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sábado, 6 de mayo de 2017

Guerra civil en Castilla y victoria de Toro en 1476

La guerra civil nobiliaria se extendió pronto a toda la Península. Isabel y Fernando cuentan con el apoyo de Aragón y de Navarra, y sus enemigos atraen al monarca portugués al que ofrecen la Corona de Castilla mediante el matrimonio con su sobrina Juana la Beltraneja. A diferencia de Enrique IV, Isabel y Fernando actuaron rápida y enérgicamente y aunque sufrieron algunos reveses en los primeros momentos, a partir de septiembre de 1475 pasaron a la ofensiva; con ayuda de los refuerzos aragoneses lograron recuperar las tierras ocupadas por Alfonso V de Portugal y lentamente los nobles partidarios del monarca portugués abandonaron su causa y prometieron obediencia a los jóvenes reyes, que mantuvieron en todo momento su política de atracción de la nobleza: los rebeldes derrotados perdían, como era lógico, la custodia de las plazas de interés militar, pero conservaban sus propiedades y recibían importantes compensaciones económicas. En el mes de febrero de 1476, el ejército portugués fue vencido en Toro, y con este éxito militar de los reyes, los rebeldes del interior perdían toda posibilidad de ayuda extranjera e iniciaban negociaciones para reintegrarse al servicio de Isabel y Fernando. En septiembre se produjo la reconciliación del marqués de Villena y del arzobispo toledano, con la que puede darse por terminada la sublevación interna cuyos inicios se sitúan en los años finales del reinado de Alfonso X. Pacificada Castilla, sus ejércitos podían intervenir en la guerra franco–catalana, apoyando a Juan II contra Luis XI. Esto suponía un cambio importante en la política tradicional de Castilla, pero la excesiva fuerza adquirida por Francia había modificado la situación; los franceses habían dejado de ser los aliados a los que Enrique II había ayudado contra Inglaterra durante la guerra de los Cien Años, y se habían convertido en peligrosos rivales de Castilla en el Atlántico; por otro lado, Fernando era, al tiempo que rey castellano, heredero de Aragón, enemigo tradicional de Francia en los Pirineos y en Italia, y Luis XI había llegado a un acuerdo con Alfonso V de Portugal para abrir un nuevo frente bélico a través de Navarra, en la península Ibérica.
La conjunción de intereses de Castilla y de Aragón, llevaba a la guerra contra Francia y antes de que ésta se declarase convenía tener bajo control a Navarra, donde la división entre beamonteses y agramonteses podía facilitar la entrada de tropas francesas. Fernando e Isabel estaban en una posición privilegiada para lograr un acuerdo entre los dos grupos rivales: los agramonteses se habían mantenido fieles a Juan II, y los beamonteses habían figurado en todo momento al lado de Castilla por lo que no fue difícil convencer a unos y a otros de la necesidad de llegar a un acuerdo del que sería garante el monarca castellano. La Concordia de Tudela (1476) que ratificaba los acuerdos, significaba de hecho el establecimiento de un protectorado castellano en Navarra, aunque el reino mantuviera su independencia.
Aseguradas las fronteras de Castilla, los monarcas reorganizaron la gran alianza puesta en pie por Juan II de Aragón contra Luis XI durante la última fase de la guerra civil catalana, y se unieron a Inglaterra, Borgoña y Bretaña en el Atlántico, y a Ferrante de Nápoles en el Mediterráneo. Ante la presión militar y comercial, Luis XI se vio obligado a aceptar la paz en 1478, pero en ella no se incluyó la devolución de los condados del Rosellón y de la Cerdaña, y Fernando, que necesitaba la paz para atender a nuevas revueltas en el interior de Castilla, y para prevenir una nueva intervención portuguesa, tuvo que resignarse por el momento a perder estos territorios.
Simultáneamente a la guerra civil y a los enfrentamientos y negociaciones con Francia, los monarcas castellanos desarrollaron una política de atracción del Papado, cuya colaboración era necesaria para asentar su poder en Castilla. Una firme alianza con Roma permitiría a los reyes nombrar a los obispos y controlar a las órdenes religiosas, verdaderas potencias militares y económicas, sin las que la paz no sería posible en Castilla. Por otra parte, la inclinación de Sixto IV hacia los derechos de Isabel tendría considerables efectos psicológicos en el reino mientras que su apoyo a Juana podía servir de pretexto para encender de nuevo la guerra civil.
