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jueves, 25 de enero de 2018

El cristianismo primitivo en España

El arrianismo es el conjunto de doctrinas cristianas expuestas por Arrio (†336), un presbítero de Alejandría (Egipto), probablemente de origen libio. Algunos de sus discípulos y simpatizantes colaboraron en el desarrollo de esta doctrina teológica, que sostenía que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Uno de los primeros y acaso el más importante punto del debate entre los cristianos de esa época fue el tema de la divinidad de Cristo, que tuvo su origen cuando el emperador Constantino legalizó el cristianismo y concedió libertad de culto a la población romana. El arrianismo fue condenado como herejía, inicialmente, en el Concilio de Nicea (325) y, tras varias alternativas en las que era sucesivamente admitido y rechazado, fue definitivamente declarado herético en el Concilio de Constantinopla (381). No obstante, las luchas entre nicenos y arrianos, el cristianismo arriano se mantuvo como religión oficial de algunos de los reinos establecidos por los godos en Europa tras la caída del Imperio de Occidente. En el Reino visigodo de Toledo pervivió al menos hasta el III Concilio de Toledo (589) —durante el reinado de Recaredo I, que se convirtió al catolicismo—, extinguiéndose posteriormente. El arrianismo es también definido como aquellas enseñanzas defendidas por Arrio opuestas al dogma trinitario determinado en los dos primeros concilios ecuménicos y mantenido en la actualidad por la Iglesia católica, las Iglesia ortodoxa oriental y la mayoría de las iglesias protestantes. Este término también se utiliza en ocasiones de forma inexacta para aludir genéricamente a aquellas doctrinas que niegan la divinidad de Jesucristo. Arrio sostenía que el Hijo fue la primera criatura creada por Dios antes del principio de los tiempos. Según el arrianismo, este Hijo, que luego se encarnó en Jesús, fue un ser creado con atributos divinos, pero no era Dios en y por sí mismo. Argüían como prueba de ello que Jesús no pudo salvarse en la cruz. La naturaleza del Hijo era el problema más complejo de los primeros siglos del cristianismo, como lo revelan las discusiones teológicas —conocidas como disputas cristológicas— en los primeros siglos del cristianismo, cuando se planteaba el problema de la relación entre el Hijo y Dios Padre. Esta controversia ha sido conocida como las disputas cristológicas. En algunos grupos de la Iglesia cristiana primitiva se enseñaba que Cristo había preexistido como Hijo de Dios ya antes de su encarnación en Jesús de Nazaret, y que había descendido a la Tierra para redimir a los seres humanos. Esta concepción de la naturaleza de Cristo, que fue ganando adeptos con el paso del tiempo hasta convertirse en la creencia mayoritaria, trajo aparejados varios debates teológicos, ya que se discutió si en Cristo existía una naturaleza divina o una humana, o bien ambas, y si esto era así, se discutió la relación entre ambas —fundidas en una sola naturaleza, completamente separadas: nestorianismo, o relacionadas de alguna manera—. La teoría de la encarnación prendió fuertemente en el mundo gentil, y especialmente en el occidente del Imperio Romano. Arrio había sido discípulo de Pablo de Samosata, predicador cristiano en Oriente del siglo III, y que enseñaba que Cristo era una criatura, la primera criatura que había sido formada por el Creador antes del inicio de los tiempos. Según Atanasio de Alejandría al que Arrio se oponía, éstas son algunas de las enseñanzas arrianas, citadas en su obra Discurso contra los arrianos: «Dios no siempre fue Padre, sino que hubo un tiempo en que Dios estaba solo y aún no era Padre, pero después se convirtió en Padre. El Hijo no existió siempre; pues, así como todas las cosas se hicieron de la nada, y todas las criaturas y obras existentes fueron hechas, también la Palabra de Dios misma fue hecha de la nada y hubo un tiempo en que no existió y Él no existió antes de su origen, sino que Él y otros tuvieron un origen de creación. Pues Dios, dice, “estaba solo, y la Palabra aún no era, ni tampoco la Sabiduría”. Entonces, al desear darnos forma, Él hizo a cierto ser y lo llamó Palabra, Sabiduría e Hijo, para que pudiera darnos forma por medio de Él».
