A mediados de 1997
llegaba a París un agente del Mossad, el servicio secreto israelí, con la
misión de captar a un «informador». Su objetivo era Henri Paul, asistente jefe
del hotel Ritz de la capital francesa, que ejercía además como chófer de los
huéspedes VIP. Uno de esos huéspedes había sido Jonathan Aitken, ministro del
último Gobierno conservador en el Reino Unido. Aitken era el encargado de
coordinar las ventas de armas y había establecido una fluida red de contactos
con vendedores y compradores de Oriente Medio. Esto había hecho que World in
action, un informativo de televisión, y el periódico The Guardian hicieran
públicos informes desfavorables sobre los vínculos de Aitken con hombres que no
pertenecían habitualmente al entorno de un ministro. Aitken presentó una
demanda por calumnias e injurias. Saber quién había pagado los gastos de Aitken
cuando éste se había hospedado en el Ritz para encontrarse con sus contactos
árabes se había convertido en el eje central del juicio. Jonathan Aitken
declaró bajo juramento que su esposa se había encargado de abonar la cuenta. A
través de un tercer hombre, el Mossad había hecho saber a los investigadores de
la defensa que la señora Aitken no había estado en París. El caso se vino
abajo. Así el Mossad, que durante mucho tiempo había considerado las
actividades de Aitken una amenaza para Israel, lo destruyó de manera
contundente.
En 1999, después de un
largo proceso penal en Londres, Aitken fue declarado culpable de testificar en
falso y sentenciado a prisión. Para entonces, su mujer lo había abandonado, y
el hombre que había recorrido los pasillos del poder durante muchos años se enfrentaba
a un futuro incierto y su carrera política quedaba truncada para siempre. No
obstante, el Ritz seguía siendo el punto de encuentro para los compradores de
armas árabes y sus proveedores europeos, por lo que el hotel parisino se había
vuelto fundamental en la estrategia de la agencia israelí, que subcontrató a un
ex agente del Mossad, un tal Menahem, que se había puesto por su cuenta. El
servicio secreto israelí había decidido mantener bajo estrecha vigilancia los
movimientos de tráfico de armamento que se realizaban en el lujoso hotel. Una
decisión que acabaría afectando a Diana, la princesa de Gales, y a su nuevo
amante, el playboy Dodi al Fayed, hijo del multimillonario Mohammed al Fayed,
propietario del Ritz. El Mossad había decidido mantener un informador en el
Ritz que aportara detalles de sus actividades. El primer lugar intervenido fue
el sistema informático del hotel y después se procuraron una lista de todo el
personal empleado en el mismo. Nadie de la dirección se perfilaba como posible
candidato y el personal restante no tenía el acceso necesario a los huéspedes
para realizar la tarea. Pero las responsabilidades de Henri Paul en el ámbito
de la seguridad implicaban que debía tener acceso sin restricciones a todos los
sectores del hotel. Su llave maestra le permitía abrir la caja de seguridad de
cualquier huésped, fuera quien fuese. Nadie le haría preguntas si solicitaba
una copia de la cuenta de algún cliente, ni llamaría la atención si pedía ver
el registro telefónico para conocer los detalles de las llamadas realizadas por
los traficantes de armas a sus contactos. Además, como chófer de los huéspedes
VIP, Paul estaría en disposición de escuchar sus conversaciones, observar su
comportamiento, ver adónde iban y con quién se encontraban. El paso siguiente
fue establecer el perfil psicológico de Paul. A lo largo de varias semanas un
agente del servicio secreto israelí residente en París, recopiló información
sobre su pasado utilizando varias tapaderas o identidades falsas, entre ellas
la de empleado de una compañía aseguradora y la de vendedor de productos y
servicios de la incipiente telefonía móvil. El informante había averiguado que
Paul estaba soltero, sin ninguna relación estable, que vivía en un apartamento
de alquiler y conducía un Mini de color negro, aunque le gustaban los coches de
gran cilindrada y las motocicletas de competición. El personal del hotel
aseguraba que le gustaba la bebida y hubo insinuaciones de que había contratado
en varias ocasiones los servicios de cierta prostituta que también solía
atender a algunos clientes del hotel. La información fue evaluada por un
psicólogo del Mossad. Éste determinó que Henri Paul era potencialmente
vulnerable y consideró que una presión creciente, unida a la promesa de una
importante retribución en metálico para financiar su vida social, sería el
mejor acicate para reclutarlo. El proceso podía ser largo y requería paciencia
y mucho tacto. En vez de seguir utilizando al agente residente, enviarían a
otro. Este nuevo agente lo primero que hizo a través de sucesivas visitas, fue
familiarizarse con el Ritz y su entorno. Identificó rápidamente a Henri Paul,
un hombretón que se pavoneaba al andar para demostrar que no necesitaba la
aprobación de nadie. Un auténtico matón de taberna.
