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viernes, 9 de junio de 2017

Saulo de Tarso: ¿apóstol de los gentiles o agente doble?

El cristianismo fue «inventado», precisamente, por alguien que participaba en la lucha feroz y encarnizada del Sanedrín judío de Jerusalén contra el movimiento mesiánico: Saúl o Saulo, también llamado Pablo. El fundador de la Iglesia romana comienza su carrera como perseguidor de los discípulos de Jesús: él es el único santo citado como responsable del asesinato de otro, el protomártir Esteban. Éste fue uno de los primeros neófitos que se unieron al Consejo apostólico de Jerusalén, pero fue acusado de cometer blasfemia por miembros de la Sinagoga de los Libertos, también en Jerusalén, que comprendía a cirineos, alejandrinos, cilicianos y asiáticos. Es condenado a la lapidación por el sumo sacerdote entre los años 36-37, no mucho tiempo después de la Crucifixión. Antes de que los ejecutores comiencen su macabra tarea depositan sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Ahora bien, ese gesto atestigua la subordinación de los ejecutores de la sentencia a un jefe, cuya autoridad emana del propio Sanedrín, y cuya misión es velar para que la sentencia se cumpla según lo estipulado por la ley mosaica. ¿Quizás el buen Saulo sólo pasaba por allí y se opuso a esa lapidación? No: «Y Saulo consentía con ellos en su muerte [la de Esteban]». Para confirmarlo, Lucas, el autor de los Hechos de los Apóstoles añade lo siguiente: «Y se hizo en aquella época una violenta persecución contra la Iglesia que estaba en Jerusalén; y todos los discípulos fueron dispersados por las regiones de Judea y Samaria, menos los apóstoles […] Saulo, entretanto, asolaba a la Iglesia, yendo de casa en casa, arrastrando a hombres y mujeres, los iba metiendo en la cárcel». Se trata, pues, de un bilioso individuo con poder. Indaga en las casas, las registra y arresta a sus ocupantes. Y no está solo. Le sigue la milicia del Templo. Detiene a las personas sin contemplaciones y las envía a prisión, tal vez al potro de tormento y a la muerte, sólo por ser partidarios de Jesús. Evidentemente, Saulo es un funcionario a sueldo del Sanedrín, un policía del Templo al servicio de los saduceos. Es un funcionario influyente, no un simple matón, porque cuando persigue a los discípulos de Jesús, está en condiciones de ir a ver al «soberano sacrificador», es decir, al sumo sacerdote, para pedirle cartas de presentación para las sinagogas de Damasco; «…a fin de que si hallaba en el camino partidarios de la nueva doctrina, los trajese atados de pies y manos a Jerusalén…»
Saulo ha sido, y es, uno de los personajes más determinantes en la historia de las religiones, tanto como Moisés para el judaísmo o Mahoma para el islam. Sin embargo, su biografía es poco conocida por los propios cristianos, al margen de la oficial contenida, sobre todo, en los Hechos de los ApóstolesEs uno de los personajes más contradictorios de la Historia, porque su obra es tan grande y trascendental, como equívoco y sombrío el papel que desarrolló él mismo en los primeros años del cristianismo. Pablo es puesto en tela de juicio porque su creación, la Iglesia, fue la gran instigadora de uno de los períodos más agrios del antisemitismo y la intolerancia religiosa. ¿Qué relación existe entre Pablo, fundador de la Iglesia, y las persecuciones que sufrieron los primeros judeocristianos a manos de Saulo, su alter ego? Para saberlo, es necesario examinar de cerca el personaje y la biografía de este oscuro «agente doble» que fue Saulo de Tarso. Desde hace varios siglos, una tradición sostenida por la Iglesia se esfuerza, dando la espalda a las evidencias, en inscribir a Pablo en el judaísmo, a fin de legitimar el cristianismo, del mismo modo que los evangelistas intentaban, ingenuamente, remontar la genealogía de Jesús hasta David, al mismo tiempo que aseguraban que había sido concebido por obra del Espíritu Santo. Así el cristianismo aparecería como una rama natural del judaísmo. Pero los hechos invalidan por completo la tesis de que Pablo era judío. Falsariamente, Pablo