La
famosa cárcel de la Bastilla ha sido fuente de numerosas leyendas desde que
fuera tomada por los revolucionarios en 1789. Sin embargo, la fortaleza fue
utilizada como presidio durante un espacio de tiempo relativamente breve —apenas
un siglo y medio—, a partir del reinado de Enrique IV (1589–1610), previamente había sido residencia de los monarcas franceses en las
afueras de París. Tampoco se entiende el tenebroso renombre de esta cárcel
cuando se repara en los reclusos que estaban internados en ella llevando una
vida tranquila y apacible. Se les consideraba invitados del rey privados de
libertad y se les permitía tener servidumbre, proveerse de muebles a su gusto
en los aposentos asignados, procurarse la comida que les apeteciese y moverse
dentro del recinto con relativa libertad.
El recinto de la Bastilla estaba reservado a
nobles y personas distinguidas y, a menudo, no habían sido las autoridades las
que tomaron la decisión de recluirles allí, sino sus propias familias,
para poner freno a su libertinaje o atajar la prodigalidad de algún pariente
alocado. También hubo en ella presos políticos, por supuesto, sobre todo teniendo
en cuenta la época a la que nos estamos refiriendo. Sin embargo, cuando la
Bastilla fue asaltada por el populacho el 14 de julio de 1789, había en ella
solamente siete presos, de los cuales cuatro eran falsificadores, dos estaban
locos y uno estaba allí confinado por petición expresa de su familia. Este
individuo se las daba de ser un destacado discípulo del famoso marqués de Sade —que
también había sido huésped de la Bastilla algunos años antes—, y cuando fue
liberado por la chusma, la progresía del momento lo canonizó como a un mártir
del librepensamiento y se sometieron a su verborrea en una serie de tediosas
sesiones en las que disertó contra la tiranía del Antiguo Régimen. Por su parte, los dos dementes
tuvieron que ser trasladados de urgencia al sanatorio de Charenton, y los falsificadores regresaron a sus casas.
Los asaltantes de la Bastilla, movidos en gran medida
por la esperanza de encontrar tesoros y riquezas que saquear, tuvieron que contentarse con
un premio mucho más modesto y un puñado de huesos insepultos que pertenecían a
suicidas que no habían podido ser enterrados en el camposanto y que fueron erróneamente
atribuidos a presos cruelmente supliciados, una desvencijada prensa de imprenta
que fue tomada por una siniestra máquina de torturar y un antiguo coselete oxidado.
Esta coraza fue tomada por un instrumento de tortura usado para oprimir el
pecho de los condenados provocándoles un dolor insufrible.
Todo esto sucedió en los últimos días del
reinado de Luis XVI, pero casi un siglo antes, en tiempos de su tatarabuelo,
Luis XIV, la fortaleza de la Bastilla era un lugar más temido y tenebroso que
recordaba mucho a la antigua Torre Antonia de Jerusalén construida en tiempos
de Herodes. En 1698 el alcaide de la prisión recibió la orden de recluir a
cierto preso que habría de permanecer aislado e incomunicado para siempre. Este
desdichado recluso llevaba una máscara hecha de cuero y terciopelo que tenía
prohibido quitarse. Los carceleros tenían rigurosamente prohibido dirigirle la
palabra al preso enmascarado. El infeliz murió en 1703 y fue inhumado en el
cementerio de San Pablo bajo el nombre de Marquioli. A partir de entonces fue agrandándose
la leyenda del misterioso preso que, al parecer, previamente había estado
recluido en el penal de la isla de Santa Margarita.