El israelí advirtió
enseguida que Paul mantenía una curiosa relación con los fotógrafos
permanentemente apostados a las puertas del Ritz, a la espera de obtener una
instantánea de algún huésped famoso. De vez en cuando les ordenaba retirarse.
Los paparazzi solían hacerlo, y para cumplir con su parte del paripé, daban una
vuelta a la manzana en moto antes de regresar. Algunas veces, durante estas
breves vueltas, Paul se asomaba por la puerta de servicio y bromeaba con los
paparazzi. Por la noche, el agente que lo espiaba, lo había visto beber con
varios de éstos en uno de los bares cercanos al Ritz que solía frecuentar con
otros empleados del hotel. En los informes a Tel Aviv, el agente destacó la
capacidad de Paul para ingerir grandes cantidades de alcohol y aparentar estar
totalmente sobrio. También confirmó la idoneidad de Paul para desempeñar el
papel de informador, a pesar de sus malos hábitos con la bebida y sus
extravagantes aficiones: tenía acceso franco a la información privilegiada que
necesitaba el Mossad para sus operaciones, y ocupaba un puesto de confianza. En
algún momento de su discreta vigilancia, el agente descubrió cómo quebrantaba
Paul esa confianza depositada en él. Recibía dinero de los paparazzi a cambio
de información sobre las idas y venidas de los huéspedes famosos, de modo que
pudieran estar en el momento justo para fotografiarlos. El intercambio de
información por dinero se realizaba en algún bar o en la angosta calle Cambon,
junto a la entrada de servicio del hotel. A mediados de agosto de 1997 ese
intercambio de información se había centrado en la llegada de Diana, princesa
de Gales, y su acompañante, Dodi al Fayed, hijo del dueño del Ritz. Se
hospedarían en la fabulosa Suite Imperial. Todo el personal tenía órdenes
estrictas de mantener el secreto sobre los detalles de la visita de Diana, bajo
amenaza de despido inmediato. No obstante, Paul había continuado arriesgando su
carrera al proporcionar detalles de la inminente llegada de la célebre pareja a
muchos fotógrafos. Esta vez le habían pagado más que nunca por el soplo. El
agente del Mossad advirtió que Paul bebía más que de costumbre y había
escuchado quejas. El personal afirmaba que el jefe de seguridad se había vuelto
más arrogante y exigente: recientemente había despedido a un camarero por llevarse
una pastilla de jabón de una de las habitaciones. Varios empleados dijeron que
tomaba tranquilizantes y se preguntaban si no sería para controlar sus nervios
y sus violentos cambios de humor. Todos coincidían en que Paul se había vuelto
impredecible: estaba de buen humor y de pronto estallaba en un acceso de ira
por la más leve falta de uno de sus supervisados. El israelí decidió que había
llegado el momento de entrar en acción. El primer encuentro tuvo lugar en el
bar Harry de la calle Daunou. Cuando Paul entró, el agente ya le estaba
esperando tomándose una copa. Enseguida buscó la oportunidad para entablar
conversación y al término de la velada se despidieron amigablemente y quedaron
en volver a verse al cabo de unos días para cenar en un restaurante cercano al
Ritz. Durante la cena, Paul confirmó mucho de lo que había averiguado el
israelí por su cuenta. El jefe de seguridad habló de su pasión por los coches
veloces y por las avionetas. Y aseguró, lamentándose, que era difícil disfrutar
de esas aficiones con su salario. Ése fue el momento preciso en que el agente
del Mossad empezó a aguijonearle. Posiblemente dándole a entender que el dinero
no era un problema, siempre que se tuviese algo que ofrecer. En cualquier caso,
supo despertar la curiosidad de Paul. Lo que siguió se fue desarrollando a su
ritmo: el agente ofreciéndole carnaza y Paul ansioso por atraparla. Una vez
mordido el anzuelo, el israelí empezaría a tirar del sedal del modo que sabía
hacerlo. Era un especialista en sobornos y extorsiones. Seguramente, a medida
que fueron intimando, el agente se ofreció a ayudarlo, tal vez mencionando que
trabajaba para una compañía que constantemente buscaba formas de actualizar sus
bases de datos. Los nombres y teléfonos de los personajes poderosos y de los
famosos no aparecen en la guía telefónica. Éste sencillo comienzo es uno de los
preferidos, no sólo por el Mossad, sino por muchos otros servicios de
inteligencia, pero también por narcotraficantes, blanqueadores de dinero,
traficantes de armas, y en toda una serie de negocios ilícitos en los que sacan
una buena tajada los mismos que se supone deben perseguirlos, puesto que cobran
por ello: policías, jueces, abogados, políticos, respetables hombres de
negocios, etcétera.
