El emperador romano Juliano fue educado en la religión católica pero, hastiado por lo que le pareció una doctrina absurda y plagada de incoherencias, abandonó el cristianismo para abrazar el paganismo neoplatónico. De ahí el sobrenombre de «Apóstata» que le otorgaron los cristianos por haber renegado de su religión, según ellos, la «Única y Verdadera». De hecho, aquellos mismos fanáticos habían puesto en circulación numerosas advertencias y veladas amenazas que aludían a la muerte inminente del emperador apóstata, enmascarándolas detrás de falsas profecías y burdas señales en el cielo que sólo ellos eran capaces de interpretar, claro está. Incluso los propios oficiales del ejército de Juliano, entre los que había muchos cristianos, no tenían ningún reparo en hablar de la «Ira de Dios» próxima a abatirse sobre Juliano, quien finalmente hallaría la muerte durante la campaña contra los persas. Cínicamente, los oficiales cristianos culparon de su asesinato a un prisionero de guerra medio loco. Pero ¿dónde se ha visto que los cautivos se sitúen, armados, detrás de un emperador romano durante una carga de caballería?
En los Hechos de Teodoredo, este iracundo sacerdote cristiano, declara a un funcionario imperial lo siguiente: «Tu tirano [Juliano], que espera que los paganos resulten vencedores [se refería a las tropas de Juliano que iban a enfrentarse a los persas], no podrá triunfar. Perecerá de tal manera que nadie sabrá quién le ha matado… ¡Y no regresará al país de los romanos!».
En los mismos Hechos de Teodoredo se ve a un tal Libanio preguntando a un profesor cristiano: «¿Y qué hace ahora el hijo del carpintero?» A lo que el atrabiliario cristiano responde: «El Amo del Mundo, a quien tú llamas irónicamente el hijo del carpintero, está preparando un féretro».
Recapitulemos. En el año 362, Juliano llega a Antioquía, procedente de la Galia y no oculta su intención de exhumar cierta tumba antes de iniciar su expedición punitiva contra los persas. A partir de ese momento, las amenazas de los cristianos se desnudan sin pudor de cualquier sutilidad, están dispuestos a matarle si hace tal cosa:
«Nuestros dardos han hecho diana. Te hemos acribillado a sarcasmos, como otras tantas flechas… ¿Cómo te las arreglarás, valiente, para afrontar los proyectiles de los persas?...»
Los obispos cristianos rezaban y celebraban misas para que se produjese la derrota militar del emperador. Poco les importaba que el Oriente romano cayese en manos de los persas. Dos destacados santones cristianos, Félix y Juliano, habían muerto casi al mismo tiempo a principios del año 363, y anunciaban sin disimulos:
«Ahora le toca a Augusto…». Este hecho nos lo recuerda el historiador latino de origen griego Amiano Marcelino en su Historia (XXIII, 1).
La partida para la decisiva campaña contra los persas tuvo lugar en el mes de marzo del año 363 (nuevamente los Idus de Marzo). Algunos meses antes, en agosto del 362 al enterarse de que los cristianos de cierta secta iban en peregrinación a una misteriosa tumba situaba en una localidad llamada Sebaste, en Samaria, “para adorar allí como a un Dios a cierto muerto” que, según se decía, había resucitado, Juliano estableció inmediatamente la distinción entre el cuerpo de Juan el Bautista, del que también se pretendía que había sido enterrado por sus discípulos en Samaria, cerca de la antigua Siquem de la Biblia, y el de Jesús el Nazareno.
Para él era evidente que aquel al que los samaritanos denominaban el «Hombre Muerto» o simplemente el «No Muerto», y al que los católicos “adoraban como a un dios” y del que pretendían hacer creer que había “resucitado” de entre los muertos, no era Juan el Bautista, que fue decapitado, y a quien nadie adoró jamás como a un dios, y de quien nunca se dijo que hubiese resucitado. A quien Juliano designaba con esas palabras era a Jesús. Además, la leyenda del Bautista precisaba que lo que sus discípulos habían llevado a Samaria era solamente su cabeza, y lo que había en Sebaste era un esqueleto completo. Por lo tanto, no podían ser los restos del Bautista.
