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miércoles, 3 de noviembre de 2010

¿Fue asesinado Juan Pablo I?

El prestigioso periodista David Yallop cree que Roberto Calvi, con la ayuda de la Logia P2, pudo haber sido responsable de la muerte prematura de Albino Luciani, quien, siendo ya el papa Juan Pablo I, planeaba una reforma de las finanzas de Vaticano. Sin embargo, la familia de Calvi mantiene que él era un hombre honesto manipulado por otros. Su perspectiva proporciona información al libro de Roberto Hutchinson (publicado en 1997) “Vénganos tu reino: Dentro del mundo secreto del Opus Dei”. Según los magistrados que señalaron a Licio Gelli, gran maestre de la logia masónica P2, y a Giuseppe “Pippo” Caló como responsables del asesinato de Calvi, Gelli habría pedido su muerte para castigarlo por la malversación de su dinero y el de la mafia, mientras que la mafia deseó evitar que revelara la manera en que Calvi le ayudó a lavar el dinero. Caló y Gelli fueron procesados por el asesinato de Roberto Calvi, junto con la novia de éste, su chófer y un contable relacionado con la mafia. El 6 de junio de 2007 el Tribunal Penal de Roma los absolvió a todos por falta de pruebas.

La Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, comúnmente conocida como Opus Dei (Obra de Dios) o “La Obra” (como la denominan coloquialmente sus miembros), es una prelatura personal de la Iglesia católica. La prelatura está compuesta por un prelado, un presbiterio o clero propio dependientes del prelado del Opus Dei y en su mayoría fieles laicos. Fue fundado el 2 de octubre de 1928 por el sacerdote español José María Escrivá de Balaguer, canonizado en 2002. Aprobada por primera vez en 1941 como institución secular, fue erigida en prelatura personal en 1982, la única que existe. La prelatura depende de la Congregación para los Obispos y la misión institucional del Opus Dei es difundir las enseñanzas católicas.

El Opus Dei ha recibido (y ofrecido) apoyo de los papas que lo han conocido y de diversas autoridades católicas. En contraste, el Opus Dei ha sido duramente criticado, con acusaciones de secretismo y sectarismo, sobre todo en los países de la Europa protestante que, sin embargo, acogen y protegen a organizaciones herméticas y sectarias como el Club Bilderberg o las propias logias masónicas. Algunas de las acusaciones vertidas contra el Opus Dei han destacado su actividad en la difusión de creencias ultraconservadoras, la búsqueda de influencia política, actuar por motivos puramente económicos y el empleo de métodos coercitivos.

Juan Pablo II contó con varios colaboradores del Opus Dei, entre ellos el portavoz vaticano, Joaquín Navarro-Valls, sin embargo, Benedicto XVI los despidió a todos apenas hubo llegado al trono pontificio. Hasta 1830 la Iglesia había mantenido la prohibición a sus miembros de ejercer la usura. Todas las ganancias obtenidas a través de la actividad de prestar dinero eran derivadas hacia prestamistas judíos, que trabajaban a comisión prestando el dinero del Vaticano. En el momento de la firma del Tratado Letrán en 1929 entre Benito Mussolini y el papa Pío XI, la definición de usura fue establecida por la Iglesia como “la actividad de prestar dinero a unas tasas de interés abusivas”.

Albino Luciani, que en 1978 se convertiría en el papa Juan Pablo I, fue el primer pontífice nacido en el siglo XX. Vio la luz el 17 de octubre de 1912 en una pequeña localidad italiana llamada Canale d’Agordo, Belluno (en esa época conocida como Forno di Canale) situada al norte de Venecia. Su padre se llamaba Giovanni Luciani y su madre Bortola Tancon, siendo Albino el mayor de cuatro hermanos. Después de haber vivido en la pobreza durante la Primera Guerra Mundial, su madre murió y su padre, que era socialista, contrajo nuevas nupcias con una mujer de gran devoción; fue entonces cuando nació su vocación sacerdotal, según él declaró, gracias a la predicación de un fraile capuchino.

