Powered By Blogger

sábado, 10 de junio de 2017

La brujería en la España de la Contrarreforma

La brujería en España vivió su momento estelar con el caso de las brujas de Zugarramurdi (1610), que los inquisidores recondujeron hábilmente. A pesar de estar muy presente incluso en la corte (Carlos II el Hechizado), en España la persecución de la brujería no alcanzó ni de lejos el furor del centro y el norte de Europa, especialmente en los países donde se impuso el protestantismo. Se estima que en Alemania fueron ajusticiadas unas 40.000 mujeres acusadas de brujería durante la guerra de los Treinta Años (1618–1648). En cualquier caso, hubo tanto autores partidarios de que las brujas existían como entes malignos, y que sus rituales eran de inspiración diabólica; como otros que interpretaban la brujería como una alucinación colectiva que servía de justificación a mujeres impías para la realización de determinadas práctica sexuales obscenas y contra natura. Tal era la opinión del inquisidor Salazar Frías. La Inquisición española tardó bastante tiempo en ocuparse de la brujería. En el tribunal de Valencia entre 1478 y 1530 solo hay registrados seis casos. El primero fue el de un canónigo de Teruel relajado al brazo seglar en 1482, y el segundo el de una mujer, también en Teruel, entregada al brazo secular dos años después. La primera sentencia de muerte que pronunció la Inquisición en relación con este tema data de 1498 cuando el tribunal de Zaragoza quemó a una bruja —siguiendo la costumbre medieval de que las brujas debían arder en la hoguera— a la que siguió otra en 1499 y tres en 1500. Los dos casos siguientes tuvieron lugar en Toledo en 1513 y en Cuenca en 1515. En esta última ciudad el miedo fue alimentado con historias de niños «que fueron heridos o muertos por los xorguinos y xorguinas [brujos y brujas]». A partir de 1520 es cuando comienza a ser frecuente la aparición en los autos de fe de casos de magia, sortilegio y brujería, aunque se mantenía cierta incredulidad sobre lo que se decía de las brujas. Como afirmó un teólogo en 1521: «…el Sabbat era una ilusión y no podía haber ocurrido, así que la herejía no venía al caso».
En 1525, en el reino de Navarra, un magistrado civil acusó a unos hechiceros de la zona de Roncesvalles de haber provocado la muerte de varios niños, de envenenar a las personas con una sopa hecha de sapos y de corazones de niños, de untarse el cuerpo con un ungüento para sus reuniones nocturnas, en las que besaban a un gato negro. «Para identificar a los brujos, se recurre a los servicios de un experto que examina el ojo izquierdo de los sospechosos: al parecer, es ahí donde el diablo imprime su marca». Hubo decenas de detenciones, pero no hay constancia de que hubiera condenas a muerte. Los inquisidores locales protestaron porque consideraban que la Inquisición era la instancia competente para juzgar las cuestiones de brujería ya que, según ellos, adorar e invocar al demonio era atentar contra la fe. A raíz de este conflicto el inquisidor general, don Alonso Manrique de Lara, convocó una junta en Granada para que dictaminara sobre el tema. La junta nombrada por Manrique estaba integrada por diez miembros —seis teólogos y cuatro juristas, entre los que se encontraba el futuro inquisidor general Fernando de Valdés—, que tenían que decidir concretamente sobre si las brujas realmente asistían al Sabbat. Seis votaron afirmativamente —«convencidos de que el demonio realmente tiene poder para realizar lo que explican las brujas»—, y cuatro que «van imaginariamente». Así pues, la junta decidió que si las autoridades probaban que el homicidio confesado por una bruja se había cometido realmente, entonces la jurisdicción correspondía a los tribunales civiles. Pero en general la junta, que estaba reunida en Granada para tratar un asunto más importante —la conversión de los moriscos—, se preocupó más de educar a las brujas que de castigarlas. Así, por ejemplo, acordó por unanimidad, al referirse a Vasconia, que «ha de haber mucho cuidado de hacerles algunos sermones en su lengua…», o sea, en vascuence. En esta misma línea se expresó el teólogo Alfonso de Castro en su Adversus haereses (1534) en la que se refería a «Navarra, Vizcaya, Asturias, Galicia y otras partes donde la palabra de Dios pocas veces ha sido predicada. Entre estas gentes hay muchas supersticiones y ritos paganos, solamente por causa de la falta de predicadores». Ciertamente, aquellas regiones de la península Ibérica habían sido escasamente romanizadas, por lo que la expansión del cristianismo fue tardía y no llegó a todos los rincones de la compleja orografía del norte peninsular con la misma intensidad. «En la región de Cantabria, en Vizcaya y en Navarra, se descubrió entre los rudos y semisalvajes montañeses muchas supersticiones e idolatrías, en tan gran intensidad que el diablo en forma de macho cabrío era abiertamente adorado por ellos. Se descubrió que esto había sido practicado en secreto por ellos durante muchos años… Lo mismo, pero no con tanta intensidad, fue descubierto en otras montañas de España, en Asturias y en Galicia, y en otras, donde la palabra de Dios raramente había sido predicada. Entre ellos, hay muchas supersticiones y ritos paganos, por la única razón de la falta de predicación…».