Finalmente, en el Concilio de Nicea del año 325 se aprobó el credo propuesto por Atanasio de Alejandría, y la cerrada defensa de la naturaleza divina del Hijo de Dios hecha por Atanasio consiguió incluso el destierro de Arrio y precipitó la lucha entre arrianos y católicos. Cuando Arrio fue perdonado el 336, murió en misteriosas circunstancias —probablemente envenenado—. La disputa entre partidarios de la Trinidad, arrianos y los llamados «semiarrianos» iba a durar durante todo el siglo IV, llegando incluso a haber emperadores arrianos —el propio Constantino fue bautizado en su lecho de muerte por el obispo arriano Eusebio de Nicomedia—. Ulfilas, obispo y misionero, propagó el arrianismo entre los pueblos germánicos, particularmente los visigodos, vándalos, burgundios y ostrogodos. Después del Concilio de Constantinopla del año 381, el arrianismo fue definitivamente condenado y considerado como herejía en el mundo católico romano. Sin embargo, el arrianismo se mantuvo como religión de algunos pueblos germánicos hasta el siglo VI, cuando Recaredo, rey de los visigodos de España, se bautizó como católico en el año 587 e impuso el catolicismo como religión oficial de su Reino dos años después con la lucha y oposición de los visigodos arrianos, tras el III Concilio de Toledo (589). En Italia, las supervivencias arrianas en el reino longobardo persistieron hasta muy avanzado el siglo VII y el rey lombardo Grimoaldo (662-671) puede considerarse como el último monarca arriano de Europa. Tras la celebración en 325 del Concilio de Nicea, resurgió con fuerza en la propia Constantinopla la idea de arrianismo gracias al apoyo de su obispo, Eusebio de Nicomedia, quien logró convencer a los sucesores del emperador Constantino para que apoyaran el arrianismo y rechazaran la línea ortodoxa aprobada en Nicea, y sustituyeran a los obispos nicenos por obispos arrianos en las sedes episcopales de Oriente. Esta «herejía» —desde el punto de vista católico—, sigue en la mente de la Iglesia. Por lo general, se cree que determinadas nuevas confesiones cristianas combinan la teología liberacionista con el nuevo arrianismo científico, surgido de determinadas corrientes historicistas en la investigación bíblica. Pero no hay una voz oficial ni única sobre este tema: el diálogo, pues, sigue abierto. Se ha usado el término «arriano» durante la historia para acusar dentro del ambiente católico a cualquier cismático con la autoridad de la Iglesia con cuestionamientos respecto a la unidad de Dios y la Trinidad. Por ejemplo, durante siglos, el mundo cristiano veía al islamismo como una forma de arrianismo. Se ha avanzado la hipótesis histórica de que la permanencia de arrianos tanto en Oriente Medio como en África del Norte y en España facilitaron la expansión musulmana en estas regiones durante los siglo VIII y IX por su cercanía teológica. En España, para dar un ejemplo, la iglesia principal de la ciudad de Córdoba fue convertida en mezquita por los visigodos arrianos que abrazaron el islamismo. Aunque no exista una iglesia arriana centralizada desde que Recaredo y la corte visigoda se convirtiesen a la fe católica en el III Concilio de Toledo, las luchas que hubo entre arrianos y católicos han llegado hasta nuestros días en el saber popular. La expresión española «armarse la de Dios es Cristo», indicando que va a haber un problema muy grande, hace referencia a las disputas tanto en el plano teológico como en el político y militar que hubo entre arrianos y católicos entre los siglos V y VI.