Normalmente, el tipo
de información que se solicita al principio es casi irrelevante, y se ofrece
mucho dinero a cambio. Por lo que es muy difícil resistirse a la tentación de
aceptar el apaño. Establecido el acuerdo de colaboración, por así decirlo, el
agente empezaría por pedirle a Paul cosas sencillas, como números de teléfono y
de habitaciones, o saber si algún personaje famoso iba a alojarse en el hotel
próximamente, para pasar luego a asuntos más delicados. Es posible que Paul
titubeara al principio, pero los especialistas en este tipo de reclutamiento de
colaboradores, saben hacer muy bien su trabajo. Para ayudarle a decidirse, el
agente podría haber insinuado que, después de todo, ya era de dominio público
que él recibía dinero de los paparazzi por facilitarles ésa información. ¿Por
qué desaprovechar la oportunidad de ganar más dinero por la misma información
que ya estaba suministrando a los fotógrafos? Evidentemente, el planteamiento
llevaba implícita una subrepticia amenaza: «Lo sabemos todo y, o colaboras por
las buenas, llevándote una buena tajada, o nos ocuparemos de que se te acabe el
chollo de los chivatazos a cambio de dinero». Este tipo de operaciones de
reclutamiento, no son sencillas. Se requiere una gran sutileza. Si se intenta
alcanzar el acuerdo demasiado pronto, es posible que el candidato elegido
recele y se cierre en banda. Si se dilata demasiado en el tiempo, la sospecha y
la angustia acaban juntándose con el miedo a ser descubierto, y se puede
truncar la operación. El reclutamiento de informadores a cambio de sobornos, es
una compleja técnica en sí misma, y los israelíes son consumados especialistas
que saben que no es lo mismo planteárselo a un europeo, que a un árabe. De ahí
la indiscutible habilidad del agente reclutador para lanzar su propuesta
acompañada de revelaciones sobre cuánto sabía acerca de la vida privada de
Paul, que sería exhibida con una mezcla de persuasión y una sutil coacción.
Obviamente surtió el efecto esperado en Paul. Aunque no intentara confirmarlo,
posiblemente Paul acabó comprendiendo que el hombre que estaba sentado delante
de él era un agente secreto, o por lo menos, un reclutador de algún servicio de
inteligencia. En ese momento, todo se puso en contra de Paul, pues si se negaba
a colaborar, cabía la posibilidad de que sus sórdidos chanchullos fuesen
revelados a sus jefes y acabasen despidiéndole.
Ése podría haber sido
el motivo de su respuesta afirmativa. Paul habría decidido colaborar porque,
llegados a este punto, era más fácil hacerlo que negarse a ello. Luego habría
venido la discusión de los detalles acerca de cómo se efectuarían los pagos,
posiblemente abriendo una cuenta en algún banco suizo, o, si era necesario, se
le podía pagar en efectivo. El agente del Mossad le habría aclarado que ese
punto no suponía ningún obstáculo insalvable, dejándolo a elección de Paul sin
concederle más importancia. En los últimos días de agosto de 1997, para Henri
Paul parecía no haber otra salida que colaborar con aquel individuo, fuera
quien fuese. Continuó bebiendo, tomando pastillas, durmiendo mal y amedrentando
a los empleados con su mal humor. Era un hombre que se tambaleaba al borde del
abismo. Posiblemente el agente secreto mantuvo el acoso sobre él. Sin
violencias, sin intimidaciones ni amenazas explícitas. Pero se las ingeniaría
para estar en el bar donde Paul acudía a tomar unas copas en sus horas libres.
