La realidad política y social del la Edad Media europea
entre los siglos X al XIII estuvo caracterizada por la diversidad.
La expansión de las instituciones feudales y señoriales, muy desigual por otra
parte, es el mejor ejemplo de las diferencias que separaban a unas comunidades
de otras en su organización política y en su condición social, sin hablar de
las que derivaban de su situación geográfica y económica. El renacimiento de la
vida urbana tras las segundas invasiones, y de las actividades artesanas y
mercantiles desde la segunda mitad del siglo X vino a complicar todavía más la
situación, al añadir ciertas novedades en la estructura económica y social de
la Europa altomedieval. Pero los teóricos de la sociedad y de la política en el
occidente cristiano —es decir, toda Europa occidental menos la península
Ibérica ocupada por los musulmanes—, tendieron por aquellos siglos a la
construcción de doctrinas unitarias, ordenadas según un criterio y un fin
comunes.
Pantócrator: detalle de la Capilla Palatina de Palermo (Italia) |
En el plano de la organización social fue éste el caso de
la doctrina «trinitaria» de la sociedad, según la cual había solo tres clases
de hombres: sacerdotes, guerreros y campesinos, ya fuesen éstos agricultores o
ganaderos, además de los artesanos. En el plano de la organización política lo
fue el de la idea imperial: los europeos constituían una comunidad dentro de la
fe cristiana y era deseable revitalizar el concepto del viejo Imperio para que,
de alguna forma, vivieran bajo la misma unidad política. Ambas teorías chocaron
frontalmente con las realdades de la época, que las desgastaron y modificaron
hasta hacerlas irreconocibles. Pero, a su vez, como ideologías mantenidas
tuvieron gran importancia no solo teórica, sino también práctica, y su
conocimiento es hoy indispensable para comprender los fenómenos históricos del
Medievo europeo. Y uno de estos fenómenos es el del determinante protagonismo
que alcanzó la Iglesia medieval, empeñada, en que la Cristiandad europea
occidental viviese organizada políticamente bajo un mando único en forma de
Imperio supranacional. Ante todo, hemos de tener en cuenta que el Papado ya
existía en tiempos del Imperio Romano, resistiendo, sin apenas rasguños, su
ruina y debacle final, así como la de otros muchos imperios que le sucedieron
en la historia de Europa y del mundo. El Papado sufrió duros embates en el
siglo XVI, recibió golpes terribles de la Revolución francesa, hubo de competir
con nuevas doctrinas, como el liberalismo y el marxismo. Todas las dificultades
que se fueron presentando, sin embargo, pudieron ser en última instancia
superadas. Ahora bien, la milenaria institución que dirige los destinos de la
grey católica y a cuya cabeza se encuentra como pastor supremo, el vicario de
Cristo, ha experimentado en este largo peregrinar desde los días de Constantino
notables transformaciones.
Ya desde los primeros años del reinado de Luis I el
Piadoso —muerto en 840— empieza a elaborarse la teoría, que arranca de unos
textos atribuidos a san Isidoro de Sevilla y de una interpretación literal de
la Civitas Dei de san Agustín, de que el poder temporal del soberano solo se
justifica por la salud espiritual de la grey cristiana. Dando ejemplo de ello
—y bajo el influjo apostólico de Benito de Aniano—, el emperador promueve en su
propia corte un programa de renovación moral y religiosa. El resultado
práctico, en términos políticos, como se vio en las últimas décadas del Imperio
Romano de Occidente, fue más que cuestionable, por no decir calamitoso. Los
emperadores reconvertidos en monaguillos y teólogos, se desentendieron del
gobierno del Imperio.
No obstante, y siempre según los padres conciliares, la
pertenencia a una misma confesión lleva implícita una idea interna de unidad
que tendrá distintos intérpretes a lo largo del siglo IX. Una época que, como
el siglo V, está marcada por las invasiones. Así, por ejemplo, el obispo de
Lyon, Agobardo, llega a proponer la adopción de un solo código, por encima de
las diferencias étnicas personalistas existentes, como resultado de las
costumbres germánicas. Pero cuando la Iglesia tiene la voz más firme es en los
momentos en que, por las constantes desavenencias entre los miembros de la
familia imperial, hay que restablecer la idea de concordia, tan necesaria para
el bien común. Una figura de gran relieve fue, a mediados del siglo IX, el
arzobispo Hincmaro de Reims, a quien un historiador ha denominado la «conciencia
pensante de la Iglesia gala». Inspirador de la paz y la reconciliación, se
constituye en defensor de una Cristiandad occidental, cuyo núcleo integrador no
es ya el Imperio, sino la Iglesia. Nada nuevo bajo el sol: san Agustín —que
murió en Hipona el 28 de agosto del 430 durante el asedio de la ciudad por los
vándalos— dijo algo parecido en su día. Con todo, Hincmaro tuvo una importante
actuación en el sínodo de Metz (859), de donde partió la delegación que debía
entrevistarse con Luis el Germánico y amonestarle por haber quebrantado, con su
agresión, el orden cristiano.
