Entre
otros títulos, los faraones ostentaban el de «Hijos de Ra», el antiguo dios
solar egipcio. En 1912, Howard Carter y lord Carnarvon llevaban ya siete años
buscando tesoros en Egipto, y decidieron entonces publicar un libro lujosamente
encuadernado en el que se reseñaban con orgullo todos los hallazgos realizados
hasta esa fecha. El libro llevaba por título Five years of explorations at
Theben (Cinco años de exploraciones en Tebas). Pero ellos seguían trabajando.
Carter sospechaba que en el Valle de los Reyes quedaba todavía por descubrir la
tumba olvidada de un faraón. Esta sospecha tenía su fundamento. Theodor Davis
había encontrado, en una grieta de las rocas, un vaso de barro con los
jeroglíficos de Tutankamón. Y había descubierto también una fosa que contenía los
restos de una caja de madera en la que había unas plaquitas de oro con el
nombre de ese mismo rey: Tutankamón. Davis
creyó entonces haber encontrado la tumba de Tutankamón. Pero Carter lo ponía en
duda, pensando, con razón, que un faraón de la XVIII Dinastía no podía haber
sido enterrado en una tumba tan modesta. Al fin y al cabo, a los reyes del
Imperio Medio se les consideraba dignos de grandes monumentos funerarios y no
había motivo para hacer a Tutankamón la afrenta de enterrarlo en una sencilla tumba
de piedra excavada en la montaña.
Pero fue otro hallazgo de Theodor Davis lo
que acabó de convencer a Carter de que estaba en lo cierto. En norteamericano
encontró escondidas entre las rocas varias ollas de barro y piezas de lino que
examinó sin demasiado interés. No
fue hasta después de una investigación más minuciosa hecha en el New
Yorker Metropolitan Museum of Art cuando se descubrió que las vasijas contenían
sellos y telas con el nombre y —según se comprobó después— el año de la muerte
de Tutankamón. Carter comprendió que se trataba de enseres que habían sido
utilizados para el entierro del rey. Pero, ¿dónde estaba la tumba?
En
el lugar donde Carter suponía que se encontraba la tumba, excavó el
norteamericano Theodor Davis. Éste había obtenido un permiso del Gobierno
egipcio en 1902, a pesar de que por aquel entonces las autoridades ya no
esperaban obtener nada más de sus excavaciones. Al fin y al cabo, en 1820 Giovanni
Belzoni ya había abandonado la búsqueda en aquel lugar porque a su juicio, ya
no podía dar el menor fruto. Cuando, en 1914, Davis abandonó a su vez, pensaron
lo mismo. La concesión pasó entonces a Howard Carter y su socio, lord
Carnarvon. Como es lógico, ellos querían empezar cuando antes las excavaciones,
pero entonces estalló la Primera Guerra Mundial. Habrían de transcurrir tres
largos años antes de que en el Valle de los Reyes diera comienzo la gran
aventura. Hasta
entonces no se habían tomado notas de dónde, quién, cuándo ni por qué se había
excavado. Guiándose únicamente por el instinto, Howard Carter propuso buscar la
tumba de Tutankamón en el triángulo formado por las tumbas de Ramsés II,
Mereptah y Ramsés VI. Se invirtió todo el invierno en retirar las grandes masas
de escombros acumuladas durante las excavaciones anteriores. Al pie de la tumba
de Ramsés VI, Carter encontró los fundamentos de piedra de las chozas que
habitaron los antiguos constructores de tumbas. Consistían estos cimientos en
grandes bloques de pedernal. Hasta entonces, la aparición del pedernal era una
señal infalible de que había alguna tumba cerca. En
1920 se había explorado ya todo el triángulo, salvo la zona de las antiguas
chozas. Carnarvon y Carter buscaron en un valle lateral, sin descubrir en él
nada importante. Pasaron seis años tratando de encontrar algo que ni siquiera
sabían a ciencia cierta que existía. Seis años durante los cuales día tras día les asaltaba la
duda de si el resultado merecería la pena. Pero también fueron seis años en los
que constantemente algo les animaba a seguir adelante. Y luego todo sucedió en
cinco días a finales de 1922.
28
de octubre. Howard Carter llega a Luxor sin lord Carnarvon. Contrata los
obreros necesarios para llevar a cabo la excavación.
1
de noviembre. Carter empieza nuevas excavaciones en el Valle de los Reyes.
Desde el ángulo nordeste de la tumba de Ramsés VI abre una zanja hacia el sur
que atraviesa los fundamentos de pedernal de las antiguas construcciones de los
obreros.