La mera presencia del agente le serviría de infalible recordatorio. El israelí
también le acosaría sutilmente en su lugar de trabajo; tomando el aperitivo en
uno de los bares del hotel, almorzando en el restaurante, o tomando café por la
tarde en la cafetería. A Henri Paul debió parecerle que su misterioso amigo se
había convertido en su sombra. Esto sólo incrementaría la presión, recordándole
que no había escapatoria posible. La inminente visita de la princesa Diana y
Dodi al Fayed acentuaría aún más la tensión. A Paul se le había encomendado su
seguridad mientras permanecieran en el hotel, con especial énfasis en que
mantuviese alejados a los paparazzi de la pareja. Al mismo tiempo, cabe suponer,
los fotógrafos lo estarían llamando constantemente a su teléfono móvil para
obtener información sobre la llegada de Diana y Dodi; ofreciéndole suculentas
sumas de dinero por aportar detalles. La tentación de aceptar era otro dilema.
A cada paso lo
acosaban. Y un cambio de actitud tan radical hacia sus antiguos socios, podía
resultar sospechosa. Aunque aún lograba ocultarlo, Paul se estaba derrumbando. Tomaba antidepresivos, somníferos y anfetaminas para
contrarrestar su efecto durante el día. Ese cóctel de barbitúricos no haría más
que entorpecer su capacidad para tomar decisiones coherentes. Diana y Dodi
fallecieron en un accidente de tráfico el 31 de agosto de 1997 junto al chófer
del vehículo, Henri Paul, al colisionar el automóvil contra una columna de
hormigón de un túnel parisino cuando eran perseguidos por varios paparazzi. Dos
años después, un juez francés concluyó que el accidente ocurrió porque el
chófer conducía bajo los efectos del alcohol y de los antidepresivos. Asimismo,
según la investigación judicial sobre la trágica muerte de la princesa Diana y
Dodi al Fayed, se estableció que fue un homicidio por imprudencia del chófer,
Henri Paul, también muerto en el accidente, y de los paparazzi que les
perseguían a gran velocidad. Escasas horas después del accidente, un anónimo
ciudadano israelí, uno de tantos, regresaba a Tel Aviv dejando tras él una
pregunta sin respuesta: ¿quién era el personaje al que Henri Paul debía espiar
durante su estancia en el Ritz? Muchas preguntas, pero no ésa, se seguirían
gestando en la mente de Mohammed al Fayed desde entonces. El señor Al Fayed no
podía hacerse esa pregunta porque ignoraba que el guardaespaldas que él había
designado para que cuidase de su hijo y su novia, estaba siendo presionado por
los servicios secretos israelíes por un asunto que nada tenía que ver con su
hijo y Diana de Gales.
En febrero de 1998, el
multimillonario anunció públicamente: «No fue un accidente. En lo profundo de
mi corazón estoy convencido de ello. La verdad no podrá permanecer oculta para
siempre». Desgraciadamente no es así; la verdad puede permanecer oculta para
siempre. Apenas cinco meses después del fatal accidente, la cadena británica
ITV emitió un documental en el que se decía que Henri Paul mantenía estrechos
vínculos con la inteligencia francesa. No los tenía. El programa también
insinuaba que posiblemente una agencia de inteligencia extranjera no
identificada había podido estar involucrada en las muertes. No se daban más
detalles. Con el tiempo empezó a tomar forma la teoría de una conspiración por
parte del establishment británico que, supuestamente, no veía con buenos ojos
el posible matrimonio de Diana con Dodi por las previsibles «repercusiones
políticas», puesto que él era musulmán y ella, la madre del futuro rey de
Inglaterra. La cortina de humo empezaba a envolver todo el asunto cumpliendo
con su cometido de desviar la atención del gran público y, hasta el día de hoy,
trece años después de la tragedia, los vínculos del Mossad con Henri Paul han
continuado siendo un secreto muy bien guardado. El 20 de enero de 2010 era
asesinado en un hotel del emirato árabe de Dubai, Mahmud al Mabhuh, un
importante agente de Hamás. Inmediatamente después, la policía de Dubai
convocaba una rueda de prensa para culpar al Mossad y pedir explicaciones al
Gobierno de Gordon Brown por la utilización de pasaportes británicos por los
sicarios israelíes. El comando que asesinó a Mahmud al Mabhuh usó la identidad
de once ciudadanos europeos; los de seis británicos residentes en Israel y los
de otros cinco con pasaportes de Irlanda, Francia y Alemania. En abril de 2010,
un agente del Mossad aseguraba al diario The Daily Mail que el MI6, la agencia
de espionaje del Reino Unido que actúa en el extranjero, conoció varias horas
antes los detalles del asesinato que iban a perpetrar los servicios secretos
israelíes en un hotel de Dubai y que en la operación se iban a utilizar
pasaportes clonados de ciudadanos británicos. Según el informante israelí, los
