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lunes, 7 de mayo de 2018

Así se forjó el «hogar judío» en Palestina


Un falso telegrama supuestamente enviado por el secretario de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, el 16 de Enero de 1917, a su embajador en México, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial, sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mexicano estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir los Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue interceptado por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al presidente Woodrow Wilson. El contenido de aquel falso telegrama aceleró la entrada de los Estados Unidos en la guerra. Además, el mensaje fue enviado en un momento en que los sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad en Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el RMS Lusitania, un barco de pasajeros británico, causando cientos de bajas entre el pasaje norteamericano. Muchos años después, ya en la década de los años 1980, y cuando la historia del paquebote torpedeado ya no interesaba a nadie, se demostró que el Lusitania, tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de artillería. La misión de señuelo del Lusitania fue planificada y aprobada por el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, deseoso de resarcirse tras la derrota sufrida en los Dardanelos en 1915.
Además de involucrar hábilmente a los Estados Unidos en la contienda, los británicos prometieron a los influyentes banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas denunciados en los Protocolos, que si Gran Bretaña derrotaba a Turquía, apoyaría la creación de un «hogar judío» en Palestina. Por supuesto, ese «hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía internacional debía contribuir al esfuerzo de guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a los árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran Bretaña. Cuando acabó la guerra, donde dije digo, digo Diego, y aquí paz y después gloria. Los ingleses se apropiaron de los territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que no se correspondían con las etnias que los habitaban, sino con los ricos yacimientos petrolíferos que contenían. A continuación crearon una serie de maleables monarquías de opereta y se dedicaron a explotar tranquilamente sus nuevos negocios.
El teniente Thomas E. Lawrence (el Lawrence de Arabia de la película) se mostró siempre crítico con aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de varios años, hasta que en 1935, aquel molesto héroe de la guerra del desierto falleció en un mortal accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por la bucólica campiña inglesa. Entretanto, los judíos se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos del monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los británicos permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos y europeos del este, exciudadanos del disuelto Imperio austrohúngaro.
Terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina fue imparable. Viendo lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de en medio y los judíos proclamaron el estado de Israel en 1948. El resto del problema es de sobras conocido. Arthur Balfour creó un terrible equívoco en 1917, y esa artimaña diplomática de los británicos tuvo unos efectos catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los estadounidenses, vendieron a los judíos algo que no les pertenecía para saldar una vieja deuda de guerra.
En 1916 Wilson fue reelegido presidente de los Estados Unidos. Uno de sus eslóganes durante la campaña electoral fue: «Él nos mantuvo alejados de la guerra». Pero sus intenciones eran bien distintas. El coronel Mandel House, agente del trust de la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados motivos eran estrictamente mercantilistas, pues la banca internacional había prestado ingentes sumas de dinero a Gran Bretaña, implicándose en su industria y en su comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio militar estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus agentes norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La mayoría de los grandes periódicos de la época estaban en manos de banqueros que eran sus principales accionistas. Si la excusa perfecta para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el hundimiento del Maine y la proporcionaron los periódicos sensacionalistas de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes en 1915. La noticia fue magnificada por la misma prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había fomentado la intervención norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la Embajada alemana en Washington había publicado reiterados avisos advirtiendo que el RMS Lusitania transportaba armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra, situación que se daba también en alta mar, por lo que sus submarinos tenían orden de hundir cualquier buque que transportase tropas o municiones con destino a Gran Bretaña y sus aliados. Todo fue en balde. Casi dos años después, en abril de 1917, bajo el remozado lema «La guerra que acabará con todas las guerras» Estados Unidos entró en el conflicto.
Varios años después de acabada la guerra en Europa, el viernes 13 de septiembre de 1929, escasamente un mes y medio antes antes de la debacle financiera de Wall Street, desde el amanecer, grupos de extremistas judíos se fueron reuniendo en torno al Muro de las Lamentaciones en Jerusalén. La mayoría habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los pueblos que bordean el mar de Galilea. Todos iban vestidos de negro, cada uno llevaba un libro de rezos y se detenía ante el enorme muro, último vestigio del Templo de Herodes, a recitar partes de las Escrituras. Los judíos habían venido haciéndolo desde hacía siglos, aparentemente nada había de particular ese día. Nada, excepto el número de fieles congregados. Los rabinos les habían exhortado para que tantos hombres como fuera posible se unieran en un rezo colectivo y demostraran a los árabes y al mundo su derecho a hacerlo. Pero no era solamente una expresión de su fe religiosa, sino una demostración de fuerza visible y de su sionismo político, además de una advertencia a los árabes, superiores en número, de que estaban dispuestos a quedarse allí para refundar Israel, y que no se dejarían intimidar.
