El siglo
VIII contemplará un hecho político de singular importancia para Occidente: el
nacimiento de una dinastía reinante basada en un pacto con el
poder eclesiástico. La monarquía fundada por Clodoveo en el siglo V estaba en absoluta
decadencia y desprestigio. Los merovingios gobernaban sobre unos territorios
que en su época de máxima extensión, bajo el reinado de Dagoberto II (629–639), se extendían
por la Galia, parte de Renania, Alemania y Turingia, y empezaba a hacer notar
su presión en Frisia, Sajonia y Baviera. Este será el Regnum Francorum en la
época inmediatamente anterior al ascenso carolingio. Al frente de él se
encontraba un rey, heredero de Clodoveo, que apenas reinaba y que, desde luego,
no gobernaba. Había abdicado sus funciones en el mayordomo de palacio,
personaje cuyo radio de acción se había extendido desde el gobierno de la real
casa a las verdaderas funciones de Estado. Circunstancia en absoluto inusual dada la confusión entre real casa y reino, paralela a la existente entre tesoro
privado del rey y tesoro del reino o hacienda pública. El punto de partida de
esta ampliación de poder está en el carácter hereditario del cargo. Se crearán
entonces unas dinastías de mayordomos que afianzarán su fuerza. El
reino merovingio, además, se encuentra dividido en tres regiones: Austrasia,
Neustria y Borgoña, al frente de las cuales hallamos a un rey faineant u holgazán. La dinastía Carolingia, que dará el golpe de Estado destronando al
rey y haciéndose proclamar monarquía por derecho divino, se inicia con Pipino
el Breve, descendiente de un personaje de gran prestigio, el obispo de Metz, y
que será mayordomo de palacio del Reino de Austrasia. Procedía de una familia
de grandes terratenientes austrasianos, en el corazón del Reino franco, y en la
base de su ascenso está, sin duda, su poderío económico. Su padre, Carlos
Martel, había conseguido un gran triunfo para la familia al derrotar a los musulmanes en Poitiers (732), cerrando así el camino de éstos hacia el
Norte. Pero no se atrevió a suplantar al rey. De
todos modos, el auténtico rey era el mayordomo de palacio. En una primera
etapa, Pipino se intituló «aquel a quien Dios ha confiado el gobierno». El
poder de la dinastía y su prestigio seguían en aumento. Pipino, entonces,
combate exitosamente a los musulmanes y sofoca una rebelión en Aquitania. Entonces entra en escena un nuevo personaje: el Papa.
Bizancio
ocupaba una gran parte de la península Itálica desde los tiempos de Justiniano
y protegía a Roma de los ataques del último pueblo bárbaro: los lombardos.
Mucho menos civilizados que los anteriores invasores de Italia, los ostrogodos
presionaban de Norte a Sur, pretendiendo apoderarse de toda la Península.
Bizancio se fue replegando sobre sus propias fronteras y retirándose
paulatinamente de Occidente. El esplendor de la época de Justiniano y Belisario
había desaparecido. El norte de África estaba en poder de los musulmanes. La
provincia bizantina de la península Ibérica había desaparecido tiempo atrás. Italia
es poco a poco conquistada por los lombardos: en 751, Astolfo se apodera del
exarcado de Rávena y amenaza Roma. Bizancio poco puede hacer ya, pues ha tenido
que abandonar Italia para proteger sus provincias asiáticas. El Papa se ve
forzado a buscar nuevos aliados.
Pipino,
que representa el único poder occidental capaz de frenar a los lombardos,
desaparecido el Reino visigodo de España en 711, se aprovecha de la situación.
El papa Zacarías refrenda el golpe de Estado. En 749, respondiendo a una carta
de Pipino, le escribe que «era mejor llamar al rey que tenía el poder, que al
que no lo tenía». El pragmatismo papal da a Pipino la base jurídica con que
apoyar sus pretensiones al trono, y el año 751 se decide a dar el gran paso. El
rey merovingio Childerico es tonsurado y enviado a un convento de por vida,
perdiendo con su cabellera el halo casi mágico que le daba derecho al trono de
los francos. A
continuación Pipino se hace proclamar rey en una asamblea que se celebró en
Soissons. La proclamación de Pipino constará de dos partes: la primera, la
tradicional aclamación del pueblo, que, aunque reducida a simple formalidad
desde el momento en que la monarquía se convierte en hereditaria, mantiene el
poder real con el refrendo popular y enlaza con las viejas tradiciones
germánicas de proclamar al caudillo que los llevará a la victoria. La
segunda es totalmente nueva: el rey es ungido con óleo santo. La unción, que
recibe de manos del obispo de los francos, Bonifacio, confiere a la nueva dinastía un
carácter divino y hace del monarca carolingio el elegido por Dios. El rey
Pipino tendrá una doble confirmación legal: el Pueblo y Dios.
