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sábado, 20 de mayo de 2017

SPQR: orígenes de la República de Roma

Una serie de guerras contra los pueblos y ciudades que la rodeaban habían convertido a Roma, a finales del período monárquico, en la capital de un pequeño reino que, a pesar de su reducido tamaño, no resultaba nada desdeñable: un área de hegemonía cuya gravitación, que iba en aumento, era apreciable en todo el ámbito de la península Itálica.
Así estaban las cosas cuando los romanos depusieron a un rey que les resultaba excesivamente soberbio —y sobre todo extranjero—, y lo sustituyeron por una república autárquica que parecía un riesgo y cuya proclamación ponía en juego los óptimos resultados alcanzados hasta aquel momento. La república que nació con el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio estaba destinada a tener una larga vida, casi medio milenio. El primer período de esta larga era transcurrió desde el nacimiento del nuevo régimen hasta que estalló el conflicto armado con Cartago a mediados del siglo III a.C., suceso que introdujo en el juego de la política mediterránea a una potencia que hasta aquel momento se había movido exclusivamente en el ámbito de la península Itálica.
Sus características son, en orden sucesivo: repliegue, consolidación, expansión. En realidad, el cambio que sufrió en las instituciones costó la pérdida de la hegemonía en el exterior y una áspera y violenta lucha social en el interior. Una vez contenidos los efectos de la primera y reabsorbida la segunda con una gradual reestructuración constitucional, la República pudo rivalizar nuevamente para conseguir la supremacía en Italia. Al fin, toda la Península, sólidamente unida bajo el dominio romano, se lanzó con todas sus fuerzas a la conquista de la primacía en Occidente.
El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante actividad de representación. Por consiguiente, en las contingencias que siguieron a su proclamación, el alma de la República estuvo constituida por el Senado. Estas contingencias fueron muy graves. Mientras el rey depuesto movilizaba a sus leales entre los etruscos para recuperar el trono, las ciudades y los pueblos sometidos a Roma aprovecharon el desconcierto causado por el cambio de régimen y trataron de desembarazarse de la tutela romana. Cartago, la mayor potencia marítima del momento en el Mediterráneo, exigía que la República respetase los pactos ya contraídos con la Monarquía. Pero en el interior aumentaba la agitación. No todo el pueblo estaba contento con el cambio de régimen: más aún, los más podres y desfavorecidos, la plebe, perdía en lugar de ganar porque había una constitución que reservaba a los patricios y a los plutócratas todas las magistraturas, el acceso al Senado y la interpretación y aplicación de la ley. La República era de facto una plutocracia, en tanto que exigía grandes sacrificios, incluidas las obligaciones militares, a todos los ciudadanos por igual.
Se hizo frente a la situación por partes. Un tratado mediante el cual Roma renunciaba a lo que aún no poseía (comercio y expansión marítima) a cambio de lo que necesitaba —manos libres para actuar en el Lacio—, sosegó a Cartago. Una serie de legendarios actos de heroísmo (desde Horacio Cocles hasta Mucio Scévola) mantuvo a raya a los etruscos aliados de Tarquinio. Quizá Roma, obligada a sustituir la propaganda heroica por los partes de guerra, sufrió una derrota pero logró impedir la restauración monárquica.
En cuanto a los latinos, aliados rebeldes, el duro revés que se les infligió en las inmediaciones del lago Regilo, situado pocos kilómetros al este de Roma, permitió que la diplomacia romana estipulara con ellos un tratado que decretaba la pérdida de la supremacía absoluta de Roma, pero les reconocía el mando supremo de la Liga Latina en caso de guerra. Era el año 493 a.C. Después de otros tres lustros de luchas y sacrificios, se restableció la situación en el exterior, pero la del interior se hallaba al borde de la disgregación. Los romanos consideraban que el que más tenía más debía dar al Estado, pero más debía, también, recibir a cambio —controversia que se mantiene dos mil quinientos años después en muchos Estados modernos—. Al crearse la República, este concepto había favorecido extraordinariamente a los más ricos y poderosos. En la asamblea más importante, la convocada por censo, las primeras dos clases —patricios y terratenientes— tenían más votos que todas las demás juntas y votaban primero: es fácil comprender cuánto valía el sufragio de los demás. Los cargos públicos solo podían ser desempeñados por los patricios; por tanto, solo ellos integraban los tribunales, interpretando una ley que nadie había consignado jamás por escrito.
En suma, la República, nominalmente democrática, era de hecho una oligarquía. Y precisamente en el año 494 a.C., mientras la crisis militar parecía resolverse, la plebe —los más desfavorecidos— decidió que la situación era insostenible y se separó del Estado, retirándose al Aventino. Manenio Agripa, encargado de los intentos de reconciliación, trató de convencer a los plebeyos para que abandonasen su exilio voluntario. Pero más que las palabras triunfaron las concesiones concretas: se crearon asambleas especiales de la plebe y se les confirió la facultad de elegir caudillos populares —tribunos de la plebe—, encargados de defender sus derechos y dotados, para cumplir esta función, de inviolabilidad física frente a todo poder estatal y del derecho al veto respecto de la actividad de cualquier magistratura.