En 1923 ingresó en el seminario menor de la localidad de Feltre, aunque luego pasó al seminario mayor de Belluno. En 1935 fue ordenado sacerdote en San Pietro, Belluno, y coadjutor designado en Di Canale y en 1937 fue designado vicerrector en un viejo seminario en Befluno. En 1941 obtuvo un doctorado en teología y fue a la Universidad Gregoriana en Roma. Su tesis era “El Origen del Alma Humana, según Antonio Rosmini” una tentativa de refutar a Rosmini, quien escribió que la Iglesia sufría de 5 males: alejamiento social del clero de su base social; escasa formación académica de los sacerdotes; desunión y acrimonia entre los obispos; excesiva dependencia de la Iglesia católica de las autoridades seculares y estar sometida a la esclavitud de la propiedad privada y la acumulación de riquezas materiales.

Los apartados 1 y 5 serían una preocupación constante en la vida de Luciani. Esto, y su interés en el Concilio Vaticano II y la liberalización de Roma sobre el control de la natalidad, le colocaron en el lado moderado-liberal de la Iglesia católica. No obstante, al margen de sus convicciones personales, él jamás cuestionó la legitimidad espiritual de la Iglesia y del solio papal.

En 1946 su tesis fue publicada y le concedieron el doctorado magna cum laude. En 1947 se constituyó pro vicario general de la diócesis. En 1949 fue el responsable de catequesis en la preparación de un congreso eucarístico en Belluno y publicó Catecismo en Briciole (Migas de Catecismo). Luciani está considerado como uno de los mejores profesores de catecismo del siglo XX. En 1958, fue ordenado obispo de Vittorio Véneto.

El 11 de octubre de 1962, en medio de la dramática crisis mundial que enfrentó a EEUU y la URSS a propósito de los misiles nucleares soviéticos instalados en Cuba, el papa Juan XXIII convocó el Segundo Concilio Vaticano (Vaticano II). Albino Luciani tuvo una participación destacada. Ese Concilio ecuménico fue el acontecimiento eclesiástico más importante del siglo XX y cuarenta años después de su clausura el debate sobre sus intenciones, logros, éxitos y fracasos sigue abierto. Existen muchas posturas divergentes, que van desde el descontento hasta la gratitud. Hay quienes piensan que apenas se avanzó un poco, aunque en la dirección correcta, y hay quienes piensan que sólo un milagro puede salvar a la Iglesia de los desmanes de aquel Concilio. Unos hablan como si la Iglesia católica hubiese nacido hace 45 años y otros creen que la verdadera Iglesia desapareció con el comienzo del Concilio Vaticano II en 1962.

El papa Juan XXIII murió el 23 de junio de 1963, por lo que fue su sucesor, Pablo VI, quien continuó adelante con el Concilio hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965. Pablo VI, el nuevo papa, amplió la Comisión Apostólica de la Familia establecida por su predecesor. Ya entonces existía un sentimiento mayoritario para cambiar la postura de la Iglesia sobre el control de la natalidad.

En 1968 Luciani fue consultado sobre un informe acerca de la anticoncepción artificial para someterlo a la consideración del papa. Su conclusión fue que el sumo pontífice debería aprobar una píldora antiovulante desarrollada por el profesor Pincus, y que ésta debía ser la pastilla anticonceptiva católica.

En Humanae Vitae, publicado el 25 de julio de 1968, aunque no era un documento infalible, la posición de la Iglesia permaneció inalterable contra la anticoncepción artificial: abstinencia y precaución. Albino Luciani fue elegido arzobispo de Venecia el 15 de diciembre de 1969.

En 1972, el Banco Católico del Véneto (llamado “el banco de los sacerdotes” porque hacía préstamos al clero a bajo interés) fue vendido por el presidente del banco del Vaticano, Paul Marcinkus, al Banco Ambrosiano, con sede en Milán, entidad presidida por Roberto Calvi. El entonces arzobispo Luciani ordenó una investigación sobre las actividades de Paul Marcinkus y Roberto Calvi, las pesquisas acabarían llevándole hasta otro nombre: Michelle Sindona, un banquero siciliano, afincado en Milán.

