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martes, 24 de abril de 2018

De Nabucodonosor a Nabónido: auge y caída de Babilonia


Devastada Asiria en el 612 a.C., Babilonia pretendió suplantarla en el Próximo Oriente como potencia dominante, en particular bajo el reinado de Nabucodonosor. Éste se adueñó de Siria, Palestina y Fenicia, en lucha con los egipcios. En el siglo VI a.C. Babilonia llegó a ser la principal ciudad del mundo. Pero su hegemonía fue efímera, pues durante el reinado de su sucesor los persas conquistaron la capital y el reino fue anexionado y convertido en satrapía. En la época de Nabucodonosor, Babilonia fue una ciudad fastuosa, con numerosos templos y un palacio real magnífico que albergaba los famosos Jardines Colgantes, una de las Siete Maravillas arquitectónicas del mundo antiguo. Sus hombres de ciencia cultivaron sobre todo la astrología y la magia, disciplina heredada de los caldeos entre cuyas construcciones destacaban los zigurats, torres escalonadas y piramidales dedicadas a fines religiosos. La majestuosa ciudad amurallada de Babilonia no fue jamás conquistada por sus enemigos hasta el 540 a.C. Pero tampoco entonces fueron tomadas las murallas por asalto; el episodio histórico de la caída de Babilonia es de lo más extraordinario y aún hoy permanece envuelto en la leyenda.
Ciro el Grande, rey de medos y persas, y uno de los grandes conquistadores de la Antigüedad, proyectaba tomar la ciudad, pero ésta estaba dotada de unas inexpugnables murallas. Los consejeros de Nabónido, rey de Babilonia, le persuadieron para que presentara batalla a los invasores antes de que éstos se atrincheraran e iniciaran el asedio. Fue una mala decisión ya que la ciudad, además de las murallas, contaba con un foso navegable y con reservas de agua más que suficientes para soportar un asedio prolongado con garantías de éxito. Tras una serie de escaramuzas extramuros con las tropas medopersas, los babilonios se retiraron alejándose imprudentemente de la ciudad. Ciro entró poco después en ella atravesando las magníficas puertas que, misteriosamente, habían sido abiertas a los invasores durante la noche. Los defensores babilonios no opusieron resistencia y la ciudad capituló sin luchar. Después de esta asombrosa rendición, que algunos historiadores atribuyen a una traición perpetrada por los numerosos esclavos y extranjeros que residían en la ciudad, el poderío y el prestigio de Babilonia fueron declinando hasta que, al cabo de unos siglos, fue súbitamente abandonada a merced de los vientos y las tormentas de arena que la devolvieron al desierto del que había surgido. Babilonia cayó sin resistencia, y aun así no pudo evitar su destrucción final, para nunca más volver a levantarse. Babilonia, la ciudad donde había florecido una de las primeras civilizaciones de la humanidad, y que había sido capital de un gran imperio en diferentes épocas de la Historia, se fundió con la arena del desierto y durante siglos su existencia formó parte de la leyenda —al igual que Nínive, Troya y otras tantas ciudades fabulosas— hasta que las excavaciones de la Deutsche Orientgesellschaft (Sociedad Oriental Alemana), comenzadas en 1899, desenterraron los primeros restos arqueológicos rescatándola del olvido.
En la Biblia los profetas hebreos se regodean veladamente de la caída de Babilonia, la gran potencia militar que los había humillando, esclavizado y destruido su Templo varias décadas antes. En el 535 a.C. el rey Ciro liberó a los hebreos y les permitió regresar a Jerusalén para reconstruir el Templo que fue levantado por el rey Salomón para sustituir al Tabernáculo como único centro de culto para el pueblo hebreo. Este templo fue saqueado por el faraón Sheshonq I en 925 a.C. —los egipcios se llevaron el Arca de la alianza— y definitivamente destruido por los neobabilonios durante el asedio a Jerusalén de Nabucodonosor II en 587 a.C. El segundo Templo, mucho más modesto, fue completado por Zorobabel en 515 a.C. —durante el reinado del persa Darío I— y seguidamente consagrado. Tras las profanaciones de los reyes seléucidas de Siria, el Templo fue nuevamente consagrado por Judas Macabeo en 165 a.C. Reconstruido y ampliado por Herodes, el Templo fue a su vez definitivamente destruido por las legiones romanas al mando de Tito en el año 70 d.C., durante la revuelta de los zelotes. Su principal vestigio es el Muro de las Lamentaciones, también conocido como Kotel o Muro Occidental. Según la escatología judía el tercer Templo será reconstruido tras el advenimiento del mesías.