El concepto de una Republica christiana debe primar sobre
el antiguo del Regnum Francorum. Se afianza en tales ocasiones la autoridad del
papa en la dirección no solo moral, sino efectiva de la comunidad. Es decir: el
pontífice romano debe estar por encima de reyes y emperadores y éstos deben
acatar su autoridad. Un paso adelante, en tal sentido, se dio en medio de las
turbulencias familiares del año 833, en que el papa Gregorio IV y los obispos
reunidos en Coulaines definieron que, estando el trono vacante, la Iglesia
debía suplir los derechos y deberes del emperador. Paladines de asumir la
suprema dirección del Imperio en descomposición y de la subordinación de éste a
la Iglesia, por derecho divino, fueron los papas Nicolás I (858–867) y Juan
VIII (872–882).
Aparte de la cuestión de la primacía moral del Papado, se
plantean ya en esta época dos importantes asuntos de índole jurídica y, en
última instancia, política, que serán objeto de apasionadas controversias y
ocasionarán inútiles enfrentamientos durante buena parte de la Edad Media. Se
trata de la unción o «sacralización» del emperador por parte del pontífice y de
la investidura de la Corona de Italia, vinculada por tradición a la dignidad
imperial y de sus relaciones con los estados Pontificios.
Existía ya una tradición carolingia de la consagración
religiosa de la persona del emperador por el papa mediante la unción con los
óleos sagrados: Carlomagno fue ungido en Roma por León III, Luis I en Reims por
Esteban IV, Lotario I por en la basílica de San Pedro por Pascual I. No
obstante, la ceremonia eclesiástica era siempre posterior y se consideraba como
una especie de confirmación de la investidura civil. Más adelante, Luis II se
apoyará en la ceremonia de consagración por el romano pontífice para hacer
prevalecer sus derechos frente a Basilio, emperador de Bizancio. El mayor
énfasis que va recayendo sobre el ritual religioso tendrá como inmediata
consecuencia la atribución a la Iglesia de cierta prerrogativa de plácet o, en
algunos casos, de efectiva designación. Un ejemplo de este intervencionismo
papal nos lo ofrece lo sucedido a la muerte de Luis II, cuando la curia romana
opone la candidatura de Carlos el Calvo a la de Carlomán, elegido por los
nobles en Pavía. Desde la época de la transmisión por el derecho de
primogenitura, el Imperio había evolucionado hacia la forma electiva,
preconizada por la Iglesia y preferida también por los grandes magnates.
Entre tanto, a partir de la segunda mitad del siglo IX se
producen unos cambios que modifican profundamente la estructura de la sociedad
en los niveles más altos. Un doble proceso de desvitalización de los cuadros
administrativos carolingios y de progresiva constitución en feudos de los
cargos de ámbito territorial, poseídos al principio en forma precaria, fomenta
la aparición de grandes señoríos, que prestarán una nueva configuración al mapa
político de Europa.
El gran salto adelante del Papado se produjo a partir de
la Reforma gregoriana, movimiento que toma su nombre del papa Gregorio VII, y
que tuvo lugar en el siglo XI. La defensa de la libertad religiosa frente a los
laicos condujo al triunfo de la teocracia, es decir, el gobierno del clero,
cuya supremacía sobre el poder temporal ejercido por reyes y emperadores, se
juzgaba indiscutible. Sin embargo, desde los albores del siglo XIV comenzaron a
soplar vientos de crisis en la Cristiandad y en su cabeza rectora. El traslado
de la sede de los papas a Aviñón en 1309 —la denominada «segunda cautividad de
Babilonia»— no solo significaba su subordinación a los designios del rey de
Francia, sino más aún, el fin de la teocracia después de casi mil años. A
mediados del siglo XV los problemas más acuciantes parecían resueltos, o al
menos superados. Pero la crisis afectaba al fondo de la propia supervivencia de
la fe cristiana. En este contexto florecieron las posturas críticas, cuya
conclusión fue la Reforma luterana del siglo XVI. El Concilio de Trento, sin
duda, fue el instrumento de la reacción católica ante el hecho de la Reforma.
En él se procuró reafirmar las señas de identidad del catolicismo. Pero,
volvamos atrás en el tiempo.
El equilibrio siempre delicado entre los poderes
espiritual y temporal de la Iglesia católica, y los conflictos que surgieron
desde la desaparición del Imperio de Occidente con los diferentes reyes
germánicos que fundaron sus precarios reinos sobre las cenizas del legado de
Roma, jugaron un papel determinante en la posterior formación de los modernos estados
europeos.