Como ya hemos visto, existen discrepancias sobre el hecho de que Juliano ordenase quemar los huesos de Jesús y esparcir sus cenizas al viento. Aunque parece ser que sí ordenó abrir la tumba y quemar unos restos humanos, que no podemos asegurar que fuesen los de Jesús, o los de otro difunto cualquiera. La medida tenía un carácter marcadamente simbólico, porque si había huesos, eso implicaba que antes hubo un cadáver y, por lo tanto, no se había producido ninguna resurrección. Luego el menos interesado en destruir los huesos, como ya hemos apuntado, era el propio emperador.
De todos modos, al abrir la tumba de Jesús, Juliano firmó su propia sentencia de muerte. No tardó ésta en sorprenderle, por la espalda y en forma de venablo, precedida por todas las amenazas de los cristianos a las que hemos hecho alusión. Exactamente un año después de la crucifixión y del primer entierro de Jesús, en el sepulcro de José de Arimatea, María Magdalena [sola o en compañía de otras mujeres de la familia] se presentó en el cementerio para recuperar los restos de Jesús, su esposo. Nada hay de extraordinario en la escena: María Magdalena, la viuda, procedió según el ritual fúnebre común a todos los judíos y se presentó para retirar los huesos descarnados justo un año después del primer entierro, con la intención de proceder al lavado ritual con aceites y bálsamos antes de introducirlos, posiblemente envueltos en un lienzo, en el cofre de piedra para su segundo y definitivo entierro.
Pero según los evangelios, cuando María llega a la tumba, ésta ya ha sido abierta y unos ángeles con vestiduras resplandecientes le dicen que Jesús ya no está allí. La explicación es bien sencilla: alguien se le ha adelantado, posiblemente los hermanos o seguidores de Jesús, y han procedido a abrir la tumba sin contar con María Magdalena. Recuérdese que aparecen unos ángeles que la informan. Si eliminamos todos los elementos esotéricos y sobrenaturales la cosa pudo ser así: los ángeles, o el ángel, o el hortelano, según, pues cada evangelio ofrece una versión distinta, informan a María Magdalena que alguien ya se le ha adelantado, por eso la tumba está abierta.
Esos ángeles no serían entonces más que sacerdotes o empleados del cementerio que le brindan una información. La escena parece muy enrevesada pero no los es tanto: aparece Tomás, el hermano gemelo de Jesús, luego viene Simón Pedro, y también Juan, el «hijo» de Jesús y María, todos los familiares se personan en el cementerio para la exhumación ritual y los ángeles municipales les dicen que ya se han llevado el cuerpo. Pero ¿quiénes y por qué se han llevado los huesos sin contar con la familia?
Pues los que se han llevado los restos son, casi con toda seguridad, seguidores o discípulos de Jesús. Y si se lo han llevado tan rápidamente, al cumplirse el año prescrito, es porque temen que pueda ocurrir lo que acabaría sucediendo trescientos años después: que los restos de su maestro fuesen profanados y destruidos por sus enemigos.
Luego, ¿cuál sería entonces el lugar más seguro para proceder al entierro definitivo de los huesos de Jesús? Pues la respuesta tampoco es muy difícil: allí donde sus enemigos no le buscarían. Una vez muerto, Jesús ya no revestía importancia alguna para los romanos, pero sí para los clérigos hebreos que eran conscientes de que había prometido regresar de su propia muerte y ya lo advierten en el Sanedrín: “…no sea que vengan después sus discípulos, roben el cuerpo, y digan al pueblo que ha resucitado”.
Así que el lugar más seguro para inhumarlo era Samaria. No había peligro de que los irascibles clérigos judíos ortodoxos enviasen allí a nadie, ni a investigar ni a nada. Y, dadas las buenas relaciones que Jesús había mantenido en vida con los samaritanos, sus partidarios podían contar allí con numerosos amigos y simpatizantes.
Resumiendo, los restos de Jesús, como los de cualquier judío de aquella época, fueron retirados del osario exactamente un año después de haber sido depositados allí. De ahí la similitud en las fechas, un año después por las mismas fechas en las que se celebraba la Pascua judía. Lo que en los evangelios transcurre en un breve fin de semana, fue una continuación lógica de sucesos que se desarrollaron en el plazo de un año, poco más o menos.
