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domingo, 11 de junio de 2017

El legado griálico que inspiró las Cruzadas

Existe una especie de lema literario que aconseja cubrir de misterio lo que interese al lector…, y dejar muy claro lo que sea intrascendente. Algo parecido afirmaba el emperador romano Juliano: «Lo que en los mitos se nos presenta como más inverosímil, es precisamente aquello que nos abre el camino a la verdad». Efectivamente, cuanto más paradójico y extraordinario es un enigma, tanto más parece advertirnos para no confiar en la palabra desnuda, sino a especular en torno a la verdad oculta. Sólo así encontraremos lo que realmente interesa. La cuestión resulta tan sencilla como en el cuento de las puertas, en el que cuando se le dice al protagonista que puede abrirlas todas menos una, en el acto se ha provocado que la prohibida se convierta en la única que desea abrir, porque ya no dejará de imaginar lo que esconde. Es posible que la utilización de recursos como éste no sea intencionada, pero al estudioso le lleva a suponer que el creador de la historia del Grial conocía muy a fondo la mente humana y sabía cómo excitarla.
Esto es lo que consiguen los escritos y leyendas sobre el Santo Cáliz, porque alimentan el deseo de conquistar una meta a todas luces inconquistable. Pero el atractivo de esta empresa no reside tanto en la obtención del Grial como en su búsqueda en sí, una búsqueda mística que sólo podrán emprender los que se hayan preparado a conciencia. Se convertirán en héroes de la Cristiandad, pero en ningún momento dejarán de actuar como hombres mortales a los que asaltan las dudas frente a un peligro, que luego superarán dando muestras de un valor excepcional. Acaso éste puede nacer de una fuente de apariencia sencilla, de la que a la postre brotará un maleficio. Entonces deberán actuar con la mayor rapidez, sin contar con más ayuda que sus propios medios.La leyenda del Grial ha de verse como una aventura universal: la búsqueda de lo mejor de cada persona. Cuando los caballeros emprenden su búsqueda, lo que anhelan es conquistar un imposible. Siguen adelante, incansables, porque lo esencial es no rendirse ante las debilidades del propio cuerpo, los obstáculos que puedan surgir y los enemigos que se opongan, aunque éstos adquieran una dimensión sobrenatural. Siempre se debe mantener vivo el espíritu, porque el interés que despierta el Grial ofrece diferentes aspectos esenciales. Los primeros provienen de un cúmulo de elementos esotéricos y, sobre todo, religiosos y místicos. Tomando como punto de partida viejas tradiciones, muchas de ellas de origen celta y germánico, se tuvo la habilidad suficiente para construir unos poemas y unas novelas que enraizaron con el naciente espíritu caballeresco de la época para convertirse en un mito, en una vocación aceptable para los hijos de la nobleza y de la incipiente burguesía.
Otro motivo de interés, acaso el más eficaz, fue la utilización del misterio. Este recurso narrativo ya había sido empleado por los griegos y por los celtas; sin embargo, los escritores del Grial, la mayoría de ellos trovadores, luego conocedores de los gustos de la nobleza, tuvieron la habilidad de crear la novela de aventuras o, en esencia, la novela universal. Si en la Odisea de Homero nos encontramos con un Ulises que pretende llegar a Ítaca, su patria, donde le espera su esposa Penélope y su hijo Telémaco, pero se ve sometido a una búsqueda forzosa, al ser obligado a detenerse en varias islas a cuál más peligrosa, en los relatos del Grial lo que se persigue es algo más excelso: el Sagrado Cáliz que contuvo la sangre de Cristo en la cruz. Un objeto extraordinario y comparable al mismo Dios, porque de él proviene. A la hora de adentrarnos en el análisis del enigma del Grial hay que tener muy en cuenta las leyendas caballerescas; pero dejando a un lado lo superficial. Conviene buscar los mitos, los cantos de gestas y las epopeyas que han poblado la historia. Cuando los especialistas se vuelven demasiado analíticos, pretenden rebuscar en el subconsciente de los creadores y acaban extraviándose y perdiendo de vista lo esencial. Esta técnica puede funcionar en ciertas situaciones; sin embargo, nos parece excesiva a la hora de valorar unos poemas y unas novelas que fueron escritos en una época muy concreta bajo unos condicionantes conocidos y que, sobre todo, buscaban entretener por el sendero de la emoción. Es cierto que pocos, por no decir ninguno, de estos creadores dispusieron de una libertad absoluta. Dependían de un mecenas, que era un príncipe o un noble, es decir, el amo del lugar en un mundo feudal, donde se desconocía la democracia. La escritura literaria siempre había llevado mucho tiempo, durante el cual se necesitaba comer, dormir, mantener el fuego encendido y estar protegido de las enfermedades. Estas necesidades se incrementaban si el autor tenía una familia que sostener. Por todo esto precisaba contar con un protector, el cual se «cobraba» su mecenazgo manteniendo un férreo control sobre lo que se escribía, y luego exigía ser mencionado en la primera página del manuscrito. Otra cuestión muy importante es que esta obra no se vendía, porque si se consideraba muy interesante, pasaba a los amanuenses, que copiaban los ejemplares que iban a ser regalados. Claro que existía otra forma de difusión, acaso más efectiva, que era la de los trovadores: al conocer la obra de memoria se cuidaban de divulgarla allí por donde pasaban. Si eran honrados, citaban al autor, y de no serlo, se las apropiaban con las consiguientes deformaciones de la historia original.
Hagamos una pausa para fijarnos en la sociedad de finales del siglo XII. En aquellos lejanos tiempos la vida discurría a la velocidad de los caballos, es decir, las evoluciones sociales tardaban siglos en producirse y en desarrollarse, o surgían de inmediato, por medio de las invasiones, como las protagonizadas por los bárbaros en el siglo V. Sin embargo, lo normal era que los cambios tardaran mucho tiempo en manifestarse. La sociedad europea había salido del siglo X exhausta, debido a que los santones y demás profetas del apocalipsis la estuvieron atormentando con la amenaza del inminente fin del mundo. La mayoría de los caminos se llenaron de procesiones de penitentes, que se flagelaban para redimir sus pecados. Cuando se comprobó la futilidad de esta histeria colectiva orquestada por la Iglesia, todos debieron afanarse en recuperar las tierras de cultivo que habían sido abandonadas. Sin embargo, advirtieron que cerca latía otra amenaza: el islam y sus fanáticos creyentes, que habían conquistado buena parte de la península Ibérica, habían hecho suya Tierra Santa y controlaban todo el Mediterráneo oriental, después de haber arrinconado al otrora poderoso Imperio Bizantino. Además, la marea islámica se había extendido por todo el norte de África.
La Iglesia organizó la Santa Cruzada, que consiguió recuperar Jerusalén en el año 1099; no obstante, se había vuelto a perder antes de haber transcurrido un siglo. Esta vez definitivamente. Luego era evidente que el enemigo resultaba muy peligroso, tanto que los reyes de la Cristiandad financiaron, junto al papa, nuevas cruzadas. Al mismo tiempo se crearon las Órdenes de Caballería, entre las que destacaron los Templarios y los Hospitalarios. Toda una serie de esfuerzos, que no dejaban de probar que se carecía de un sentido colectivo, acaso porque se necesitaba creer profundamente en lo que se estaba haciendo y, sobre todo, en la responsabilidad que se asumía. Por todo esto, la aparición de los poemas y romances del Grial consiguieron saciar la sed de mitos, al ofrecer uno con el que toda la Cristiandad se pudo identificar.

Cruzado orando antes de entrar en combate

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