Las relaciones con el Papado eran difíciles a causa de la alianza existente entre los reyes y Ferrante de Nápoles, hijo y sucesor de Alfonso el Magnánimo, enfrentado a Roma por el control de la península Itálica. En 1475, aprovechando un momento de paz entre los rivales italianos, fue enviada a Roma una embajada para pedir el reconocimiento de Isabel como reina de Castilla, el nombramiento de uno de sus fieles, don Rodrigo Manrique, como maestre de la Orden de Santiago, y la no dispensa de los vínculos de parentesco que unían a Juana la Beltraneja y Alfonso V de Portugal. El Pontífice accedió a la primera petición, y para resolver los demás puntos así como algunos problemas económicos surgidos entre el clero castellano y Roma, envió un legado a la Península.
Algunas diferencias entre Sixto IV y los reyes Juan II y Fernando por la provisión de la sede zaragozana inclinaron al Papa a conceder la dispensa de parentesco solicitada por Alfonso V de Portugal (1477) y Fernando e Isabel respondieron prohibiendo la publicación en Castilla de los decretos pontificios y anulando las rentas percibidas por los eclesiásticos extranjeros en el Reino. El problema político planteado por la dispensa matrimonial desapareció al carecer Juana de apoyos en el interior del Reino, y las relaciones Roma–Castilla mejoraron considerablemente poco después: Alfonso, hijo ilegítimo de Fernando y de nueve años de edad, fue nombrado arzobispo de Zaragoza y el papa accedió a que se estableciera en Castilla la nueva Inquisición (1478) a través de la cual los reyes tendrían un mayor control del Reino.
Para que la Paz de Castilla fuera completa solo faltaba llegar a un acuerdo con Alfonso de Portugal del que separaban a los reyes no solo cuestiones dinásticas, sino también económicas. Si Inglaterra había sido el gran rival de Castilla en el Atlántico Norte, los intereses marítimos y comerciales del Reino en el Atlántico Sur chocaban con los de Portugal por el control de los archipiélagos de Canarias, Azores, Madeira, Cabo Verde y de las costas africanas. Perturbar el comercio portugués y afianzar el dominio castellano en las islas Canarias con vistas a una posterior sustitución de los portugueses en Guinea, eran los proyectos de Isabel y de Fernando, y en la empresa participaron marinos y mercaderes andaluces, vascos, valencianos y catalanes indistintamente, unas veces al servicio de la Corona y otras de modo particular, aunque siempre con autorización de los reyes, que se reservan el quinto de todos los beneficios obtenidos en el comercio o en el corso.
Para poner fin a estos ataques, Alfonso V intentó llevar de nuevo la guerra a Castilla aprovechando las rivalidades de la nobleza gallega y extremeña, y el descontento de algunos grandes nobles que no habían visto respetados sus acuerdos con los reyes. Los problemas más graves se plantearon en el señorío de Villena, donde los campesinos inician una revuelta social para librarse del señorío y volver a la jurisdicción real: si los reyes apoyan a los vasallos, se enajenan el apoyo de la nobleza, y si permiten al marqués sofocar la revuelta y recuperar sus dominios, crecerá excesivamente el poder de uno de sus mayores enemigos, que en todo momento puede contar con el auxilio portugués. Solamente una victoria militar rápida sobre Portugal reducirá el conflicto del señorío de Villena a sus verdaderas dimensiones: enfrentamiento entre un señor feudal y sus campesinos.
La victoria obtenida en las proximidades de Badajoz (1479) permitió iniciar conversaciones de paz con Portugal, con el que se firmarán cuatro tratados en los que se ofrece solución a todos los problemas pendientes: situación de Juana, perdón de los castellanos aliados al monarca portugués, relaciones entre ambos países y navegación en el Atlántico Sur. Los tratados se firmaron en Alcaçovas (1479) y fueron ratificados en Toledo (1480). Juana la Beltraneja ingresó en un convento; los aliados de Alfonso fueron perdonados; se restablecieron las relaciones amistosas entre los dos reinos, y en el Atlántico se acordó reservar para Portugal la costa africana y para Castilla el archipiélago Canario. Solucionado el problema portugués, pronto se llegó a un acuerdo con el señor de Villena: numerosos lugares pasaron a la Corona, y don Diego López Pacheco conservará Escalona, Belmonte, Cadalso, Garcimuñoz y Alarcón, cuyas rentas, según don Luis Suárez, ascendían a la no desdeñable cantidad de dos millones y medio de maravedís anuales.