pretende ser judío nacido en Tarso de Cilicia, criado en esa ciudad, llegado a Jerusalén para estudiar a los pies del prestigioso rabino Gamaliel. Dirá incluso dos veces, pero a personas que no son judías, y que por lo tanto no están al corriente de las peculiaridades propias del judaísmo, que desciende de la tribu de Benjamín. Afirmación desprovista de sentido, pues como observa Hyam Maccoby: «era aventurado, si no peligroso, pretender descender con verosimilitud de la tribu de Benjamín. Aunque parte de esa tribu sobrevivió en Palestina después de la deportación masiva de las Diez Tribus decretada por el rey Salmanasar de Asiria, los benjamitas practicaron más tarde la exogamia con la tribu de Judá, a tal punto que perdieron su identidad propia y se convirtieron todos en judíos […] Al no tener ya ningún valor religioso la distinción entre judíos y benjamitas, carecía de sentido conservar el linaje o ascendencia benjamita». Maccoby llega a la conclusión de que esa presunta ascendencia benjamita de Saulo es falsa. Sin embargo, más tarde, Pablo reivindica en tres ocasiones su ciudadanía romana. La primera, cuando es detenido por los romanos en Filipos, porque es acusado de fomentar la agitación y es encarcelado después de ser azotado como un villano. La segunda, cuando es arrestado de nuevo por los romanos en Jerusalén, en el Atrio de los Gentiles y, amenazado con la flagelación, Pablo le recuerda al centurión que un ciudadano romano no puede ser flagelado. El tribuno Claudio Lisias, alertado por el centurión, se acerca a Pablo y le pregunta: «Dime, ¿eres romano?» Pablo le responde escuetamente: «Sí». La tercera vez es cuando le asegura a Lisias que él nació romano. Se puede contar una cuarta vez, cuando Pablo reivindica ante el prefecto un privilegio reservado a los ciudadanos romanos, que consiste en ser juzgado por el mismo césar.
Lisias no es un soldado recién llegado: es un tribuno que ejerce de comandante en la Torre Antonia, por lo tanto es un militar de alta graduación. Acude con varias centurias, tal vez al frente de la temible Cohorte de Veteranos y, cosa inusual, autoriza a Pablo a narrar a la multitud su conversión durante el célebre viaje a Damasco. ¡Todo bajo la atenta mirada de los soldados romanos! La situación es novelesca: el ex policía, que ejercía por cuenta del Sanedrín y de las autoridades romanas, es arrestado y se encuentra bajo la protección de estos últimos. Lisias observa que ha adquirido su derecho de ciudadanía mediante el pago de una fuerte suma de dinero. Pablo reivindica su ciudadanía por tercera vez y añade: «Pero es que yo he nacido con ella». De lo que deducimos que goza de su ciudadanía a título hereditario. La ciudadanía romana no es una cuestión baladí, ni mucho menos. La ley Porcia, proclamada por Augusto, establece que sus titulares quedan bajo el amparo personal del emperador. En caso de conflicto jurídico, el emperador decidirá su suerte. La escena se sitúa en el año 58, y el emperador es Lucio Nerón. Dando muestras de una solicitud admirable, el tribuno Lisias tiembla al pensar que Pablo pueda ser despedazado por la chusma y ordena a los jinetes desmontar, ponerlo en medio de la formación y conducirlo sano y salvo a la fortaleza AntoniaSe le da alojamiento en la Torre, sede del poder romano en Jerusalén. El sobrino de Pablo viene a decirle que cuarenta judíos se proponen ayunar hasta obtener del Sanedrín la sentencia de muerte para Pablo, como había obtenido antes la crucifixión de Jesús. Pablo llama al centurión y le dice que tiene algo que anunciar al tribuno. Nos preguntamos por qué Jesús no obtuvo semejante trato de favor. Lo que sigue es aún más asombroso. En efecto, al enterarse de que Pablo está en peligro, Lisias llama a dos centuriones y les dice: «Aprontad doscientos infantes para ir a Cesarea, y setenta de caballería y doscientos lanceros para la hora tercera de la noche». Es decir, que el tribuno Lisias moviliza a cuatrocientos setenta hombres para trasladar a Pablo, bajo escolta, a un lugar seguro. Semejante operativo se reservaba a personajes muy importantes.
