercambio de regalos conforme al principio de la donación y contradonación. Si los mensajes concernían a asuntos políticos, muchos trataban de las relaciones entre los soberanos, que eran objeto de tensiones relacionadas con el prestigio entre iguales que podían perder —en particular sobre la magnificencia y valor de los regalos recibidos o enviados—, o de las alianzas matrimoniales que les unían. Los reyes hititas se casaron varias veces con princesas babilonias, ya que estuvieron aliados largo tiempo con la dinastía Kasita que dirigía entonces el reino mesopotámico. Hattusili III, por su parte, envió a dos de sus hijas para que se casaran con Ramsés II. Esto reforzó la alianza entre ambas cortes y fue objeto de largas negociaciones. Los tratados internacionales concluidos entre grandes reyes eran también objetos de extensas negociaciones. El único caso bien conocido fue el famoso tratado entre Hattusili III y Ramsés II tras la campaña de Kadesh.
El temible ejército hitita
La guerra estuvo muy presente
en toda la historia hitita, hasta el punto de que es difícil encontrar una
ideología de paz en los textos. El estado ideal parece que fue el de la
ausencia de conflictos internos en el Reino y en concreto en la corte,
potencialmente muy desestabilizadores y destructivos, antes que la
confrontación con los enemigos externos que aparecen como normales. El
enfrentamiento bélico se vio como la recreación de un juicio divino —ordalía—
en el que el futuro triunfador tenía los poderes divinos de su parte. En un
texto se describe un ritual que debía cumplir el soberano antes de una campaña militar
para comenzarla con buenos augurios. Por otra parte, el rey hitita nunca se
presenta a sí mismo como el instigador del conflicto, sino como el atacado que tiene
que reaccionar para restaurar el orden y preservar la integridad del Estado.
Cuando resultaba vencedor, el rey hitita establecía relaciones formales con el
vencido mediante la celebración de un tratado escrito, en vez de confiar en el
terror, lo que se suponía que garantizaría la estabilidad en la región. Esto no
impedía que la guerra continuara con destrucciones, pillajes y otras
expoliaciones puntuales así como la deportación de prisioneros de guerra y por
tanto fuera una manera de acaparar riquezas. El ejército hitita estaba bajo
el mando supremo del rey, que a su vez estaba en el centro de una red de
asesores militares que le informaban de la situación en todos los frentes de
batalla, activos y potenciales. Esta investigación estaba basada en las informaciones
que enviaban las guarniciones fronterizas y en las prácticas de espionaje. El
rey podía ponerse al frente de sus tropas o bien delegar en un general, sobre
todo cuando había varios conflictos simultáneos. Esto era un privilegio de los
príncipes —en primer lugar de los hermanos del rey y del primogénito—, de los
altos dignatarios como el gran mayordomo y, cada vez más con el tiempo, de los
virreyes, especialmente del de Karkemish. El rango inferior estaba compuesto
por los jefes de los diferentes cuerpos (carros, caballería e infantería),
cargos que se dividían entre un jefe de derecha y un jefe de izquierda. Otros
oficiales importantes eran los jefes de torre de guardia y los supervisores de
los heraldos militares, que se ocupaban de las guarniciones —sobre todo de las
fronterizas—, y podían comandar los cuerpos del ejército. La jerarquía militar
descendía desde aquí a los oficiales que dirigían las unidades de combate más
pequeñas. El núcleo principal del
ejército se componía de tropas permanentes estacionadas en las guarniciones.
