El 1 de noviembre de 1478 el papa Sixto IV, a petición de
los Reyes Católicos que habían enviado a Roma al obispo de Osma, concedía a los
monarcas la bula Exigit sincerae devotionis por la que se creaba la Inquisición.
La concesión del papa a la potestad regia de la facultad de elegir inquisidores
solo afectó inicialmente a la Corona de Castilla, pero a partir de febrero de
1482, en que se erigió el tribunal de Zaragoza, y de octubre de 1483 en que el inquisidor
general, don Tomás de Torquemada, unió a su jurisdicción castellana la de la
Corona de Aragón, puede considerarse el establecimiento definitivo de la nueva
Inquisición en los reinos de la Corona de Aragón. Al menos, en el tiempo de
gobierno de los Reyes Católicos, se distinguen dos etapas en la puesta en
funcionamiento de los tribunales; una, que va de 1478 a 1495, registra la
creación en ambas Coronas de un gran número de tribunales, y es el período en
el que se desarrolló una dura represión contra los judaizantes. La otra, que
abarca los años 1495-1510, por disminución de la actividad represiva antijudía
y haberse prácticamente terminado el proceso de expulsión, obligó a una
concentración de tribunales y distritos debido al alto coste económico de su
funcionamiento.
Con mucha frecuencia se ha descrito la Inquisición como
una institución cuyo carácter represivo se proyectó sobre los judíos, los moros
y los herejes, y también sobre quienes difundían ideas que podían ser
consideradas heterodoxas. La instalación de los primeros tribunales es
coincidente con otros esfuerzos que tienden a procurar la conversión de judíos
y de moriscos, y en este sentido han de destacarse los trabajos catequéticos
llevados a cabo por el arzobispo de Sevilla, don Pedro González de Mendoza, con
los judeoconversos y por el arzobispo de Granada, don Hernando de Talavera, con
los moriscos. Éste, al poco de terminar la guerra de Granada, escribió una
instrucción para la comunidad morisca del Albaicín que es un compendio de
exigencias mínimas cuya observancia equipararía el cumplimiento morisco al de
los cristianos, y que al tiempo revela cuáles eran los vehículos culturales que
se sospechaba servían para perpetuar su religión. Fray Hernando de Talavera
hace una llamada al abandono de la lengua arábiga: «olvidando quanto pudiéredes
la lengua araviga y faziendola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas»;
al olvido de las ceremonias que entre los moriscos acompañaban los momentos más
señalados de la vida: nacimiento, bodas y funerales, y a la adopción de las
costumbres cristianas en materias como el vestir, calzar y comer. Estos
consejos, que van unidos a lógicas recomendaciones sobre las oraciones que
habían de rezar, la doctrina que tenían que aprender y sobre otros aspectos
relacionados con la recepción de los sacramentos, respeto a las fiestas,
asistencia a la iglesia, etcétera, se completan con dos llamamientos
significativos: «que embieys a vuestros hijos a las yglesias a aprender leer y
cantar o a lo menos las oraciones susodichas, y que los que sabeys leer
terminadas todos libros en aravigo de las oraciones y salmos que vos serán
dados y de aqueste memorial y rezeys por ellos en la yglesia».
El programa de fray Hernando de Talavera expresa una
tolerancia inicial que informa también otros procesos anteriores y posteriores
a la fecha próxima a 1492 que es cuando se escribe; por un lado, la vigilancia
sobre los vehículos de perpetuación de la religión islámica y la desconfianza
que inspiran —lengua, ritos, costumbres, hábitos de comportamiento—, no impide
que se utilice la lengua prohibida como medio capaz de acelerar el aprendizaje
de la religión y, por tanto, de la conversión deseada. Es uno de los métodos
utilizados por los misioneros españoles en Indias: la traducción de catecismos
y doctrinas a las lenguas indígenas tuvo una gran transcendencia. Aunque los
ejemplos que pueden referirse son muy abundantes, baste citar a fray Francisco
de Pareja, un franciscano que escribió una Doctrina cristiana, catecismo y
confesionario y otros tratados de devoción en lengua timuquana, en la que es
consumado, y que incluso publicó en 1614 el Arte y pronunciación en lengua
timuquana y castellana.