Policía, rico, e incluso muy rico puesto que podía sobornar a un gobernador romano, Pablo goza de un prestigio extraordinario y hasta desconcertante ante las autoridades romanas. Cuando es arrestado por los legionarios en el Atrio de los Gentiles, en Jerusalén, y cuando alega su ciudadanía romana, ¿adónde le llevan escoltado? A Cesarea, para que comparezca ante el procurador Antonio Félix. El gran sacerdote Ananías y varios miembros del Sanedrín, entre ellos un retórico llamado Tertulio, impulsados por los cuarenta judíos ayunadores y varios correligionarios suyos, van a declarar contra Pablo. Sus razones son evidentes; el sumo sacerdote sólo puede, por su condición, reivindicar un punto, y es que las prédicas de Pablo contravienen la ley judía porque difunde las mismas enseñanzas subversivas que había propalado unos veinticinco años antes un agitador galileo llamado Jesús Barrabás. Sin embargo, Félix rehúsa pronunciarse en ausencia del tribuno Lisias, y ordena que Pablo sea tratado con indulgencia y que permanezca en Cesarea bajo custodia. Todo esto no es más que un aplazamiento encubierto que favorece a Pablo. Los Hechos cuentan que Félix, un alto funcionario del Imperio «llama a Pablo y le habla con bastante frecuencia», lo que es igualmente desconcertante. Cuando en el año 60 otro gobernador, Porcio Festo, sucede a Félix, podemos suponer que ha terminado la extraordinaria benevolencia de la que ha gozado Pablo hasta entonces. No es así. Festo accede de nuevo a la solicitud de Pablo de ser juzgado por el propio Nerón, lo que demuestra su ciudadanía romana más allá de cualquier duda. Otro detalle asombroso: Agripa II, rey de Calcis, y luego de Iturea, en compañía de su hermana y amante, la bella Berenice —que luego haría enfermar de amor al mismísimo Tito, aniquilador de Jerusalén—, de paso por Cesarea hacen una visita de cortesía a Festo. Herodes Agripa II es, como todos sus antepasados, notoriamente hostil a los judíos. Festo les expone el caso de Pablo y sus regios huéspedes solicitan verle. Festo organiza una reunión de notables locales y convoca a Pablo. Éste interpela audazmente al rey de Calcis: «¿Crees tú a los inspirados [profetas]? ¡Yo sé que tú crees!» Después de lo cual el rey declara que Pablo es inocente. He aquí un personaje fuera de lo común que exaspera y saca de sus casillas a los judíos, y siempre es protegido por los romanos. ¿Por qué?