Sindona habían conocido al papa Pablo VI cuando éste era el arzobispo Montini de Milán. Cuando Montini se convirtió en papa, Sindona fue nombrado consejero financiero del Vaticano. Luciani descubrió que la venta del BCDV (Banco Católico del Véneto) había sido una transacción ilegal de la que se habían beneficiado Marcinkus, Calvi y Sindona a título personal. Los obispos y el clero del Véneto se enfurecieron, pero no pudieron hacer nada porque Marcinkus y Sindona eran estrechos colaboradores del papa y a él les unía una larga amistad. No obstante, el papa Pablo VI agradeció la lealtad del arzobispo Luciani al no desencadenar un enorme escándalo por la venta fraudulenta del BCDV. Como recompensa por su discreción, en 1973 Pablo VI lo nombró cardenal de Venecia y Luciani publicó Ilustrísima, una serie de cartas sobre diversos puntos de vista, éticos y morales, escritas utilizando varios estilos literarios y características históricas, y que aparecieron originariamente como artículos sueltos en revistas y periódicos.

El 6 de agosto de 1978, el papa Pablo VI murió y el día 27 de ese mismo mes, Albino Luciani, que no formaba parte de la terna de candidatos favoritos, fue elegido sumo pontífice tras los escrutinios de la cuarta votación. A modo de homenaje hacia sus dos inmediatos predecesores, Luciani tomó el nombre de Juan Pablo.

Entretanto, un siniestro personaje aguardaba agazapado entre bastidores: Jean Villot, ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano con Pablo VI. Villot decidió permanecer en su cargo al lado del nuevo papa. Sin embargo, los acontecimientos se desarrollaron de forma precipitada.

Las finanzas del Vaticano
La Iglesia católica es la única organización religiosa del mundo que tiene su propio Estado independiente y soberano: la Ciudad del Vaticano en Roma, en cuyos reducidos límites se encuentra la mayor concentración de riqueza material y artística del planeta. La moderna opulencia del Vaticano tiene su origen en la generosidad de Benito Mussolini. Cuando éste llegó al poder, la Santa Sede se encontraba en situación de bancarrota y dispuesta a negociar con cualquier benefactor dispuesto a rescatarla de tan lamentable situación financiera. Gracias a la firma del Tratado de Letrán el 11 de febrero de 1929 entre el Gobierno italiano y el del Vaticano, la Iglesia católica obtuvo una fabulosa inyección económica que le devolvió el esplendor de antaño, pero con la lección aprendida de que la divina providencia requiere algo de ayuda en lo tocante a la economía mundana.

En 1933, el Vaticano volvió a demostrar su habilidad negociadora a la hora de cerrar lucrativos negocios con las dictaduras europeas de extrema derecha al establecer un acuerdo similar con la Alemania del canciller Adolf Hitler. El cardenal Eugenio Pacelli (que se convertiría en papa con el nombre de Pío XII) y su hermano Francisco fueron los principales artífices de estos acuerdos. Pío XII conocía bien Alemania, ya que había sido nuncio papal en Berlín durante la Primera Guerra Mundial. Este conocimiento le llevó a obtener de Hitler importantes ventajas fiscales, si cabe, aún mayores que las obtenidas del Gobierno fascista italiano.

Pero esta recién adquirida opulencia debía ser administrada con criterios empresariales, así que no se dudó en invertir en todo tipo de empresas, incluidas aquéllas cuya actividad era contraria a la doctrina de la Iglesia, como las fábricas de armamento o laboratorios farmacéuticos donde se fabricaban anticonceptivos. Durante mucho tiempo, el Vaticano se lucró con las ganancias derivadas de la actividad del Instituto Farmacológico Sereno. Su producto más vendido era una píldora anticonceptiva comercializada con el nombre de Luteolas.

Todo esto podía ser condenado desde los púlpitos, pero sus dividendos, gracias a los buenos oficios de Bernardino Nogara, el administrador seglar designado para esta tarea, incrementaron el poder temporal de la Santa Sede muy por encima del que había disfrutado en su época de mayor gloria y esplendor. El 27 de junio de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el papa Pío XII inauguraba el Instituto de Obras Religiosas (IOR), que coloquialmente fue conocido como el Banco Vaticano.