La primera consecuencia de la junta de Granada de 1526 fue una carta del 14 de diciembre de ese mismo año que la Suprema envió a los tribunales de distrito con instrucciones para abordar «el negocio de la secta de brujos», en las que, según Carmelo Lisión, «la Suprema desmonta de un golpe el andamiaje mítico brujesco y coloca el “negocio de la secta” en registro razonable y demostrable: hay que hacer diligencias para cerciorarse, basarse en hechos concretos, no en fantasías, buscar la veracidad, no conformarse con lo que puede ser un engaño ilusorio». En las instrucciones también se decía: «…que por el dicho y confesión de algunas de estas personas no se deben [subrayado en el original] prender ni condenar otras personas contra quien digan sus dichos, hasta que se hagan diligencias y averiguaciones, acerca de estos errores que se mandaron [por el Consejo] y las que ahora parece que se deben hacer… Con todo cuidado los inquisidores hagan las diligencias y averiguaciones que sean necesarias de estas personas que han ido o van a juntarse con las otras... Si van realmente, como ellas lo confiesan, o si en aquellas mismas noches, que confiesan que van a aquel lugar, y están con el macho Cabrón, si se quedan en sus casas sin salir de ellas, lo cual se podrá saber de otras personas de las mismas casas…». Sin embargo, hubo muchos inquisidores que estaban convencidos de la realidad de la brujería, como un tal Avellaneda que investigó un nuevo brote en Navarra en 1528, y que tuvo parte muy activa en la represión llevada a cabo por el Consejo Real de Navarra que ordenó la ejecución de cincuenta personas por brujería. Para probar la realidad de las brujas, Avellaneda contó que había realizado un experimento con una ante veinte testigos. En la medianoche de un viernes le pidió que se untara con los ungüentos que utilizaba para acudir al aquelarre e invocara al demonio. Según Avellaneda el diablo apareció y la condujo por el aire desde una ventana muy alta hasta el suelo, a la vista de todos, y cuando uno de los testigos al ver lo que estaba pasando se santiguó y pronunció el nombre de Jesús, la mujer desapareció. Fue capturada por el inquisidor tres días después a varias leguas de distancia. En una carta de Avellaneda dirigida al Condestable de Castilla, don Íñigo de Velasco, le explica cuáles son los signos que indican la existencia de brujas: «Vuestra Señoría ha de creer que este mal es general, por todo el mundo, y para conocer si hay brujo o bruja en esas partes mandará Vuestra Señoría recibir información de si algunos panes se pierden al tiempo que están en flor, y si quedan algunas cabezas si tienen un grano como de pimienta, y si en tocándole se hace polvo, y si donde esto se halla hay algunas criaturas ahogadas o cuerpos de sapos. Tenga Vuestra Señoría por cierto y averiguado que donde esto se halla hay brujos y brujas».