Desde hacía varios meses venían circulando insistentes rumores de que crecía el descontento de los musulmanes por lo que ellos interpretaban como una intolerable expansión sionista. Los temores habían comenzado con la Declaración Balfour en 1917 y el compromiso británico con un «hogar judío» en Palestina cuando los turcos fuesen expulsados. Para los árabes que vivían allí desde tiempo inmemorial, aquello era un ultraje y una provocación. ¿Con qué derecho venían aquellos judíos nacidos en Europa a expulsarles de sus tierras? ¿Qué derechos poseían sobre aquellas tierras que sus antepasados habían venido cultivando desde los remotos tiempos del Profeta?
Desde la finalización de la Primera Guerra Mundial, los ingleses gobernaban en Palestina por mandato de la Sociedad de Naciones, e intentaban, como en otras partes de sus dominios, contentar a unos y a otros. La fórmula, aunque bienintencionada, resultó ser catastrófica por la obstinación de los judíos en crear un estado propio en Palestina, y la oposición de los árabes a que lo hiciesen. Empezaron a producirse las primeras escaramuzas con derramamiento de sangre en aquellos lugares donde los judíos pretendían levantar sus sinagogas y escuelas rabínicas. Los judíos, no obstante, siguieron llegando desde Europa empecinados en ejercer sus «derechos de rezo» en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.
Hacia el mediodía de aquel fatídico Viernes 13, había cerca de mil judíos recitando a voz en cuello las antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia inquietante para los musulmanes residentes en la tercera ciudad santa del islam. Súbitamente, con asombrosa rapidez, una lluvia de piedras cayó sobre los congregados ante el Muro. Los árabes habían lanzado su improvisado ataque desde varios puntos alrededor del mismo. Sonaron los primeros disparos al aire de los soldados británicos. Algunos judíos resultaron heridos de levedad, alcanzados por las pedradas o arrollados por sus secuaces. Afortunadamente no hubo muertos, pero sí muchos heridos.
Esa misma noche se reunieron de urgencia los líderes de la Yishuv, la comunidad judía en Palestina. Convinieron que en lo sucesivo repelerían con la misma violencia empleada contra ellos los ataques de los musulmanes. Entre dulces y café turco se gestó lo que muy pronto sería una lucha armada organizada contra los árabes y británicos que se opusiesen a la formación del anhelado «hogar judío», eufemismo para designar lo que acabó siendo el estado de Israel. En esa misma reunión se acordó que, pasara lo que pasase, los judíos seguirían rezando en el Muro de las Lamentaciones. No dependerían de los británicos para su protección, sino de la Haganah, la recientemente creada milicia judía. Un grupo terrorista en opinión de las autoridades británicas en Palestina.
Durante los cinco años siguientes, los judíos de Europa oriental siguieron emigrando a Palestina para instalarse y la Haganah se fue nutriendo de muchos jóvenes descontentos para engrosar sus filas y crear una rudimentaria red de información y sabotaje que con el tiempo se convertiría en el actual Mossad, el servicio secreto israelí. Los jefes de la Haganah no sólo reclutaron simpatizantes entre los nuevos colonos llegados de Europa, de Alemania sobre todo, sino entre muchos árabes que trabajaban para el Ejército y la Administración británicos del Protectorado. Todos ellos pasaron a engrosar las células de lo que entonces no era otra cosa que un grupo terrorista que perseguía expulsar a los árabes y a los británicos de Palestina para crear un estado teocrático exclusivamente judío basado en el sionismo político.
Poco a poco la Haganah obtuvo datos de valor sobre sus principales vecinos árabes, pero también sobre los militares y las autoridades británicas. La llegada al poder de Hitler en 1933 marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes a Palestina. En 1936 más de trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos llegaron sumidos en la miseria más absoluta. Pero las organizaciones sionistas les consiguieron alojamiento y comida. En poco tiempo, los judíos eran ya un tercio de la población en Palestina. Los árabes reaccionaron diciendo que les empujarían al mar para impedir que les arrojasen de sus tierras y exigiendo a los británicos que no les facilitasen armas y que frenasen el flujo migratorio.
Los judíos también protestaron ante los ingleses acusándoles de instar a los árabes a arrebatarles las tierras que habían adquirido legalmente. Los británicos siguieron intentando apaciguar a unos y a otros, pero fracasaron. En 1936, los enfrentamientos esporádicos se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos y británicos. Éstos últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los judíos entendieron que sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran de nuevo con renovada furia. Fanáticos sionistas venidos de todas partes de Europa oriental, y también de Estados Unidos, se unieron a la Haganah y se convirtieron en el núcleo de una formidable organización terrorista. Un ejército clandestino que acabaría echando a los británicos y proclamando el estado de Israel en 1948.

Artilleros alemanes en el frente occidental en 1917


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