británicos fueron informados “por cortesía” para que no se llevaran una
sorpresa, pero no para obtener su visto bueno, matizaba la fuente israelí y
añadía: «El Gobierno británico fue informado muy poco antes de la operación y
no hubo complicidad por su parte en el asesinato, ni siquiera conocían el
nombre del objetivo. Pero les dijimos que nuestra gente estaba viajando con
pasaportes británicos». Esto era lo que decía el agente del Mossad a su
contacto en el Daily Mail, un periodista al que conocía desde hacía veinte
años. Acto seguido, el Gobierno británico desmentía de forma tajante la
información del diario londinense y un portavoz del Foreign Office aseguraba a
las autoridades de Dubai que ellos no habían tenido nada que ver con el
asesinato. Poco más tarde, William Hague, portavoz de Exteriores del Partido
Conservador, en la oposición, pedía una «investigación exhaustiva» para
establecer cuándo exactamente conoció el Foreign Office el uso de pasaportes
británicos en esa operación, dadas las especulaciones en varios países del
Golfo señalando que Londres sabía desde principios del mes de enero que se iba
a utilizar la identidad de ciudadanos británicos para cometer un asesinato. El
Gobierno del Reino Unido, sin embargo, parecía más interesado en evitar un
encontronazo diplomático con Israel, que en alejar cualquier sospecha sobre el
conocimiento de sus servicios secretos de los planes del Mossad para asesinar
al agente de Hamás en un hotel de Dubai. El embajador israelí en Londres, Ron
Prosor, fue invitado a presentarse en el Foreign Office para dar explicaciones.
Pero Prosor declaró tras el encuentro con un alto funcionario de la diplomacia
británica que él no tenía ninguna “información adicional” que comunicar al
Gobierno británico. Sin embargo, esa afirmación contradecía las declaraciones del
jefe de la diplomacia británica, David Miliband, diciendo, poco después del
atentado, que el Reino Unido conoció el uso de pasaportes británicos poco antes
de producirse el asesinato.
Muchos años antes, en
1987, Margaret Thatcher cerró la oficina del Mossad en Londres al descubrir un
plan de los servicios secretos israelíes para asesinar a un dirigente palestino
refugiado en el Reino Unido. A través de las investigaciones que Mohammed al
Fayed encargó por su cuenta, se supo que los servicios secretos británicos
habían ideado un plan para asesinar al líder serbio Slobodan Milosevic, «que
guardaba unas inquietantes similitudes con la forma en que Diana y Dodi
perdieron la vida. El documento establecía que el “accidente” debía ocurrir en
un túnel, donde las probabilidades de muerte por choque son muy altas. También
recomendaba el uso de un láser para deslumbrar al conductor del vehículo
señalado como blanco». Aún no habían transcurrido diez días desde el entierro
de Diana, cuando el libro de un escritor egipcio llegó a las librerías de El
Cairo. Su título, Who Killed Diana? (¿Quién mató a Diana?). La respuesta, en el
subtítulo: Order From the Palace: Execute Emad Fayed (Orden de Palacio:
Ejecutar a Emad Fayed). Si bien a muchos británicos les pareció absurdo, en
Egipto se tomó en serio. Millones de egipcios y un gran número de árabes
pensaron que Diana y Dodi habían sido asesinados porque el matrimonio de la
princesa de Gales con un musulmán habría puesto en peligro importantes
intereses británicos. El libro se convirtió en un best-seller, con más de
200.000 ejemplares vendidos en poco tiempo. Según algunos expertos británicos,
la boda de Diana y Dodi no suponía un reto a la Corona, porque, en teoría, la
princesa ya no era miembro de la familia real. Es posible que continuara
viviendo en el palacio Kensington, que tuviera más popularidad que Carlos o que
participara en actos benéficos de organizaciones británicas y extranjeras,
pero, al divorciarse del futuro rey, le retiraron el título real y dejó de
disfrutar de esa prerrogativa. Sin embargo, en algunos países musulmanes
circulaba el rumor de que la princesa se convertiría al islam para poder
casarse con Dodi. Esto podría desatar una enorme crisis constitucional pues,
según la prosa hiperbólica de Mohammed Ragab, autor de Who Killed Diana?, el
“amor que se habían declarado Diana y Dodi amenazaba con hacer tambalear los
cimientos del palacio y provocar la caída de la monarquía”. En el libro de
Ragab se daban cuatro posibles razones para el asesinato de la pareja: se
asesinó a la pareja para salvar a la monarquía del islam; se asesinó a la
pareja por racismo; se asesinó a la pareja para evitar el escándalo del
embarazo de Diana; o bien Israel, a través de sus agentes del Mossad, asesinó a
la pareja para impedir que Diana se convirtiera en adalid de la causa árabe.