Nogara fue designado director de la recién creada institución y desempeñó esa tarea magistralmente durante varios años hasta la entrada en escena de un joven sacerdote estadounidense llamado Paul Marcinkus, cuya capacidad llamó la atención del papa Pablo VI en 1963, quien le brindó su protección y le llevó de la mano hacia una de las carreras más vertiginosas y espectaculares de la moderna historia del Vaticano, algo que en absoluto fue fruto de la improvisación. El pontífice y sus consejeros financieros habían decidido que lo más conveniente era no tener todos los huevos en la misma cesta y dar comienzo a una atrevida campaña de diversificación de actividades y expansión económica hacia mercados extranjeros, especialmente el de Estados Unidos. Paul Marcinkus era el hombre idóneo para desempeñar esa tarea, no sólo como profundo conocedor de la economía norteamericana, sino también porque sus conocimientos abarcaban otras áreas económicas menos convencionales.

Para quienes creen en las infiltraciones de la masonería en el Vaticano, la entrada de la Santa Sede en el mundo de las finanzas internacionales, abrió una brecha en el hasta entonces impenetrable muro de contención de la Iglesia católica. A través de los canales ilegales utilizados para el tráfico de divisas por el Banco Vaticano y de los contactos de Marcinkus con Michelle Sindona, un experimentado hombre de negocios del que se rumoreaba que mantenía estrechos contactos con la mafia y que estaba especializado en el blanqueo de capitales, la Santa Sede hizo fluir discretamente una parte considerable de sus bienes fuera de Italia. Gracias a estas tenebrosas maniobras, la Iglesia “pobre” que predicaba Pablo VI, se hacía cada vez más “rica” y se alejaba definitivamente de los pobres.

En su encíclica Populorum Progressio, Pablo VI citaba a San Ambrosio: “Nunca das a los pobres lo que es tuyo, simplemente les devuelves lo que les pertenece porque los bienes de los que te has apropiado fueron donados para que todos los disfruten. La tierra es de todos, no sólo de los ricos”. En el momento de publicarse este texto, el Vaticano era ya el mayor propietario de bienes inmuebles del mundo. Parecía que todo esto iba a cambiar radicalmente con la designación del cardenal Albino Luciani como pontífice, que había decidido reinar con el nombre de Juan Pablo I. El nuevo papa soñaba con una Iglesia “pobre” y a las pocas horas de su entronización ya había comenzado a trabajar para hacer realidad su sueño, que consideraba de vital importancia para la supervivencia de la esencia de la Iglesia católica.

En la noche del 27 de agosto de 1978, Juan Pablo I cenó con el cardenal Jean Villot, y confirmó a éste y a los demás miembros de la curia romana en sus cargos, a los que habían tenido que renunciar protocolariamente al morir Pablo VI. Pero en el transcurso de aquella cena hubo algo más. Luciani ordenó a Villot que iniciase inmediatamente una auditoría que abarcase todas las actividades del Vaticano –especialmente las de carácter financiero– sin excluir nada. Una vez que hubiera estudiado el informe, decidiría qué era lo que se debía hacer.

Cuatro días después, el 31 de agosto, el diario de información económica Il Mondo publicaba una carta abierta dirigida al nuevo pontífice, hacía una petición recomendando una “limpieza” y mayor transparencia en las finanzas del Estado Vaticano. La carta, además, reseñaba con especial crudeza la figura de Paul Marcinkus: “Es sin duda el único obispo que forma parte de la junta directiva de un banco privado secular, que precisamente mantiene una de sus sucursales en uno de los paraísos fiscales más importantes del mundo; nos referimos al Banco Cisalpino Trasatlántico de Nassau, en las islas Bahamas”.

