En
1505, al término de su vida, Iván III, gran duque de Moscú, podía proclamar
satisfecho que había culminado su obra liberando al país de la amenaza de los
tártaros. Pero la tarea que legaba a sus sucesores no iba a ser sencilla. Para hacer
de Moscú la «tercera Roma» y revestir su corte con pompas y símbolos
imperiales, Iván III se había casado con Sofía Paleólogo, sobrina del último
emperador de Bizancio. La ciudad que fuera capital del Imperio de Oriente había
caído en poder de los otomanos en 1453. Por este motivo, Iván III y sus
sucesores imprimieron al naciente Imperio Ruso una dimensión religiosa
universal, al tiempo que los zares acumulaban todo el poder. Para establecer su
hegemonía, Iván III había instaurado en Moscú una administración fuertemente
centralizada al estilo bizantino, pero la gran diferencia estribaba en que los
territorios que deberían gobernar los zares en adelante eran infinitamente más
extensos que los del decrépito Imperio de Oriente que, prácticamente, se
reducía a la ciudad de Bizancio en el momento de ser tomada por los turcos. Así
pues, la ciudad de Moscú fue favorecida para que se convirtiera, no solo en
capital del Estado ruso, sino en referente del cristianismo ortodoxo. Para
ello, Iván III exigió a más de un millar de boyardos —nobles que poseían
grandes latifundios— que se instalasen en la nueva capital.
Conviene recordar que en el siglo XVI los
polacos dominaban buena parte de Rusia de forma tiránica y que los rusos se
sentían oprimidos y despreciados por los arrogantes polacos. Se comprende así
que este factor exógeno ayudase a la creación de un sentimiento nacionalista
ruso por reacción contra lo foráneo que se ha mantenido hasta nuestros días.
Por otra parte, como sucede tan a menudo en la Historia, en los siglos venideros,
asentado ya el poderío de los zares, los rusos no olvidaron las pasadas
humillaciones y sometieron a los polacos a no pocas vejaciones para resarcirse.
Este dilatado proceso de formación de la moderna Rusia alcanza su momento culminante en el reinado de Iván IV el
Terrible (1547–1584) que vino a coincidir en el tiempo con el de Felipe II de
España, y bien puede decirse que ambos monarcas fueron los más poderosos de su
tiempo y los que gobernaron sobre una mayor extensión de territorio. La
expansión de Rusia hacia el este y los territorios de Siberia, se ha comparado
a menudo con la conquista de América por los españoles. En cualquier caso, la
figura de Iván el Terrible ha sido tan ponderada en Rusia, que incluso durante
el periodo de la Unión Soviética (1917–1991) se enalteció a este soberano que
ensanchó las fronteras de Rusia al tiempo que atemorizaba a sus súbditos. Cientos
de miles de muertos confirman el tinte sanguinario y lúgubre del reinado de
este zar. Proclamándose ejecutor de la justicia divina, Iván IV no pestañeó a
la hora de ordenar el asesinato de más de 60.000 personas en Nóvgorod, en el
transcurso de la represión de una revuelta de boyardos que se habían levantado
contra su autoridad.
Si las perturbaciones del reino fueron dramáticas,
no lo fueron menos las de la corte. Todavía hoy discuten los eruditos y los
historiadores especializados sobre las complejidades del carácter de Iván el
Terrible. Entregado a sus pasiones, gustaba de organizar orgías salvajes que interrumpía
súbitamente para entregarse a la penitencia de la manera más ostentosa y
exagerada, o ejecutar a decenas de personas, a veces con sus propias manos,
pues era un hombre de una fuerza física portentosa. Como a muchos personajes
históricos en los últimos tiempos, a Iván IV también se le han atribuido
ribetes de homosexualidad, además de violentos delirios místicos e impulsos
sádicos, que alternaba con una refinada admiración por la cultura occidental y
el anhelo casi enfermizo de imponerla en Rusia aunque fuese a sangre y fuego. En
1582, dos años antes de su muerte, Iván IV mató a su hijo primogénito. Siete
veces se había casado este zar en busca de un heredero que continuase su obra
tras su muerte, pero quiso el destino que acabase legando el trono de Rusia a
un demente, Feodor, nacido de su unión con Anastasia Romanova, perteneciente a
una poderosa familia de boyardos. También le sobreviviría otro hijo, Demetrio,
que tenía un año de edad y era fruto del último matrimonio del zar, esta vez
con María Nagoya.