En
751, ante la toma de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II juega con dos
barajas: una, la «legal», enviando una embajada a Constantinopla pidiendo
protección, y otra, la positiva: envía simultáneamente la misma embajada a
Pipino. Ambos responden con poca diferencia de tiempo. El Imperio de Oriente
actúa como si nada hubiese sucedido política y estratégicamente, y considerando
al Papa como el mero obispo de Roma y, como tal, un funcionario imperial más,
le encarga presentar sus quejas a Astolfo. Pipino ve las cosas desde el ángulo
opuesto. Roma es el gran centro del poder espiritual de Occidente, donde
deben desenvolverse él y su Reino. Y el Papa está en la base de su poder, por
lo que su ayuda debe ser efectiva. Le
escribe citándole en sus estados. El Papa se pone en marcha, cumple el encargo
bizantino y rápidamente se dirige a territorio franco. Una vez en él, negocia
con Pipino. El resultado no puede ser más favorable para ambos. La monarquía de
Pipino recibe un nuevo espaldarazo: «el papa prohíbe —en palabras de un
cronista algo posterior, que indican, si no la exactitud, por lo menos sí el
espíritu— a todos, bajo pena de excomunión, elegir a un rey nacido de otra sangre
distinta a la de los príncipes a los que la divina providencia se ha dignado
exaltar y… confirmar y consagrar por medio del bienaventurado pontífice, su
vicario».
Pipino
crea para el Papa los Estados Pontificios. Jura emplear todos los medios a su
alcance para restituirle el exarcado de Rávena y los derechos y territorios de
la antigua República romana. En la base de esta donación está la llamada
«Donación de Constantino», documento falso pero muy útil entonces para asegurarse Roma su total independencia, y la supremacía política del Papado. El trueque es, pues, ideal
para ambas partes. En 756, tras derrotar a Astolfo en Pavía, el rey franco le obliga a devolver el exarcado al Papa.
Bizancio lo reclama por medio de dos enviados, a los que responde Pipino que
«no puede robar a San Pedro lo que se le había dado». Con esta acción, Roma
corta las relaciones diplomáticas con el Imperio de Oriente, y en adelante
gravitará exclusivamente sobre Europa occidental y los nuevos reinos bárbaros
que han ido surgiendo y afianzándose desde la desaparición del Imperio Romano
en 476.
El
año 768 fallece Pipino y su muerte pone en peligro la continuidad del Reino que
había fundado. Siguiendo la inveterada tradición franca, divide sus estados
entre sus hijos Carlos, el futuro Carlomagno, y Carlomán. La providencial
muerte del segundo en 771 permite a Carlos reunificar el Reino. Los
lombardos presionan de nuevo y el Papa volverá a invocar el pacto. Carlos
responde solícitamente. De paso, elimina la posibilidad de que éstos reclamaran
los derechos de los hijos de Carlomán, que con su madre se había refugiado
entre los lombardos. El año 773 el rey de los francos se presenta de nuevo en
Italia. Sitia a Desiderio en Pavía y éste se ve obligado a capitular.
Carlomagno no se conforma, como su padre, con pedir garantías y firmar pactos:
desmonta la monarquía lombarda y a partir del 5 de junio de 774 ordena
encabezar las actas oficiales con un doble título: «Rex Francorum et
Longobardorum». Desde ese momento, Carlomagno es dueño de Italia. Pese
a todas las promesas y a todos los pactos con el soberano pontífice, se
considera heredero de las pretensiones lombardas y desea la unificación de
la península Itálica, naturalmente bajo su cetro. Al Papa no le queda otro
recurso que someterse. La conquista de Italia es sólo un capítulo más de su gran
obra política. La parte oriental del Reino franco será uno de sus objetivos más
importantes.