Pero Luciani no necesitaba de estas llamadas de atención: quería una revolución que sirviera para devolver a la Iglesia a sus orígenes y a congraciarla de nuevo con las enseñanzas de Cristo. Ya el 28 de agosto había llamado mucho la atención su negativa a ser coronado y utilizar el trono o la tiara papales recargados de joyas engastadas. El papa nunca más sería un monarca coronado, sino un sencillo pastor de su rebaño, como el propio Jesús y sus Apóstoles lo habían establecido en sus prédicas. Acto seguido, Juan Pablo I se dirigió al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede y les dirigió estas palabras: “No tenemos bienes materiales que intercambiar ni intereses que discutir. Nuestras posibilidades para intervenir en los asuntos del mundo son específicas y limitadas y tienen un carácter pastoral”.

Fueron muchos los que en esta declaración de intenciones vieron claro el fin del Banco Vaticano. En los mercados de valores internacionales se había generado una gran expectación por ver cuáles eran finalmente las decisiones que tomaba el nuevo papa. Lo único que quedaba por confirmar era saber lo lejos que estaba dispuesto a llegar Juan Pablo I en su reforma, algo que, para los especuladores que operaban cercanos a los intereses del Vaticano podía suponer la diferencia entre obtener nuevas y pingües ganancias o enfrentarse a la ruina de un día para otro. Además, había una importante cuestión pendiente. Si el papa quería una Iglesia pobre, ¿qué pensaba hacer con todas las riquezas acumuladas en el Vaticano durante siglos? Uno de los que se mostraban más nerviosos era el cardenal Villot, un masón al que las nuevas ideas de Juan Pablo I inquietaban profundamente. Las diferencias entre ambos fueron cada vez mayores, hasta hacerse insalvables y el papa Luciani no tardó en lamentar el haberle confirmado en su puesto como secretario de Estado.

La lista de los masones infiltrados en el Vaticano
En los primeros días de septiembre de 1978 comenzaron a hacerse públicas algunas medidas del programa del nuevo pontífice. Una de sus intenciones iniciales se centraba en variar drásticamente las relaciones del Vaticano con el mundo de las finanzas internacionales. Aparte de eso, Albino Luciani ya había dado los primeros pasos hacia una revisión de la postura de la Iglesia sobre el controvertido asunto del control de la natalidad, algo que levantó ampollas en los sectores católicos más inmovilistas y, en especial, en el cardenal Jean Villot, contrario al empleo de métodos anticonceptivos. Pero, con todo, aquél era el menor de los problemas a los que tenía que enfrentarse Juan Pablo I.

Por aquellos días, un periodista llamado Mino Pecorelli, antiguo miembro de la Logia P2, escribió un artículo muy polémico titulado “La Gran Logia del Vaticano”. En él se daban los nombres de 121 presuntos francmasones infiltrados en el Vaticano. La lista, en gran parte, estaba compuesta por cardenales, obispos y otros prelados que ocupaban altos cargos dentro de la jerarquía vaticana. Los nombres de Jean Villot, su secretario de Estado, Paul Marcinkus, presidente del banco del Vaticano, y Pasquale Macchi, su secretario personal también estaban en esa lista. El papa, además, descubrió que Jean Villot había estado entre los que habían favorecido la derogación de la antigua regla canónica según la cual “aquel católico que entrase a formar parte de la francmasonería, en cualquiera de sus interpretaciones, sería excomulgado”.

Según se desprendía del artículo de Pecorelli, el sumo pontífice estaba rodeado de masones. A partir del 20 de septiembre corrió la voz de que el papa se disponía a hacer una limpieza a fondo entre los que componían el gabinete de sus más estrechos colaboradores, todos ellos, veteranos de la época del anterior pontífice, Pablo VI. Además del cardenal Jean Villot, uno de los más preocupados aquellos días era Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano, cuyos negocios con Marcinkus y el banco del Vaticano podían llevarle a cumplir una condena de cadena perpetua si eran descubiertos. Calvi se había apropiado indebidamente de más de 400 millones de dólares mediante evasión fiscal a través de entidades fantasmas.