Pero, ¿quién, o quiénes se llevaron los restos de Jesús, adelantándose a la viuda, María Magdalena, que acudía al osario precisamente para eso? La clave del enigma se encuentra en el evangelio de Juan (20, 1—15) que nos dice lo siguiente:
«El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: “Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde le han puesto”. Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más deprisa que Pedro y llegó primero al monumento, e inclinándose vio las bandas; pero no entró. Llegó Simón Pedro después de él, y entró en el monumento y vio las fajas allí colocadas, y el sudario. (…) Entonces entró el otro discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; porque aún no se había dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase de entre los muertos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa. María se quedó junto al monumento, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: “¿Por qué lloras, mujer?” Ella les dijo: “Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no reconoció que fuese Jesús. Díjole Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: “Señor, si le has llevado tú, dime dónde les has puesto, y yo le tomaré”» (Juan, 20, 1—15).
Analicemos el texto de Juan:
a. Como siempre está protagonizado por María Magdalena. Luego debemos suponer, con escaso margen de error, que era una mujer muy cercana a Jesús: casi con toda seguridad, su esposa. No había lugar para pecadoras arrepentidas, era una ceremonia fúnebre estrictamente íntima y familiar. María Magdalena es su viuda.
b. La escena se produce cuando María Magdalena se dispone a retirar los huesos. Su zozobra se debe al hecho de que teme que ya hayan sido retirados los restos por los dos ángeles-sacerdotes-empleados del cementerio y arrojados a la fosa común. Por eso pregunta al hortelano si se lo ha llevado él, y añade que si él le dice dónde los ha puesto ella los tomará (los huesos). Es poco probable que María Magdalena se refiriese al cadáver aún completo y rígido de Jesús, se refiere a los huesos descarnados, que ella sola si podía recoger, poner en un saco y llevárselos para enterrarlos después, como estipulaba el ritual fúnebre de entonces. Recordemos, una vez más, que José de Arimatea y Nicodemo, el otro sacerdote, después de fajar convenientemente el cadáver, habían sellado la tumba, bajo la atenta mirada de los soldados romanos responsables de su custodia. El sello sólo se podía romper un año después del primer entierro para recoger los huesos descarnados, lavarlos ritualmente y ungirlos, antes de proceder al segundo entierro, el definitivo. Todos estos procedimientos rituales relacionados con los enterramientos, estaban perfectamente ordenados en las disposiciones religiosas judías.
c. Una vez más los dos ángeles están sentados, es la actitud de hombres que se sienten fatigados después de un duro trabajo como ha sido remover la piedra. El hecho de que vistieran de blanco, denota que eran sacerdotes hebreos dedicados a tales menesteres funerarios. Es lógico pensar, que el complicado proceso de inhumación judío de aquella época, debía ser supervisado por sacerdotes o empleados cualificados del cementerio.
Veamos ahora cómo describe Mateo la misma escena en su evangelio: «Pasado el sábado, al alba del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos…» (Mateo, 28, 1—2).
Observaremos en primer lugar que la escena se desarrolla a primera hora de la mañana, posiblemente en el momento justo en que la guarnición romana abría las puertas de las murallas. Habría poca gente por la calle, casi nadie y, en consecuencia, no era previsible que hubiese demasiada gente en el cementerio, excepto los guardianes habituales y los empleados que cuidaban las tumbas. Por supuesto, hacemos notar al lector que según nuestra teoría, toda la escena se está desarrollando “un año después” del primer entierro, cuando María Magdalena, y la otra María, (¿cuál de ellas?) debían acercarse al osario para recuperar los restos mortales de Jesús, lavar ritualmente los huesos y proceder a su definitiva inhumación.
Pero cuando ella (o ellas) llegan descubren que se les han adelantado. No olvidemos que Jesús era el jefe de un movimiento con centenares de seguidores. Esto nos hace pensar en un grupo de varios hombres que podrían, después de romper los sellos, haber descorrido la piedra circular que servía de puerta al sepulcro. Posiblemente optaron por ser discretos. De todos modos, la piedra rueda (Mateo, 27, 60; Marcos, 15, 46), y este sutil detalle simplifica aún más la operación de abertura del sepulcro. Ya no son necesarios tantos brazos. Así pues, la tumba de Sebaste, abierta tres siglos después, era la de Jesús de Nazaret.