Pero si la lengua sirvió para el fin de la conversión,
algunos rasgos culturales atrajeron el rechazo social de la mayoría cristiana,
y se convirtieron en elementos de diferenciación que contribuyeron a
identificar mejor lo morisco o lo judío. Así, el cronista eclesiástico Andrés
Bernáldez identificaba a los judíos porque «[...] nunca perdieron el comer a
costumbre judaica de manjarejos e olletas de adefina, manjarejos de cebollas e
ajos, refritos con aceite, y la carne guisaban con aceite, ca lo echaban en
lugar de tocino e grosura por escusar el tocino [...]». Y en 1612, otro
eclesiástico, el padre Aznar Cardona, destacaba en un tratado que pretendía
justificar la expulsión de los moriscos el elevado consumo de fruta, y anotaba
que «ni bebían vino ni compravan carne ni cosa de caças muertas por perros, o
en lazos, o con escopetas o redes, ni las comían, sino que ellos las matassen
según el rito de su Mahoma».
La tolerancia y la coexistencia pacífica habían sido las
notas características de las relaciones entre los practicantes de las tres
religiones. Sin embargo, grados y coyunturas diferenciadas permiten apuntar una
diversidad de trato que se hace muy compleja en tiempos especialmente
conflictivos. Pese a los intentos más o menos forzosos de asimilación, la
sociedad española de la época de los Reyes Católicos se presentaba ya como el
resultado de un complicado conjunto estratificado con anterioridad, cuya
nomenclatura encierra precisas connotaciones de tipo religioso, económico,
social y cultural. Junto a las señas de identidad de los moros y judíos puros,
los mudéjares eran los súbditos de la Corona que, viviendo en sociedades
mayoritariamente cristianas, continuaban practicando la religión musulmana.
Diferentes del morisco, que era el musulmán que había sido bautizado por una
decisión voluntaria o forzada, y que seguía conservando casi todos los hábitos
de su antigua religión, y del moro, que era el musulmán dependiente del poder
político reducido en la Península al reino de Granada, los mudéjares se
distribuían por toda la Corona de Castilla, siendo particularmente importante
la presencia de sus comunidades en Hornachos, Ávila, Valladolid, Arévalo,
Agreda, Guadalajara, Burgos, Plasencia, Trujillo, Mérida, Bienquerencia y
Uclés, con una población próxima a los veinte mil individuos. Aunque desde la
época de la monarquía visigoda la actividad legislativa no paró de producir
disposiciones antijudías repletas de denominaciones ofensivas y despectivas, la
comunidad de cristianos viejos denominó «marranos» a los judíos que aparentaban
una vida de cristianos. Desde la descripción de los fingimientos que se veían
forzados a realizar para que los cristianos viejos no conociesen su verdadera
afición, y que son sintetizados en la crónica de Andrés Bernáldez, hasta la
opinión de los viajeros extranjeros que visitaron la España de la época, el «marrano»
se representaba como un falso cristiano que en secreto continuaba practicando
su antigua religión. Un viajero alemán, Jerónimo Munzer, en su visita a
Valencia se refiere en 1495 a la iglesia de San Cristóbal, donde «…tenían sus
sepulcros los “marranos” [es decir, los falsos cristianos, judíos en su interior].
Cuando moría alguno de ellos fingían conformidad con los ritos de la religión
cristiana e iban en procesión con el ataúd cubierto con un paño dorado,
llevando delante la imagen de San Cristóbal. Sin embargo, lavaban en secreto
los cuerpos de los muertos y los enterraban de acuerdo con sus ritos».
