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domingo, 5 de diciembre de 2010

El Congreso de Viena en 1815


El Congreso de Viena se cerró en junio de 1815 y los acuerdos allí alcanzados tuvieron vigencia en los territorios de Europa central y oriental hasta la entrada en vigor de los tratados de paz firmados tras la finalización de la Primera Guerra Mundial (1918). La paz se consiguió mediante el restablecimiento del Absolutismo y el Congreso fue solemnemente clausurado por el emperador Francisco I de Austria diciendo que la nueva Europa era la Europa de la Restauración. Pese a las muchas medidas que se concertaron para mantener a raya a los enemigos del Antiguo Régimen, no se pudo evitar la difusión de las ideas liberales que provocaron las revoluciones de 1830 y 1848. La derrota de Napoleón fue erróneamente entendida por la mayoría de los mandatarios europeos como la definitiva derrota de la Revolución francesa. Manteniendo este postulado como base, se pretendió que las guerras napoleónicas no tuvieran como consecuencia la mera redefinición del mapa europeo, sino la recomposición del Antiguo Régimen y la eliminación aparente de los principios ideológicos que habían desencadenado el fenómeno revolucionario: especialmente el liberalismo económico, que muchos siguen confundiendo con los más que loables ideales humanistas de libertad, igualdad y fraternidad. En aquel Congreso de Viena se negociaron muchas cosas bajo cuerda. Se consolidó la Restauración de la Monarquía en Francia y se colocó en el trono a un pusilánime Luis XVIII al tiempo que el sindicato financiero internacional señalaba a Suiza como el país neutral por excelencia para servir mejor a los sacrosantos intereses de la Banca. Los especuladores sabían que iban a desarrollarse nuevas guerras en el continente, cada vez más devastadoras, y convenía tener un territorio neutral seguro donde refugiarse cómodamente mientras pasaba la tormenta bélica, pero al mismo tiempo, cercano a las grandes Bolsas europeas. Suiza cumplía, y sigue cumpliendo, sobradamente todos esos requisitos. Por eso, mientras exista un “territorio neutral” en Europa, será signo inequívoco de que la paz no está asegurada y de que el fantasma de la guerra sigue planeando sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles. Entretanto, tres de los reyes más importantes de la Cristiandad en ese momento, el zar Alejandro I de Rusia (ortodoxo), Francisco II de Austria-Hungría (católico) y Federico III de Prusia (protestante) firmaron en septiembre de 1815 la Santa Alianza, un pacto por el cual se comprometían a socorrer a cualquier monarca cristiano que viese amenazado su trono y se comprometiese a defender a la Iglesia. Todos los monarcas europeos recordaban muy bien el triste destino que habían corrido Luis XVI y su esposa María Antonia (hermana del emperador de Austria) y ninguno deseaba que aquella barbarie volviese a desatarse en Europa. Pero ninguno de los monarcas que participaron en aquel Congreso, sabía que el célebre príncipe Klemens Furst von Metternich, el llamado árbitro de la paz en aquel Congreso de Viena de 1815, era uno de los agentes del especulador Natán Rothschild. Un auténtico George Soros de la época. Los intentos posteriores de recomposición política que se gestaron en Europa sólo sirvieron para causar sucesivas revoluciones y sangrientos conflictos bélicos que, a la postre, acabaron enfrentando a Austria con Prusia (1866) a Francia con Prusia (1870-71) y que finalmente desembocaron en la guerra de 1914-1918 que afectó a casi todo el continente europeo y a sus territorios de ultramar.