¿Qué fue de Nabónido, el último rey de Babilonia?

Nabónido fue aupado al trono de Babilonia por una conspiración palaciega y ofendió al clero de Marduk al promover al dios lunar Sin como deidad principal de la ciudad. Al final, cayó víctima de una conjura y de la invasión del rey persa Ciro. Pero el destino de Nabónido, el último rey de Babilonia, empezó a fraguarse lejos de la gran capital mesopotámica, en Harán, una ciudad al norte de Siria. De allí procedían probablemente sus padres, sin conexión con la realeza y seguramente de condición modesta. Sobre la madre tenemos información muy precisa gracias a una autobiografía que se le atribuye y que, según las fuentes, escribió cuando tenía 104 años. Sabemos así que se llamaba Adad-guppi, nombre que sugiere que era de origen arameo. Cuando Harán fue destruida por el rey babilonio Nabopolasar y sus aliados medos en el año 609 a.C., ella y su marido marcharon a Babilonia, tal vez como cautivos. Una vez en la capital entraron a formar parte del personal de la corte, aunque su rango no era elevado. Adad-guppi explica que presentó a su hijo Nabónido en la corte y que éste sirvió al rey Nabucodonosor, aunque no sabemos qué cargó ocupó. Nabónido sin duda adquirió con el tiempo una posición destacada en el palacio real. Y, de este modo, cuando ya era un hombre de edad avanzada —como se deduce del hecho de que tenía un hijo ya mayor, al que nombraría regente al subir al trono—, intervino directamente en la crisis política que se abrió en Babilonia a partir de la muerte de Nabucodonosor II, en el año 562 a.C.
Los seis años siguientes fueron para Babilonia un periodo convulso, en el que se sucedieron hasta tres reyes, dos de los cuales fueron asesinados. El último acto de la crisis se inició con el ascenso al trono en 556 a.C. de Labashi-Marduk, hijo del rey Neriglisar. Seguramente el nuevo monarca era aún un niño, por lo que nada pudo hacer frente a una conspiración de palacio que apenas dos meses después lo derrocó y acabó con su vida. Tras la muerte de Labashi-Marduk, Nabónido fue aclamado como nuevo soberano, quizá sin que él mismo lo buscara. Al menos esto declara en la crónica que encargó en su decimotercer año de reinado: «En mi mente no estaba la idea de ser rey». Sin duda, Nabónido debió de formar parte de la conjura, pero no parece que fuera el líder. Tal vez lo aupó al trono su propio hijo, Baldasarres (conocido también como Baltasar). Así se explicaría que justo después de la proclamación de su padre, Baldasarres ascendiera a un lugar preeminente en la corte y se convirtiera en regente del reino durante el largo periodo de tiempo en que Nabónido estuvo ausente de la capital.
En cualquier caso, en los inicios de su reinado Nabónido actuó como si quisiera hacerse perdonar la manera en que había llegado al trono. Se esforzó en comportarse a modo de sus predecesores y quiso mostrarse como un rey piadoso y respetuoso con las tradiciones religiosas babilónicas. Un ejemplo de este empeño fue la restauración del Ebabbar, el principal templo de la ciudad de Sippar, 60 km al norte de Babilonia. En tan solo dos años se excavó el terreno hasta llegar a los cimientos más antiguos del templo y se procedió a la reconstrucción, de manera que en su tercer año de reinado Nabónido pudo consagrar el Ebabbar y presentar una tiara a Shamash, el dios-Sol, «según las antiguas costumbres». Durante los trabajos de excavación de los cimientos del templo se descubrió una estatua del legendario rey Sargón de Acad (2333-2278 a.C.), una antigüedad ya en esa época. Nabónido hizo colocar esta estatua en el Ebabbar y ordenó que se le rindiera culto como si fuera la imagen de un dios. Aprovechando seguramente este hallazgo, Nabónido hizo colocar también en el Ebabbar una estatua suya, no para ser adorada sino como un elemento votivo. Este hecho podría interpretarse, una vez más, como ejemplo de la voluntad de Nabónido de relacionar su propia persona con ilustres gobernantes del pasado.
En los momentos iniciales de su reinado, Nabónido también dedicó especial atención al mantenimiento del culto a las principales divinidades de Babilonia, sobre todo a Marduk, el dios protector de la ciudad. En Sippar restableció las ofrendas en el templo de Marduk y su esposa Sarpanitu, e hizo lo propio en Uruk. Una inscripción nos informa de que el monarca restauró también el templo de Ishtar de Acad, en la ciudad de Agadé.