La sociedad cristiana vieja los conocía también como
conversos, confesos, y en general, mezclando el origen no cristiano de buena
parte de la sociedad hispana, los cristianos nuevos vinieron a designar a
judíos y musulmanes convertidos, de los que existían sospechas fundadas de
seguir secretamente los ritos y costumbres de sus antiguas religiones. También
debieron producirse casos al contrario, de los que disponemos de un primer
catálogo sistematizado para los siglos XVI y XVII: los renegados fueron los
cristianos de origen que, voluntariamente o forzados a ello, se convirtieron a
la religión musulmana; con la base de la documentación inquisitorial, hoy
sabemos que entre 1550 y 1700, los cristianos de Alá que por una u otra causa
tuvieron problemas con el Santo Oficio fueron cerca de 500 individuos.
La convivencia entre judíos, musulmanes y cristianos, sazonada
con más o menos violencia por la Iglesia y por la monarquía, tendió a señalar
diferencias espaciales y personales entre los distintos grupos; en todos los
casos, el establecimiento de estas medidas ha dejado huellas que han
permanecido hasta nuestros días: la segregación en barrios apartados, el uso
obligatorio de señales externas colocadas en los vestidos, la prohibición de
los matrimonios mixtos, la limitación efectiva del ejercicio de algunas
profesiones, el sometimiento a un régimen tributario especial, la prohibición
de utilizar nombres cristianos y determinados trajes y aderezos, tanto en
personas como en caballerías, y la presión de la predicación y del afán
mayoritario de convertirlos al cristianismo, son las principales
manifestaciones de una convivencia basada en claves de una intolerancia que se
agravó con el establecimiento de la Inquisición —no solo en España, sino en
toda Europa—. En efecto, la historiografía especializada en el análisis del
funcionamiento de los primeros tribunales inquisitoriales y de las causas y
procesos que siguieron, coinciden en señalar que entre 1478 y 1495 se produjo
una considerable represión.
Tanto la instauración de tribunales como sus
procedimientos provocaron una diferenciada reacción; se ha convertido en
tradicional asignar a la sociedad de la Corona de Aragón una capacidad de
insumisión y de rechazo bien estudiados en comparación actual con los
resultados obtenidos por los historiadores en la Corona de Castilla. Como narra
el cronista Andrés Bernáldez, si la llegada de los inquisidores a Sevilla en
1480 provocó el miedo y la huida de los conversos, que en número cercano a los
ocho mil se refugiaron bajo la protección señorial, produciendo su ausencia
carencias en el comercio y una disminución sensible en las contribuciones
fiscales al ayuntamiento sevillano, la dura represión efectuada a lo largo de
la década siguiente no logró organizar una protesta sistemática contra el abuso
inquisitorial. Sí, en cambio, se organizó en Valencia, donde la oposición
social al establecimiento y actuaciones inquisitoriales se desarrolló desde sus
mismos comienzos durante los años 1484 a 1486; en Valencia, se denunció la
«inconstitucionalidad» de tribunales formados por extranjeros; su nombramiento
era un atentado contra los furs e privilegis de la ciudad de Valencia, y
también se lesionaban intereses de los brazos militar y eclesiástico.
La Inquisición planteaba un problema jurisdiccional y
limitaba de hecho el poder económico de la Iglesia; además, la aplicación de
las condenas de confiscación de los bienes e imposición de multas, conculcaba
varios fueros concedidos por Jaime I y por Martín I. Hasta las Cortes de Monzón
y Barcelona de 1510–1512 no volvieron a esgrimirse argumentos forales en la
lucha contra la Inquisición; la limitación de los abusos cometidos por los
inquisidores, el deseo de limitar las competencias jurisdiccionales, que habían
sido ampliadas por el inquisidor Diego de Deza a los casos de usura, sodomía y
bigamia, la reivindicación de una mayor intervención del obispo en las
cuestiones relacionadas con los procesos incoados por herejía, y la propuesta
de adopción de medidas que salvaguardasen la inocencia, fama y bienes
correspondientes a la familia de los condenados, son las principales muestras
de rechazo de unos procedimientos y resultados que se amparaban en la
ambigüedad con que actuaba la Inquisición, y que en muchas ocasiones permitía
la extensión social de la culpabilidad a la inocencia de los allegados al
procesado.
