El Imperio fundado por Carlomagno acusó muy pronto
graves signos de inestabilidad. Sus puntos débiles eran, sobre todo, de tipo
estructural: escasez de fuentes de riqueza, desigualdad social, un sistema
económico cerrado que dificultaba el comercio, unos recursos técnicos deficientes; y, en parte, de carácter
circunstancial, entre los cuales hay que destacar la ambigüedad del propio
sistema imperial y la ausencia de un ideario colectivo, así como la
crisis social, mal gestionada por los gobernantes de la época y la falta de un consenso en los gobernados,
todo ello unido al fortalecimiento de la nobleza y la aristocracia territorial;
terratenientes y latifundistas. A este cúmulo de factores hay que añadir la
constante agresión de los pueblos de la periferia de Europa occidental, que atacaron las
provincias del Imperio por la enorme brecha que suponían sus costas —normandos y
árabes— o por las extensas y fácilmente expugnables marcas orientales —húngaros
y eslavos—. Aunque los contemporáneos hablen de una Renovatio Imperii, la
concepción del Estado en la época carolingia tenía muy poco que ver con el viejo Imperio Romano de Occidente desaparecido en el año 476.
Ante todo era un sucedáneo extemporáneo que no supo reproducir el concepto
monolítico del princeps romano precristiano, que era a la vez sumo pontífice y
llega a ser divinizado en dos nuevos poderes. El Papa, como vicarius
apostolicus, y el emperador como soberano absoluto y protector de la comunidad,
deben regir conjuntamente la Respublica christiana, originándose de esta
ambigua situación, unos planteamientos dialécticos que tienden a resolverse por
el predominio de una de las partes.
Si en vida de Carlomagno
primaba netamente la posición del jefe secular, veremos cómo, a lo largo del
siglo IX —y gracias a una mayor conciencia de lo que representaba la idea
imperial en función de unidad del orbe cristiano—, los pontífices fueron
interviniendo, cada vez con mayor decisión, en los asuntos del Imperio. Al mismo tiempo se observa la ausencia de una constitución política definida, tanto en
lo que respecta al procedimiento sucesorio como en la insuficiente distinción
entre las dos potestades, real e imperial, con la consiguiente confusión que se
deriva frente a los súbditos. Si añadimos a todos los fenómenos descritos
reiteradas desmembraciones territoriales y el proceso de formación de unos
principados que usurpan, poco a poco, la influencia y las rentas de la Corona imperial,
nos será fácil comprender que, desde la muerte de Carlomagno (814) hasta el
advenimiento de las nuevas dinastías, Capeta en Francia y Sajona en Alemania,
que trajeron un programa de reformas más coherente, el Imperio Carolingio
quedase sumido en un estado de descomposición permanente, que le privó de una
actuación efectiva.
Entre los factores que
se oponían a la conservación de la integridad territorial del Imperio el más
importante, sin duda, era la extensión desmedida e indefendible de aquél, que abarcaba desde el
mar del Norte al río Llobregat en Barcelona, y desde el Atlántico al Elba, por lo que no se daban las
condiciones idóneas para organizar los territorios de forma eficiente. Ya en el año
806, Carlomagno, comprendiendo la dificultad de la empresa, dispuso una triple
partición que, si bien no se haría efectiva, resulta de no poco interés por su
contenido geopolítico: al hijo mayor, Carlos, le correspondía un territorio
cohesionado entre los ríos Loira, Elba y Danubio; a Pipino, Italia y Baviera; a
Luis, Aquitania. El reparto oponía, en cierto modo, los estados del Sur al
macizo conjunto septentrional, que representaba el núcleo histórico del antiguo Reino de los francos fundado por Clodoveo en el siglo V. La
partición así concebida aglutinaba bajo una sola soberanía la Austrasia y la
Neustria, o sea, la Francia Oriental y la Occidental, que nunca más volverían a
unificarse hasta el fallido intento napoleónico a principios del siglo XIX.
La muerte prematura de
sus dos hijos mayores, Carlos y Pipino, motivó que Carlomagno, en el 813,
adjudicara el Reino de Italia a Bernardo, hijo del segundo, en tanto que Luis conservaba
Aquitania. Al morir el emperador, el 28 de enero de 814 en Aquisgrán, revertían
a Luis conjuntamente la dignidad imperial y el territorio indiviso, excepto
Italia. Frente a la ambigüedad que mostró su padre respecto a la sucesión y a
los mismos títulos imperiales. Luis I parece haber tenido una idea más certera
y diferenciada. Así nos lo indican las fórmulas de su cancillería, al
sustituir la triple intitulación carolingia de Emperador y Rey de los Francos y
de los Lombardos, por una sola: Hludovicus, divina ordinante providentia,
imperator augustus (Luis, por voluntad de la divina providencia, emperador y
augusto).
