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lunes, 12 de junio de 2017

Napoleón y la invasión de España en 1808

Con la excusa de invadir Portugal, tradicional aliado de Inglaterra, las tropas francesas entran en España en 1808, y Napoleón nombra rey a su hermano José tras lograr la abdicación de Fernando VII. La resistencia española al invasor enciende la guerra de Independencia, con episodios como el sitio de Zaragoza o la derrota francesa en Bailén. En 1812 se produce la decisiva batalla de Arapiles. Las tropas anglo-portuguesas de Wellington se dispusieron en torno a Arapiles, con la infantería en primera línea y la caballería en los flancos. El ejército francés, preocupado en alcanzar al enemigo, se dispuso en un frente de batalla demasiado extendido. Wellington ordenó volcar el ataque sobre la izquierda francesa, desplazando allí un buen número de tropas de infantería y caballería, mientras intentaba simultáneamente romper el centro francés. El frente napoleónico se quebró, lo que aprovecharon los ingleses para cargar contra la infantería enemiga en desbandada. El flanco izquierdo y el centro francés fueron masacrados, pudiendo escapar tan solo el ala derecha. La estrategia de Wellington había derrotado al ejército francés. Francia no volvió a recuperar su poderío en España, lo que quedará de manifiesto en las decisivas victorias anglo-españolas de Vitoria y San Marcial. Al mismo tiempo que se estaba luchando en España, contra Francia se formó una nueva coalición integrada por Gran Bretaña y Austria. Bonaparte logró vencer a los austriacos en Wagram en 1809, convirtiendo los territorios conquistados en las Provincias Ilirias, además de anexionarse los Estados Pontificios. El Imperio alcanzó su máxima extensión en 1810, con la incorporación de Bremen, Lübeck y otros territorios del norte de Alemania, así como el reino de Holanda. Aunque muy pronto habría de cambiar todo.
La alianza de Bonaparte con el zar Alejandro I quedó anulada en 1812, y Napoleón emprendió una campaña contra Rusia que terminó con la trágica retirada de Moscú. La cruda derrota sufrida por los ejércitos napoleónicos en las estepas rusas en 1814, provocó la abdicación del otrora dueño de Europa Occidental, y su confinamiento en la isla de Elba. Cuatro meses más tarde escapó de su exilio y regresó a París; en consecuencia los aliados —Rusia, Austria, Prusia y Gran Bretaña—, volvieron a unirse para derrotarle en la decisiva batalla de Waterloo en junio de 1815. Los aliados anglo-holandeses destacaron 15.000 hombres en Halle y fortificaron algunos puntos como el castillo de Hougomount y la granja de La Haye-Sainte. Por su parte, Napoleón, atrincherado tras su flanco derecho, situó a su artillería en primera línea y envió un ataque sobre las posiciones fortificadas, esperando atraer algunos efectivos del centro aliado. Sin embargo Wellington, astutamente, apenas reforzó el sitio de Hougomount, manteniendo el orden de sus posiciones. Con las primeras descargas de artillería, por el este apareció una avanzadilla de las tropas prusianas, lo que obligó a Napoleón a desplazar un cuerpo de la reserva para contenerlos. Para protegerse de la artillería francesa, Wellington ordenó a sus hombres simular un repliegue. Al creer que se retiraban, 5.000 dragones franceses cargaron sin apoyo de su artillería ni de la infantería. En ese momento, la infantería inglesa se dispuso en cuadros de tres filas de bayonetas, rechazando el ataque francés y obligando a la caballería a huir en desbandada. Napoleón ordenó entonces un ataque entre Hougomount y La-Haye-Sainte, un intento fracasado. La infantería francesa fue aniquilada, mientras que la Guardia y la caballería hubieron de replegarse. El fracaso de Waterloo significó el ocaso del poderío napoleónico. Bonaparte fue recluido en la remota isla de Santa Elena, al sur del Atlántico. El emperador falleció el 5 de mayo de 1821.
Después de la caída de Napoleón, los países europeos que habían contribuido a la derrota francesa acordaron reunirse en Viena para dibujar un nuevo mapa de Europa regido por el equilibrio entre potencias. Así, del Congreso de Viena de 1815 surge una Europa dominada por cinco grandes naciones: Francia —que obtuvo un trato de favor a pesar de haber sido la potencia desencadenante del conflicto—, Gran Bretaña —que saldría, una vez más, reforzada—, Rusia, Austria y Prusia. Una vez más, los aliados, incluida Francia, pactaron a espaldas de España, que quedó apartada de las negociaciones de paz del Congreso de 1815. A partir de ese mismo año, y bajo el influjo de las ideas de Metternich, se creó la Confederación Germánica, que integró al incipiente Imperio Austrohúngaro y, de forma temporal, a los reinos de Prusia, Baviera, Wurttemberg, Sajonia y Hannover. Prusia acabaría convirtiéndose en la gran potencia hegemónica continental, y derrotaría a Austria en la guerra de 1866, a Francia en la de 1870-1871, y, finalmente, tras la unificación alemana de 1871 y la refundación del Reich, que se consumó en Versalles tras la derrota francesa, desencadenaría la Gran Guerra de 1914-1918. Un siglo antes, en el Congreso de Viena de 1815, decidieron las grandes potencias que los gobernantes europeos deberían ser miembros de las monarquías tradicionales, evitando así el peligro que suponía la aparición de nuevos líderes como Napoleón. En Francia, en nombre de este principio de legitimidad, acordaron restaurar la monarquía en la persona de Luis XVIII. A pesar de tanta guerra y violencia, el legado de Napoleón tuvo una importancia decisiva. La influencia de Bonaparte sobre Francia puede apreciarse incluso hoy en día. Por todo París pueden hallarse monumentos en su honor, como el Arco del Triunfo, erigido para conmemorar sus victoriosas campañas, y algunas de sus derrotas frente a los españoles transformadas en «victorias», como la de Bailén. Otra consecuencia dramática para España derivada de la guerra contra el Francés, fue el inicio de las guerras de emancipación de los territorios españoles de ultramar en América. En el resto de Europa, las reformas radicales que aplicó Napoleón Bonaparte alentaron en varios países las sucesivas revoluciones del siglo XIX de carácter liberal y nacionalista, acelerando el final del Antiguo Régimen a expensas de miles de víctimas. Llama poderosamente la atención que, a pesar de los cientos de miles de muertos que provocaron las guerras napoleónicas en toda Europa, el dictador francés siga gozando de una magnífica reputación, y que se le admire incluso en aquellos países que, como España, fueron víctimas de su ambición y de sus sangrientas guerras que, según algunos, se hicieron en nombre de la Libertad.


Rendición de los franceses en Bailén el 19 de julio de 1808

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