Al
frente de Baviera se encontraba el duque Tasilón, personaje semiindependiente
que, después de haberse reconocido vasallo de Carlos al principio de su
reinado, más tarde, apoyado por el clero y en buenas relaciones con el Papa,
vive durante unos años en una situación equívoca. En 781 decide Carlos poner
fin a la misma. Requiere a Tasilón para que cumpla sus compromisos, y Adriano I
se ve obligado a ponerse del lado de Carlomagno. El duque Tasilón, en la
Asamblea General de Worms, renueva su juramento de vasallaje. En
782, al producirse la derrota de los francos en Sajonia, se levanta de nuevo el
duque, y en 787 Carlomagno recurre a medidas enérgicas. Tasilón se niega a
comparecer ante la Asamblea General de Worms de aquel año, y Baviera es atacada
por tres ejércitos. Se somete, pero inmediatamente vuelve a levantarse en
armas. Por fin, en 788 es juzgado y condenado al destierro recluido en un
monasterio. Carlomagno desarrolla una política de aproximación, y desde el año
791 hasta el 793 reside en Ratisbona y convoca allí sus Asambleas Generales. En
794 saca a Tasilón del monasterio y en Fráncfort renuncia a todos sus derechos
por él y por sus descendientes a favor de Carlomagno.
La
principal empresa de conquista de Carlomagno será Sajonia. Formaban los sajones
un conjunto de pueblos muy variados dedicados, en su mayor parte, al saqueo.
Tenían su capital en Westfalia, y desde allí asolaban las tierras de Turingia,
Hesse y las provincias renanas. Las campañas duraron desde 772 hasta 804. En
785, Carlomagno dominaba ya casi toda Sajonia, y entre 798 y 804 sometió a los
habitantes de Nordalbingia y Wihmode. El personaje clave en esta lucha, por
parte sajona, es su gran caudillo Widukind, jefe de los westfalianos, que en
778 se levanta contra Carlomagno. En años anteriores había ya conseguido Carlos
algunos triunfos y efímeras sumisiones. En 785 logra una gran victoria e impone
a los sajones la conversión al catolicismo. Widukind llega a recibir el bautismo en Attigny.
El rey franco impone un régimen de terror: pena de muerte para quien profane
iglesias, el ayuno y la abstinencia cuaresmal; para los que maten a un clérigo,
sea obispo, sacerdote o diácono; para los que incineren a sus muertos según el
rito pagano, etcétera. El resultado de imponer el cristianismo a sangre y a
fuego es, una vez más, muy negativo. En consecuencia, en el 793 los sajones
vuelven a rebelarse.
Un
ejército de francos que se dirige contra los ávaros es derrotado y toda Sajonia
se alza en armas. Carlos responde con varias campañas, la última en 797. Ahora la
situación de los sajones no será tan dura: las penas capitales quedan
sustituidas por las pecuniarias, según la tradición franca, asimilándolos al Reino. En 804 puede considerarse liquidado el problema sajón y
las fronteras orientales del reino llegan hasta la desembocadura del Elba. En
808 cumple la última etapa: los abodritas, incapaces de contener a los daneses más allá del Elba, son sustituidos por tropas francas. El ángulo nororiental del Reino, entre el Rin y el Weser, estaba ocupado por los frisones, gentes
irreductiblemente paganas que resistían desde el siglo VII todo intento de
cristianización y, por tanto, de asimilación. No causarán tantos problemas como
los sajones. Aliados a éstos, deponen las armas tras la derrota del año 785 y
el problema queda resuelto. Tras la victoria militar vendrá la evangelización
por la fuerza. Más
allá de Sajonia, Turingia y Baviera se encuentra el país de los eslavos. Las
intenciones de Carlomagno respecto a éste son distintas: no pretende
anexionárselo, sino tan solo mantenerlo a raya. Los carintios habían sido ya
reducidos por Tasilón y con Baviera pasan a la órbita franca. Los abodritas,
expuestos a los ataques de sajones y daneses, buscaron ya desde el 780 el apoyo
de los francos. Después de la victoria sobre los sajones en 785, se colocan
decididamente bajo su protección. En 793 ayudan a Carlomagno contra los
sajones, y desde ese momento forman parte de las tropas regulares francas. Más al sur,
otros grupos son mantenidos a raya por el terror. Los checos o bohemios son
sometidos en 805 tras una primera campaña, aunque hay datos de ulteriores
expediciones militares. Más allá de los eslavos, encontramos a los ávaros.