Las campañas del zar Iván IV el Terrible
engrandecieron el Imperio y las nuevas tierras fueron asignadas a señores
feudales encargados de su defensa y explotación. Rusia empujó a los tártaros y a
los mongoles hacia el corazón de Asia, en el oeste obligó a polacos y
alemanes a retroceder y se acercó a los países bálticos. El caudillo cosaco Yermad
se puso al servicio del zar con apenas quinientos hombres y conquistó Siberia.
Aquella fue una gran adquisición para la Corona, pero también para los Stroganov,
una poderosa familia de banqueros que se enriquecieron aún más con el comercio
de pieles y la explotación de los abundantes recursos siberianos. Los asentamientos que se abrieron en los nuevos territorios situados al este de Rusia
se convirtieron en prósperos emporios comerciales.
Iván el Terrible no solo instauró el miedo a su
persona, sino la preocupación por el futuro, algo desconocido hasta entonces
para los rusos. Sobre todo, muchos se preguntaban si tras la desaparición del
zar, aquellos logros de los que derivaba la actual prosperidad de Rusia,
tendrían continuidad, pues las bases de aquel enorme imperio todavía
eran frágiles. Aún bajo la férula de Iván IV se había producido la rebelión del kanato de Crimea, y los tártaros habían logrado entrar en Moscú y prenderle
fuego. Las mismas inquietudes podían barruntarse en los confines occidentales
de Rusia, donde los polacos aguardaban el momento propicio para desquitarse de
los reveses infligidos por sus belicosos vecinos.
Murió el zar en 1584, en medio de la inquietud
de los resentidos, la zozobra de los que vertiginosamente se habían enriquecido
y el anhelo del pueblo llano de retornar a su pacífica y sosegada existencia,
alterada por los delirios de grandeza del zar y de la élite que se había
beneficiado de las campañas militares y las prospecciones comerciales. Todo
aquello solo había servido para hacerles trabajar más, y para seguir viviendo tan
mal como siempre.
Como ya se ha dicho, dada la incapacidad del príncipe
Feodor, y a pesar de que Demetrio solo contaba un año de edad, éste fue proclamado
zar a la muerte de su padre y pasó a ejercer la regencia Boris Godunov, cuñado
del difunto Iván IV. Confluían en Godunov un estilo de vida atemperado y
discreto —quizá porque no era boyardo de nacimiento— y el firme deseo de
proseguir la obra iniciada por el zar terrible para crear un gran Imperio, fuerte
militarmente, pero también próspero y moderno. Sin duda, por sus magníficas
cualidades, Boris Godunov mereció mejor suerte que la que le deparó el
caprichoso destino. En la primera etapa de su gobierno, Godunov se esforzó por
continuar la obra de su antecesor y preservar sus logros. Compartió el poder
con un consejo de regencia en el cual figuraban representantes de la familia
imperial y de la nobleza, entre los que no tardó en destacar el intrigante y
deshonesto príncipe Basilio Chuiski. Para salvaguardar la situación hegemónica heredada
en la zona, Boris Godunov tuvo que librar sendas guerras con los suecos y con los
tártaros. En todas salió victorioso y ganó a Suecia una amplia franja de
territorio de la ribera del mar Báltico. Durante su regencia, el reino de Georgia
pidió integrase en el imperio zarista. Sin embargo, los boyardos aspiraban a
recuperar su preponderancia, los mercaderes rusos lamentaban que no se hubiesen
mantenido los monopolios comerciales en las nuevas tierras anexionadas, y que se hubiese
permitido la instalación de competidores extranjeros. Los empobrecidos campesinos,
por su parte, clamaban contra la creciente presión fiscal y las injusticias a que eran
sometidos por los señores feudales propietarios de las tierras que ellos cultivaban.
Estas quejas fueron subiendo de tono a medida
que una serie de calamidades se abatieron sobre Rusia bajo la regencia de Boris Godunov,
y con tanto ensañamiento, que parecía una maldición divina. En
1601 se desató una hambruna de proporciones desconocidas hasta entonces. Las
lluvias y el frío malograron las cosechas de aquel año y del siguiente, en
forma tan desastrosa que no quedaron semillas para seguir sembrando. Cientos de
miles de personas murieron de hambre en Moscú, adonde habían huido muchos intentando sustraerse a la devastación sufrida en las áreas rurales. Los
cronistas de la época señalaron que muchos cadáveres tenían hierba en la boca
porque habían intentado alimentarse con ella y, en muchos casos, se habían
atragantado. Abundaron los casos de canibalismo, después de que las gentes, famélicas,
hubieran devorado toda clase de animales; desde gatos y perros, hasta ratas de
campo.