Anexión del reino de Navarra a la Corona de Castilla
En el siglo XV parece repetirse la historia navarra de ciento cincuenta años antes: de nuevo el Reino está en manos de una mujer y de su marido, que ahora es el infante castellano don Juan de Aragón, hijo de Fernando de Antequera. La política de Fernando y su fuerza económica y militar llevarán a sus hijos, los infantes de Aragón, a ocupar todos los tronos peninsulares; el segundo, Juan, casará en 1419 con la heredera de Navarra, doña Blanca, y en las capitulaciones matrimoniales se indica, como un siglo antes, que «por razón que Nós el dicho infante don Johan, plaziendo a Dios a causa e por razón del derecho de la dicha Reyna donna Blanca mi mujer esperamos venir como extrangero a la subcesión e herencia del dicho Reyno de Navarra..., juramos... que si fallesciere de la dicha Reyna donna Blanca mi mujer sin dexar de nós criatura o criaturas o descendientes dellos en legítimo matrimonio, que en el dicho caso Nós dexaremos e desampararemos realmente e de fecho el dicho Regno de Navarra», en el que solo gobernaría como rey consorte o, con el consentimiento de las Cortes, de los Tres Estados, como tutor del heredero si la reina moría antes de que el hijo llegara a la mayoría de edad; así parecen entenderlo las Cortes que juran como heredero a Carlos de Viana, en 1422, y renuevan el juramento al llegar el príncipe a la mayoría de edad, a pesar de lo cual al morir Blanca en 1441, Juan II, que necesita Navarra para seguir interviniendo en Castilla, se mantiene al frente del Reino aunque permitiendo a su hijo intitularse y actuar como lugarteniente general del mismo.
Las diferencias entre padre e hijo pondrán al descubierto las tensiones en el seno de la nobleza, cuyos miembros, en Navarra como en los demás territorios europeos, consolidan su situación apoyando al monarca, que les concede cargos, tierras y dinero, o bien oponiéndose al rey, presionándole para que les permita participar del poder; cuando las relaciones entre el monarca y el heredero son tensas, los nobles toman partido y si un bando apoya al monarca el otro ofrecerá sus servicios al heredero, y a los enemigos del rey sean éstos quienes sean, y cualquier intento de atraer a los rebeldes provoca un cambio de alianzas en el bando oponente; se explica de esta manera que los Beaumont aparezcan en unos momentos al lado de Castilla y en otros al lado de Francia, contra Juan II, y que en ocasiones firmen la paz con el monarca y con sus enemigos agramonteses.
La política castellana de Juan II es pagada en su mayor parte por Navarra, cuyas Cortes votan año tras año ayudas extraordinarias, cuarteles —se cobraban por cuartas partes, de tres en tres meses— para los gastos del monarca y para el pago de los hombres de armas que deberán defender las fronteras navarras de los enemigos castellanos de Juan II. Los reveses de éste en Castilla a partir de 1445 le llevan a ocuparse más directamente de Navarra para poder intervenir de nuevo en Castilla al frente de los nobles que le han seguido y que, arruinados, viven de la generosa hospitalidad de Juan; para lograr sus objetivos y conseguir los medios económicos que precisa en Castilla, Juan ha de desplazar a los consejeros de Carlos y hacerse con los bienes cedidos por éste a sus partidarios; si el príncipe había volcado su apoyo sobre la familia Beaumont, don Juan se apoyará en los Agramont. A la desconfianza del rey hacia su hijo —al problema dinástico— se une el enfrentamiento entre las dos familias más importantes de la nobleza navarra.
Los más que dudosos derechos de Juan II a seguir gobernando Navarra desaparecen al casarse por segunda vez Juan, pero éste seguirá considerándose rey único y Carlos y, después de él, sus hermanas, serán como máximo lugartenientes del monarca para Juan, y legítimos reyes para los beamonteses, artífices de la alianza con los enemigos castellanos del monarca navarro. La guerra dinástico–nobiliaria finaliza con el encarcelamiento de Carlos y la división de Navarra en dos administraciones, dirigida una desde Pamplona por Juan de Beaumont, prior de San Juan, y la otra por Pierre de Peralta, que como capitán general de Juan II controla Tafalla, Caseda, Sangüesa, Sos, el valle del Roncal y San Juan de Pie del Puerto.