Luis I —llamado el
Piadoso por la campaña moralizadora que desplegó en la corte—, después de consultar con sus consejeros, promulgó la Ordinatio
imperii (817), que viene a ser una carta constitucional del Estado. Por este
documento designa sucesor en el gobierno del Imperio a su hijo mayor Lotario,
al cual proclama emperador asociado mientras él viva; al segundogénito, Pipino,
le asigna el Reino de Aquitania, que ya administra desde 814, y al menor, Luis,
el Reino de Baviera. En esta ordenación territorial se refleja una voluntad muy
clara de conservar el Imperio cohesionado, al cual se adscriben ahora los territorios históricos
que constituían el Regnum Franciae, con la capital en Aquisgrán, y el Reino de
Italia, con su capital en Roma, sede también del todopoderoso Papado. Reveladoras son también las cláusulas que
definen los límites de la soberanía de los reyes menores, a quienes adjudica
los honores, rentas y derechos públicos, al tiempo que, en los asuntos que
afecten a la política internacional, los somete a la jurisdicción del hermano
mayor. Se desconocen los personajes que pudieran influir en la nueva ordenación
del Imperio, pero, dada su estrecha relación en la corte, debe tenerse en cuenta el
nombre de Agobardo, obispo de Lyon.
La Ordinatio de 817
dejaba marginados los derechos de Bernardo, rey de Italia desde 813, puesto que
preveía la anexión de aquel territorio a los de Lotario, a la muerte del
emperador. La reacción no tardó en producirse. Con todo el ímpetu de su
juventud —tendría entonces unos veinte años— y contando con el apoyo de los condotieros y magnates italianos, como los obispos de Milán y de Cremona, y con la simpatía
de algunos personajes francos, como el poeta Teodulfo, Bernardo se levantó en
armas. Pero la rebelión fue muy pronto sofocada por la rápida intervención de Luis I
y, después de un juicio sumarísimo, fue condenado a ser cegado, suplicio al que
no sobrevivió.
Una segunda
contestación, esta vez filial, se produjo con motivo del cambio introducido por
el emperador en el estatuto de sucesión, a raíz del nacimiento de su hijo
Carlos (823), después de la boda de aquél con Judit de Baviera. En efecto, en
la asamblea de Worms (celebrada en agosto de 829) se dispuso que Carlos
heredara la futura Suabia, Retia, Alsacia y parte de Borgoña. Un año
después, estallaba la rebelión encabezada por Lotario y sus partidarios, entre
los que había algunos cortesanos, como el abad Wala de Corbie, caído en
desgracia a ojos de la reina Judit y enemigos de la preponderancia adquirida por el
conde Bernardo de Septimania, a quien algunos acusaban de ilícitas relaciones carnales con la emperatriz.
La ocasión propicia fue
el malestar ocasionado por la convocatoria de un ejército, decidida en la
asamblea de Rennes, con el fin de reprimir los disturbios de Bretaña. Luis,
vencido, se entrega a sus enemigos a Compiègne, en tanto que su mujer es
internada en el convento de Santa Radegunda de Poitiers. Un intento por parte del emperador de
recobrar su libertad de acción y sus poderes desencadenó en sus hijos una serie
de intrigas, alianzas y deslealtades que sumieron al Imperio en una situación
caótica. Los jalones más aparentes fueron: la rebelión de Pipino, a fines del 831; los intentos de Luis el Germánico contra Suabia —patria de los belicosos alamanes—, y en 832, deposición del primero y la anexión de sus estados a los de Carlos en
septiembre de 832.