Oriundos de Asia, asientan sus dominios en el Danubio medio. Parece que
Tasilón, el duque bávaro, estaba en connivencia con ellos. Desde luego, en 788,
año en que Tasilón es juzgado, redoblan sus ataques contra territorio franco para distraer a Carlos de los asuntos de Baviera. En 790 fracasan unas
negociaciones y se declara la guerra. En el verano de 791 se llevan las
campañas al territorio ávaro y se repiten al año siguiente. Por fin, en 796 un
nutrido ejército toma el ring o sede del tesoro ávaro con todo su contenido.
Aún intentarán sacudirse el yugo de los francos, pero en 811 vemos a su jagan
o caudillo presentarse ante Carlomagno en Aquisgrán para agradecerle el envío
de tropas en su ayuda para combatir a los eslavos.
La
atención del rey franco se dirigió también al sur de sus
dominios, hacia la península Ibérica en manos de los musulmanes. Pese al fracaso
de la expedición del 778 contra Barcelona, a cuyo regreso, tras destruir
Pamplona, la retaguardia de su ejército es atacada por los vascones en los
desfiladeros de Roncesvalles, infligiéndole un terrible descalabro, el balance
es positivo. En 785 Gerona se entrega a los francos, y en 803, tras dos años de
sitio, capitula Barcelona. Los francos establecen así una cabeza de puente para
una hipotética conquista de la zona situada al norte del Ebro, que nunca se
llevará a término. Las buenas relaciones entre los recién creados Condados Catalanes y el Reino franco durarán hasta el advenimiento de Hugo
Capeto (987), y de derecho hasta el Tratado de Corbeil firmado entre Luis
IX de Francia y el rey Jaime I de Aragón, llamado El Conquistador. En virtud de dicho
tratado, que se firmó el 11 de mayo de 1258, la hija de Jaime I, Elisabeta, se
casaría con Felipe, heredero de Luis IX; el rey francés, como heredero de
Carlomagno, renuncia así a los derechos sobre los condados de Ampurias,
Barcelona, Besalú, Cerdaña, Conflent, Gerona, Osona, Rosellón y Urgel. Jaime de
Aragón, a cambio, renuncia a varias comarcas transpirenaicas que habían formado parte del reino visigodo varios siglos antes.
Bretaña, la
península Armoricana al oeste de la Galia, no estaba bajo control de los
francos. Los merovingios habían intentado en vano someterla, consiguiendo solo
algunas victorias parciales. Para controlar a estas gentes, que ocuparon la
región en el siglo V huyendo de los sajones que habían invadido Britania, se
crea la Marca Británica, al igual que en la frontera pirenaica se creó la Marca
Hispánica. En 779, el conde Guy rompe las hostilidades con los bretones armoricanos.
El resultado es positivo, aunque no definitivo, pues en 811 se hace necesaria
una nueva expedición. La culminación de esta ambiciosa política militarista fue la exaltación de Carlomagno al Sacro Imperio Romano Germánico. Varias
circunstancias se dan para ello. En primer lugar, está el indiscutible
prestigio que bajo el segundo de sus miembros ha conseguido la emergente dinastía Carolingia.
A partir de su coronación —el día de Navidad del año 800—, Carlomagno se convierte en el
auténtico árbitro de Occidente, desbancando al Papa. En segundo lugar, Roma
había roto definitivamente con el Imperio de Oriente y
volvía sus ojos hacia los francos como valedores. No es de extrañar, pues, que el Papa decidiera cambiar un imperio por otro hecho a la medida de sus actuales
necesidades. El antiguo Imperio de Oriente, cuya política exterior en Italia
había sido bastante ineficaz en los últimos tiempos, era sustituido por un
Imperio que se había comprometido a prestar su incondicional apoyo militar a Roma. Un
tercer factor determinante fue la delicada situación personal del Papa. En 795,
tras la muerte de Adriano I, sube al solio pontificio León III. En la carta de
felicitación que recibe de Carlomagno, se vierten conceptos y frases muy
sugerentes intentando atraerse al rey de los francos. El nuevo Papa se encontraba en una situación muy comprometida, pues su elección era
discutida, llegando a sufrir un atentado el 25 de abril de 799. Los conjurados
le acusaban de adúltero y perjuro. Solo Carlos podía resolver su situación,
porque tenía la fuerza y el compromiso de hacerlo.