El cristianismo en España tiene una larga historia: casi dos mil años, según la tradición que remonta sus orígenes a la evangelización de la península Ibérica, en el siglo I por el apóstol Santiago el Mayor —vinculado a las historias de la Virgen del Pilar de Zaragoza y del milagroso transporte de sus restos hasta Compostela—, y por San Pablo, cuyo viaje a España es improbable, pero de quien al menos consta su voluntad expresa de emprenderlo: «Saldré para España, pasando por vuestra ciudad, y sé que mi ida ahí cuenta con la plena bendición de Cristo». Epístola a los Romanos (15, 28). Tras haber sido impuesto como religión oficial del Imperio Romano a finales del siglo IV, el cristianismo sufrió las vicisitudes de una prolongada Edad Media, que comenzó experimentando la segregación entre el arrianismo que traían los invasores germánicos y el catolicismo de los hispanorromanos —hasta la conversión de Recaredo en 586—, para pasar a enfrentarse con el Islam en la Reconquista, período que presenció tanto la tolerancia como los intentos de erradicación alternativos entre las dos religiones dominantes. La conformación de los reinos que terminaron reuniéndose en la Monarquía Católica o Corona de España se hizo en gran medida a través de la construcción de una personalidad fuertemente religiosa, representativa del dominio social del grupo que se identificaba a sí mismo con el concepto étnicamente excluyente de cristiano viejo, y que desembocó en lo que ha podido llamarse política de «máximo religioso» de los Reyes Católicos, incluyendo la creación de la Inquisición española, la expulsión de los judíos y el bautismo forzoso de los moriscos, así como una fuerte Reforma institucional del clero, a cargo del cardenal Cisneros. La Iglesia española de la Edad Moderna fue desde entonces un mecanismo disciplinado y al servicio de la monarquía y los estamentos privilegiados. España, garantizado el consenso interior en materia religiosa gracias al férreo control social, fue un firme bastión del catolicismo romano, que los reyes de la Casa de Austria reclamaban defender en sus guerras exteriores en Europa —frente a luteranos o calvinistas, aunque a veces llegaran a enfrentarse a la católica Francia o a los mismísimos estados Pontificios—, en el Mediterráneo frente a los turcos y en la colonización de América justificada como evangelización. En cambio sí se produjeron fortísimos debates, como el que se dio en torno al erasmismo, vinculado a la resistencia a la modernización en las órdenes religiosas. Durante el siglo XVI se suscitó un movimiento reformista de carácter místico en el que se implicaron con no pocos enfrentamientos los carmelitas Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; también en el contexto de la Contrarreforma fundó San Ignacio de Loyola la muy influyente Compañía de Jesús. La complaciente imagen de una España «más papista que el Papa», o «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma», cuyas ciudades se disputaban la primacía en el fervor mariano (votos asuncionista y concepcionista), tuvo su caricatura en la Leyenda Negra que fijó el estereotipo del español como adusto, cruel, intolerante y supersticioso. La mayoritaria identificación de lo español con la versión más rancia del catolicismo, o la minoritaria resistencia a ello, empapó buena parte de la mentalidad y la literatura española: siglos más tarde, Valle Inclán plasmó en tres adjetivos el retrato de ese eterno y quijotesco hidalgo español, El marqués de Bradomín, como «feo, católico y sentimental». Con la caída del absolutismo y la abolición de la Inquisición en el siglo XIX se produce también la aparición de las primeras comunidades protestantes en España, que en principio son solo toleradas con severas restricciones para la práctica de su culto. Exactamente lo mismo que sucedía con los católicos en los países protestantes, y, especialmente, en el Reino Unido.