Después de una primera
fase desordenada y particularista, los tres hermanos, Lotario, Pipino y Luis,
se encontraron en Alsacia en la primavera de 833 y, apoyados por una parte
del clero, lanzaron una ofensiva contra el emperador, presentándose hábilmente
a sí mismos como salvadores del Imperio. Dispuestos ya los ejércitos para la
batalla, cerca de Colmar, la presencia del pontífice Gregorio IV (827–844) hizo
variar la postura de Luis el Piadoso, quien, viéndose únicamente asistido por
su hijo Carlos y por Judit, optó por renegar de su conducta anterior y deponer
las armas: el lugar donde se hallaba acampado, en Rothfeld, se llamó desde
entonces el Campo de la Mentira. Una secuencia complementaria, y no menos
lastimosa, fue la denominada «Penitencia de Soissons», donde el emperador hizo
pública confesión de sus pasados errores. Bien es verdad, y en descargo del
hijo y sucesor de Carlomagno puede aducirse, que los Anales Bertinianos afirman
que tal retracción le fue arrancada con métodos coercitivos. De hecho, la nueva
situación favorecía, sobre todo, a Lotario, quien quedaba dueño de la
situación, y perjudicaba a Carlos, hasta el punto de ser encerrado en
el monasterio de Prüm. Pero no tardaron Pipino y Luis en confabularse contra
aquél, celosos de su acrecentado poder, y, habiendo liberado a su padre y
restableciéndole en su dignidad, se coaligaron contra Lotario y lograron que
renunciara a la corona imperial y permaneciese en adelante confinado en Italia.
El juego de tronos había cambiado de signo.
Con el boato propio de
unas solemnes ceremonias religiosas celebradas en Thionville y en Metz a
principios del 835, a las que asistieron cuarenta y cuatro obispos y una
multitud de abades, fue anulado el proceso de Soissons y firmada la
retractación de los que en él intervinieron. En octubre de 837, en el
transcurso de una asamblea reunida en Aquisgrán, Luis I vuelve a replantear el
espinoso asunto de los derechos sucesorios del futuro Carlos el Calvo, hecho
que provoca, un mes más tarde, el ataque de Luis el Germánico a la ciudad de
Fráncfort. Rechazado por las huestes de su padre, se retira a sus estados,
asistiendo impasible a la nueva partición que, a la muerte de Pipino,
acaecida en diciembre de 838, maquinaron Luis I y Lotario, ya congraciados.
Reunidos en Worms, el 30 de mayo de 839, acordaron dividir el territorio
en dos regiones equivalentes, de las cuales Lotario eligió las que comprendían
Italia y los países al este del Ródano, del Saona y el Mosa, y Carlos las
tierras situadas al oeste, aunque aumentados sus estados con los condados de
Provenza, Ginebra, Lyon, Châlons-sur-Saône y Toul. Luis, el hijo rebelde,
tuvo que conformarse con Baviera. Del viejo Imperio fundado por Carlomagno el día de Navidad del año 800, no se hizo mención alguna.
Cuando preparaba una
expedición punitiva para someter Aquitania, que se mantenía fiel a los hijos de
Pipino y contra Luis el Germánico, Luis el Piadoso murió el 20 de junio del 840.
Vacante el Imperio, Lotario se instaló en Ingelheim y empezó a actuar como
emperador. Las múltiples cuestiones pendientes entre los hermanos, a causa de
la compleja política sucesoria, dieron como resultado una nueva coalición
entre los hermanos Carlos y Luis el Germánico, que tuvo su formalización en los Juramentos de Estrasburgo —14 de febrero del 842—, prestados solemnemente por
ambos monarcas y sus capitanes ante sus propias tropas, y por las cuales se
comprometían a ayudarse mutuamente y a no pactar con Lotario por separado.
Viéndose abandonado a su suerte, el rey de Italia accedió a tomar parte en una
serie de entrevistas, que terminarían con la firma, en agosto de 843, del
famoso y decisivo Tratado de Verdún.
La nueva división
tripartita de Europa, siguiendo esta vez la línea de los meridianos, había sido
calculada minuciosamente, de acuerdo con el espíritu de las leyes sálicas. Cada
reino resultante tenía una extensión territorial aproximada y contenía un
número equivalente de ciudades importantes; el reino más occidental, destinado
a Carlos, comprendía las tierras atlánticas y meridionales, desde el Mosa hasta
el Ródano, con las ciudades de París, Bourges, Burdeos, Tolosa y Barcelona; el
reino oriental, adjudicado a Luis, era un rectángulo inscrito entre el Rin y el
Elba, el istmo de Jutlandia y los Alpes, y contenía las ciudades de Colonia,
Ratisbona, Salzburgo y Magdeburgo; entre ambos reinos se constituyó una franja
central, formada por Frisia, las Ardenas, la futura Lorena, Borgoña, Provenza e
Italia, incluyendo Córcega y el ducado de Espoleto, que fue asignado a Lotario,
junto con el título de Imperator.