En
el otoño de 800 se presenta Carlos en Roma. Su primer acto oficial será
presidir el tribunal que juzgará al Papa, que debe confesar
públicamente sus culpas. Casualmente, el mismo día del «expurgatorio» recibe de
manos de los enviados por el patriarca de Jerusalén un vexillum o estandarte sagrado,
las llaves del Santo Sepulcro y de la Ciudad Santa, ceremonia semejante a la
que cinco años antes había recibido del Papa. Toda la Cristiandad, desde Roma a
Constantinopla, lo aclama. El resultado fue la coronación de
Carlomagno como sacro emperador aquel mismo año. El Papa le impone la Corona y le «adora» siguiendo
el antiquísimo ritual de los emperadores romanos. En realidad, Carlomagno ya
era emperador de Occidente mucho antes de su coronación por el Papa. El vasto
Reino de los francos que incluía, además, los territorios recientemente
conquistados, necesitaba una coherente organización administrativa para que la
acción del monarca pudiera llegar a controlarlos efectivamente. Consecuencia
inmediata: división del Reino y el Imperio en 806.
El
emperador, siguiendo la vieja tradición de los francos, se comunica con sus
súbditos a través de las asambleas generales. Se convocan normalmente en
primavera, antes de las campañas, lo que demuestra la raigambre militar de la
institución. Se toman en ellas importantes decisiones con el acuerdo «de todo
el pueblo», aunque en la realidad, aun siendo convocados todos los habitantes
del Reino, acuden sólo los grandes señores y los jefes de las tropas.
La sociedad sobre la que se impuso la estructura política y administrativa del Imperio era esencialmente rural. La tierra era la base del estatus social de cada uno de sus
individuos, la base de la realidad económica y, desde luego, la fuente de poder.
En la base de esta sociedad rural hallamos a los esclavos. Las fuentes de la
época hablan inequívocamente de esclavos que podían venderse con la tierra,
incluso disolviendo los matrimonios. El esclavo había heredado
su condición de la época romana, y el cristianismo no había logrado, o no había
querido, erradicar la esclavitud. Lo único que cambió fue que a los esclavos
medievales se les denominó siervos. También, igual que en tiempos de los
romanos, a los nacidos esclavos se podían unir personas nacidas libres por motivos de deudas u otros conceptos. En los grandes dominios encontramos
multitudes de ellos desempeñando trabajos agrícolas. Otros servían en la casa
del señor, y unos terceros, servi casati, explotaban las tierras mediante los
fundos —heredades o fincas rústicas— en beneficio del terrateniente. En el
estrato superior, aunque no muy por encima, hallamos al colono. Las
limitaciones que reducían la libertad de movimientos al colono eran múltiples: vivía en una
propiedad ajena, muchos de ellos pagaban exacciones, su matrimonio estaba
sujeto al control del dueño de las tierras, no podían transmitir libremente sus
bienes, etcétera. Pero, como «libre» que era, al menos jurídicamente y sobre el
papel, estaba sujeto a prestar servicio militar, y tenía acceso a los tribunales de justicia como demandante y como testigo. Tenía un estatus de trabajo basado en las prestaciones a su señor, establecido por el derecho consuetudinario. El colono
cultivaba un fundo o manso. Los segundos tierras o bienes primordiales que,
exentos de toda carga fiscal, solían poseer las parroquias y algunos
monasterios. Cuando el esclavo, por su capacidad de trabajo, ya no era
rentable, el sistema de explotación de las tierras por medio de colonos adquiría una importancia primordial. Por encima del colono, encontramos al
hombre libre. Pero los libres no constituían la base de la sociedad
altomedieval, sino un grupo en completa decadencia. Por medios legales o
ilegales —incluida la extorsión—, los poderosos señores feudales se apoderaban
de las tierras libres y la sociedad se precipitaba, también en este sentido,
hacia unas abusivas formas de dependencia que perdurarían, en algunos países como Rusia, hasta principios del siglo XX.
Soldados de la Guardia de Corps de Carlomagno |
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