La ideología de la Restauración

La filosofía política de la Restauración surgida del Congreso de Viena, tiene en Novalis, De Maistre y Burke sus más claros representantes. Todo aquello que combatieron los ilustrados del siglo XVIII volvió a imponerse como ideología única y se abolió la noción ilustrada del progreso, sustituyéndola por la de la tradición; el de la tolerancia, fue desplazado por el de la supremacía de la autoridad y el dominio de razón como principio organizador de la sociedad, fue arrinconado por una renacida espiritualidad cristiana. En realidad la Santa Alianza no aportó nada nuevo, fue un refrito de ideas inmovilistas y anticuadas ya para aquel entonces. Y tal vez éste fue su mayor inconveniente, pues dejó nuevamente el terreno abonado a los especuladores para que sembrasen la semilla de nuevas guerras y revoluciones. La Santa Alianza entre la Monarquía y la Iglesia, ya fue establecida en los albores de la Edad Media. Tras la desaparición del Imperio Romano, la balbuciente Europa surgida tras las invasiones precisaba dotarse de un nuevo sistema político que resultase legítimo. Los emperadores romanos que habían gobernado Europa occidental durante medio milenio, habían desaparecido, y su lugar lo ocupaban ahora los papas, ellos eran los nuevos Césares. La Roma Terrenal había sucumbido y la Roma Espiritual asumía el liderazgo de la Cristiandad. Pero dado que la Nueva Roma ya no contaba con las legiones que antaño la hicieron poderosa, los papas debían buscar alianzas entre los monarcas bárbaros que gobernaban los nuevos reinos surgidos de la desintegración del viejo Imperio de Occidente en el siglo V. Primero fueron los francos de Clodoveo en el 496, y después los visigodos de Recaredo en el 587 los que establecieron alianzas con la Iglesia a cambio de que el papa los certificase ante sus nuevos súbditos “romanos” como monarcas legítimos. Después, allá por el año 800 Carlomagno intentó resucitar el Imperio haciéndose coronar Sacro Emperador Romano, fue el primer intento francés de proclamarse herederos universales de Roma. Napoleón intentaría algo parecido exactamente mil años más tarde, después de disolver el Sacro Imperio Romano Germánico en 1806 que se mantuvo como la entidad predominante en Europa central durante un milenio, y que en alemán se denominaba: Heiliges Römisches Reich Deutscher Nation «Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana» el famoso Reich de los Mil Años que Adolf Hitler se propuso reeditar a partir de 1933. Con la irrupción de los pueblos germánicos en el mundo clásico tardío, ya cristianizado, nació en Europa el matrimonio de conveniencia entre la Iglesia y la Monarquía. Los nuevos reyes precisaban de la legitimidad que otorgaba el Papado puesto que gobernaban territorios con mayoría de población romana. Pero además, dado el carácter electivo de los monarcas entre los pueblos germánicos que se adueñaron de Europa entre los siglos V-VI, los nuevos reyes necesitaban perentoriamente establecer una línea de sucesión legítima que les asegurase a ellos en el trono y, a sus hijos, el derecho de sucesión, evitando las constantes guerras civiles, como en el caso de los visigodos en España. Tal vez uno de los logros sociales más destacables de esa época fuese la atenuación de las duras condiciones de vida de los esclavos heredados del mundo clásico grecorromano, que por la mediación de la Iglesia se transformaron en siervos, inmediatos antepasados de la actual clase obrera surgida con la segunda Revolución industrial en pleno siglo XIX. Uno de los preceptos que la Iglesia logró introducir en el inmovilista mundo antiguo fue el de igualar (al menos ante Dios) al patricio con el plebeyo y a éste con el esclavo. La lucha de clases no se inició en 1789, sino mucho antes. Posiblemente con Moisés arrancando a los hebreos de la esclavitud en Egipto. El matrimonio Iglesia-Estado se prolongó durante toda la Edad Media y no fue cuestionado hasta la Revolución francesa de 1789. Después del Congreso de Viena de 1815, las ideas revolucionarias se mantuvieron candentes como los rescoldos de un fuego que jamás se apagó totalmente. En 1848 los fantasmas de la Revolución francesa cobraron vida y reaparecieron en muchos países de Europa. De forma perfectamente sincronizada, precisamente entonces, no antes ni después, exactamente 33 años después de haberse sellado la paz en Viena tras las guerras napoleónicas. ¡La tregua había concluido!