Era mucho lo que dependía de que Paul Marcinkus continuase en su puesto. La única y remota posibilidad de eludir el escándalo y la consiguiente bancarrota era que el papa muriese antes de destituir a los hombres de confianza del anterior pontífice y en su lugar fuese elegido para ocupar el solio papal alguien más maleable que estuviese dispuesto a dejar las cosas tal como estaban. Apenas un mes después de su elección, Juan Pablo I había sembrado el temor y el desasosiego en los corazones de los hombres que habían dirigido las finanzas del Vaticano en los últimos quince años.

El jueves 28 de septiembre, hacia el atardecer, Juan Pablo I discute la situación del banco del Vaticano con su secretario de Estado, Jean Villot. Éste había efectuado un informe preliminar que el papa desestimó y le dijo que Paul Marcinkus debía dimitir de su cargo al frente del banco del Vaticano. Se le buscaría una salida honrosa, tal vez en Chicago. Juan Pablo I comunicó a Jean Villot otros cambios que tenía planeados, como la destitución inmediata de todos los masones citados en la lista publicada por Pecorelli.

El cardenal Villot entendió enseguida que aquella reestructuración también le afectaba a él, y que iba a ser cesado como secretario de Estado del Vaticano. El remate para Villot fue la confirmación de que el Santo Padre recibiría al Comité Norteamericano para el Control de la Población Mundial el 24 de octubre. Esa delegación del Gobierno de los Estados Unidos trataba de influir sobre el papa para modificar la posición de la Iglesia sobre la utilización de la píldora anticonceptiva, a lo que parecía ser que el papa no opondría demasiados reparos. En algún momento de aquel mismo día, jueves 28 de septiembre, entre las 21:30 y las 4:30 horas de la mañana del 29 de septiembre, viernes, el papa Juan Pablo I fue asesinado. Había sido papa durante 33 días.

Los conspiradores masones y los demás enemigos del papa obtuvieron la confirmación de su “milagro” y el cuerpo sin vida del sumo pontífice fue hallado en sus aposentos. La Santa Sede inició entonces una confusa campaña de mentiras aderezadas con medias verdades sobre la muerte del papa que levantaron las primeras sospechas de asesinato, dudas que no se han despejado tres décadas después de la extraña muerte del papa Juan Pablo I.

En apenas un mes de pontificado, Albino Luciani se había ganado la enemistad de muchos individuos peligrosos que también residían entre los muros de la Ciudad del Vaticano. Hombres poderosos que temían perder sus privilegios y prebendas, por lo que estaban dispuestos a actuar de forma contundente y definitiva. Un atentado habría sido demasiado aparatoso. Tenía que ser algo más sutil, aparentemente accidental, sin comisiones de investigación e incómodos periodistas fisgoneando por el Vaticano, haciendo preguntas indiscretas a unos y a otros… La Iglesia debía recuperar su sosiego espiritual y financiero.

La mejor forma de plantear un hipotético atentado contra el papa era mediante un veneno que después de administrado no dejara ninguna señal externa. El autor debía ser, además, una persona familiarizada con la rutina doméstica del Vaticano y con acceso franco al pontífice. En este sentido, la actitud del cardenal Villot ha sido calificada de llamativa. Cuando llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la mesilla de noche estaba el frasco de medicamentos que Luciani tomaba para corregir sus problemas de baja presión arterial. Villot se lo guardó bajo la sotana y arrancó de las manos del cadáver los apuntes sobre las designaciones y los ceses de los que habían estado hablando la tarde anterior. Luego el cardenal Villot impuso el voto de silencio a la hermana Vincenza (la monja que había encontrado el cadáver y que formaba parte del servicio de cámara del papa desde que éste fuera cardenal en Venecia) e instruyó a todos convenientemente para que la muerte del pontífice fuera silenciada hasta que él ordenara lo contrario.

El método utilizado para el envenenamiento pudo ser la propia medicación que tomaba el papa: concretamente un fármaco líquido llamado Effortil o bien las inyecciones Cortiplex, ambas medicinas recomendados para controlar la hipotensión. La seguridad alrededor del pontífice era deficiente, aunque cabe suponer que quienes deseaban deshacerse de Juan Pablo I llevaban mucho más tiempo que él moviéndose en los pasillos del Vaticano y tenían el suficiente ascendente sobre los oficiales de la Guardia Suiza para influir sobre ellos, y hacer que mirasen hacia otro lado.