Sin embargo, la fórmula ideada en
Verdún no prosperó con la debida estabilidad. Si, por un lado, se habían
cumplido los requisitos de la justicia distributiva en la cuantificación de los
reinos, por el otro lado se creaba un estado intermedio —Francia— que
presentaba el aliciente de contener las dos ciudades de rango imperial: Roma y
Aquisgrán, junto con ciudades tan ilustres como Lyon, Ratisbona, Marsella,
Milán y Rávena, pero que ofrecía también serios riesgos geopolíticas de no
salir indemne del previsible acoso de sus vecinos: era un territorio muy rico
en recursos naturales, y un magnífico corredor que unía el mar Mediterráneo con
el mar del Norte.
El primer descontento
por la partición territorial acordada en el Tratado de Verdún (843) fue el propio Lotario,
quien, recordando el acceso que le había trazado su padre hacia un Imperio
único e indivisible, no podía conformarse con el Reino de Italia y perder la
preeminencia sobre los otros Reinos. Sin pérdida de tiempo, al día siguiente de
la firma del tratado, se instaló en el palacio de Aquisgrán y, aprovechando la
ocasión del acceso al solio pontificio, en difíciles circunstancias, del papa
Sergio II en enero de 844, envió a Roma a su hijo Luis, acompañado por Drogón, obispo de Metz e hijo natural de Carlomagno, con el objetivo de recibir
la investidura como Rey de los Lombardos, título que acababa de concederle.
Gracias a los oficios del pontífice y del clero franco pudo celebrarse una
entrevista de alto nivel en Yutz en octubre del 844, en el curso de la
cual se dio lectura a una cálida exhortación de los prelados en favor de la
concordia: «El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudad
fortificada».
Las circunstancias, en
efecto, requerían una más estrecha unión de voluntades. El reino occidental era
minado por la secesión de Pipino II, que pretendía la Corona de Aquitania, y
por las rebeldías de Nominoë, duque de Bretaña, y de Lamberto, conde de Nantes.
Y, en cuanto a la presión que ejercieron los pueblos de la periferia, bien
podría afirmarse que desde el 844 hasta el 846 los tres reinos se vieron
atenazados por una amenaza de invasión latente. En el mes de marzo del 845,
ciento veinte navíos vikingos bajo el mando de Ragnar Lodbrok remontaron el
curso del Sena y recalaron cerca de París, en donde los nórdicos se entregaron
sin freno al saqueo y a las matanzas indiscriminadas.
Normando o vikingo (del inglés
viking, y éste del nórdico antiguo víkingr) es el nombre dado a los pueblos
nórdicos originarios de Escandinavia, famosos por sus incursiones y pillajes en
Europa. El propio rey Carlos el Calvo, refugiado en Saint-Denis, tuvo que pagar
siete mil libras de plata como precio por su rescate. El mismo año, la ciudad de
Hamburgo —perteneciente a Luis el Germánico— era pasto de las llamas. El reino
de Lotario sufrió a la vez el embate de los vikingos en el litoral frisón y de
los bereberes en el curso del Tíber, no pudiendo salvarse de la rapiña de los
moros ni la mismísima iglesia de San Pedro.
Mitigadas las antiguas
tensiones, los tres soberanos se reconciliaron por dos veces en Meersen (847 y
851) para hallar una solución de compromiso a sus desavenencias. Con la amenaza
de los vikingos llamando a sus puertas, los tres reyes decidieron abstenerse de
minar la moral de los reinos vecinos con sus rencillas y mantener un sincero
clima de concordia y colaborar en la defensa común frente a los bárbaros. Si la
idea del Imperio no prevalece ya en sus acuerdos, sí por lo menos la idea de un
Regnum Francorum tripartito, que tienen el deber de conservar íntegro y en paz.
Así estaban las cosas cuando, a punto de surgir una nueva querella, murió
Lotario en Prüm el 29 de septiembre del 855. En virtud de su testamento, dejó
su reino privativo fragmentado en tres partes: Italia para el hijo mayor, Luis
II; la Frisia y la Lotaringia para Lotario II, y la Provenza para Carlos. El
solar del antiguo Imperio Carolingio quedaba, pues, dividido en cinco reinos.
Los recién creados debían coexistir pacíficamente con los reinos anteriores.