Si bien las tres
primeras eran bastante peregrinas, la cuarta tenía más visos de cumplirse.
Diana ya se había convertido en una importantísima portavoz contra la
utilización de minas anti-personas, levantando muchas ampollas en los círculos
de la poderosa industria de armamento, dentro y fuera del Reino Unido. Pero no
sólo los indignados egipcios y los chiflados de Internet plantearon dudas sobre
el accidente. Algunas personas al tanto de las investigaciones allegadas a
Mohammed al Fayed le advirtieron que una serie de cuestiones sin aclarar
impedían concluir categóricamente que la pareja falleció en un accidente de
tráfico fortuito. Los investigadores privados señalaron que no se acordonó
adecuadamente el lugar del siniestro, que el Mercedes fue retirado “con una
prisa excesiva” y que en un principio la policía francesa ignoraba que se había
producido una colisión con otro coche, el misterioso Fiat Uno, o simplemente
mentía al respecto. Los investigadores contratados por Al Fayed insistieron,
sin aportar pruebas concretas, que la autopsia de Henri Paul había sido
alterada de forma torticera para determinar que conducía en estado de
embriaguez, y cargar él con la responsabilidad del accidente. Sostienen que entre
las graves cuestiones sin aclarar está el hecho de que el personal sanitario
tardara dos horas en trasladar a la princesa al hospital; que las autoridades
francesas no hubiesen facilitado las grabaciones de las cámaras de vigilancia
del Ministerio de Justicia (contiguo al Ritz), y de las que había a lo largo
del recorrido que hizo el Mercedes. A los investigadores privados de Al Fayed
les pareció muy chocante que la policía de París no lograse identificar a un
coche implicado en la muerte de una celebridad como Diana, cuando en cuestión
de minutos localizan a cualquier coche por exceso de velocidad. Agregaron,
además, que los detectives que estaban examinando las fotos ampliadas de las
cámaras de seguridad del Ritz, para identificar a varios sospechosos que
formaban parte del grupo agolpado frente al hotel poco antes de la salida de
Dodi y Diana, no hicieron bien su trabajo. Pues además de los fotógrafos y
periodistas, que sí fueron identificados, había un nutrido grupo de curiosos y
turistas que no encajaban allí a aquellas horas de la noche. Pero la policía
francesa insistió en no hacerlo porque consideró que sólo se trataba de gente
que pasaba en aquel momento por la calle. Entonces, como siempre ocurre cuando
se produce un atentado, un magnicidio, o la muerte de alguien célebre en
extrañas circunstancias, empezó a circular una pregunta para desacreditar y
ridiculizar a cuantos dudasen mínimamente de la versión oficial: “¿Quién habría
sido capaz de organizar un atentado que dependía de un cambio de ruta decidido
a última hora, de un cambio de coche, de un chófer fuera de servicio, borracho
y bajo los efectos de medicamentos, de la persecución de un grupo heterogéneo
de paparazzi, y de un choque fortuito con un coche pequeño (pero de potente
cilindrada) que por casualidad se interpuso en el camino del Mercedes?” Para
que un plan tan complejo hubiese tenido éxito, habría sido necesaria la
intervención de un gran número de personas perfectamente sincronizadas y, el
hombre clave debía encontrarse en el interior del Mercedes. Si esto fue así,
entonces sólo existían dos posibilidades: Henri Paul y Trevor Rees-Jones, el
guardaespaldas de Diana y Dodi. Sin embargo, causar el accidente
voluntariamente era una misión prácticamente suicida. Incluso en el caso de Paul,
un hombre soltero, con problemas sentimentales, que recibía tratamiento por
depresión y estaba sometido a un gran estrés en el trabajo, resulta difícil
aceptar la hipótesis. Queda la posibilidad de que Paul padeciera algún
entorpecimiento físico que le hiciera perder el control del coche. Aparte del
alcohol que había consumido y de los medicamentos que tomaba habitualmente, en
la autopsia no se hallaron rastros de otros fármacos o drogas. No obstante, se
descubrió algo inquietante, todavía sin explicar: un nivel excesivamente alto
de monóxido de carbono en la sangre que, en grandes cantidades puede ser letal;
una dosis pequeña causa somnolencia y pérdida de conciencia. En cuanto a Trevor
Rees-Jones, el guardaespaldas, parece poco probable que participase a sabiendas
en una operación de esta índole. La hipótesis que considera a Rees-Jones el
agente clave, al igual que la de Henri Paul, resulta bastante inverosímil:
habría que aceptar que un hombre en la flor de la vida esté dispuesto a llevar
a cabo una misión suicida, a no ser que le ofreciesen una gran recompensa (de
lo que no existen pruebas), y que le asegurasen que sobreviviría al accidente.