En el cuarto año de su reinado, Nabónido tomó una sorprendente decisión: abandonó la capital, Babilonia, dejando a su hijo Baldasarres a cargo del reino, y se estableció en el oasis de Tania, en el desierto de Arabia. Ordenó rodear esta ciudad de una muralla y se hizo construir un palacio. El traslado tal vez estuvo relacionado con la amenaza creciente que ejercía sobre Babilonia el emergente imperio persa, gobernado desde el 559 a.C. por el belicoso monarca, Ciro II. Temiendo que los persas ocuparan Siria y cortaran las rutas comerciales de Babilonia hacia el norte, Nabónido tal vez quería explorar un acceso alternativo al mar a través del norte de Arabia, una zona económicamente muy próspera en esa época.
Tras diez años en el oasis de Tania, Nabónido regresó a Babilonia, quizá porque su presencia en la capital era necesaria para hacer frente a la amenaza de Ciro, o bien porque decidió asumir directamente el poder ante las discrepancias que tal vez surgieron con su hijo Baldasarres. Cabe señalar que en esos años se había desatado en Babilonia una terrible hambruna.
En cualquier caso, fue a su regreso de Tania cuando el monarca decidió llevar a la práctica un proyecto que sin duda acariciaba desde hacía años y que tendría consecuencias dramáticas para el imperio babilónico: el de promover a lo más alto del panteón al dios lunar Sin, una divinidad que había caído en el olvido en la ciudad, pero a la que el monarca se sentía muy ligado seguramente por el ejemplo de su madre, gran devota de Sin. Nabónido ordenó convertir varios templos en santuarios dedicados a Sin. La decisión se dio a conocer en todos los rincones del Imperio erigiendo grandes estelas en las que se explicaba el lugar de privilegio que a partir de entonces ocuparía el dios lunar, y se argüía que la medida del rey le había sido inspirada directamente por el dios mediante una señal o signo; era, decía, la «obra de Sin». Nabónido dedicó una especial atención a los templos de Sin en Harán y en Ur de Caldea, una antigua ciudad del sur de Mesopotamia. Originariamente estaba localizada cerca de Eridu y de la desembocadura del río Éufrates en el golfo Pérsico. Hoy sus ruinas se encuentran a 24 km al suroeste de Nasiriya, en el actual Irak. En la ciudad de Ur consagró incluso a su hija, En-nigaldi-Nanna, como gran sacerdotisa del dios, emulando a Sargón de Acad, que había hecho lo propio con su hija Enheduanna. Los trabajos de reconstrucción fueron conmemorados en la autobiografía de la madre de Nabónido, en la que ésta vinculaba directamente el poder del monarca con la protección del dios: «Sin, el rey de los dioses, me miró. Él llamó a Nabónido, mi único hijo, a la realeza. Él personalmente le entregó la realeza de Sumer y Acad, desde la frontera de Egipto y el mar superior, hasta el mar inferior, toda la tierra».
La nueva política religiosa de Nabónido provocó el rechazo de la clase sacerdotal de Babilonia. Su marcha al oasis de Tania ya fue vista como una traición a la ciudad y a sus tradiciones ancestrales. La ausencia del rey supuso, entre otras cosas, que se cancelasen las ceremonias del festival del Año Nuevo, que el monarca debía presidir. Entre ellas estaba la introducción de la estatua de Marduk en su templo, que indicaba el inicio del año, por lo que su suspensión perturbaba el ciclo de cultos en la ciudad. Con el regreso de Nabónido a Babilonia la situación se agravó, pues el rey ordenó que hasta el templo de Marduk fuera consagrado a Sin. Los sacerdotes de aquel dios y de otras divinidades cuyos templos habían sido usurpados para el nuevo culto lunar se convirtieron en enemigos acérrimos del rey, al que acusaron de comportamiento impío; su dios Marduk los vengaría, aseguraban. Esa venganza llegó en el decimoséptimo año del reinado de Nabónido.
El rey persa Ciro entró en los dominios de Nabónido en 539 a.C., procedente de los montes Zagros, y derrotó a los babilonios en una sangrienta batalla en la confluencia de los ríos Diyala y Tigris, cerca de Opis. Tras saquear la ciudad y exterminar a sus habitantes, Ciro se dirigió a Sippar. Entretanto, se urdió en Babilonia una conspiración contra Nabónido, que fue hecho prisionero. La ciudad se rindió al general persa Gobryas y poco después Ciro hizo su entrada triunfal en ella. No se sabe a ciencia cierta cuál fue el destino de Nabónido: según una fuente, se le envió al exilio en una remota provincia del imperio persa, mientras que el historiador griego Jenofonte asegura que el último rey de Babilonia fue asesinado.

Zigurat

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