Prisionero durante un tiempo, Carlos fue desheredado y con él su hermana Blanca; para Juan II y sus seguidores, la heredera será en adelante Leonor, y su marido Gastón de Foix será lugarteniente general siempre que antes pacifique el Reino, ocupe Pamplona y las demás plazas en poder de los beamonteses, para que puedan reunirse Cortes y en ellas ser proclamado heredero en nombre de su mujer. Carlos de Viana abandonará Navarra buscando la mediación y el apoyo de Alfonso el Magnánimo de Aragón y en su ausencia las dos facciones navarras convocan las Cortes en Estella, para reconocer como herederos a Gastón y a Leonor el 12 de enero de 1457, y en Pamplona para proclamar rey de pleno derecho a Carlos de Viana el 16 de marzo del mismo año. El nombramiento de Juan II como rey de Aragón en 1458 convierte a Carlos en heredero de la Corona, hecho que lleva a los beamonteses a pedir la unión navarroaragonesa y a los agramonteses a defender la independencia de Navarra bajo la dirección de Leonor, nombrada heredera por las Cortes en 1457. La muerte de Carlos internacionaliza aún más el conflicto navarro: para hacer frente a los dirigentes catalanes que intentan limitar o anular su poder, Juan II precisa el apoyo de Francia y de Castilla; conseguirá el primero a través de Gastón de Foix, al que garantiza el reino de Navarra frente a los derechos de Blanca, y fracasará en Castilla al ofrecer los catalanes el trono a Enrique IV, que nombra como lugarteniente en Cataluña a Juan de Beaumont. La falta de éxitos militares decisivos por una y otra parte, lleva a buscar soluciones negociadas que llevan en 1463 a la renuncia del castellano a sus derechos sobre Cataluña; sin el apoyo de Castilla ni el de Francia, los beamonteses buscan la conciliación con Juan II y con Gastón de Foix, que se comprometen a devolverles los bienes y honores que tenían en 1451 así como los concedidos por el príncipe de Viana.
El acuerdo es de tan corta duración como las buenas relaciones entre Juan II y su hija Leonor, que aspira a actuar no como lugarteniente y heredera sino como reina: los beamonteses estarán a su lado y enfrente, al servicio de Juan II, seguirán los agramonteses, cuyo jefe Pierre de Peralta asesinará al obispo pamplonés, acusado de favorecer a Leonor. Esta será destituida y el cargo de lugarteniente general será concedido a su hijo Gastón hasta su muerte en noviembre de 1470, a consecuencia de las heridas sufridas en un torneo. El heredero, el nuevo príncipe de Viana, sería don Francisco Febo, el hijo del fallecido, y tras él su hermana doña Catalina.
El tradicional apoyo de Castilla a los navarros opuestos a Juan II, a los beamonteses, adquiere un nuevo sentido cuando el rey de Castilla es Fernando, hijo del segundo matrimonio de Juan, que busca la reconciliación de beamonteses y agramonteses para evitar una posible intervención de Francia y poner fin a la anarquía dominante en el Reino. En 1479, Fernando es rey de Castilla y de Aragón y, por muerte de Leonor, el reino navarro pertenece a su nieto don Francisco Febo (1479-1483) que podrá contar con el apoyo de los Agramont mientras, desde Castilla, Fernando apoye a los beamonteses. Los enfrentamientos alternan con treguas de escasa duración y con intentos, fallidos, de unir a la reina de Navarra, doña Catalina, con el infante don Juan, heredero de los Reyes Católicos. Para dar validez y apoyo a este matrimonio se acordó reunir las Cortes, pero aunque unos y otros parecían conformes, a Estella solo acudieron los agramonteses, los Beaumont se reunieron en Puente de la Reina, y doña Catalina acabó casándose con don Juan de Albret, es decir, inclinándose una vez más hacia Francia. El difícil equilibrio navarro entre Francia y Castilla se mantiene con altibajos en función de los enfrentamientos de Fernando el Católico con la nobleza castellana, o de la política de don Fernando y de los monarcas franceses en Italia; y la política italiana ofrecerá el pretexto para la intervención armada de Fernando el Católico en Navarra: la alianza de navarros y franceses contra la Santa Liga formada por el papa, Fernando de Castilla y de Aragón y el dux de Venecia, permite acusar de cismáticos a los monarcas de Navarra y justificar el nombramiento como rey de Fernando el Católico, según recuerda entre otros cronistas el insigne gramático don Antonio de Nebrija.

Fernando incluirá entre las razones de la intervención militar castellana y de la conquista, la ayuda de los navarros al monarca francés, enemigo de la Iglesia. La desobediencia a la Iglesia es el pretexto para la intervención militar castellana, y la división entre los navarros, que en ocasiones puede calificarse de guerra civil, facilita la ocupación de Navarra o, según los panegiristas de Fernando, la liberación de las presiones francesas y la vuelta de Navarra a España. Nebrija no presenta a Fernando como rey de Castilla o de Aragón sino como Hispanis rex, Hispani orbis moderator y, aunque de pasada, recuerda cómo en tiempos de los romanos y de los visigodos, Hispania llegaba hasta los Pirineos, situados estratégicamente para separar a los hispanos de los bárbaros y, más tarde, de los franceses.


La victoria castellana de 1476 sobre los portugueses en Toro, fue decisiva

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