Pero en esta ocasión, las ideas liberales se consolidaron definitivamente: el rechazo a los dogmas cristianos y el racionalismo se impusieron. Se desarrollaron nuevas ideas basadas en el pragmatismo riguroso, el mercantilismo, el agnosticismo, el ateísmo y la lucha de clases, y todos estos conceptos fueron rechazados obstinadamente por los sucesivos papas entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, entre los Concilios Vaticano I y Vaticano II, abriendo un abismo aún mayor entre los postulados liberales y los inamovibles dogmas católicos. La Iglesia luchó con todas sus fuerzas contra el avance del liberalismo y del modernismo, pero con la pérdida, contra su voluntad, de los Estados Pontificios, sus últimas posesiones territoriales, perdió definitivamente su secular peso político, y la España de 1870, ya no era la gran potencia militar de tres siglos antes, capaz de acudir en defensa del Papado. Del Congreso de Viena de 1815, podemos destacar los siguientes principios políticos, que Gran Bretaña, más interesada en temas comerciales, desdeñó: 


Legitimidad: tienen acceso al poder aquellos a los que Dios, por medio de la herencia, ha elegido. No importa que el gobernante no tenga la misma nacionalidad que sus súbditos, lo que importa es que sea legítimo.


Absolutismo: Al obtener el monarca su poder “Por la Gracia de Dios” no debe someterse al control de los hombres. Por tanto, es rechazada la idea de una Constitución. En todo caso, el rey podía conceder a sus súbditos una “Carta Otorgada: un documento por el cual el rey se comprometía por su libre albedrío, a gobernar a sus súbditos de una forma determinada. Las Cartas Otorgadas, además de ser muy restrictivas en cuanto a derechos y representatividad, no deben ser confundidas con una Constitución, ya que de entrada no se reconoce el principio de Soberanía del Pueblo. Después del Congreso de Viena las monarquías europeas quedaron del siguiente modo establecidas: 

Monarquías absolutas: Rusia, Austria y España, las dos últimas católicas; monarquías de Carta Otorgada como la francesa de Luis XVIII y monarquías parlamentarias, como la británica. Que, por cierto, ya había pasado por su propia “Revolución” un siglo antes con Oliver Cromwell.

Equilibrio: Es un principio de inspiración británica. Sostiene que ningún país europeo debe destacar por encima de los demás. Esto tiene una doble lectura: se evitan conflictos en Europa y, por otra parte, Inglaterra queda como árbitro de la situación al poder inclinar la balanza a favor de uno u otro. No obstante, tras las derrotas británicas en el Somme y en la batalla naval de Jutlandia en 1916, durante la primera guerra mundial, quedó patente que Inglaterra carecía de ese peso militar que se le había presupuesto durante un siglo, tras la inesperada victoria de sus ejércitos en Waterloo. Todo hay que decirlo: después de la proverbial intervención de las tropas prusianas.

Intervencionismo: Las potencias se comprometen a intervenir en aquellos territorios que, perteneciendo a otra potencia, sufrieran movimientos populares que pusieran en cuestión los otros principios señalados.

Las potencias europeas en el Congreso Viena de 1815

Aunque todos los implicados en las guerras contra Napoleón tuvieron su sillón en Viena –excepto España y Portugal–, la habilidad política de los ministros negociadores tuvo su importancia en el resultado final del Congreso. El embajador francés, por ejemplo, acabó presentando a Francia como una potencia vencedora.

Francia: Siempre hábil a la hora de jugar sus bazas en el complejo entramado de la diplomacia internacional, tenía como portavoz al excelente diplomático Charles Maurice de Talleyrand, que había sido colaborador del propio Napoleón. Sin embargo, supo presentar a su país como una nueva nación tras la restauración de la monarquía en la figura de Luis XVIII.

Rusia: Estuvo representada por Noselrode aunque también intervino el propio zar Alejandro I. Explotando el temor que inspiraba al resto de compromisarios el enorme potencial de su Ejército que había aplastado a los franceses, Rusia ansiaba hacerse con el control en tres nuevas zonas de expansión: Siberia al Este; Polonia al Oeste y los Balcanes al Sur. Moscú se sentía la Roma eslava, heredera de Bizancio y cabeza de los pueblos ortodoxos de los Balcanes, en especial de los serbios. Además de este interés religioso existía otro de índole política y económica: Rusia tendría así acceso al mar Mediterráneo. Las guerras balcánicas de la década de 1990 tuvieron, entre otros obscuros objetivos, precisamente evitar ese “acceso” al Mediterráneo occidental a los rusos, aprovechando su debilidad política tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Rusia y Serbia han sido aliadas tradicionales durante siglos. 