4
de noviembre. Como todas las mañanas, Carter llega a la excavación a lomos de
su mulo. Un insólito silencio llama su atención. Rais Ahmed Gurgar, el capataz,
corre a su encuentro diciéndole:
—Señor,
debajo del fundamento de la primera barraca hemos encontrado una escalera
tallada en la roca viva.
5
de noviembre. A primera hora de la tarde, se han despejado cuatro escalones. No
cabe duda de que conducen a una tumba excavada en la roca. Pero ¿qué habrá en
su interior? ¿Un faraón? ¿Estará vacía? ¿Saqueada desde hace siglos? Por la
noche se han descubierto doce peldaños. Aparece después una puerta lateral
sellada. En el sello se ve un chacal y nueve prisioneros muy estilizados. Es el
sello de la Ciudad de los Muertos del Valle de los Reyes. La tumba,
aparentemente, no ha sido profanada.
6
de noviembre. Howard Carter envía desde Luxor el siguiente telegrama a su socio
lord Carnarvon: «Por fin maravilloso hallazgo en el Valle. Magnífica tumba con
sellos intactos. Vuelvo a tapar acceso en espera de su llegada. Enhorabuena».
8
de noviembre. Lord Carnarvon envía dos telegramas en un intervalo de pocas horas:
«Saldré lo antes posible» y «Pienso estar en Alejandría el 20».
23
de noviembre. Lord Carnarvon llega a Luxor. Le acompaña su hija, lady Evelyn
Herbert.
24
de noviembre. Vuelve a abrirse el acceso a la tumba que había sido tapado.
25
de noviembre. Los sellos son fotografiados y rotos. Aparece un corredor
descendente. Entre los escombros que llenan el pasadizo hay unos fragmentos de
sellos y de vasos de alabastro. Parece ser que la tumba fue abierta y sellada de nuevo.
26
de noviembre. A diez metros de la primera puerta sellada, aparece otra puerta.
Además de los sellos de la Ciudad de los Muertos tiene otros en los que se
observan los símbolos de la realeza propios de Tutankamón.
Howard
Carter describe con estas palabras garrapateadas en su diario aquellas horas emocionantes: «Despacio,
con una lentitud desesperante según nos parecía a nosotros, se retiraron del
corredor los escombros que cubrían la parte inferior de la puerta, hasta que
ésta quedó del todo despejada. Había llegado el momento. Con manos temblorosas,
hice un agujero en el ángulo superior izquierdo. Al otro lado estaba oscuro y,
hasta donde alcanzaba la barra de hierro que introduje, vacío y no como el
corredor que acabábamos de despejar. Se
hicieron pruebas con velas para comprobar que no había gases tóxicos, luego
ensanché el agujero, introduje una vela y miré en el interior, mientras lord
Carnarvon, lady Evelyn y Calender, un excavador, estaban a mi lado, impacientes
por oír el veredicto. Al principio no vi nada, pues el aire caliente que salía
de la cámara hizo parpadear la llama. Pero, cuando mis ojos se acostumbraron a
la penumbra, empecé a distinguir formas de extraños animales, estatuas y, por
todas partes, el brillo del oro. A los que estaban a mi lado, la espera les debió
parecer eterna. Yo estaba mudo de asombro. Lord
Carnarvon no pudo seguir soportando la tensión:
»¿Ve
usted algo, Carter? —cuchicheó muy excitado.
»Sí
—respondí—. ¡Maravillas!
Lo
que aparecía a la tenue luz de la vela hacía más de tres mil años que no lo
contemplaban ojos humanos. Era el tesoro más precioso encontrado jamás por
arqueólogos. Había una copa de alabastro transparente en forma de loto y, a su
izquierda, varios carros volcados adornados con incrustaciones de oro y
cristal. Detrás, la estatua de un rey con los ojos muy abiertos, lechos y baldaquinos de oro,
urnas negras y un sitial de oro. Ni rastro del sarcófago que debía contener la
momia del rey. Desde luego, aquello no era más que la antecámara de un
laberinto colmado de tesoros».
