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miércoles, 23 de agosto de 2017

Diocleciano y las últimas persecuciones a los cristianos

A la conclusión de la guerra en Oriente, los augustos Diocleciano y Galerio volvieron a Antioquía. En algún momento del año 299, los emperadores tomaron parte en una ceremonia de sacrificio y adivinación en la que, al parecer, los arúspices fueron incapaces de leer las entrañas de los animales sacrificados, y acusaron a los cristianos infiltrados en la corte imperial de haber boicoteado la ceremonia. Los emperadores ordenaron que todos los miembros de la corte realizaran un sacrificio para purificar el palacio. El emperador también envió cartas a los mandos militares en los que exigía que todo el ejército llevara a cabo los sacrificios requeridos bajo pena de ser licenciados. Diocleciano era muy conservador en cuestiones religiosas; un hombre fiel al tradicional panteón grecorromano que entendía la necesidad de la purificación religiosa, pero Eusebio de Cesárea, Lactancio y Constantino afirman que era Galerio, y no Diocleciano, el principal impulsor de la purga, y su principal beneficiario. Galerio, que era todavía más devoto y apasionado que Diocleciano, veía una ventaja política en las persecuciones, y estaba deseando acabar con la política de inacción que se había mantenido sobre este asunto desde los tiempos de Galieno (260-268), hijo y sucesor del desdichado Valeriano. Antioquía era la principal residencia de Diocleciano entre 299 y 302, mientras que Galerio ocupaba el lugar del augusto en el medio y bajo Danubio. Visitó Egipto en una ocasión, durante el invierno de 301–302, para ocuparse del suministro de grano desde Alejandría. Debido a una serie de disputas públicas con los maniqueos, Diocleciano ordenó que los líderes de los seguidores de Mani fueran quemados vivos junto con sus esculturas. El 31 de marzo de 302, según un escrito de Alejandría, declaró que los maniqueos de las clases más bajas debían ser ejecutados con la espada, mientras que los maniqueos de clases altas debían ser enviados a trabajar a las canteras del Proconeso o en las minas de Phaeno, al sur de Palestina. Todas las propiedades de los maniqueos debían ser confiscadas y depositadas en el Tesoro Imperial. Diocleciano encontró muchos motivos para condenar la religión maniquea: su novedad, sus orígenes foráneos, la manera en la que corrompía la moral romana, y su contumaz oposición a las tradiciones religiosas romanas. Además, y debido a que el maniqueísmo era apoyado por entonces en Partia, se añadían componentes políticos a los puramente religiosos o morales. Salvo por esta cuestión política, los motivos por los que se condenaba el maniqueísmo eran igualmente aplicables, si no más, al cristianismo, que sería su siguiente objetivo. El maniqueísmo fue una religión universalista fundada por el místico persa Mani (215-276), que decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la humanidad. El maniqueísmo se concibe a sí mismo como la fe definitiva, en tanto que pretende invalidar a todas las demás. A lo largo del siglo III se había divulgado por el Imperio Romano oriental y por el Imperio Sasánida. Su intransigencia religiosa fue la causa por la que los maniqueos fueron perseguidos, primero por los romanos y más tarde por la Iglesia. Sin embargo, el maniqueísmo prosiguió su expansión a lo largo de la Edad Media a través del mundo islámico, llegando a Asia Central y China, donde perduraría hasta bien entrado el siglo XVII.