No era todo lo que exigían los plebeyos, pero fue mucho y facilitó los instrumentos para conquistas sociales posteriores: la promulgación de una legislación escrita (en –450), el acceso de los plebeyos a cargos cada vez más altos —hasta el supremo, el consulado—, la admisión en los colegios sacerdotales, y, finalmente, la validez, a título de leyes del Estado, de las deliberaciones de las asambleas de la plebe (los plebiscitos): decisiva victoria que se logró en –287 y que apaciguó las luchas sociales en el interior de la Urbe. Surgía de esta manera, por primera vez, el peculiar carácter de la estructura política romana: cada grupo defendía tenazmente sus concesiones y privilegios, sin falsos pudores, pero estaba dispuesto a ceder, llegando a un compromiso, cuando esta defensa amenazaba o mellaba la supervivencia del Estado.
Momentáneamente, aunque al precio de dolorosas renuncias en el exterior y de ásperos choque en el interior, la República había superado la crisis provocada por el cambio de régimen. Buena parte de la hegemonía se perdió y los que antes estaban sometidos trataban ahora con los romanos en pie de igualdad. Sin embargo, se contaba con todas las bases para la reconstrucción: obra a la que se dedicaron en los siglos siguientes.
No fue una empresa fácil ni planificada previamente. Aunque entre desastres, derrotas y victorias militares, al iniciarse el decisivo siglo III a.C., toda Italia, desde el Arno hasta Reggio Calabria, se hallaba unificada bajo el poder de Roma. Los momentos más difíciles fueron tres: una guerra que se prolongó por espacio de sesenta años con los ecuos y los vosgos, que eran fieros pueblos montañeses; una devastadora invasión de los galos transalpinos que cayeron sobre las llanuras del Po, las ocuparon en gran parte, después atravesaron los Apeninos, batieron inicialmente a los romanos en las inmediaciones de Chiusi, las aplastaron tres años más tarde sobre el Allia y se plantaron súbitamente a las puertas de una Roma desguarnecida y expuesta al saqueo (387 a.C.), del que se salvó únicamente el Capitolio, acrópolis defendida heroicamente por un puñado de desesperados; finalmente, una rebelión de los aliados latinos, que sería la última de la historia, por cuanto, después de la victoria romana, la Liga Latina fue disuelta, mandando que los espolones de las naves latinas adornaran la tribuna de los oradores en Roma y que toda ciudad latina estuviese ligada a la Urbe por un tratado especial, distinto del de sus vecinos, con los cuales no hubo ya, por consiguiente, interés en coaligarse. Fueron los comienzos de la política de «divide et impera», divide para mandar, que duraría siglos y que habría de convertirse en uno de los rasgos distintivos de la política exterior romana. En cuanto a las victorias militares fueron cada vez más frecuentes.
Transcurrieron diez años de encarnizadas luchas para borrar del mapa a la ciudad de Veyes, cuya existencia constituía un obstáculo en la desembocadura del Tíber en el mar, años que dejaron a Roma tan debilitada que debió ceder ante la invasión gala, pero en suma se trataba de una conquista fundamental y dejaba a Roma el camino libre hacia el norte de la Península. Más tarde tuvieron lugar tres guerras muy sangrientas para doblegar a los samnitas, pueblo que bloqueaba la expansión de Roma hacia el sur y el este; estas guerras exasperaron a los aliados impulsándolos a una rebelión general contra la ciudad hegemónica.
Una vez derrotados los samnitas, Roma se adueñó de la Italia meridional y amenazó directamente a las ciudades de la Magna Grecia. En la lucha, incluso, se saldaron viejas cuentas pendientes con los antiguos dominadores etruscos, reducidos a la dominación romana, lo mismo que los samnitas: entonces tuvieron libre el camino hacia el norte. Se fundaron los puestos avanzados necesarios para emprender nuevas conquistas: las colonias romanas en el territorio arrebatado a los galos. Se tomó una rápida venganza por el saqueo de Roma.
Quedaban las ciudades griegas de la costa meridional. Tarento, la más importante y floreciente, fue vencida al cabo de diez años de guerra, que fueron tantos solo porque acudió en su defensa un aliado extranjero —por primera vez en la política italiana—, Pirro, rey de Epiro, con tropas adiestradas a la manera macedónica y poseedor de una arma que jamás habían visto los romanos: los elefantes. La aparición de estos animales dejó pasmados a los legionarios y causó a los romanos dos descalabros que, en términos de deterioro del adversario, fueron otras tantas victorias. Como ambos bandos estaban extenuados, no fue difícil que llegaran a un acuerdo para finalizar la guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de los médicos de Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a los cónsules envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al desertor de vuelta ante su rey, afirmando que aborrecían la idea de conseguir una victoria mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a Cineas a Roma con todos los prisioneros romanos, entregándolos sin rescate. Parece ser que Roma otorgó entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que el rey no aceptó abandonar Italia.
A la postre, los resultados obtenidos estaban a la altura de las fatigas que habían costado: prosiguiendo la guerra, a pesar de los reveses militares iniciales, Roma salió airosa. Demostró así otras de sus grandes cualidades: la voluntad, la capacidad de perseverar, a cualquier precio. En el año 272 a.C. la península Itálica tenía una única dueña, estaba unida y formando una comunidad cohesionada y sometida a la guía marcada por Roma. Había irrumpido una nueva potencia militar en el Mediterráneo.

Legionario de la República (siglo I a.C.)




1 comentario:

  1. El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante actividad de representación.

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