La hora exacta, o aproximada, y demás circunstancias en las que se produjo la muerte no fueron establecidas. Nunca se realizó una autopsia. El certificado de defunción (que no estaba firmado) indicó el paro cardíaco como la causa probable del óbito. El embalsamamiento del cuerpo fue inusual y precipitado. No se extrajo la sangre del cadáver y se realizó a toda prisa dentro de las 14 horas siguientes al descubrimiento del cuerpo (no de la muerte). No obstante, la legislación italiana prescribe claramente que dicho embalsamamiento no debe iniciarse al menos hasta transcurridas 24 horas después de haberse verificado la muerte (no la hora de la muerte que pueda establecer la autopsia).

La conjura
Jean Villot fue el secretario de Estado del Vaticano durante el pontificado de Pablo VI (1963-1978) y secretario en funciones en el breve apostolado de Juan Pablo I. Inmediatamente después de producirse la muerte de Juan Pablo I, Villot se encargó de retirar del dormitorio papal sus medicinas, los papeles que aún sostenía entre sus manos, sus gafas para leer y sus zapatillas. Todos estos objetos desaparecieron y jamás fueron vistos de nuevo.

Tras la repentina muerte del papa, el cardenal Villot asumió el papel de camarlengo, actuando como jefe provisional de la Iglesia mientras se elegía al nuevo pontífice y se hizo con el control absoluto de la situación, filtrando falsa información a la prensa internacional que cubría el trágico suceso.

Dos de las decisiones más importantes que tomó Villot fueron éstas: no se debía practicar la autopsia al papa y el cónclave para designar al nuevo pontífice se iniciaría inmediatamente, el 15 de octubre, dos semanas después del óbito de Juan Pablo I. El objetivo principal de este apresurado cónclave era desviar seguidamente la atención de la opinión pública sobre la repentina muerte de Juan Pablo I hacia el entusiasmo y el suspense por saber quién sería el nuevo papa. Una vez designado, curiosamente también se llamó “Juan Pablo” con lo que la gente no tardó en olvidarse del primero. El Santo Padre seguía siendo “Juan Pablo”.

Pocos meses más tarde, en marzo de 1979, el cardenal Villot murió. Si estuvo o no implicado en la extraña muerte de Juan Pablo I no lo sabremos jamás. Aunque sí hay indicios, a juzgar por su comportamiento, de que parecía estar encubriendo a alguien, o de que él mismo cometió el crimen y, como iremos viendo a lo largo de este libro: los conspiradores que manejan los hilos no dejan rastro, y los asesinos suelen ser a su vez asesinados. No importa que se llamen Oswald, Argala o Villot.

La entente cordiale entre el Vaticano y la CIA
Como ya hemos dejado dicho, Villot ordenó que Juan Pablo I fuese embalsamado a toda prisa y convocó el cónclave de inmediato sin dar tiempo a ningún tipo de autopsia ni aguardar al resultado de la investigación policial, que fue sutil y sistemáticamente boicoteada.

El nuevo cónclave –el segundo en un mismo año– se inició el domingo 15 de octubre de 1978, y desde el principio se hizo patente que el Espíritu Santo no tenía la menor intención de hacer acto de presencia. El favorito era el cardenal Bennelli, que estaba dispuesto a continuar con las reformas de su antecesor. Pero a Bennelli le faltaron nueve votos y el eventual ganador resultó ser un candidato de compromiso, el cardenal Karol Wojtyla de Polonia, en el polo opuesto de las ideas de Albino Luciani, a pesar de haber elegido –o haberle sido oportunamente sugerido– el mismo nombre. Ni una sola de las reformas que su predecesor había propuesto se hizo realidad. Si en verdad la muerte de Juan Pablo I había sido fruto de una conjura para asesinarle, a los conspiradores todo les había salido a pedir de boca.