Para acabar de empeorar las cosas, en las
ciudades abundaban los especuladores que se enriquecían con la desgracia y el
sufrimiento ajenos. Boris Godunov mandó abrir los almacenes del Estado y
repartir grano entre el pueblo hambriento, pero éste no tardó en caer en manos
de acaparadores desalmados. En medio de tan fenomenal desastre muchos exaltados
y fanáticos religiosos vieron un castigo de Dios. Pero ¿por qué castigaba al
pueblo ruso? ¿Cuál era la naturaleza del pecado cometido?
En 1591 había muerto el príncipe demente
Demetrio que vivía recluido en una casa alejada de la
corte, y sin más compañía que su madre. Tenía ocho o nueve años y era
epiléptico. Se dijo entonces que el niño jugaba con un afilado puñal cuando le
sobrevinieron las convulsiones de un ataque, y él mismo se clavó la daga en medio de los estertores. En
1598 también murió el príncipe Feodor, éste de forma no tan extraña, y a falta de
heredero superviviente, el poderoso clero ortodoxo, los nobles boyardos y el
consejo de regencia determinaron que Boris Godunov fuese entronizado como nuevo
zar de Rusia, precisamente, en el mismo momento en que los infortunios
relatados anteriormente alcanzaban su clímax. Entonces, las sencillas gentes
del pueblo, quizás alentadas por los enemigos de Godunov, pusieron en
circulación el rumor de que todas aquellas desgracias eran un castigo divino
porque el zar había usurpado el trono asesinando a los príncipes que legítimamente
debían ocuparlo.
El ambiente no podía ser más propicio para que
hiciese su aparición un oscuro personaje que surgió en Ucrania, entonces bajo
dominio de los polacos. Con el apoyo de éstos, este individuo publicó un
manifiesto en el que se atribuía la identidad de un tal Demetrio Ivanovich, zarévich
y gran duque de Rusia, salvado por la Providencia del asesinato planeado por el
vil Boris Godunov varios años antes, cuando solo era un niño. Sostenía en su
alegato que había aguardado a ser mayor de edad para reclamar con la ayuda de
Dios el trono de sus antepasados, declarar usurpador a Boris e invitar a sus
leales súbditos a abandonar al traidor, venir a prestarle vasallaje y ayudarle
a restaurar la antigua religión y las costumbres rusas tradicionales. Este último
llamamiento tenía especial alcance, porque esperaba catalizar la cólera creada
por las reformas de Iván el Terrible y continuadas por Boris, y proyectarlas
hacia la restauración del orden anterior, idea siempre grata a la plebe cuando
vive en medio de miseria y calamidades.
Dentro de este ambiente de desesperación e
histeria colectiva, tiene escasa relevancia saber quién era realmente el «falso
Demetrio». Nadie ha podido dar nunca una respuesta rotunda. Lo que sí quedó
establecido claramente es que no era el hijo de Iván IV salvado milagrosamente
del asesinato. Boris Godunov, muy atento a la peligrosidad que
encerraba aquel movimiento sectario, intentó convencer a los polacos de que el
presunto Demetrio era un farsante, e incluso les informó con todo lujo de detalles
de que era un monje escapado de un remoto monasterio. Sin embargo, en este
punto Boris pecó de ingenuo, pues a los polacos y demás instigadores de la
revuelta les traía al pairo la honradez de Demetrio; lo que deseaban era
el hundimiento de la monarquía zarista y de Rusia con ella.
¿Quiénes fueron los instigadores de la
sublevación? Como ya se ha dicho, los polacos, y en segundo lugar, el Papado y
las élites católicas radicadas en Polonia y Lituania que aspiraban a
implantarse en Rusia y hacerse con el poder. También estaban los poderosos
comerciantes de Moscú y las grandes ciudades, con los Romanov a la cabeza,
deseosos de sacar partido de la situación provocada por los desórdenes, haciéndolo
derivar hacia un nuevo sistema que les fuese más beneficioso.
La impronta católica de aquel movimiento fue aún
más notoria cuando en 1604 el pretendiente Demetrio se convirtió solemnemente
al credo de Roma. En abril de 1605 murió Boris Godunov a causa de una apoplejía.