Por último, y siguiendo con el tema de la existencia del cadáver de Jesús en esa tumba, tenemos todavía un testimonio que data de los primeros años del siglo V. Juliano, obispo de Halicarnaso, durante la prolongada correspondencia epistolar que mantuvo con Severo, obispo de Alejandría, y durante tres años exactamente, estuvo defendiendo la incorruptibilidad absoluta y permanente del cuerpo de Jesús. En cambio, para Severo de Antioquía el cuerpo de Jesús fue corruptible, como todos los cuerpos humanos, hasta que fue a sentarse a la diestra de Dios Padre, después de la supuesta Ascensión.
De entrada esto nos aclara, más allá de cualquier duda que, todavía a principios del siglo V, los doctores de la Iglesia no tenían asumido que Jesús fuese un «dios encarnado». De hecho, el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús, era el cristianismo predominante en muchas partes del Imperio y entre los pueblos germánicos que acabarían invadiéndolo.
Volvamos con Severo de Antioquía. Este obispo preveía claramente el peligro de la doctrina de Juliano de Halicarnaso. Si el cuerpo de Jesús había sido siempre incorruptible, no habría podido sufrir, ni ser herido por la flagelación, o por el suplicio de la cruz y por la lanzada final. Su Pasión y Muerte, sólo habrían sido una mera apariencia, una ilusión.
El obispo Juliano de Halicarnaso se acercaba peligrosamente al docetismo y al marcionismo en sus excesos doctrinales. Además, si el cuerpo de Jesús había sido incorruptible desde su formación no habría existido resurrección en el sentido exacto del término, ni por supuesto, encarnación en el sentido biológico del mismo. Y tampoco concepción, formación del feto, alumbramiento, etcétera. Severo tenía además otro argumento que para él era irrefutable. Si se había tomado la precaución de preparar el cadáver de Jesús con bálsamos, mirra y áloes para minimizar la pestilencia en el proceso de putrefacción del cadáver, era que se temía la corrupción natural del mismo común a todos los mortales.
Pero de toda esta discusión sutil entre los dos obispos resulta que el problema que seguía planteándose la Iglesia a principios del siglo V, era saber si el cadáver de Jesús en su tumba había permanecido incorrupto o, por el contrario, se había descompuesto. Lo que prueba palmariamente, más allá de cualquier duda, que los dogmas de la «Ascensión» y la «Resurrección» todavía no estaban plenamente asimilados para la mayoría de los cristianos, incluidos los propios padres de la Iglesia.
La Iglesia, al ver el peligro que suponía para su supervivencia la explicación lógica de aquellos prodigios sobrenaturales, reaccionó inmediatamente y a su manera. Las cartas de Juliano de Halicarnaso y de Severo de Antioquía, tanto los originales como las copias que se habían hecho de ellas y que circulaban libremente por todo el Imperio, debían ser quemadas por los buenos católicos en cuanto cayeran en sus manos, pero sin enterarse de lo que decían, so pena de excomunión o, lo que era aún peor, de visitar las mazmorras y acabar en un potro de tortura. Había que eliminar cualquier rastro de inverosimilitud en la leyenda que se estaba pergeñando. Así, lo inexplicable y lo absurdo, adquirían tintes de insondable secreto, de misterio esotérico, y dudar, o hacerse preguntas, era síntoma inequívoco de una manifestación diabólica. Pero la verdad siempre prevalece. No todo se perdió y, en su obsesión por borrar el rastro de sus fechorías, los padres conciliares de la Iglesia, dejaron más pistas de las que habían imaginado.
En 1952 fueron descubiertos en el monte de los Olivos, cerca del Dominus Flevit, los emplazamientos de diversas tumbas que, al parecer, formaban parte de una necrópolis muy activa en la época del segundo Templo. Se encontraron varios de los osarios donde se realizaba el primer entierro, y otras tumbas que contenían pequeños cofres con los huesos de los difuntos que previamente habían estado sepultados en esos osarios, como aquel “sepulcro nuevo excavado en la roca” del que nos hablan los evangelios y donde fue enterrado Jesús en primera instancia después de ser bajado su cadáver de la cruz.