Hacia 1530 hubo dos nuevos brotes de brujería; uno en Cuenca y otro en Toledo. En la primera ciudad los encausados por la Inquisición confesaron acudir a aquelarres volando tras invocar a Belcebú y untarse con ungüentos. Allí el demonio, con ojos bermejos y encendidos, les ordena el robo y la matanza de criaturas y les promete todo tipo de placeres y riquezas a cambio de renegar de su fe cristiana. Los encarcelados por el tribunal de Toledo también confesaron que acudían a aquelarres presididos por Belcebú en forma de macho cabrío, de otro animal, o de mozo vestido de negro o encarnado. La consideración de las brujas más como víctimas que como criminales fue desarrollada también por don Pedro Ciruelo en su libro Reprobación de las supersticiones y hechicerías publicado en 1530, y que conocerá muchas reediciones. «El autor —según Joseph Pérez—, pretende ofrecer explicaciones naturales para las historias extraordinarias. Admite que algunas prácticas tienen un origen sobrenatural e implican un pacto con el diablo. No obstante, Ciruelo recomienda a los magistrados que sean indulgentes con las supersticiones del pueblo». Una posición similar es la que defiende el dominico y profesor de la Universidad de Salamanca, fray Francisco de Vitoria, quien afirmó por esas mismas fechas que «apenas se puede creer, en verdad, que esas mujeres sean transportadas por los aires a parajes solitarios para reunirse con los demonios. Lo que sucede a las brujas es que al quedarse sin sentido e inmóviles, creen que han sido llevadas por los aires y que han visto, obrado y experimentado, cosas que nunca sucedieron en realidad». Los acuerdos adoptados por la junta de Granada en 1526 marcaron la política de la Inquisición respecto de la brujería durante los decenios siguientes, por lo que el Santo Oficio tuvo una participación muy limitada en la caza de brujas. Además reclamó a los tribunales civiles, mucho más duros en el castigo de las supuestas brujas —por ejemplo en 1527 y 1528 el Consejo Real de Navarra ordenó la ejecución de 50 brujas— que la jurisdicción sobre los casos de brujería, y cuando no lo consiguió, los amonestó para que comprobaran con exactitud las acusaciones con la misma «diligencia, atención y celo de saber la verdad», que la Suprema recomendaba a sus propios tribunales. Así, después de que el tribunal de la Inquisición de Zaragoza quemara a una bruja en 1535, la Suprema protestó y ya no hubo ninguna otra ejecución en toda su historia. Poco después, en 1537, la Suprema envió a los tribunales unas instrucciones precisas sobre cómo actuar en los casos de brujería. Recomendaba asegurarse bien de que los hechos estaban cabalmente establecidos y de que no existían explicaciones naturales a los mismos; desconfiar de las denuncias imprecisas; no basar la acusación exclusivamente en lo que hubieran declarado los presuntos culpables, especialmente en el caso de las mujeres; que no se enviara a la cárcel a los débiles mentales; y, finalmente, si a pesar de todas estas precauciones, se decidiera iniciar el proceso, se debería actuar con indulgencia. Para asegurarse que esto último se cumplía, ordenó a los tribunales que todos los casos que merecieran la pena de muerte, fueran trasladados a la Suprema, para que ésta los juzgara. En 1550 el inquisidor de Barcelona fue destituido por haber ejecutado a siete brujas el año anterior sin el consentimiento de la Suprema, y eso a pesar de que había reunido una junta especial de eclesiásticos y juristas para que resolvieran la misma cuestión que había sido debatida en Granada —«si las dichas brujas podía ir corporalmente y parecer figuras de animales, como algunas lo dicen y confiesan»— a lo que la junta respondió que sus miembros «eran de voto y parecer que estas brujas podían ir corporalmente llevándolas el demonio y podían hacer los males y muertes que confesaban, y debían ser muy bien castigadas». El caso había empezado cuando un valenciano de nombre Juan Mallet, por orden de un tribunal civil fue llevado por varios pueblos de la zona de Tarragona para que identificara brujas —en el informe de la Inquisición se decía: «Le traían por los lugares, haciendo salir a la gente de sus casas para que las viese y dijese cuáles eran brujas, y las que él nombraba sin otra probanza ni información han sido apresadas»—. Tras la destitución del inquisidor de Barcelona ya no hubo más procesos contra brujas durante el resto de la historia de la Inquisición en Cataluña.