Y ¿cómo podían garantizárselo? El airbag y el cinturón de seguridad aumentarían
estas probabilidades y, de hecho, le salvaron la vida. Rees-Jones era el único
que llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero no se lo había abrochado
cuando el coche salió del Ritz. Sin duda se lo puso en algún momento del
trayecto, siempre antes de llegar al túnel del Alma. ¿Por qué no lo hicieron
los demás? ¿Acaso sus cinturones habían sido manipulados y estaban bloqueados?
La más verosímil es la teoría que sostiene que el accidente fue planeado por
alguien que no viajaba en el coche. Un posible sospechoso sería el conductor
del Fiat Uno. Según parece, en el momento del impacto, el Fiat se desplazaba
hacia el centro de la calzada, bloqueando parcialmente al Mercedes. No cabe
duda de que se produjo un choque lateral entre ambos vehículos a la entrada del
túnel. Sin embargo, tal como ha demostrado el informe de Jean Pietri, ingeniero
experto en automóviles, los sucesos críticos ocurrieron una vez que Henri Paul
recobró el control del coche, tal como parece que llegó a hacer. En ese
instante Paul dio un volantazo a la izquierda y frenó bruscamente, lo que hizo
que el coche derrapara y chocara fatídicamente contra el pilar del puente.
Varios testigos afirmaron haber visto una misteriosa motocicleta detrás del
Mercedes. En las fotografías tomadas por las cámaras del Ritz, aparecen unos
supuestos paparazzi sin cámaras persiguiendo al coche en el que viajaban Diana
y los demás. Entre esos paparazzi se encontraba el misterioso periodista inglés
que contestó con evasivas a las preguntas de sus colegas. De hecho, hay pruebas
de un segundo choque entre ambos vehículos. En las fotos se percibe una línea
horizontal en el Mercedes formada por seis arañazos blanquecinos, que comienzan
justo detrás de la puerta trasera derecha; más abajo hay otra línea horizontal
también blanquecina de unos 20 centímetros. Pietri supone que los arañazos
fueron producidos por el espejo retrovisor izquierdo del Fiat Uno, que levantó
la pintura del Mercedes y dejó al descubierto la capa blanca de imprimación.
Parece posible que las marcas punteadas, situadas a unos 90 centímetros del
suelo, fueran causadas por el espejo retrovisor izquierdo del Fiat Uno, cuyo
centro, se eleva a esa misma distancia. Sin embargo, los arañazos blancos
también pueden ser de la pintura del Fiat. Según Fiat Auto France, se vendieron
en Francia dos modelos del coche con retrovisor de metal opcional, pintado del
mismo color que el vehículo: el Estivale (sólo comercializado en Francia) y...
el Turbo I.E., el único Fiat Uno con más aceleración que un Mercedes S-280.