Jean Villot fue confirmado como secretario de Estado, esta vez a las órdenes de un papa con el que tenía mucho en común; Paul Marcinkus siguió manejando el banco del Vaticano; Roberto Calvi continuaba en libertad para poder dedicarse al fraude fiscal al por mayor. La misma camarilla que había hecho imposible el breve período de pontificado de Juan Pablo I, seguía ocupando los puestos claves del Vaticano al iniciarse al pontificado de Juan Pablo II. La Iglesia había dado un paso atrás, hacia la época de Pablo VI. Más aún, en 1981, el nuevo papa estableció una alianza estratégica con el presidente Ronald Reagan, recién llegado a la Casa Blanca, de forma que el Gobierno de EEUU informaba a la Santa Sede de toda suerte de asuntos de interés “global” a cambio de contar con su “apoyo” en todos los temas que fuera necesario. Estados Unidos bloqueó millones de dólares de ayuda destinados a países que contaban con programas de planificación familiar y a cambio, el nuevo papa, mediante un significativo silencio, apoyaba las políticas belicistas de la Administración norteamericana, incluida la de proveer a la OTAN con una nueva generación de misiles de crucero con cabeza atómica.

Semanalmente, el jefe de la estación de la CIA en Roma entregaba un extenso informe secreto elaborado por la Agencia. Ningún otro líder mundial tenía acceso a dicha información que el papa recibía puntualmente todas las semanas. Ello permitió que la primera parte del pontificado de Juan Pablo II, coincidiendo con los dos mandatos presidenciales de Ronald Reagan (1981-1989), tuviera un marcado carácter político y antisoviético que a punto estuvo de costarle la vida en el atentado de la plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, cuando fue tiroteado por el activista turco Mehmet Alí Agca, ex miembro de una antigua célula terrorista cuyos integrantes se hacían llamar los Lobos Grises. Pero el papa supo enseguida que el ejecutor era sólo un peón, un cabeza de turco –nunca mejor dicho– manejado por unas fuerzas poderosas que querían verle muerto a él también, igual que a su predecesor, aunque por distintos motivos.

El arzobispo Luigi Poggi, el “espía del papa” fue el encargado de realizar las oportunas investigaciones para averiguar “quién” había ordenado el frustrado asesinato. Durante meses, Poggi mantuvo estrechos, aunque infructuosos, contactos con el Mossad, hasta que en noviembre de 1983 el Servicio Secreto israelí le proporcionó la información que necesitaba. La CIA pensaba que Alí Agca había sido el ejecutor de un complot inspirado por el KGB y argumentaba que Moscú temía que el pontífice encendiese la mecha del nacionalismo polaco. Pero la CIA se equivocaba, o fingió hacerlo. Lo que descubrieron los agentes del Mossad fue que el atentado había sido preparado en Irán con la aprobación del ayatolá Jomeini como primer paso de la yihad islámica, la guerra santa de los musulmanes contra los cristianos y judíos.

Pero los informes del Mossad también parecían demasiado “parciales” e interesados en unos momentos en los que se pretendía aislar al nuevo régimen teocrático de Teherán. Por eso, un mes después, el 23 de noviembre de 1983, el propio Karol Wojtyla fue a visitar a Alí Agca a la prisión de Rebibbia donde estaba recluido. El encuentro fue concertado y ofrecido a la prensa internacional como un acto de perdón. Pero en realidad, Juan Pablo II quería saber si era cierto lo que le había transmitido el Mossad. Los periodistas permanecieron en el corredor y con ellos había guardias armados preparados para intervenir en caso de que Agca hiciera algún movimiento sospechoso. El diálogo duró veintiún minutos, después el papa se puso de pie y le dio al preso una cajita de plata en la que había un rosario de nácar. Agca le confirmó lo que Luigi Poggi supo por el Mossad, lo cual iba a cambiar para siempre la actitud de Juan Pablo II hacia el islam e Israel.

El pontificado de Juan Pablo II no varió sustancialmente la línea tradicional del Vaticano en asuntos de negocios ni en otras cuestiones. Y aún mucho menos lo ha supuesto el advenimiento del actual papa, Benedicto XVI, su sucesor.

(Continuará...)

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