Austria: Aunque el país lo gobernaba el emperador Francisco I, la representación diplomática austríaca estuvo dirigida por Klemens Wenzel Lothar von Metternich. Su capacidad de negociación y convicción era tan grande que el sistema de la Europa Restaurada tuvo también el nombre de Sistema Metternich. Las principales aspiraciones austriacas se dirigían hacia los Balcanes, donde acabaría chocando con Rusia y Serbia exactamente un siglo después, en 1914, siendo la chispa que prendió la pólvora de la guerra europea generalizada el asesinato del archiduque austríaco Francisco Fernando en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina.

Gran Bretaña: Tenía como delegado a Castlereagh. No muy preocupado por la restauración del sistema absolutista en Europa, los intereses británicos se podían resumir en dos puntos:

Político; manteniendo un sistema de equilibrio entre las demás potencias gracias al cual Gran Bretaña adquiriría el papel de árbitro en las disputas continentales. 

Económico: aumentar los mercados exteriores, para lo cual debía obtener bases en el Mediterráneo que le asegurasen la comunicación con sus colonias de ultramar. Desde 1704 ya contaban con Gibraltar, arrebatada a España en el Tratado de Utrecht. 

Prusia: Federico Guillermo III estaba representado por Handenberg y no tuvo especial protagonismo. Sin embargo, Viena es el espaldarazo definitivo para Prusia que a partir de entonces será una potencia a tener en cuenta. En 1866 derrotarán a Austria y apenas cinco años después, 1871, aniquilarán a los franceses en Sedán, sellando la caída de otro “Napoleón” al tiempo que Otto Von Bismarck proclamaba el II Reich Alemán y el káiser Guillermo I se convertía en el nuevo “césar” del redivivo Imperio Romano Germánico: la formidable Alemania Imperial que fue a la guerra en 1914 fue una creación prusiana. Este país, Prusia, por su belicosa vocación, fue definitiva y oficialmente disuelta como nación en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo mapa europeo

Gran Bretaña obtuvo lo que más le interesaba, nuevas posiciones marítimas en el Mediterráneo: Malta, las islas Jónicas y la conservación de Gibraltar, con lo que se aseguraba su hegemonía marítima sobre el Mediterráneo. Los británicos obtuvieron además bases fuera de Europa: El Cabo y Ceilán en la ruta de la India y reforzaron sus posesiones en las Antillas, en realidad legitimaron la situación de los territorios arrebatados por la piratería inglesa a España entre los siglos XVI al XVIII con vistas a establecer su libre comercio con el Caribe español. Como España no estuvo presente en el Congreso de Viena de 1815, no tuvo voz ni voto.

Austria recibió el norte de la península Itálica (el reino de Lombardía-Véneto e influencia sobre los territorios de Toscana, Parma y Módena). También obtuvo una salida al Mediterráneo al incorporarse a su Imperio las provincias Ilíricas, en las costas de la ahora extinta Yugoslavia, y entonces, aún no creada. Los territorios obtenidos en Alemania garantizan la intervención del emperador austríaco en los asuntos de la recién creada Confederación Germánica. Esta situación de intervencionismo austríaco en los asuntos alemanes finalizó en 1866 cuando los prusianos aplastaron a los austriacos en una breve guerra.

Prusia obtuvo en 1815 una parte de Renania, estableciendo frontera con Francia. Además, Prusia quedó habilitada, al formar parte de ella, para intervenir en los asuntos de la Confederación Germánica y pilotó la formación de una gran Alemania unificada con la proclamación del II Reich Alemán en 1871.

Rusia obtuvo Finlandia (antigua posesión sueca), Besarabia (antigua posesión turca) y el zar se convirtió al mismo tiempo en rey de Polonia.

Suecia, gobernada por una antiguo general de Bonaparte, perdió Finlandia, pero fue compensada con Noruega. De esta manera se pretendió evitar que una sola nación, Dinamarca, controlase por sí sola todos los accesos al mar Báltico.