Mas el buen funcionamiento de semejante puzle político se reveló en seguida
repleto de dificultades, en parte por la antigua tensión existente entre Luis
el Germánico y Carlos el Calvo y, en gran parte también, por la debilidad
congénita del enfermizo Carlos de Provenza. Se configuraron al poco tiempo
dos nuevos bloques posibles: el de Carlos el Calvo–Lotario II y el de Luis el
Germánico–Luis II. Ambos se entrevistaron en Trento en 857.
Los graves momentos que
atravesaban sus estados, debido a las nuevas incursiones vikingas y al
levantamiento de Aquitania en favor de Pipino II —liberado ya de su
confinamiento en el monasterio donde había sido recluido en 852—, no
permitieron a Carlos el Calvo rechazar la invasión de sus tierras por Luis el
Germánico, en una rápida marcha desde Worms hasta Orleans. Instalado en el
palacio de Attigny, parecía ya haber desposeído a su medio hermano cuando,
gracias a un afortunado contraataque en San Quintín (15 de enero de 859) y a la
intervención del obispo Hinmaro de Reims, secundado por el alto clero,
se consiguió ajustar un acuerdo de paz y concordia en Coblenza el 1 de junio de
860.
En medio de estas luchas
fratricidas, que supusieron la quiebra de la familia carolingia, cabe destacar
algunas figuras importantes, como la de Luis II. Hijo mayor de Lotario I y
nieto, por tanto, de Luis el Piadoso, había nacido en el 822, siendo coronado Rey de Lombardía en 844 y ungido Emperador en 850. Al morir su hermano Carlos
en 864, aumentó sus estados con el Reino de Provenza. Luis II fue, a todas
luces, un emperador italiano. Sin conservar prácticamente ningún lazo con el
antiguo solar de la familia, sus problemas son los de Italia: las relaciones
con la sede pontificia y con los grandes duques, aún poderosos, y, sobre todo,
la defensa del Reino ante la amenaza de invasión por parte de los árabes.
Después de la caída del
Califato omeya de Damasco —hacia 750—, se habían formado tres importantes
reinos o emiratos casi independientes en el norte de África, uno de los cuales, el tunecino, logró someter la isla de Sicilia y penetrar en la parte meridional
de la península Itálica, estableciendo plazas fuertes en Bari y en Tarento.
Desde allí iniciaron una marcha hacia el Norte, que Luis II logró detener cerca
de Benevento, en 847 y 852. Después de renovar sus pertrechos, reanudaron su
intento años después, orientando su expedición hacia el Lacio, hecho que obligó
a Luis II a ordenar una movilización general para evitar que la misma Roma
pudiese caer en manos de los moros. Mediante una capitular de 866, la
movilización general se extendió por un año. El propio papa Nicolás I, que no
estaba en buenas relaciones con el emperador, le transfirió gran parte del
tesoro que acababa de entregarle el kan de los búlgaros, Boris, recientemente
convertido al cristianismo. Desde entonces, las huestes de Luis II no cejaron
en su empresa de reconquista. En el año 871 —con escasa ayuda de la escuadra
bizantina— consiguieron desalojar a los sarracenos de la plaza de Bari, con lo
que éstos perderían su preponderancia en el sur de Italia.
Las campañas militares
de Luis II en la Península le dieron mucha fama y prestigio y tomaron un
sentido de empresa cristiana. A su muerte, acaecida en agosto del 875, la
Corona imperial pasaría a Carlos el Calvo —defensor, a su vez, de una Franquia amenazada por moros y normandos—, y que encontraría la muerte en el transcurso
de una expedición a Italia para proteger Roma de un nuevo ataque de los
berberiscos en 877. El año anterior había muerto también Luis el Germánico, que
en su testamento distribuyó sus estados entre sus hijos Carlomán (Baviera,
Moravia, Panonia y Carintia), Luis el Joven (Franconia, Turingia, Sajonia y la
baja Lorena) y Carlos el Gordo (Suabia, Alsacia y la Retia). Surgió entonces un
duro forcejeo por el Imperio que pareció, por un momento, recaer en Carlomán,
pero una devastadora enfermedad le llevó al sepulcro (880) e hizo prosperar la
candidatura de Carlos III el Gordo (881–887), quien a la muerte de su hermano
Luis el Joven (882) —y por haber sido llamado por los grandes de Franquia para
ocupar el trono, vacante desde el fallecimiento de Carlomán (884), hijo de Luis
el Tartamudo— ciñó la triple corona hasta que fue depuesto por incapacidad. Con
él, se disipaba la última esperanza de restaurar la unidad del Imperio.