El conjunto de cuestiones presentadas por castellanos,
aragoneses, valencianos y catalanes, primero en Valladolid en 1518, y después
en Zaragoza en 1519, permiten sistematizar un conjunto de agravios que ayudan a
explicar el descontento general, la resistencia organizada y, al tiempo, la
múltiple contestación violenta: el 13 de septiembre de 1485 fue asesinado en la
catedral de Zaragoza el inquisidor Pedro Arbués, probablemente por un tal Juan
de Esperandeo, zurrador, y por su criado Vidal Durango, que pagaron con su vida
la acusación. Ambos fueron ejecutados de la forma más infamante en Zaragoza,
antes de cumplirse el aniversario del crimen; el primero fue arrastrado vivo
por las calles de Zaragoza, y delante de la catedral le fueron cortadas las
manos; luego, en el mercado, fue decapitado y descuartizado. El criado tuvo
suerte semejante y los ejecutores, por haber dicho la verdad, después de
arrastrarlo, lo ahogaron, y luego procedieron igual que con su amo. Hubo más
implicaciones que acabaron en el simple suicidio, como el protagonizado por
Francisco de Santa Fe, que se arrojó desde lo alto de una almena, o en intentos
desesperados por lograrlo, como el de Juan de Abadía que tragó los vidrios de
una lámpara. Pero la represión había comenzado mucho antes; en los últimos días
del mes de diciembre de 1485 y primeros meses de 1486, fueron quemadas en
Zaragoza varias personas por practicar ceremonias judaicas, ayunar en tiempos
distintos, guardar el sábado y trabajar en domingo, por entregar aceite en la
sinagoga, o por manifestar su incredulidad en el misterio de la Santísima Trinidad.
Si la brutalidad fue un exceso que sensibilizó a la
opinión pública, consiguiendo por el miedo alterar la convivencia, sembrando la
sospecha permanente de la delación y desarrollando sentimientos antijudíos, la
teatralidad de los actos inquisitoriales, los medios de los que se sirvió para
obtener información, y la perfecta correspondencia de la autoridad civil con
las decisiones tomadas por los inquisidores, contribuyeron a que la
desaparición de los Reyes Católicos abriese un camino a la esperanza. Por eso,
todos a una, desde Valladolid y desde Zaragoza, más que en las barbaridades
cometidas se insistió al nuevo rey Carlos I en los procedimientos que las
originaban. En Valladolid se pedía justicia, que los jueces inquisitoriales
fueran hombres de generosidad, fama y conciencia probadas. A los castellanos se
les prometió una intervención positiva: los jueces serían mayores de cuarenta
años, se les pagaría con un salario establecido y no sobre las condenas que
fallasen, proponiéndose que en cada iglesia se reservasen dos canonjías,
podrían ser recusados por los presos, serían objeto de visita por funcionarios
reales ajenos al aparato inquisitorial, y los testigos no podrían ser buscados,
ni inducidos a declarar, si no se hacía voluntariamente y bajo juramento, y
podrían ser reprobados por los acusados por razones de malquerencia e
incapacidad. En Zaragoza prácticamente se solicitó lo mismo. Se ponía en
entredicho la capacidad, la voluntad y la actuación de los jueces; se pedía la
humanización de las relaciones con los acusados, la existencia de cárceles
dignas, la posibilidad de que los familiares visitasen a los presos, y una
equiparación de los métodos seguidos por los tribunales inquisitoriales con los
más benéficos de los tribunales eclesiásticos.
Lo que se cuestionaba era, por tanto, la existencia de
los tribunales y los procedimientos que seguían; la Inquisición resultaba ser
un aparato represivo, ostentoso y brutal, capaz de conseguir información a
cualquier precio, incluidas las prácticas de la delación y de la tortura,
facilitando confesiones inspiradas por el miedo y ejecutando con pleno apoyo
del poder sus sentencias. La intolerancia fue un programa y la violencia el
instrumento encargado de su reproducción y perpetuación; los resultados fueron
siempre los mismos y explican por qué la intolerancia duró tanto tiempo, y por
qué los fines de la Inquisición fueron acomodándose a los cambios sociales y a
la evolución de las ideas que producían los nuevos tiempos.