En 1556 el Consejo de la Suprema Inquisición anula la sentencia dictada por el tribunal de Logroño sobre el caso de unas supuestas brujas de Guipúzcoa porque han sido condenadas sin pruebas suficientes. A mediados del siglo XVI, la fiebre por la caza de brujas, procedente del Pirineo vasco–navarro llega a Galicia, aunque allí no alcanza la virulencia vasca. Como todavía no se había instalado la Inquisición, la persecución de las brujas inicialmente corrió a cargo de las autoridades y tribunales civiles que encarcelaron a muchas. Aunque hay que tener en cuenta que, según Carmelo Lisión Tolosana «la bruja gallega reviste características regionales propias, pues, se trata más bien de hechiceras o curanderas y adivinas que se sirven de fórmulas, conjuros e invocaciones (a veces al demonio) para adivinar o sanar a sus clientes. El mito de la bruja satánica no aparece conformado todavía en la brujería gallega del siglo XVI. [...] La bruja gallega arranca poder al demonio, al que fuerza a aparecer, a cambio de un pacto no solo voluntario sino iniciado por ella. Quiere saber, pronosticar el futuro, curar, adquirir riqueza, es bruja fáustica, individualista, no de aquelarre». La creencia en las brujas satánicas también llega a Cantabria en la segunda mitad del siglo XVI, como lo atestigua una orden de 1575 del Consejo de la Suprema Inquisición al tribunal de Logroño para que actúe allí. Según Carmelo Lisión, estas brujas cántabras «están más cerca de las pirenaicas que de las gallegas en imaginación y comportamiento». Al año siguiente la Suprema envió a dos inquisidores a investigar una «complicidad» de brujas en las montañas de Burgos, colindantes con Cantabria. Cuarenta y ocho mujeres confesaron mediante tortura que eran brujas, pero después se retractaron. La Suprema ordenó que fueran puestas en libertad. Lo mismo ocurrió en un proceso abierto ese mismo año en Navarra contra treinta y cuatro supuestas brujas que también quedaron libres. En conclusión, del análisis de los procesos inquisitoriales se deduce que la Inquisición española se ocupó relativamente poco de los asuntos de brujería y que aplicó sentencias benignas. Por ejemplo, en el tribunal de Santiago de Compostela no llega al siete por ciento el número de causas relacionadas con la brujería, y de ellas todas, excepto dos, fueron sancionadas con una simple abjuración. Los tribunales de Toledo y de Cuenca no pronunciaron ninguna sentencia de muerte por brujería en los 307 procesos que iniciaron por ese tema, y en muy pocos se aplicó la tortura. En 1591 el tribunal de Toledo no condenó a muerte a una mujer que confesó el asesinato ritual de varios niños, sino que recibió doscientos azotes tras abjurar de Leví. Un caso muy conocido, porque fue mencionado por Cervantes en el Coloquio de los perros, fue el de Leonor Rodríguez (Camacha de Montilla), que fue condenada por el tribunal de Córdoba en un auto de fe celebrado el 8 de diciembre de 1572. Había sido acusada de haber hecho un pacto con el diablo y de «unir y separar corazones», pero fue condenada a penas menores: abjuración, doscientos latigazos y una fuerte multa. También en Córdoba cuatro mujeres son condenadas en 1665 a ser azotadas públicamente por practicar la magia, después de haber sido paseadas en mulos con el torso desnudo y un gorro infamante en la cabeza, mientras la gente les lanzaba cebollas. En cambio los tribunales civiles aplicaron penas mucho más severas, como el de Vic que entre 1618 y 1620 condenó a 45 brujas. En Cataluña decenas de brujas fueron ahorcadas en varios pueblos por orden de los tribunales civiles locales. En 1595 del caso de los brujos del valle de Araiz se encargó el Consejo Real de Navarra, pues como informó un licenciado «en los negocios de los brujos y brujas… a parecido no tratar por ahora de estas causas en el Santo Oficio».


No hay comentarios:

Publicar un comentario