El primero que fantaseó acerca de la auténtica
identidad de aquel misterioso cautivo fue el gran Voltaire, que comenzó a
especular sobre el asunto hacia 1755, introduciendo la efectista variante de
una máscara de hierro en lugar de la confeccionada de cuero y terciopelo. Dicha máscara
metálica tendría unos muelles o resortes en el maxilar inferior que le permitirían
a desdichado que la llevara masticar la comida que ingería. Aparte de la insufrible incomodidad
de semejante artefacto, Voltaire omitió el detalle que suponía la barba hirsuta
que habría ido creciendo debajo de la máscara, y que de vez en cuando debería raparse. Voltaire siguió explotando el
filón en varios escritos y, finalmente, acabó por afirmar que el misterioso
preso era el hermano mayor de Luis XIV. La fenomenal patraña adquirió vida
propia en boca del vulgo y el misterioso preso acabó convirtiéndose en el
propio rey Luis XIV encarcelado por unos conspiradores mediante un ingenioso
ardid.
Según esta teoría de la conspiración el que ocupaba
el trono de Francia era un usurpador, un actor contratado por los conjurados
que, como temían que alguien pudiese reconocer al monarca encarcelado,
ordenaron que le colocasen una máscara de hierro que no podía serle retirada
bajo ningún concepto. Llama la atención lo alambicado de esta conjura cuando
quizá lo más eficaz habría sido envenenar al rey para eliminarle, como se había
venido haciendo durante siglos. Aunque, no es menos cierto, que como sucedió en
España al morir Carlos II el Hechizado en 1700, la ausencia de un heredero provocara
una desastrosa guerra civil.
Los que sostenían que el Luis XIV reinante no
era legítimo monarca de Francia, postulaban que, cuando en 1643 murió el rey
anterior, Luis XIII, la reina española Ana de Austria y el poderoso cardenal
Mazarino, primer ministro, se las arreglaron para que le sucediera un hijo natural
clandestino que ambos había concebido, al precio de mantener para siempre en prisión
al heredero legítimo, que acabó en la Bastilla. La leyenda se seguía sofisticando
y sostenía que, con el correr del tiempo, el heredero legítimo habría sido
autorizado a contraer matrimonio y que cuando su esposa dio a luz el niño le
fue arrebatado y llevado en secreto a la isla de Córcega. Este niño habría sido
el primero de la estirpe de los Bonaparte. Es fácil suponer que, un
siglo después, ya en tiempos de Napoleón, esta leyenda fuese muy bien acogida y
fomentada por el sanguinario dictador, encantado de poder emparentar con el
linaje borbónico recientemente depuesto.
Hubo otras variantes posteriores de la leyenda
del hombre de la máscara de hierro encerrado en la Bastilla. Una de las más
célebre fue la que elaboró Alejandro Dumas, cuya celebérrima novela Los tres mosqueteros está ambientada, precisamente,
en la época de Luis XIII, y que cimenta su argumento en las tormentosas
relaciones que mantienen el rey y su esposa, Ana de Austria, mientras el taimado
cardenal Richelieu espía a los monarcas al acecho de oportunidades que le
permitan acrecentar su ascendente sobre ambos. El éxito de esta novela de
espadachines llevó a Dumas a escribir El
vizconde de Bragelonne en 1848, el año de la Revolución, y en la que
introduce la truculenta historia del hombre de la máscara de hierro. Según el
escritor, el preso de la Bastilla era un hermano gemelo de Luis XIV, apartado
de la corte para evitar una maldición que hundía sus raíces en la superstición.
En la remota Antigüedad, a los gemelos ilustres, como Rómulo y Remo, se les atribuían
poderes sagrados y eran considerados semidioses. La imposición del cristianismo
demonizó y tornó impuro todo lo que había sido sagrado en el mundo clásico.
Sea como fuere, la novela de Dumas obtuvo un
sonado éxito y el gran público dio por buena la nueva teoría de la conspiración
en la que se basaba la obra y volvieron a darse muchas hipótesis sobre la
identidad del evanescente preso de la Bastilla. Seguramente, nunca sabremos
quién fue el preso de la máscara de hierro, ni siquiera si existió realmente. Sin
embargo, todo el contubernio en torno al trono de Francia pudo darse y
proporciona un decorado sugerente para la literatura y el cine.
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