Estaban mantenidas por los suministros recogidos de los almacenes estatales y,
tal vez, de las concesiones de tierras de servicio. Según las necesidades en
determinados conflictos bélicos, se hacían levas forzosas de tropas entre la
población y los reyes vasallos tenían que proporcionar soldados. Además de los
textos de instrucciones del MEŠEDI y los jefes de torre de guardia, se conocen
otros textos destinados a garantizar la competencia y, sobre todo, la lealtad
de los soldados. Están también las instrucciones a los oficiales y suboficiales,
anotadas para asegurarse la fiabilidad de los que dirigen las tropas, y un
ritual del juramento militar que debían prestar los soldados y oficiales cuando
entraban en servicio, mediante el que juraban fidelidad al rey y en el que se
describía en detalle un ritual análogo de maldiciones a las que se exponían en
caso de deserción o traición a la patria. Actos, todos ellos, que estaban
inexorablemente castigados con la pena de muerte. La mayor parte de las tropas
que componían el ejército hitita eran de infantería y estaban equipadas con espadas
cortas, lanzas y arcos, además de escudos. Contrariamente a la creencia
popular, el metal de las armas hititas era el bronce y no el hierro. La
infantería acompañaba a las tropas de élite, los carros de combate, conocidos
por las representaciones que hicieron los egipcios de la batalla de Kadesh en
las que se muestra su capacidad de emprender una ofensiva rápida. Tirados por
dos caballos, estos carros eran montados habitualmente por un conductor y un
combatiente armado con un arco o una lanza, pero en las representaciones de
Kadesh van acompañados por un tercer hombre que porta un escudo. La caballería
estaba poco desarrollada y servía quizá principalmente para misiones de vigilancia
y correos rápidos. Según los textos egipcios que describen la batalla de
Kadesh, las tropas hititas movilizadas en aquel momento —en pleno apogeo del poderío
militar hitita— se elevaban a 47000 soldados y 7000 caballos, contando las
tropas auxiliares facilitadas por los estados vasallos. Sin embargo, la
fiabilidad de estas cifras ha sido cuestionada. Durante la última fase del
imperio hitita, también podían movilizar fuerzas navales —en particular para la
invasión de Alasiya—, gracias a los barcos facilitados por sus estados vasallos
costeros como el reino de Ugarit.
Geografía
El corazón del imperio hitita
—llamado comúnmente País de Hatti— estaba situado en el recodo del río Kizil
Irmak (Marrasantiya en lengua hitita), donde se hallaba la capital Hattusa.
Este núcleo limitaba al norte con las tribus kaskas, al sur con Kizzuwadna, al
este con Mitanni y al oeste con Arzawa. En el momento de máxima expansión
hitita, Kizzuwadna, Arzawa y una parte importante del territorio gasga fueron
incorporados al imperio, que incluía, además, una buena parte (o la totalidad)
de Chipre y diversos territorios en Siria, donde el Reino de los hititas
limitaba al este con Asiria y al sur con Egipto. Algunas de las principales
ciudades hititas han sido localizadas, entre ellas Nesa y la capital Hattusa.
Aún quedan ciudades por localizar como Kussara, Nerik o Tarhuntassa. En Siria
estaban las ciudades tomadas al antiguo reino de Alepo: Karkemish y Kadesh.
Cultura
Es muy probable que a partir
de grafismos, los hititas hubieran llegado a desarrollar su propia escritura
basada principalmente en pictogramas, pero aunque se encuentran pictogramas en
la zona hitita, aún no es viable relacionarlos directamente con la cultura
hitita ni tampoco es posible de momento calificarlos como una escritura
sistematizada. Lo que sí se puede corroborar es que los hititas adoptaron la
escritura cuneiforme usada a partir de los sumerios. Esta escritura les sirvió
para su comercio internacional, aunque podía estar adaptada al idioma hitita,
si bien al usarla en gran medida de un modo próximo al de los ideogramas
resultaba inteligible para pueblos vecinos alófonos. El arte hitita que ha llegado
a nuestros días ha sido calificado desde el tiempo de los griegos clásicos como
un «arte ciclópeo» debido a la magnitud de sus sillerías y a las dimensiones y
relativa tosquedad de sus bajorrelieves y algunas pocas esculturas en bulto.
Estas pocas esculturas en bulto parecen haber recibido alguna influencia
egipcia, mientras que los bajorrelieves evidencian influjos mesopotámicos,
aunque con un típico estilo hitita caracterizado por la ausencia de delicadezas
formales. Sin embargo, el arte hitita más típico se observa en los pocos
elementos metálicos (especialmente de hierro) que han llegado hasta nosotros.
Aquí también se nota un arte rudo y basto, aunque muy sugestivo por cierta
estilización y abstracción de índole religiosa, en la cual abundan símbolos
bastante crípticos. La lengua hitita, también
llamada nesita, es la más importante de la extinguida rama anatolia de las
lenguas indoeuropeas, siendo las otras el luvita (especialmente el luvita
jeroglífico), el palaico, el lidio y el licio. Uno de los grandes logros de la
arqueología y la lingüística es el haber descifrado esta lengua extinta, que se
considera la más antigua de entre todas las lenguas indoeuropeas documentadas.
Precisamente, al ser la más antigua, resulta interesante por los elementos de
los que carece y que se hallan presentes en lenguas descifradas posteriormente.
Una de sus características principales es el gran número de palabras no
indoeuropeas que contiene, debido a la influencia de culturas de Próximo Oriente,
como la hurrita o la cultura del pueblo de Hatti, siendo especialmente acusada
esta influencia en los vocablos de origen religioso. Consta de la mayoría de
los casos habituales en una lengua indoeuropea, dos géneros gramaticales (común
y neutro) y dos números (singular y plural), así como diversas formas verbales.