Hasta el siglo III la Cristiandad fue tolerada o perseguida
por los emperadores romanos. Con Constantino la Iglesia obtuvo el
reconocimiento oficial mediante la promulgación del Edicto de Milán (313). A
partir de entonces, la evolución de la Iglesia para detentar el poder temporal,
fue relativamente rápida. En apenas dos generaciones, los cristianos habían
logrado arrinconar a las demás religiones del Imperio y, finalmente, en el año
380, el cristianismo fue reconocido como única religión lícita del Estado. Otra
cosa fue la lucha para lograr la ortodoxia y que todas las confesiones isabelinas
se unificasen bajo el credo niceno. Las herejías y las rivalidades entre
Constantinopla y la Iglesia de Roma, debilitaron considerablemente al moribundo
Imperio de Occidente. Tras su desaparición en 476, los papas asumieron
progresivamente los poderes ejercidos hasta entonces por los emperadores. El
papel del Papado respecto a los invasores germánicos acrecentó notablemente su
influencia, mientras que las donaciones que los nuevos conversos hacían a la
Iglesia —forzados o de buen grado— aseguraron su riqueza. En el siglo VIII se
designó como «Patrimonio de San Pedro» todos los territorios así obtenidos; ya
estuvieran próximos a Roma o en cualquier lugar de la península Itálica,
Sicilia o Cerdeña.
La escena en que el papa León I se adelanta desarmado al
encuentro de Atila, rey de los hunos, que se dispone a asaltar Roma, es tan
legendaria como aquella que protagonizó el emperador Constantino, cuando antes
de enfrentarse a Majencio, en el Puente Milvio, queda deslumbrado por la
aparición de la Cruz. Así como en el plano político fue determinante la
promulgación del Edicto de Milán y la conversión de Constantino al cristianismo
en su lecho de muerte, también en el plano político fue determinante la
embajada del papa León I ante Atila, tras la cual salió investido de un poder
temporal que se añadía al espiritual. El anciano pontífice salió de Roma para
tratar con el temible caudillo de los hunos, mientras el timorato emperador
Valentiniano III se mostraba impotente y falto de iniciativa, albergando la
esperanza de no verse obligado a una defensa a ultranza de la ciudad. El papa
León I contuvo a Atila y lo convenció de que retornara a Panonia (Hungría),
para salvar la vida de los indefensos romanos, y salvar al propio tiempo lo que
aún quedaba del Imperio de Occidente. Fue la primera vez que un papa unía la
misión de vicario de Cristo a la de representante del Imperio Romano.
Tres años más tarde (455), el papa León I salió de Roma
por segunda vez y trató con Genserico, rey de los vándalos. Nuevamente los
romanos se salvaron gracias a la proverbial intervención del papa, pero la
ciudad fue concienzudamente saqueada. En los decenios siguientes, la Iglesia se
ganó por méritos propios el derecho a participar en política ejerciendo como mediadora
entre los pueblos invasores y los ciudadanos romanos que quedaron aislados y
desamparados en las antiguas provincias que fueron ocupando los germanos;
especialmente en Italia, y en menor medida en la Galia y España.
La universalidad de la Iglesia, ya reconocida en el plano
espiritual, se encaminaba a concretarse también en el plano terrenal. Los
futuros imperios, por grandes que pudieran ser, siempre serían espiritualmente
menos universales que la Iglesia, y por consiguiente, siempre tendrán menos
poder, ya que estarían supeditados, en el plano espiritual, a ella. No
obstante, la Iglesia se integró rápidamente al sistema feudal. En Alemania,
arzobispos y obispos estaban en manos del emperador, y lo mismo ocurría en
Inglaterra. En Francia era el rey quien de hecho decidía los nombramientos para
los obispados considerados como reales, y del mismo modo procedían los
príncipes territoriales. Las relaciones de familia, las consideraciones
políticas y con frecuencia la simonía —algunos de los interesados no dudaban en
pagar su elección— contaban en las elecciones a los obispados y las abadías. En
algunas regiones, los obispos se sucedían de padres a hijos; en otros lugares,
de tíos a sobrinos. Obispos y abades pertenecían muy a menudo al medio social
de los próceres; capítulos catedralicios, colegiatas fundadas por los señores
en las inmediaciones de sus castillos y prioratos establecidos en sus tierras
estaban poblados por miembros de las familias señoriales medianas y pequeñas.
En materias temporales, la actitud de la gente de la Iglesia era un calco de la
de sus parientes nobles.
Así pues, del siglo X al XII se produjo una feudalización
completa de la sociedad. Se trataba de un sistema organizado para procurar los
medios de vida a una minoría de hombres encargados de combatir. Ya a finales
del siglo X, Abbon de Fleury proclamaba que el orden de los laicos comportaba
dos clases: una de ellas era la formada por los agricultores, que alimentaban a
la comunidad con su duro trabajo en el campo, y la otra, la de los
combatientes, que arriesgaban su vida y se encargaban de rechazar a los
enemigos de la Iglesia. Hacia 1025, esta ideología cobró rasgos más precisos:
la división de la sociedad en tres órdenes era concebida como reflejo de la ley
divina.
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