El cristianismo entre los pueblos germánicos que invaden la Península
La llegada de las invasiones germánicas a principios del siglo V ocasionó el fin de la dominación romana en España y la destrucción de propiedades, tanto civiles como eclesiásticas, además de contribuir en el plano teórico a la reflexión providencialista. Pero sobre todo influyó en el terreno religioso por la llegada de dos pueblos que se habían cristianizado en el arrianismo: los suevos, asentados en el noroeste, y los visigodos, principalmente en el centro de la Península (con capital en Toledo). Ambos pueblos comenzaron con una estrategia religiosa de exclusión, aprovechando la circunstancia de las sutiles diferencias teológicas y rituales (unión hipostática, trinidad, bautismo por inmersión) para proscribir incluso los matrimonios mixtos (lo que garantizaba la segregación de los invasores, minorías dominantes, de los hispanorromanos, mayoría dominada). En ambos casos se producen tensiones internas que conducen a la adopción del catolicismo por los reyes visigodos, a los que siguen sus súbditos. En el caso de los visigodos, la muerte de San Hermenegildo a manos de su padre Leovigildo, es seguida por la conversión de Recaredo (586). La Iglesia será a partir de entonces protegida por la Monarquía, lo que está en el origen de la recurrente imbricación de la Iglesia y el Estado en la Historia de España —pero también de otros países europeos, como Francia, por ejemplo—, aunque tenía su origen en la etapa constantiniana y fue recogida por otros pueblos germánicos, como los francos. Son buen ejemplo los Concilios de Toledo: eran convocados siempre por el Rey, que abría las sesiones con su discurso y se ausentaba tras dejar el tomo regio que indicaba los temas a tratar, tanto de carácter religioso como civil, y confirmaba los cánones con la promulgación de una ley (lex in confirmatione concilio) para darles valor civil. Acudían los obispos o sus representantes, pero también abades de monasterios y nobles del Aula Regia y Officium palatinum. Sin firmar las actas, asistían sacerdotes, diáconos y seglares «piadosos». También hubo concilios provinciales. Destacaron a nivel europeo las figuras de San Ildefonso (obispo de Toledo, teórico de la mariología) San Isidoro —obispo de Sevilla, autor de las Etimologías, una obra de pretensiones enciclopédicas—, y San Braulio —obispo de Zaragoza, que tuvo con el anterior una fecunda relación epistolar—. La extensión del cristianismo se produce incluso en territorios donde su presencia no estaba aún muy desarrollada, como en las zonas apartadas de la cornisa cantábrica, a través de los eremitas. Una amplia nómina de eclesiásticos de alta formación intelectual, como Leandro, Isidoro (hermano del anterior, y de los demás cuatro santos de Cartagena), Fructuoso de Braga o Juan de Bíclara, compusieron reglas monásticas, para organizar unas instituciones cada vez más numerosas en las zonas rurales que se adaptaban perfectamente a las condiciones económicas y las demandas sociales. El clero secular se institucionalizó jerárquicamente, con diócesis bien repartidas por los núcleos urbanos que salpicaban el territorio y con centro en Toledo. Los templos eran dotados con un terreno patrimonial que permitía la supervivencia del sacerdote: en la ley canónica para alimento (ad cibarium) se indicaba un recinto de setenta y dos pasos alrededor del atrio, que irá modificando su extensión y situación. En el II Concilio de Toledo ya se reflejaban algunos conflictos. En el XII Concilio de Toledo, la prevención iba en el sentido de otorgar protección jurídica: «que ninguno se atreva a sacar de allí a los que se refugiaron en la iglesia o están en ella, ni a causar ningún daño, mal o despojo a los que se encuentran en lugar sagrado, sino que se permitirá a aquellos que se refugian moverse libremente dentro de una distancia de treinta pasos, desde las puertas de la iglesia, dentro de los cuales treinta pasos, alrededor de cualquier iglesia, se guardará la debida reverencia». La liturgia, que puede denominarse hispánica más que visigótica, pervivirá en la mozárabe. Todo en conjunto hizo que la cultura hispanorromana perviviese, constituyendo una Iglesia nacional española con personalidad propia frente a la normativa que la curia romana terminaría por imponer en toda Europa occidental. En alguna cuestión la Iglesia hispana tenía marcadas diferencias: por ejemplo, era muy rigurosa con la expiación de las culpas de los penitentes, que debía ser pública. Para ello participaban en una ceremonia especial de imposición de manos y se les impedía la asistencia a la misa —al igual que a las mujeres «impuras» cuarenta días después del parto—, debiendo utilizar un espacio arquitectónicamente destacado en el exterior del templo y que también tenía uso funerario: el pórtico (que seguirá siendo una característica en el románico segoviano, por ejemplo) hasta una nueva ceremonia pública de «reconciliación», que exigía la máxima humillación y contrición. Dentro de la iglesia, tres espacios aparecían separados con barreras o cancelas, la primera similar al iconostasio de la Iglesia oriental (aunque probablemente no se usaba como soporte de iconos) y que convertía la consagración en un ritual secreto (misterio o arcano). Las naves laterales permitían una circulación fluida de una gran parte de los asistentes (penitentes y catecúmenos) que escuchaban la lectura de los evangelios y, después de la epístola debían abandonar el recinto, donde quedaban los fieles católicos con pleno derecho de participar en los oficios religiosos.

Recaredo I, rey de los visigodos de Hispania

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