Franquia Occidental
caería en manos de Eudes (888–898), conde de París, fundador de una nueva dinastía, en tanto que las tribus germánicas elegirían como soberano a Arnulfo
de Carintia (887–899). La corona imperial, en ese momento puramente nominativa,
es ceñida por el duque de Espoleto, Guido, nieto del emperador Lotario, que
asocia a su hijo Lamberto en la dignidad imperial. Por poco tiempo (891–896),
la ciudad de Espoleto y la capilla de Santa Eufemia constituían la versión
italiana de la corte imperial de Aquisgrán. La plasmación de un redivivo
Imperio de Occidente católico, paralelo al de Bizancio, parecía haber zozobrado
definitivamente. Sin embargo, permanecía muy viva aún en distintos núcleos
sociales la idea de una comunidad cristiana supranacional, cuya causa debía ser
defendida contra viento y marea. Esta idea, como no podía ser de otra manera,
venía alentada por la Iglesia, y para conseguir sus fines, la Iglesia y sus
hombres actuarán en tres planos o niveles muy distintos que dentro de la
mentalidad de la época debieron verse como complementarios entre sí: Reforma
moral, defensa del sentido de unidad, dirección espiritual del orbe católico y,
por consiguiente, del Imperio. Aunque, desde los lejanos días de los
emperadores romanos Constantino y Teodosio, la Iglesia siempre vio el
Imperio como un medio, no como un fin en sí mismo.
La Capitular de Quierzy
(877), promulgada por Carlos el Calvo antes de su partida de Italia, viene a
significar el reconocimiento, por parte del soberano, de un nuevo estatus para
los grandes funcionarios de origen Carolingio, que ven reconocida la
posibilidad de transmitir sus derechos territoriales a sus hijos. Surgen
entonces, como resultado de condicionantes político-sociales diversos, unos
grandes principados, que integran con el tiempo una vasta demarcación
territorial, a la vez que acumulan y administran en beneficio propio no pocos
derechos y regalías de la Corona.
En el suelo de Franquia Occidental, los ciento noventa y un condados carolingios se ven integrados en
unos pocos principados, ducados o condados, de más amplia base
territorial y política. Destacan entre ellos Flandes, creado por Balduino II,
Toulouse, Aquitania, Borgoña, Anjou, Poitiers, Normandía Vermandois y la marcas hispánicas. En la Franquia Oriental se integran los grandes ducados de
Baviera, Sajonia, Suabia, Lorena y Franconia. En Italia, además
de los ducados de Espoleto y Benevento, se forman los de Capua, Salerno y
Nápoles en el Sur, en tanto que en el Norte empiezan a configurarse algunos
señoríos en Lombardía, Liguria y la Toscana, a la vez que van adquiriendo
importancia las ciudades. No parece ajeno al fenómeno de la aparición de estas
unidades políticas menores la necesidad que tuvieron las distintas comarcas de
defenderse por sus propios medios ante el peligro, siempre inminente, de un
ataque por sorpresa de los normandos o de los berberiscos.
La Marca Hispánica era el nombre del
territorio comprendido entre la frontera del Imperio carolingio con al-Ándalus y los Pirineos, desde finales del siglo VIII hasta la independencia efectiva de diversos condados. A diferencia de otras marcas
carolingias, la Marca Hispánica no tenía una estructura administrativa unificada
propia. Tras la conquista musulmana de la península Ibérica, los francos
intervinieron en el noreste a fines del siglo VIII, con el apoyo de
la población autóctona de las montañas. La dominación franca se hizo efectiva
entonces más al sur tras la conquista de Gerona (785) y Barcelona (801). La
Marca Hispánica quedó integrada por condados dependientes de los monarcas
francos a principios del siglo IX. Para gobernar estos territorios, los reyes
carolingios designaron condes, unos de origen franco y otros hispánicos, según
criterios de eficacia militar en la defensa de las fronteras, de lealtad y
fidelidad a la Corona.
El territorio
reconquistado a los moros se configuró como la Marca Hispánica, en
contraposición a la Marca Superior andalusí, e iba de Pamplona hasta Barcelona.
De todos ellos, los que alcanzaron mayor protagonismo fueron los de Pamplona,
constituido en el primer cuarto del siglo IX en reino; Aragón, constituido en
condado independiente en 809; Urgel, importante sede episcopal y condado con dinastía propia desde 815; y el condado de Barcelona, que con el tiempo se
convirtió en hegemónico sobre sus vecinos, además de los de Ausona y Gerona.
El emperador Carlomagno |
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