Howard Carter
y lord Carnarvon estaban seguros de que aquel era el hallazgo más sensacional de la
Historia. Así lo declararon antes de saber lo que encontrarían en las restantes
cámaras de la tumba. Volvieron a tapiar la abertura. Carter, científico
consciente de su responsabilidad, supervisó las operaciones hasta en sus
mínimos detalles. Una de sus primeras medidas fue mandar traer de El Cairo una
verja de hierro. Calender y un grupo de hombres escogidos vigilaban día y noche
la entrada a la tumba. Pero Carter no estaba tranquilo y mandó que volvieran a
cegar el corredor con escombros. Lord
Carnarvon y lady Evelyn se fueron a Inglaterra el 4 de diciembre para resolver
asuntos particulares y volvieron a Egipto a primeros de febrero de 1923.
Mientras tanto, Howard Carter no había estado ocioso; llamó a todos los técnicos disponibles: Harry Burton, fotógrafo; Hall y Hauser,
dibujantes, y Arthur Mace, el especialista del Metropolitan Museum de Nueva
York que había dirigido las excavaciones de las pirámides de Lischt. Acudieron
también el doctor Alan Gardiner, grafólogo; el profesor Breasted, especialista
en sellos, y Alfred Lucas, director del Departamento de Química del Museo
Nacional de El Cairo.
En
primer lugar, se perforó la pared que cerraba la antecámara de la tumba de
Tutankamón y se examinó la pieza, que tenía unas dimensiones de 3,60 por 8
metros, y los tesoros que albergaba. Al examinar los sellos, se observó que
tampoco aquella tumba había sido respetada por los ladrones. De todos modos,
éstos sólo habían abierto un pequeño agujero en la roca por el que únicamente
habrían podido sacar las piezas más manejables. Esto debió ocurrir poco después
del entierro. Sólo así se explica que, para no ser descubiertos, los ladrones
volvieran a sellar la cámara mortuoria. Naturalmente,
fue imposible mantener en secreto el gran descubrimiento arqueológico realizado
cerca de Luxor, en la orilla occidental del Nilo. El London Times obtuvo la
exclusiva de la información. Todo el mundo hablaba del sensacional hallazgo.
Tres cuerpos de vigilancia, independientes entre sí y designados por distintos
organismos, patrullaban día y noche por los alrededores de la tumba. Y es que,
según todos los indicios, los descubrimientos no habían hecho más que empezar.
Howard Carter escribió lo siguiente en sus memorias: «Hasta
que terminamos los trabajos en la antecámara, nuestros nervios, y nuestro ánimo
no digamos, estaban en un tensión terrible».
Cada
uno de los objetos que se encontraban en la antecámara era fotografiado en el
lugar donde se encontraba en el momento del descubrimiento, dibujado y
preparado para su conservación en óptimas condiciones. En una tumba vacía encontrada anteriormente se
había instalado un laboratorio. Constantemente se recibían cartas y telegramas
con consejos para la conservación, peticiones de recuerdos («hasta por unos
granos de arena les quedaría agradecido»), enhorabuenas, demandas de ayuda,
pretensiones de parentesco («Tú eres el primo que vivía en Camberwall en 1893 y
del que no habíamos vuelto a saber…»).
Entre
los excavadores o, por lo menos, entre los científicos, cundía también el
nerviosismo, pero por otro motivo. Éste era una tabla de arcilla de aspecto
inofensivo que Carter había encontrado en la antecámara. En un principio, fue
debidamente catalogada, pero a los pocos días, cuando Alan Gardiner descifró
los jeroglíficos que tenía grabados, fue tachada de la lista. La
inscripción decía así: «LA MUERTE GOLPEARÁ CON SU BIELDO A QUIEN TURBE EL SUEÑO DEL FARAÓN». Sería
falso pretender que en aquel momento Carter, Gardiner o cualquier otro
científico temiera la maldición. Lo que temían los científicos occidentales era
la susceptibilidad de los excavadores egipcios a las historias de fantasmas. Y,
en última instancia, los obreros egipcios eran imprescindibles. Este fue el
motivo por el que la tablilla de barro fue borrada del inventario. Pero no lo
fue de la memoria. Aunque no fue fotografiada y se ha dado por perdida, es
mencionada en todas partes. De todos modos, la maldición aparece por segunda
vez, aunque expresada en forma distinta. Está grabada en el reverso de un amuleto y
dice: «YO
SOY EL QUE AHUYENTA A LOS PROFANADORES DE TUMBAS CON LA LLAMA DEL DESIERTO. YO
SOY EL QUE CUSTODIA LA TUMBA DE TUNTANKAMÓN».