Diocleciano regresó a Antioquía en el otoño de 302 y ordenó que al diácono Román de Antioquía le fuera arrancada la lengua por interrumpir los sacrificios rituales oficiales. Román fue enviado a prisión, en donde fue ejecutado en 303. Diocleciano partió de la ciudad en invierno, acompañado por Galerio, y se dirigió a Nicomedia. Según Lactancio, durante ese invierno Diocleciano y Galerio discutieron largamente sobre cuál debía ser la política del Estado hacia los cristianos: Diocleciano argumentaba que bastaría con prohibir a los cristianos trabajar como funcionarios o en el Ejército para recuperar el favor de los dioses, pero Galerio quería ir más allá, y defendía la exterminación absoluta de los cristianos. Los dos augustos acudieron a pedir consejo al oráculo de Apolo en Dídima, el cual contestó que «los justos sobre la tierra dificultaban la facultad de Apolo para aconsejar». El término «justos», según los interpretaron los arúspices de Diocleciano, solo podía hacer referencia a los cristianos del Imperio, consiguiendo así persuadir a Diocleciano para que accediera a las demandas de Galerio y decretase la persecución de los cristianos en todo el Imperio Romano. El 23 de febrero de 303 Diocleciano ordenó que la recién construida iglesia de Nicomedia fuera arrasada hasta sus cimientos. Asimismo exigió que se quemaran sus escrituras sagradas y que se confiscara para el Tesoro todo lo que hubiese de valor en la iglesia. Al día siguiente Diocleciano promulgó su primer edicto contra los cristianos. En él, el emperador ordenó la destrucción de los evangelios y demás escritos cristianos, así como todos sus lugares de culto a lo largo del Imperio, prohibiendo a los cristianos reunirse para celebrar sus actos litúrgicos. Antes de acabar el mes de febrero, un incendio destruyó buena parte del palacio imperial de Nicomedia y Galerio convenció a Diocleciano de que los autores habían sido los cristianos, y que conspiraban contra él con los eunucos de palacio. Se puso en marcha una investigación y se llevaron a cabo diversas ejecuciones sumarísimas que se prolongaron hasta el 24 de abril, fecha en la que fueron decapitadas seis personas entre las que se encontraba el obispo Antimo. Se produjo un segundo incendio del palacio imperial dieciséis días después del primero, y Galerio partió de la ciudad hacia Roma, declarando que Nicomedia no era segura. Diocleciano le seguiría poco después. Aunque se promulgaron varios edictos posteriores de persecución a los cristianos en los que se exigía el arresto del clero cristiano y se les exigía que efectuasen sacrificios públicos para exculparles, estos edictos no tuvieron demasiado éxito. De hecho, la mayoría de los cristianos escaparon a los castigos e incluso los paganos se mostraron, en general, contrarios a la persecución. Los sufrimientos de los nuevos mártires sirvieron además para propagar la religión. Constancio y Maximiano no aplicaron los edictos posteriores, permitiendo que los cristianos de Occidente no fueran perseguidos. Galerio rescindió el edicto en 311, anunciando que la persecución había fracasado en su intento de traer a los cristianos de vuelta a la religión tradicional. Por otro lado, la apostasía temporal de algunos cristianos y la entrega de las escrituras sagradas durante la persecución, tuvo un importante papel en la aparición del donatismo, un movimiento religioso cristiano que hoy calificaríamos de integrista, y que nació como una reacción ante el relajamiento de las costumbres de los fieles. Iniciado por Donato, obispo de Cartago, aseguraba que sólo aquellos sacerdotes cuya vida fuese intachable podían administrar los sacramentos, y que los pecadores no podían ser miembros de la Iglesia de Cristo, lo que contradecía las propias enseñanzas de Jesús, que se rodeó de pecadores y en todo momento predicó la necesidad de perdonar las ofensas.
Apenas una generación después de las persecuciones de Diocleciano, Constantino llegaría a ser el único emperador del Imperio y revertiría las consecuencias de los edictos retornando todas las propiedades confiscadas la Iglesia. Bajo el gobierno de Constantino el cristianismo fue ampliamente favorecido y se convirtió en la principal religión del Imperio, o en la más poderosa al menos. Finalmente, con la promulgación de Edicto de Tesalónica por Teodosio en 380, el cristianismo se convirtió en la única religión del Imperio Romano. De modo que los cristianos pasaron de perseguidos a perseguidores de los paganos. Diocleciano, por su parte, acabaría siendo demonizado por sus sucesores cristianos: Lactancio daba a entender que la ascendencia de Diocleciano anunciaba el apocalipsis, y en la mitología serbia Diocleciano todavía es recordado como Dukljan, el adversario de Dios. O lo que es lo mismo: el diablo. Diocleciano entró en Roma a comienzos del invierno de 303. El 20 de noviembre celebró con Maximiano el vigésimo aniversario de su principado (vicennalia), el décimo aniversario de la tetrarquía (decennalia), y un triunfo en la guerra contra Partia. Diocleciano pronto se enemistó con los romanos porque, según él, no le guardaban el respeto debido, y se referían a su persona con excesiva familiaridad. El 20 de diciembre de 303, Diocleciano interrumpió abruptamente su estancia en Roma y partió hacia el norte. Ni siquiera llevó a cabo las ceremonias de investidura de su noveno consulado, sino