Aunque parece ser que los hititas contaban con un sistema de pictogramas,
pronto comenzaron a usar también el sistema cuneiforme.
Religión y mitología
La religión hitita llegó a ser
conocida como «la religión de los mil dioses». Contaba con numerosas
divinidades propias y otras importadas de otras culturas (especialmente de la
cultura hurrita), entre las cuales se destacaba Tesub, el dios del trueno y la
lluvia, cuyo emblema era un hacha de bronce de doble filo (algo semejante,
aunque puede ser casual, se observa en la civilización minoica, con su labrix),
y Arinna, la diosa solar. Otros dioses importantes eran Aserdus (diosa de la
fertilidad), Naranna, diosa del placer y la natalidad y su marido Elkunirsa
(creador del Universo) y Sausga (equivalente hitita de Ishtar). El monarca hitita era tratado
como un humano escogido por los dioses y se encargaba de los más importantes
rituales religiosos, además de salvaguardar las tradiciones. Si algo no iba
bien en el país, se le podía culpar a él si había cometido el más mínimo error
durante uno de esos rituales, e incluso los propios reyes participaban de esta
creencia; así, por ejemplo, Mursili II atribuyó una gran peste que asoló el Reino
de los hititas a los asesinatos que llevaron a su padre al trono, y realizó
numerosos actos y mortificaciones para pedir perdón ante los dioses.
Rituales de magia
A través de numerosas
tablillas hititas, conocemos unos rituales de tipo mágico que tienen por objeto
manipular la realidad para convocar e influir en las fuerzas invisibles (los
dioses y otros espíritus). Estos procesos se utilizaban en una gran variedad de
casos: durante los ritos de paso (nacimiento, mayoría de edad, muerte); durante
el establecimiento de vínculos garantizados por las fuerzas divinas (compromiso
con el ejército, acuerdos diplomáticos); para curar o expiar los diversos
males, a los que se atribuía un origen sobrenatural (enfermedades o epidemias
que tienen por origen una falta cometida, mal de ojo y hechizos debidos a la
malicia de un brujo o, más a menudo, de una bruja, pero también peleas de
pareja, impotencia sexual, una derrota militar, etcétera). Estos rituales
movilizaban a muchos especialistas. En primer lugar a las «mujeres viejas» que
parecen haber sido las expertas en rituales por excelencia, pero también a los
especialistas en adivinación, que completaban sus prácticas habituales mediante
rituales mágicos, y a los médicos exorcistas. En efecto, las prácticas médicas
hititas combinaban remedios que a ojos modernos revelarían medicina científica
con otros que eran de orden mágico. Los rituales mágicos de los
hititas podían seguir varias reglas: la analogía o simpatía que consistía en la
utilización de objetos con los que se realizaban actividades que simbolizaban
el efecto de lo que querían conseguir, al tiempo que se recitaban
encantamientos que garantizasen su eficacia. Por ejemplo, durante el ritual de
entrada en servicio de los soldados, se aplastaba la cera para simbolizar lo
que les sucedería en caso de deserción; durante el ritual contra la impotencia
sexual, el hombre entregaba en el ritual un huso y una rueca, que representaban
la feminidad (asimilados a la impotencia), y le daban un arco y unas flechas
que simbolizaban la virilidad reencontrada. El contacto aseguraba la
transferencia de un mal de una persona u objeto a otro objeto o partes de un
animal sacrificado. Esto se hacía con solo tocar o agitar el objeto que se
suponía captaba el mal alrededor de la persona tratada; o haciendo pasar a este
último entre las partes de objetos y animales que constituían una suerte de
portal simbólico que permitiera disipar el mal cuando era atravesado. La
sustitución era un proceso que permitía reemplazar la persona receptora del mal
por un objeto (a menudo una figurilla de barro que la representaba), un animal
o incluso otra persona en el caso de los reyes. El sustituto era después
destruido, sacrificado o exiliado (práctica del chivo expiatorio) llevándose
consigo el mal.