¿Realmente se desplazó
el Fiat Uno al carril de la izquierda en la segunda fase del accidente? ¿Estaba
al lado o por delante del Mercedes cuando se produjo el impacto final? La
respuesta puede encontrarse en el testimonio de un testigo del accidente que
viajaba por el túnel del Alma. En el interrogatorio del 12 de septiembre, contó
al juez francés Stephan, responsable del caso, lo siguiente: «El Mercedes, en
mi opinión, no llegó nunca a adelantar al coche pequeño. Debo aclarar que, para
mí, el coche pequeño también transitaba por el carril de la izquierda, y cuando
el Mercedes intentó hacer un adelantamiento, también por la izquierda, golpeó
contra algo en ese momento (el pilar número 13), y a continuación embistió el
muro de la derecha. Al ocurrir esto el coche pequeño aceleró. No sé qué fue de
él después». ¿Y qué hay del misterioso motociclista que varios testigos vieron
justo detrás del Mercedes? Estos testigos afirman haber visto una motocicleta
de gran cilindrada reducir la velocidad y pasar al lado del coche instantes
después del accidente. No hay que olvidar que, según algunos testigos, una o
dos motocicletas perseguían al Mercedes antes de que llegara al túnel. Un
testigo afirmó haber visto a un motociclista a unos 30 metros detrás del
Mercedes cuando el coche entraba en el túnel. Momentos antes, el taxi en el que
viajaba Brian Anderson, un empresario californiano, fue adelantado por el
Mercedes y dos motocicletas que lo perseguían de cerca. Según declaró Anderson:
«Me parece que una se proponía colocarse delante del coche. Me dio la impresión
de que conducía de forma temeraria y peligrosa». No cabe duda de que había una
motocicleta muy cerca del Mercedes, y no parece que fuera conducida por un
fotógrafo. Supongamos que este motorista estuviese conchabado con el conductor
del Fiat Uno. Quizá su función era perseguir de forma agresiva al Mercedes
desde la Plaza Concorde, obligándole a aumentar la velocidad mientras se
acercaba al túnel. A mayor velocidad, más fácil resulta desviar la trayectoria
de un automóvil en marcha impactando otro contra él. Si la misión del
misterioso motociclista era ésta, la presencia de un gran número de fotógrafos
que también viajaban en motocicletas tras el Mercedes habría sido la cortina de
humo ideal. De haberse tratado de agentes secretos se habrían cerciorado de
contar con esta tapadera con sólo haber informado a los paparazzi de la puerta
del hotel por la que saldría la pareja. La misma puerta de servicio por la que
a veces Paul salía para encontrarse con ellos. Es posible que esa noche hubiese
agentes secretos entre los paparazzi que se encontraban frente al Ritz. Los
abogados de Al Fayed presentaron 13 fotos al juez Stephan, tomadas por las
cámaras de seguridad del hotel, en las que aparecen varios individuos no
identificados entre la muchedumbre. No llevan cámaras ni visten como turistas;
da la impresión de que examinan la zona, ya que miran en todas direcciones. Los
detectives de la policía tampoco siguieron la pista del evanescente fotógrafo
inglés que merodeaba por los alrededores del Ritz. Y, como ya hemos dicho, los
paparazzi franceses afirmaron que respondió con evasivas cuando le preguntaron
para qué medio trabajaba.
¿Acaso este misterioso
fotógrafo inglés se encontraba allí aguardando una señal convenida para subir
apresuradamente a su motocicleta y salir tras el Mercedes? Quizá. Pero si era
un agente secreto, sabría que la pareja iba a salir por la puerta trasera: Dodi
le comentó el plan a su padre poco antes de salir del hotel; si damos por
sentado que el teléfono estaba pinchado, el servicio secreto en cuestión habría
puesto al corriente a sus agentes apostados frente al hotel. Por tanto, el
motorista pudo haber esperado en la parte trasera o en algún punto de la ruta
que él sabía que iban a seguir. No necesariamente en la puerta principal.
Recordemos que Paul había sido reclutado por el Mossad poco antes de producirse
el fatal accidente en el que fallecieron Diana y Dodi. No existen pruebas de
que los sucesos se desarrollaran de esta forma. El Fiat Uno no ha sido hallado.
«Un profesional lo habría llevado al desguace inmediatamente después del
siniestro», afirmó entonces un miembro del equipo de investigadores contratado
por Al Fayed. Lo cierto es que el coche nunca apareció, a pesar de que varias
personas dijeron haberlo visto, y que los agentes del Mossad rondaban por el
Ritz desde que prepararon la trampa contra Jonathan Aitken. Diana y Dodi
pudieron morir en un “accidente” provocado por agentes del Mossad. Éstos
habrían confundido el coche de Dodi con el de alguno de los muchos traficantes
de armas que se daban cita en el Ritz.
Diana de Gales en 1992 |
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