La
figurilla fue hallada en la cámara principal de la tumba. Y cuando ésta fue
desalojada, a los arqueólogos ya no les preocupaba que sus ayudantes egipcios
se asustaran. Habían llegado a la meta. Al contrario de lo que se observa en
otras civilizaciones orientales, las maldiciones eran relativamente inusuales en el antiguo Egipto. Pensemos, en cambio, en las terribles maldiciones que se
mencionan en la Biblia; maldiciones contra toda una familia
o una comunidad. En las maldiciones egipcias se da una particularidad: el que
maldice es siempre el faraón. Así, Tutmosis I deja dicho en el discurso de la futura coronación de su hija, la
legendaria reina Hatshepsut: «Quien diga mal, como «¡Maldita sea Su Majestad!», morirá». De las actas del proceso de la conjura del harén contra Ramsés III se
deduce que, antes de que comenzara el juicio, los acusados fueron maldecidos
para sustraerlos a la protección divina y convertirlos así en enemigos de los
dioses. Pertenece a este capítulo el rito que se describe en el ceremonial
egipcio y consistente en grabar el nombre de la persona a la que se desea
maldecir en una olla de barro y romper después la olla. Las
tablillas en las que se consignaban estas maldiciones, como la desaparecida de
la tumba de Tutankamón, suelen invocar a los dioses como autores de la
maldición: la maldición de Osiris-Sokar, el gran dios y Señor de Abidos, la
maldición de la diosa Isis, la diosa suprema, la divinidad femenina por
excelencia…
Cuando
Engelbach, a la sazón inspector general de la Administración de Antigüedades de
Egipto, descubrió una tumba cerca de la pirámide de Madum, encontró en la
antecámara una tablilla con esta singular maldición: «El espíritu del muerto
retorcerá el cuello al ladrón de tumbas como si fuera un pato». Aunque
en la tablilla se alude al «espíritu del muerto», Engelbach encontró dos
muertos en la tumba, uno embalsamado y otro sin embalsamar. Este último había
sido víctima de la maldición; se trataba de un profanador que murió aplastado
bajo una piedra de grandes dimensiones que se desprendió del techo en el
momento en que se disponía a robar el tesoro de la momia. ¿Casualidad
o una ingeniosa trampa?
Hay que señalar que los antiguos egipcios eran un
pueblo muy religioso, gentes dadas a creer en espíritus y milagros. El que
sabía en qué época comenzarían a desbordarse las aguas del Nilo era para el
egipcio medio no un sabio, sino un semidiós. Y puesto que los faraones se
rodeaban de sabios, ellos eran los primeros en saber cuándo empezaría la
crecida del Nilo. Pero
a medida que la ciencia se divulgaba y que mejor se conocía el calendario,
incluso entre los plebeyos, a medida que se oía hablar de matemáticas,
geometría y astronomía y se extendía el sistema de riego artificial, más se
alejaba el pueblo egipcio de su fe en lo sobrenatural. Hacia finales del
Imperio Antiguo, que en Djóser, Keops y Tetis tuvo tres reyes de una talla
excepcional, se inició la desacralización de los faraones que llevaría a la
total exclusión de los dioses del trono de oro de los reyes de Egipto. ¿Era
entonces raro que los cultivados egipcios creyeran en otra vida después de la
muerte, pero no en la omnipotencia de los muertos? ¿Y si los magos y los
sacerdotes se servían de la ciencia que poseían para hacer que se cumplieran
las antiguas maldiciones de los muertos, tan temidas en otro tiempo? Si al
tocar una momia se desprendía una piedra del techo de la tumba, no era un
milagro ni una casualidad, sino el efecto de un dispositivo mecánico,
procedimiento tan simple como eficaz para librar de saqueadores de tumbas al
personaje enterrado con su tesoro. Es
natural que el enorme dispendio hecho para asegurar el descanso eterno de un
faraón fuera mayor que el destinado a proteger el reposo de un ciudadano
corriente. Y es que, a diferencia del resto de los mortales, los faraones
podían ocuparse ya en vida de que sus cuerpos siguieran rodeados de lujo y riquezas
cuando pasaran al otro mundo. Y si la maldición de los faraones tuvo más
eficacia en el caso del rey que menos se había ocupado de su descanso eterno,
ello tal vez se deba, sencillamente, a que el entierro del joven faraón Tutankamón fue
preparado por los sacerdotes apresuradamente porque el hijo de Amenofis IV, el faraón apóstata conocido como Akenatón,
murió a los dieciocho años, posiblemente asesinado, según han demostrado las diversas autopsias a las que se ha sometido a la momia en las últimas décadas.
Máscara mortuoria del faraón Tutankamón (s. XIV a.C.) |
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