que las celebró en Rávena el 1 de enero de 304. El Panegyrici Latini y un relato de Lactancio sugieren que Diocleciano hizo planes en Roma con vistas a su abdicación. Según otras fuentes de la época, en el transcurso de una solemne ceremonia celebrada en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, Maximiano juró respetar las disposiciones de Diocleciano en lo tocante a la sucesión en el principado. Diocleciano partió de Rávena con sus tropas hacia el Danubio donde, en compañía de Galerio, tomó parte en una campaña punitiva contra los carpianos. Allí contrajo una enfermedad leve y su condición física comenzó a empeorar rápidamente, por lo que decidió proseguir el viaje en una litera. A finales del verano partió hacia Nicomedia y el 20 de noviembre compareció en público para asistir a la ceremonia de inauguración del anfiteatro que había ordenado construir al lado del palacio imperial incendiado y reconstruido. Se desvaneció poco después de las ceremonias y, durante el invierno de 304-305, se mantuvo recluido en su palacio todo el tiempo. Empezaron a circular rumores sobre la muerte de Diocleciano, en los que también se sugería que se estaba ocultando el óbito hasta que Galerio pudiera llegar a la ciudad para arrogarse el principado como único augusto. El 13 de diciembre todo el mundo había asumido la muerte de Diocleciano. La ciudad se vistió de luto y sólo lograron poner freno a los rumores mediante una declaración pública asegurando que el emperador estaba vivo. Cuando Diocleciano reapareció al fin en público, el día primero del mes de marzo de 305, estaba muy demacrado y casi irreconocible. Galerio llegó a Nicomedia ese mismo mes. Según Lactancio, llegó armado y con planes de restablecer la tetrarquía, forzando a Diocleciano a abdicar y colocar en la administración del Imperio a personas de su confianza. Lactancio también dice que había hecho lo mismo con Maximiano en Sirmio. El 1 de mayo de 305 Diocleciano convocó a sus generales y demás oficiales del Ejército en asamblea. Estaban presentes las tropas que habían acompañado al emperador en sus campañas, y representantes de las legiones acantonadas en las fronteras más alejadas. Se reunieron todos en la misma colina a las afueras de Nicomedia en la que Diocleciano había sido proclamado augusto. Delante de la estatua de Júpiter Óptimo Máximo, Diocleciano se dirigió a la multitud y con lágrimas en los ojos les explicó su debilidad, su necesidad de descanso y su deseo de renunciar. Declaró que necesitaba pasar el deber del gobierno del Imperio a alguien más joven y fuerte. Con ello se convirtió en el primer emperador en abdicar voluntariamente. Casi todos los generales creían saber lo que iba a suceder: Constantino y Majencio, los únicos hijos adultos de los dos coemperadores, y que se habían preparado concienzudamente para suceder a sus padres, serían nombrados césares. Constantino había viajado a través de Siria a la derecha de Diocleciano, y estaba presente en el palacio de Nicomedia en 305, y es probable que Majencio recibiese el mismo tratamiento. Según el relato de Lactancio, cuando Diocleciano anunció que iba a abdicar, toda la multitud se volvió para mirar a Constantino. Sin embargo, eso no fue lo que sucedió: Severo y Maximiano fueron nombrados césares. Maximiano apareció y tomó las vestiduras de Diocleciano y, ese mismo día, Severo recibió las suyas de Maximiano en Milán. Constancio sucedió a Maximiano como augusto en Occidente, pero Constantino y Majencio fueron ignorados en la transmisión del poder, y esto no presagiaba nada bueno para la continuidad de la tetrarquía.
Diocleciano se retiró a Dalmacia, su tierra de origen. Se trasladó al palacio que había construido en la costa adriática, cerca del centro administrativo de Salona. Maximiano se retiró a las villas de Campania. Sus nuevos hogares estaban lejos de la vida política, aunque Diocleciano y Maximiano estaban lo suficientemente cerca como para mantener un contacto regular entre ellos. Galerio asumió el consulado en 308, con Diocleciano como colega. En otoño de 308, Galerio se entrevistó de nuevo con Diocleciano en Carnuntum (Austria). Diocleciano y Maximiano estuvieron presentes el 11 de noviembre de 308 para asistir al nombramiento de Licinio por Galerio como nuevo augusto en lugar de Severo, que había muerto asesinado a manos de Majencio. Asimismo, ordenó a Maximiano, que había intentado volver al poder tras su retiro, que se apartase definitivamente de la vida pública. En Carnutum la gente rogó a Diocleciano que volviese a ejercer el principado para resolver los conflictos que habían surgido con el advenimiento de Constantino y la usurpación de Majencio. Pero Diocleciano rehusó. Aún vivió tres años más, dedicando sus días al cuidado de los jardines de su magnífico palacio, y asistió al colapso de la tetrarquía, rota por las ambiciones personales de sus sucesores. Diocleciano tuvo conocimiento de un tercer intento de Maximiano de reclamar el principado, de su suicidio forzoso y de su posterior damnatio memoriae. En su propio palacio las estatuas y retratos de su antiguo colega fueron destruidas. Finalmente, sumido en una profunda depresión, y devorado por las enfermedades, Diocleciano se suicidó el 3 de diciembre de 311.

Imagen alegórica del Concilio de Nicea celebrado en 325

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