Para evitar futuras aventuras expansionistas, se crearon unos pequeños Estados en torno a Francia con el objeto de aislarla, o protegerla, según se mire: el reino de los Países Bajos Unidos (Bélgica y Holanda), la Renania prusiana, la Confederación Suiza y el reino de Piamonte y Cerdeña.

Italia quedó dividida. Los austriacos al norte, los Estados Pontificios en el centro y el reino de Nápoles y Dos Sicilias al sur, gobernado por los Borbones.

España y Portugal sellaron su propia paz, al margen del Congreso de Viena, aunque la primera retuvo la plaza de Olivenza en la frontera extremeña entre ambos países. 

Pero aquella arbitraria reestructuración de Europa no tardó en generar nuevos problemas, y apenas se hubieron levantado los compromisarios de la mesa de negociaciones las rivalidades entre las potencias participantes quedaron en evidencia:


Entre Gran Bretaña y Rusia, ya que la primera deseaba mantener su superioridad naval, ganada en Trafalgar en 1805, y Rusia aspiraba a ejercer la hegemonía sobre Europa gracias a su numeroso Ejército. 


Entre Austria y Rusia por el dominio de Polonia y los Balcanes. 


Entre Prusia y Austria por el interés en dominar los Principados alemanes. 


En el Congreso de Viena de 1815, como en el actual diseño descompensado de las políticas de la Unión Europea, los intereses mercantilistas y estratégicos de unas potencias, prevalecieron sobre los sentimientos de los pueblos y naciones de entonces, lo que generó un terreno abonado para lo que se vino en llamar, algunas décadas después: el “nacionalismo exacerbado” que culminaría con el desastre europeo de 1914-1918, y que llevaría también a la aparición del Nacional Socialismo alemán en la época de entreguerras. Alemania quedó fragmentada nada menos que en 39 Estados, y la Confederación Germánica podía ser intervenida por Austria-Hungría y Prusia. Italia fue también fragmentada en otros 7 Estados y Reinos. La fórmula, como veremos más adelante, se intentó reeditar a principios de los años 1990 con la aparición del movimiento secesionista encabezado por la Liga Norte. En el corazón de Europa quedaron instalados dos grandes Imperios o Estados plurinacionales:


El Imperio Austro-Húngaro en el que conviven: austríacos (católicos) y alemanes (de mayoría protestante, excepto en Baviera, de mayoría católica), checos, eslovacos, croatas, eslovenos, serbios, húngaros y varios pueblos eslavos, además de minorías musulmanas de ascendencia turca, vestigios de la ocupación otomana que se prolongó desde el siglo XV al XIX en mucha zonas de Europa oriental.

El Imperio Otomano (actual Turquía): turcos, griegos, búlgaros, rumanos, moldavos, serbios, albaneses cristianos y musulmanes (kosovares). Sólo por mencionar algunas de las nacionalidades en territorio europeo, las nacionalidades asiáticas en Turquía aún más numerosas, sin olvidar a los kurdos y los territorios de Siria de Sur, que en 1917 pasarían a control británico bajo la denominación de Palestina, y sobre los que en 1948 se fundaría el estado de Israel. De la desmembración del Imperio turco otomano nacerían la mayoría de los actuales Estados árabes de Oriente Próximo a partir de los diferentes Tratados de Paz que se negociaron en 1919, tras la finalización de la Gran Guerra. Pero siguiendo con las situaciones injustas obviadas por los políticos europeos en Viena un siglo antes estaba el problema de las naciones sometidas: Irlanda a Inglaterra desde el siglo XIII, aunque lograría su independencia parcial en 1922; Polonia sometida en su mayor parte a Rusia, pero también a Austria-Hungría y Prusia; Noruega a Suecia; Finlandia a Rusia... y un largo etcétera de situaciones anacrónicas que no se resolvieron en 1815 y que serían los detonantes de conflicto de 1914-1918.

Tropas napoleónicas en la batalla de Borodino en 1812


1 comentario:

  1. Saludos buen aporte, gracias, me gustaria saber las fuentes historicas para poder profundizar en el tema.

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