El jefe de las tropas, Basmanov, se pasó a Demetrio, y lo mismo hizo a príncipe
Chuiski, que reconoció a Demetrio como heredero legítimo del terrible Iván IV.
Inmediatamente después, los seguidores de Demetrio asesinaron al hijo de Boris
Godunov y a su esposa, e hicieron prisionera a su hija Xenia, que murió en un
convento de clausura en 1622, olvidada por todos.
En poco más de un año, el «falso Demetrio» había
sorprendido a propios y extraños gobernando con sabiduría, justicia y
ponderación, de modo que en poco tiempo se quedó sin un solo partidario. Un
gobernante así de benévolo causó estupor entre los rusos, acostumbrados a
tiranos crueles y desequilibrados. Demetrio hablaba elocuentemente, razonaba
con sensatez y claridad, era culto, acudía regularmente a las sesiones de la
Duma —el Parlamento ruso—, y se interesaba por la instrucción de las tropas, a
las que gustaba mandar personalmente cuando realizaban maniobras. ¡Aquello era
intolerable! Los boyardos, los clérigos, los comerciantes y demás poderes fácticos,
estaban sobresaltados y cada día se mostraban más inquietos, pues un hombre
honrado y sensato como estaba resultando el tal Demetrio, no era proclive a sus
tejemanejes y no podían controlarlo.
Desoyendo los consejos y advertencias de los
mismos que lo habían encumbrado mediante un ardid, Demetrio decidió hacer
frente al hambre y la miseria reinantes en Rusia con importantes medidas.
Ordenó trasladar a poblaciones enteras a tierras más fértiles y distribuyó
alimentos entre los necesitados, en vez de dejar hacer a los especuladores.
La ruina le sobrevino a este monarca a causa de
haber perjudicado a los mismos que le auparon al trono, pero también por su
falta de recato a mostrar abiertamente su preferencia por todo lo occidental,
tanto en el vestir y en las prácticas religiosas, como en las comidas, artes y
espectáculos, y dentro de lo europeo, expresaba especial predilección por lo
polaco, visto en Rusia con profundo aborrecimiento. El remate fue contraer
matrimonio con una joven aristócrata polaca, Marina, que no disimulaba su
repugnancia hacia la Iglesia ortodoxa rusa y no perdía ocasión de proclamar su ferviente
catolicismo. La boda real se celebró según el ritual romano y el clero ruso fue excluido de la ceremonia nupcial.
No le costó mucho al príncipe Chuiski
capitalizar el estupor y la ira que despertó en el país semejante insolencia y añadirla a una larga lista de agravios cometidos por Demetrio. Dos semanas después de la
boda, estalló en Moscú un violento motín. Una muchedumbre enfurecida asaltó el
Kremlin y logró capturar a Demetrio, dándole muerte de forma ignominiosa junto
a sus partidarios. Sus cadáveres fueron colgados boca abajo en los muros del
Kremlin. Después de profanarlos, los quemaron y sus cenizas fueron introducidas
en un cañón que fue disparado en dirección por donde habían venido esas personas tan bienintencionadas.
Los boyardos se hicieron con el poder y
nombraron zar al intrigante Chuiski. Pero aún hubo un segundo «falso Demetrio» que pretendió
haber sobrevivido a la matanza del Kremlin. Contó de nuevo con el apoyo de los
polacos, fue reconocido por Marina, su presunta esposa, y emprendió una campaña
militar contra Rusia. Estuvo a punto de tomar Moscú y Chuiski tuvo muchas
dificultades para hacerle retroceder. Sin embargo, algún tiempo después el rey
Segismundo de Polonia marchó de nuevo contra los rusos y entró en Moscú en
1610. La hostilidad de los rusos contra los polacos llegó entonces al punto
máximo. Dos años después, un levantamiento popular los expulsó de la ciudad y
en 1613 fue elegido zar por aclamación Miguel Romanov, cuyo linaje gobernaría
Rusia hasta 1917.
Las maniobras de los polacos en esta historia de
los «falsos Demetrios» recuerda mucho a las que tuvieron lugar a lo largo de la
década de 1980, y que contaron con la aquiescencia del papa Juan Pablo II —precisamente
polaco— y que desembocaron en el colapso y disolución de la Unión Soviética en 1991.
El zar Iván IV el Terrible jugando al ajedrez |
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