Adivinación
La voluntad de los dioses era
accesible a los hombres mediante la adivinación. Esto permitió a los hititas
conocer el origen de una enfermedad o una epidemia, de una derrota militar o de
cualquier mal. Las informaciones recopiladas así debían permitir luego ejecutar
los rituales adecuados. La adivinación también podía servir para juzgar la
oportunidad de una acción que quisieran realizar (iniciar una batalla,
construir un edificio...) en previsión de si tenían el consentimiento divino,
de si se realizaría en un momento propicio o perjudicial y, sobre todo, para
saber que iba a suceder en el futuro. Existieron varios tipos de prácticas
adivinatorias. La adivinación mediante los sueños (oniromancia), que parece
haber sido la más habitual, podía ser de dos tipos: o el dios se dirigía él
mismo al durmiente, o provocaba el sueño (incubación). La astrología está
atestiguada en textos encontrados en Hattusa. Los otros procedimientos de
adivinación oracular más habituales eran la lectura de las entrañas de ovejas
por arúspices, la observación del vuelo de ciertas aves (augures), los
movimientos de una serpiente de agua en un barreño y un proceso enigmático
consistente en echar a suertes objetos que simbolizaban algo (la vida, el
bienestar de una persona) supuestamente para revelar el futuro. Por lo tanto,
la adivinación podía ser producida en los hombres con los rituales precisos, o
bien emanar directamente de los dioses de forma espontánea y ser impuesta a los
hombres que debían después interpretar el mensaje. En todos los casos fue
necesario apelar a especialistas en adivinación.
Mitología hitita
En las ruinas de Hattusa se
han desenterrado varios relatos mitológicos. El estado fragmentario de la
mayoría de ellos impide conocer su desenlace o incluso su desarrollo principal.
Sin embargo, algunas piezas se encuentran entre las más notables de la
mitología del Próximo Oriente. La mayoría de estos mitos no tienen un origen
hitita: muchos parecen tener un fondo hattiano; otros tienen un origen hurrita
(quizá más precisamente de Kizzuwadna). Entre los mitos del primer grupo, un
tema recurrente es el del dios desaparecido, cuyo ejemplo más conocido es el
mito de Telepinu. El dios epónimo desaparece poniendo en peligro la prosperidad
del país, de la cual era garante. La esterilidad golpea a los campos y
animales; las fuentes de agua se secan; reinan el hambre y el desorden. Los
dioses investigan cómo hacer volver a Telepinu, pero fracasan antes de que una
pequeña abeja enviada por Hannahanna consiga encontrarlo y despertarlo. El final
del texto está perdido, pero es evidente que en él se narraban el regreso del
dios y de la prosperidad. Se conocen otros mitos que narran la desaparición de
otros dioses y que siguen este mismo patrón. Se refieren al dios Luna en el
mito de la luna que cayó del cielo, a varios dioses de la tormenta como el de
Nerik, al dios Sol y muchos más. Con frecuencia solo se conocen por historias
fragmentarias o por los rituales en los que se reproduce el desarrollo del mito
y que permiten el regreso del dios y, por lo tanto, asegurar la prosperidad del
país. Estos mitos están claramente relacionados con el ciclo agrícola y el
retorno de la primavera. Simbolizan el regreso del orden frente al caos, el
cual puede garantizarse mediante la aplicación de los mitos vinculados a él. Otro mito anatolio importante
es el de Illuyanka. Se conoce por dos versiones y relata el combate del dios de
la tormenta contra la gigantesca serpiente Illuyanka. La victoria del gran dios
se produce a pesar de los reveses iniciales y con la ayuda de otros dioses.
Este mito se inscribe en el tema de los mitos que tienen a una deidad soberana
enfrentándose a un monstruo que simboliza el caos, como en el ciclo de Baal de
Ugarit, o en la epopeya babilónica de la Creación. Al igual que este último, se
recitó y tal vez se representó durante una de las grandes celebraciones de
primavera (la celebración purulli entre los hititas). El último gran mito, conocido
por unas tablillas de Hattusa, es el ciclo de Kumarbi, mito de origen hurrita
dividido en cinco «canciones» desigualmente conocidas. Tiene por tema la
declaración del dios Tesub (el dios hurrita de la tormenta) ante varios
adversarios, en primer lugar Kumarbi que le suplanta en la primera historia: la
canción de Kumarbi. La rivalidad entre los dos termina en la Canción de
Ullikumi en la que Tesub debe derrotar a un gigante engendrado por su enemigo
mortal. Este ciclo mítico tiene un alcance más general que los precedentes
porque comienza con una narración del origen de los dioses y explica la creación
de su jerarquía y, en particular, la primacía del dios de la tormenta. Es
también el que presenta mayores paralelismos con la mitología griega, ya que la
narración de los conflictos de los dioses es muy cercana a la de la Teogonía de
Hesíodo. De los mitos propiamente
hititas que nos han llegado, tenemos a los humanos como personajes principales,
pero implicando también a los dioses. El mito de Appu cuenta la historia de una
pareja rica sin hijos que implora al dios Sol para que vaya en su ayuda. Esto,
por último, les permite tener gemelos, uno bueno y otro malo, que luego se
volverán rivales siguiendo un modelo conocido en otras culturas antiguas (como
Caín y Abel en la Biblia). La leyenda de Zalpa introduce un texto
historiográfico en el que se relata la toma de esta ciudad por Hattusili I y
sirve sin duda para presentar el origen del conflicto. Relata como la reina de Kadesh
da a luz a treinta hijos que ella persigue tras su nacimiento y que sobreviven
gracias a la ayuda divina para crecer en Zalpa. Más tarde, están a punto de
unirse a las treinta hijas que la reina de Kadesh había tenido a continuación,
momento en el que la historia se detiene.