Pablo permanece dos años en Cesarea, es decir, hasta los primeros meses del 60, primero bajo el gobierno del procurador Félix, y luego bajo el de su sucesor Festo, en un cautiverio que parece especialmente benévolo. Ahora bien, a finales del año 59, Nerón, cansado de que los judíos con ciudadanía romana recurrieran abusivamente a él, les retira el beneficio de la ley Porcia. La derogación de ese derecho con los privilegios que conlleva es crucial para nuestra hipótesis, pues demuestra que Pablo era ciudadano romano de origen, y no un judío que la había obtenido después. Hacia el año 37-38, dos o tres años después de la Crucifixión, Pablo sufre el revelador deslumbramiento en el camino de Damasco e inicia a continuación una labor misionera que le lleva a la conclusión de que la Torá es una maldición. Palabras inconcebibles en boca de un judío que, además, se jactaba de haber estudiado las Escrituras con Gamaliel, nada menos. Es notorio que Pablo profesa ideas ajenas a la tradición judaica, como la de una sabiduría predestinada antes del principio de los siglos para los que son perfectos, lo que haría innecesaria para esos perfectos toda interpretación o acatamiento de la ley mosaica. Algo inconcebible dentro del judaísmo. Además, Pablo profesa ideas abiertamente contrarias a las enseñanzas del mismo Jesús, como ésa de la perfección humana, que hace inútil la redención, o cuando declara que la justicia de Dios se ha revelado en Jesús sin la ley, mientras que Jesús ha dicho: «No he venido a abolir la ley, sino a completarla». La singular insistencia de Pablo en probar su condición de judío sólo puede ser explicada por su necesidad de disponer de un subterfugio para su particular proselitismo. Si no hubiese sido judío, o fingido serlo de forma convincente, los apóstoles le habrían prohibido servirse de las enseñanzas de Jesús. Cosa que, dicho sea de paso, hicieron Santiago y Pedro en el Sínodo de Jerusalén del año 47, poco antes de morir ajusticiados dejándole vía libre a Pablo para reescribir las enseñanzas de Jesús. En consecuencia, Pablo no es judío, sino romano. Aunque por razones equivocadas, en las postrimerías del siglo IV, San Jerónimo, el traductor de la Vulgata, cuestionará también los orígenes tarsiotas de Pablo, lo que equivale a tildarle de embustero en términos velados. Pero el personaje es mucho más complejo que el recreado por la tradición cristiana.
Pablo fue, posiblemente, miembro de una acomodada familia de la Decápolis, emparentada con la dinastía herodiana casi con toda seguridad. En todo caso, es un hombre culto que posee una sólida formación helenística, prueba de lo cual son sus epístolas, así como las citas de Eurípides, las frases tomadas de Esquilo y de otros autores griegos clásicos. Hay un punto que a menudo se pasa por alto: Jesús predicaba a los judíos, no a los gentiles. Y mucho menos a los odiados ocupantes romanos. Jesús y sus discípulos jamás habrían denunciado ante los extranjeros la ley mosaica ni habrían menoscabado a los demás judíos. Las imprecaciones de Jesús contra los saduceos y los fariseos estaban destinadas a oyentes judíos, dentro de esa comunidad. Fuera de este contexto, esas invectivas y sermones cambian enteramente de sentido: equivalen a una acusación contra toda la nación hebrea, y ni Jesús ni ningún otro judío habrían concebido actuar de ese modo. Asimismo, los primeros judíos cristianos no habrían investido a Roma de legitimidad, como lo hizo el cristianismo paulino. Pablo es romano, por eso declara muy pronto su intención de ir a Roma; y ésa será la última etapa de su viaje. Pero el trabajo ya está hecho: Roma es el centro del mundo: desde allí las enseñanzas de Jesús, adulteradas y tergiversadas, llegarán hasta los puntos más recónditos del Imperio. El gran acierto de Pablo fue romper con la Torá y la tradición judía. La ley no basta, según él, para salvar al ser humano, sólo la fe puede hacerlo. Pablo recurrió a dos conceptos: la redención y el dualismo del mundo, dividido entre el Bien y el Mal. Nada nuevo bajo el sol. Según él, el Dios creador del Universo se había encarnado en Jesús y se había sacrificado para salvar a la Humanidad; noción familiar para griegos y romanos por las muchas veces que sus dioses habían descendido a la tierra para cohabitar con los mortales.
