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miércoles, 5 de enero de 2011

El fin del colonialismo europeo


En 1919, tras la finalización de la primera guerra mundial, el auge de las dictaduras y del totalitarismo probaba que la esencia misma de la civilización europea –la idea de libertad- estaba en crisis. Además, por primera vez, lo que se vino en llamar el “nuevo orden mundial” había sido trazado en gran medida por un dirigente no europeo: el presidente norteamericano Woodrow Wilson, principal artífice de los tratados de paz de Versalles. Pero había más. En 1898, un país europeo, España, había sido derrotado en una guerra colonial por Estados Unidos. Poco después, el Imperio británico, en el cenit de su poderío, era mantenido en jaque durante casi cuatro años (1898-1902) en África del Sur por una informal guerrilla de granjeros de origen holandés pero africanos desde hacía varias generaciones. Y en 1905, otro imperio europeo, Rusia, había sido vencido en otra guerra –ésta, de grandes proporciones- por un país asiático, Japón, lo que, además, electrizó a numerosos países no occidentales y pareció desencadenar una amplia rebelión antieuropea en toda Asia. 
Lo que sucedía era evidente. Europa, que había logrado el pleno dominio mundial en los últimos treinta años del siglo XIX; que, por ejemplo, en 1885, en la Conferencia de Berlín, se había repartido África, empezaba de hecho a dejar de mandar en el mundo. Significativamente, la guerra de los Boers –que desprestigió seriamente al Imperio británico, al hacer patente que no era invencible- produjo también la aparición del movimiento de los nacionalistas Bóxers en China, lo que iba a contribuir a restar legitimidad política y moral al expansionismo colonial europeo, en franca decadencia. 
De hecho, aquel nuevo “imperialismo” que había comenzado con la ocupación de Túnez por Francia en 1881 y de Egipto por Gran Bretaña en 1882, y que hizo que en apenas treinta años Europa ampliase sus imperios coloniales en casi 17 millones de kilómetros cuadrados y en unos 150 millones de habitantes, desencadenó una muy intensa reacción anticolonial. 
La administración colonial europea fue por lo general positiva, y esencial para la modernización de los países ocupados. Pero la expansión colonial europea tropezó a menudo con fuertes resistencias (al margen de las tensiones que generó entre las propias potencias coloniales, como Fashoda, o la crisis entre Alemania y Francia en 1911 por el conflicto de Agadir). 
Durante esa bucólica época conocida como la Belle Époque, el Imperio británico estuvo en guerra permanente. En Egipto, para imponer su dominio, los ingleses tuvieron que aplastar (junio-septiembre de 1882) la revuelta nacionalista del coronel Arabi contra el jedive (virrey) Tawfik y contra la penetración extranjera. En Sudán, los británicos sufrieron varios reveses ante las fuerzas de El Mahdi, entre ellos la aniquilación de la guarnición de Jartum y de su comandante en jefe, el general Gordon (26 de enero de 1885); reconquistarlo les llevó casi dos años de duras luchas (1896-98). En África del Sur, antes de la guerra de 1898-1902, Gran Bretaña ya había tenido que hacer frente a un primer levantamiento de los Boers en 1880 y tuvo que contener las revueltas tribales de los zulúes en 1878-79 (y luego en 1906); en Rhodesia, de los matabele (1896) y en Costa de Oro (la futura Ghana), de los ashanti en 1873-74, 1896 y 1900.

España mantuvo una guerra intermitente en el Rif desde 1909, cuyo episodio más trágico fue el llamado Desastre de Annual acaecido en julio de 1921, y sólo comparable a la debacle sufrida por los británicos en Jartum en 1885. La campaña militar culminó, no obstante, con la victoria española tras el desembarco de Alhucemas llevado a cabo el 8 de septiembre de 1925 por el Ejército y la Armada y, en menor medida, por un contingente aliado francés, en el que se considera el primer desembarco aeronaval de la historia. En 1915, durante la primera guerra mundial, los británicos habían intentado uno similar en los Dardanelos, contra los turcos, que acabó en un terrible descalabro para los aliados y, especialmente, para los ANZACS, las Fuerzas Expedicionarias australianas y neozelandesas bajo mando británico. 
Italia había sido derrotada en Adua (Etiopía) y en Libia (1911-12) encontró fuertes resistencias. Los alemanes se vieron también sorprendidos por grandes insurrecciones tribales en Tanganica (1905-07) y en el África Sudoccidental (rebelión de las tribus herero y hotentote en 1904-06). La penetración francesa en Túnez provocó la rebelión de las tribus del sur, en las regiones de Kairuán y Sfax, que hubo de ser aplastada por fuerzas navales y terrestres (julio-noviembre de 1881). El control del alto y medio Níger y el avance desde la costa atlántica hacia el Sáhara tropezarían con numerosas dificultades: por ejemplo, la misión del oficial Paul Flatters para trazar un posible ferrocarril transahariano fue masacrada por los tuareg (febrero de 1881) quienes, pese a reconocer hacia 1905 la presencia francesa en sus regiones (extendidas por el sur del Sáhara, Mali, Alto Volta, Níger y Chad), no fueron del todo pacificados. En Indochina, la extensión del Protectorado francés al reino de Anam (1883) provocó fuertes resistencias en las zonas montañosas del norte, graves tensiones con China, y choques con bandas armadas y guerrillas diversas que crearon una situación de violencia que se prolongó hasta 1914. 
Buena parte de estas primeras rebeliones antioccidentales –y hubo bastantes más de las mencionadas- no fueron sino explosiones de xenofobia y resistencia de inspiración las más de las veces tradicionalista y a menudo tribal y religiosa. En algún caso, como en el Sáhara o en Indochina, fueron incluso puro bandidaje. Y todavía en la actualidad no ha sido erradicado el bandolerismo que llevó a trasladar el rally París-Dakar a Sudamérica. En otros lugares, se trató de sublevaciones no sólo antioccidentales: la rebelión de El Mahdi en Sudán fue un movimiento religioso islámico de carácter mesiánico y fundamentalista, y a la vez antibritánico y antiegipcio. 
Pronto, sin embargo, el nacionalismo vendría a dar sentido y legitimidad a la reacción antioccidental de muchos pueblos asiáticos y africanos. Lo hizo desde perspectivas y significados diversos y a veces contradictorios. En Japón, Turquía y en parte también en China, el nacionalismo fue un movimiento modernizador, reformista y a veces democrático, pero sirvió también de fundamento a políticas y reacciones de carácter militarista y autoritario. En la India, Egipto, Túnez, Marruecos, Indochina y en el África Subsahariana, fue además el motor de los procesos de descolonización y cristalizó muchas veces en movimientos reformistas y hasta revolucionarios, en la medida en que la lucha anticolonial aspiraba paralelamente a liquidar las obsoletas instituciones oligárquicas y las costumbres feudales y tradicionalistas que habían imperado en aquellos territorios antes de y bajo el dominio colonial europeo. 
Pero, a menudo, el nacionalismo anticolonial llevaba también en su interior elementos negativos y antidemocráticos –como ambiciones territoriales de marcado carácter anexionista, concepciones racistas, religiosas y liderazgos xenófobos hacia los europeos, basados en el culto a la violencia y el irracionalismo teocrático. 
Es más, las contradicciones de los nacionalismos anticolonialistas y antioccidentales, determinarían la historia de aquellos países antes y después de su independencia; y fijaron también, en gran medida, el destino de esos países a partir de 1945.










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