La muerte y el Más Allá
Siguiendo las concepciones que
aparecen en varios textos encontrados en lo que fue el País de Hatti, los
hititas dividieron el universo en Cielo —el mundo superior donde vivían los
grandes dioses— y un conjunto formado por la Tierra y el Infierno —el mundo
subterráneo descrito como «tierra sombría»—, al que llegaban los difuntos
después de la muerte. Era accesible desde la superficie de la tierra a través
de las cavidades naturales que conducen hacia las profundidades: pozos,
pantanos, cascadas, grutas y otros agujeros (como las dos cámaras de Nişantepe
en Hattusa). Estos lugares podían servir como espacios para los rituales
relacionados con las deidades infernales. Como su nombre indica, la tierra
sombría se veía como un mundo poco atractivo en el que los muertos llevaban una
existencia lúgubre. Los textos hititas parecen fuertemente influidos por las
creencias mesopotámicas en el Más Allá, por lo que resulta difícil determinar
en qué medida reflejan las creencias populares locales. Al igual que los
habitantes del País de los Dos Ríos, los hititas pusieron el inframundo bajo la
protección de la diosa Sol de la Tierra (la diosa Sol de Arinna) que recoge
aspectos de la antigua diosa hatti Wurusemu. Ésta se asoció a Lelwani, otra
gran divinidad infernal hatti, y asimilada a sus equivalentes sumeria y hurrita
Ereshkigal y Allani. El mundo infernal anatolio estaba poblado de otros dioses,
sirvientes de esta reina del Infierno, en particular por unas diosas que
hilaban la vida de los hombres igual que las parcas de la mitología romana. Las prácticas funerarias
conocidas son principalmente aquellas que conciernen a los reyes y a los
miembros de la familia real que se beneficiaron de funerales fastuosos y del
ancestral culto a los muertos. No se ha descubierto ninguna tumba real. Los
soberanos y sus familias eran incinerados y sus restos eran sin duda
depositados en su lugar de culto funerario llamado hekur. Quizá tengamos un
ejemplo con la cámara B de Yazilikaya, que habría servido entonces para el
culto funerario de Tudhaliya IV y cuyos bajorrelieves podrían representar a las
divinidades infernales. Se ofrecían sacrificios regulares a los reyes y
miembros de la familia real difuntos y sus templos funerarios eran ricas
instituciones dotadas de tierras y personal, como en los grandes templos. Esta
práctica de culto a los antepasados probablemente existía también entre el
pueblo, con el objetivo de asegurarse de que los muertos no volvieran para
atormentar a los vivos bajo la forma de fantasmas, y si era necesario podían
ser expulsados mediante exorcismos. Los cementerios anatolios del
II milenio a.C. datan principalmente en la primera mitad de este período,
correspondiente a la época de las colonias asirias de mercaderes y al antiguo Reino
de los hititas. Pocos cementerios del período del imperio hitita se han sacado
a la luz. El más importante es el de Osmankayasi situado cerca de Hattusa.
Estos cementerios documentan las prácticas funerarias de las clases media y
baja de la sociedad hitita. La inhumación e incineración coexisten, pero la
segunda tiende a aumentar en el transcurso del período. Los enterramientos podían
hacerse en tumbas de cista —enterramiento que consiste en cuatro losas
laterales y una quinta que hace de cubierta— para los más pudientes, en simples
fosas o en grandes jarras llamadas con la palabra griega pithos (para los más humildes).
La mayoría de las tumbas conocidas están situadas en las necrópolis, pero
algunas de ellas se encuentran en el interior de los muros de las ciudades,
debajo de la residencia de la familia del difunto, como también era común en
Siria y Mesopotamia.
Hititas y egipcios se enfrentan en la batalla de Kadesh |
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