Dios ya no era un ser etéreo, extraño e innombrable; estaba entre los humanos, era, podría decirse, uno más. Ya no era el solitario dios Yahvé de los hebreos, celoso e irascible, sino un Dios benevolente y accesible a todos. En adelante, los paganos, objetivo principal de Pablo, podrán adherirse a esta nueva religión. Él agrega, además, al concepto pagano de la «encarnación» una escatología que respondía a la angustia humana: Zeus, Apolo o Artemisa se habían encarnado para sus quehaceres terrenales. En cambio Jesús, el nuevo Mitra, se encarna y se sacrifica por la eterna salvación de todas las almas. Pablo sabía que la causa judía estaba abocada al fracaso en un mundo romano. Además, el judaísmo estaba minado desde dentro. Pablo fue el primero en comprenderlo: el judaísmo ya estaba dividido entre judíos helenizados, ortodoxos y diversos grupos mesiánicos que esperaban el momento de emanciparse de la tutela de Roma. Sólo la prédica de Jesús, previamente adaptada a las necesidades de los descontentos y los oprimidos, podía conquistar sus corazones sedientos de esperanza. las enseñanzas de Pablo sostenían que todos los hombres eran iguales ante Dios: nobles, plebeyos, libertos y esclavos. Ese era su auditorio: sabía que más adelante ya caerían las clases altas en el redil del cristianismo. Las patricias romanas serían sus primeras precursoras: el cristianismo defendía, entre otras muchas cosas, la indisolubilidad del matrimonio. Pablo había calculado muy bien la capacidad de absorción del mundo romano, y sin duda la extraordinaria penetración de una religión muy cercana al mitraísmo, que ya contaba con adeptos entre los soldados de las legiones de Oriente; con sus pilas bautismales, su heroísmo pueril y el culto a un dios joven, redentor y asequible que prometía la vida eterna. En definitiva, lo que acabaría siendo el cristianismo primitivo de los siglos II y III y que derivaría, a su vez, en el gnosticismo, que perecería exterminado por el catolicismo de Estado surgido del Concilio de Nicea celebrado en el año 325, y presidido por el primer emperador cristiano: Constantino el Grande.
La iniciativa religiosa individualizada, reprimida en tiempos de la República, es tolerada, y casi fomentada, en la Roma imperial. La religión oficial romana ha perdido toda su carga política. El vacío espiritual así creado favorece el éxito de religiones exóticas dentro de los sagrados muros de Roma, y en todo el Imperio. El mitraísmo, el culto de Isis y los misterios de Eleusis se imponen entre los sofisticados patricios romanos. No así el judaísmo, que se asocia con una religión propia de pordioseros, en una provincia levantisca. La astrología oriental obtiene un éxito fulminante y hasta los emperadores se dejan arrastrar a debilidades que la República no hubiese tolerado. Augusto, por influencia de su esposa Livia, consulta los horóscopos y Tiberio tiene su astrólogo personal en Capri, un tal Trasilo que acompaña al tirano a todas partes.
Roma es una esponja capaz de absorber todas las religiones. Está madura para hacer suyo el cristianismo, que se parece al mitraísmo en muchos aspectos, incluidos el bautismo y la pila de agua bendita a la entrada de los templos. El culto de Mitra será el campo abonado donde germine la semilla del cristianismo, y los soldados romanos serán los improvisados apóstoles que lo divulguen por todo el Imperio. Pero hay que admitir que sin Pablo de Tarso, el cristianismo no habría existido. Otro asunto es que éste recogiese de forma fidedigna las enseñanzas de Jesús, al que Saulo jamás conoció, y si lo hizo, no se tiene constancia de ello. Cuando, hacia el año 40, Pablo de Tarso cruza el mar para llevar sus enseñanzas a las provincias orientales del Imperio, los apóstoles y discípulos que sí habían conocido a Jesús, sufren una encarnizada persecución en Jerusalén. Uno tras otro van desapareciendo. Apenas unos quince años después de la Crucifixión (50) sólo queda un puñado de discípulos originales, a todas luces insuficientes para garantizar la supervivencia de las enseñanzas de Jesús, y muchos de ellos habrán desaparecido antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70.
Pablo de Tarso divulgó por el Imperio Romano una prédica que él atribuía a Jesús. Pero lo cierto es que Pablo se adueñó de sus enseñanzas y las interpretó a su antojo, en franca oposición con los mismos apóstoles en quienes Jesús había delegado la tarea de «difundir la Palabra», como llamaba Él a su doctrina mesiánica. Pablo volvió esas enseñanzas contra los propios judíos y puso los cimientos de una Iglesia que les perseguiría y marginaría durante siglos, acusándoles de ser el pueblo deicida. Resta saber si Jesús había pretendido fundar una nueva religión basada en los principios del judaísmo y al mismo tiempo antijudía; pues el cristianismo fue, a fin de cuentas, parricida.
«La verdad os hará libres» (Juan 8, 32).


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