En esos pequeños cofres estaba escrito a menudo el nombre del muerto, a veces en griego, a veces en arameo. En la necrópolis del monte de los Olivos se encontraron, entre otros, los de Jairo, Marta, María, Simón bar Jonás (o Barjonna, el fuera de la ley), Salomé (que aparece en uno de los evangelios al pie de la cruz), Filón de Cirene, y un tal Yeshua o Yahoshúa, forma hebrea del nombre de Jesús.
De estos descubrimientos pueden sacarse diversas conclusiones, en función de tres hipótesis:
i. Si los osarios son falsos, es que fueron “fabricados” en una época posterior en la que presentaban interés con vistas a atraer a los peregrinos, y esto los situaría, en nuestra opinión, en la primera mitad del siglo IV, en la época de Constantino, más o menos. Ahora bien, y esto es relevante, si se presentaba a los peregrinos un cofre de piedra que hubiese contenido los huesos de Jesús, esto significa que la leyenda de la «Resurrección» y la pretendida «Ascensión», todavía no había sido elaborada. Lo que confirmaría el valor de la discusión entre Juliano de Halicarnaso y Severo de Antioquía, obispos ambos en el año 402. Y también que en esa época se asumía que el apóstol Pedro había muerto en Jerusalén en el año 47, y no en el 67 en Roma.
ii. Si los osarios son auténticos. Es más grave todavía. Esto significa que Jesús murió y fue inhumado como todos los mortales, que no hubo «Resurrección» de su cuerpo carnal, que se pudrió en el osario y luego los huesos fueron inhumados, según la costumbre judía, después de haberlos retirado del osario provisional. La misma observación es válida en lo que respecta al cadáver de Pedro y, por supuesto, en lo que respecta al del otro hermano de Jesús, Santiago, muerto en Jerusalén en la misma época que su hermano Pedro. Claro que si Jesús fue inhumado definitivamente en la necrópolis de los Olivos, la tumba de Sebaste en Samaria no podía ser la suya. Pero nosotros nos inclinamos a pensar que su tumba era la de Samaria. ¿Por qué? Pues porque se veneraba todavía a mediados del siglo IV y es el emperador romano Juliano el Apóstata quien nos lo confirma.
iii. El Jesús cuyo osario se encontró no es Cristo. En este caso, ¿de qué Jesús se trataba? ¿Cómo imaginar que todos los demás perteneciesen al entorno, e incluso a la familia del Jesús oficial, y que se mezclaran allí con los de un Jesús extraño? ¿Sería el Yeshua Ha-Notzri del que nos habla el Talmud? Aquel cuyo sobrenombre significaba «el de otro pueblo».
Según las fuentes, Pedro y Santiago murieron en Jerusalén en el año 47, después del sínodo, por orden de Herodes de Calcis, regente de Agripa II. Otras fuentes sitúan la muerte de ambos apóstoles en el año 44, y habría sido ordenada por Herodes Agripa I, que moriría ese mismo año. En cualquier caso, no parece descabellado pensar que algún hermano o familiar se ocupase del entierro de Pedro y Santiago y que les diese sepultura en la misma tumba familiar donde ya reposaban los restos de Jesús, en Sebaste de Samaria.
Sabemos que todavía en el año 362 aquel mausoleo era venerado por los cristianos de Palestina, y que éstos pudieron trasladar los restos a un lugar alejado para preservarlos de la férula de los católicos que pretendían establecer el dogma de la divinidad convirtiendo a Jesús en Jesucristo, el «Hijo de Dios».
¿Qué mejor sitio que un recóndito lugar en el confín de Occidente para que los huesos de sus santos reposasen en paz para siempre? Desde la más remota Antigüedad, los celtas asociaron el Occidente, el lugar por donde se ocultaba el Sol (Lugos), con la «Morada de los Muertos», y la palabra «ocaso» es sinónimo de «muerte». Y lo que hoy conocemos como la «Costa de la Muerte» en Galicia, fue antiguamente identificada con la «Morada de los Muertos».
De otro lado, el nombre Finisterre deriva del latín «finis terrae», que significa fin de la tierra; sin embargo, su nombre en bretón «Penn ar Bed», significa «comienzo del mundo». No sería descabellado pensar que los «tres hermanos» finalmente fueron sepultados en el «finis terrae» de los celtas que adoraban al padre solar Lugos, tal vez después, o inmediatamente antes de la diáspora del año 70, o ya a mediados del siglo IV, para ocultarlos de la férula de los fanáticos nicenos.
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