Las actuaciones inquisitoriales fueron siempre
llamativas, y en la variedad de sus procesos pueden espigarse datos
cualitativos que revelan una intolerancia premeditada y pensada únicamente para
castigar a los seleccionados y escarmentar a todos. Sin entrar en los procesos
de herejía, y fijándonos solo en algunos que se relacionan con la superstición,
se da la impresión de que la obsesiva preocupación por los detalles buscaba
probar siempre unos mecanismos de detección del error que habían sido
previamente estudiados. Cada interrogatorio es un precioso formulario pensado
para torturar. Como en tantas otras, en una actuación del tribunal de Cuenca de
1518, se obtienen informaciones del acusado siguiendo una secuencia de
preguntas acerca de su identificación personal, naturaleza y vecindad, estado civil
y domicilio. A continuación el inquisidor formula una serie de preguntas
sorprendentes para el acusado; si sabe el día de la semana, el mes o el año en
que vive. Después le interroga sobre el grado de conocimiento que posee de las
principales oraciones y conjuntos doctrinales, pasando más adelante a
verificarlos y a formular nuevas preguntas sobre el cumplimiento de las
obligaciones pascuales impuestas por la Iglesia. Algunos ejemplos sobre pecados
concretos como la envidia, la lujuria, o el hurto, pretendían averiguar la
correcta opinión de conciencia del acusado sobre tales extremos y, por último,
o se insistía sobre los errores advertidos o se pasaba directamente a conocer
sobre el delito, pecado o hecho denunciado.
Los Reyes Católicos fueron los inventores de esta máquina
pensada para la represión de todo tipo de desviaciones nacidas en el interior
del cristianismo: las recurrentes de los conversos judaizantes y moriscos, las
progresivas de los cristianos heréticos y renegados, y hasta las simples manifestaciones
de la ignorancia, la superstición y la inmoralidad. El cristiano fue el gran
castigado; su fe individualizada, al ser pública desde el instante en que es
asumida por el Estado, convierte su falta en un delito común cuya penitencia se
administra por igual desde el confesionario, desde el tribunal eclesiástico y
desde el tribunal inquisitorial. La administración del perdón, que fue muy
abundante, no logra todavía empequeñecer la brutalidad y la perfección de un
sistema creado para homogeneizar a la sociedad. Este sistema, que obtuvo en la
institucionalización de un alto organismo del Estado, el Consejo de la Suprema
y General Inquisición, la garantía de su perpetuación, no solo convirtió en
funcionarios a los inquisidores, sino que además fue un poderoso mecanismo al
servicio del Estado para reprimir otro tipo de desviaciones y, de paso, hacer
de las condenas un medio de exacción y de marginación.
La pena inquisitorial fue al mismo tiempo una fuente de
ingresos para el Estado y una garantía pública de que, además de la raíz del
mal, se secaba el tallo, la hoja y la flor: las confiscaciones de bienes, la
prohibición de ejercer cargos públicos, eclesiásticos y políticos, y de
trabajar en determinadas profesiones, afectó a los familiares próximos y remotos
del acusado. La inhabilitación que solidariza por decreto a condenados y a sus
familiares es de 1488; antes, en 1476, las Cortes castellanas de Madrigal y,
más adelante, las Cortes de Toledo de 1480, hacían una profesión de fe
antisemita: en aquella ocasión había que señalar al réprobo desde su traje
hasta el barrio en el que había de recluirse. El signo de identificación, la
limpieza de sangre, la demostración de la pertenencia a una familia intocable
para la Inquisición, trataba de solidarizar unas pruebas de idoneidad sujetas
al riesgo de la falsificación. En la actualidad solo conocemos unos pocos de
los casos más relevantes del ascenso social consentido de los conversos;
estaban presentes en todos los cuadros que representaban el poder: desde mayordomos,
confesores, médicos, oficiales, letrados y eclesiásticos al servicio de la casa
Real, hasta las propias autoridades eclesiásticas e inquisitoriales al más alto
nivel, el predominio de los conversos fue una de las muchas claves que hizo
posible la intensificación de la intolerancia.
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