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lunes, 27 de noviembre de 2017

La guerra de Sucesión Española (1700-1714) y el Tratado de Viena

La guerra de Sucesión Española fue un conflicto internacional que se inició en 1700 y terminó con la firma del Tratado de Utrecht en 1713, y que tuvo como causa fundamental la muerte sin descendencia del rey Carlos II de España, último representante de la casa de Habsburgo, y que dejó como principal consecuencia la instauración de la casa de Borbón en el trono de España. En el interior de España, la guerra de Sucesión evolucionó hasta convertirse en una guerra civil entre borbónicos, cuyo principal apoyo lo encontraron en la Corona de Castilla, y partidarios de la Casa de Austria, mayoritarios en los antiguos reinos de la Corona de Aragón, cuyos últimos rescoldos no se extinguieron hasta 1714 con la caída de Barcelona, y 1715 con la capitulación de Mallorca ante las fuerzas del nuevo rey de España, Felipe V. Para la Católica monarquía española, las principales secuelas de la guerra fueron la pérdida de sus posesiones europeas y la desaparición de la Corona de Aragón, lo que puso fin al modelo de «monarquía compuesta» de los reyes españoles de la casa de Habsburgo, cuyo último monarca, Carlos II el Hechizado, debido a su esterilidad y enfermedad, no pudo engendrar descendencia. Durante los años previos a su muerte —que acaeció en noviembre de 1700— la cuestión sucesoria se convirtió en asunto político internacional, e hizo evidente que el trono de España, con todos sus territorios continentales y de ultramar, constituía un botín tentador para las demás potencias europeas.
Tanto el rey Luis XIV de Francia, de la casa de Borbón, como el emperador Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, de la casa de Habsburgo, alegaban derechos a la sucesión a la Corona española, debido a que ambos estaban casados con infantas españolas hijas de Felipe IV y, además, las madres de ambos eran hijas de Felipe III. El gran delfín de Francia, hijo primogénito y único superviviente de Luis XIV, a través de su madre, María Teresa de Austria, hermana mayor de Carlos II, parecía ser el descendiente de Su Católica Majestad, el rey de España, con más derechos a la Corona, ya que tanto la madre como la esposa de Luis XIV, Ana de Austria y María Teresa de Austria, respectivamente, eran mayores que sus respectivas hermanas, María de Austria y Margarita de Austria, madre y esposa del emperador Leopoldo. Sin embargo, en su contra jugaba el hecho de que tanto Ana de Austria, madre de Luis XIV, como María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV y madre del gran delfín, habían renunciado a sus derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y por sus descendientes. Además, como heredero también al trono de Francia, la unión de ambas coronas hubiese significado, en la práctica, la unión de España —y su vasto imperio de ultramar— y Francia bajo una misma dirección, en un momento en el que Francia era lo suficientemente fuerte como para poder imponerse como potencia hegemónica en Europa. No así en América.
Los hijos del emperador Leopoldo I, primo hermano de Carlos II, tenían un parentesco menor que el gran delfín ya que su madre no era española sino la alemana Leonor de Neoburgo, así que, en términos legales, la cuestión sucesoria era compleja, ya que ambas familias —Borbón y Austria— podían reclamar sus derechos a la Corona española. Por otro lado, Inglaterra y los Países Bajos, veían con preocupación la posibilidad de la unión de las Coronas francesa y española a causa del peligro que para sus intereses supondría la emergencia de una superpotencia «católica» de tal magnitud. También ofrecían problemas los hijos de Leopoldo I, puesto que la elección de alguno de los dos como heredero supondría la resurrección de un Imperio semejante al de Carlos V de Alemania en el siglo XVI, deshecho por la división de su herencia entre su hijo Felipe II de España, y su hermano Fernando I de Habsburgo. Un temor compartido por Luis XIV que no quería que volviese a repetirse la situación de los tiempos de Carlos V, en la que el eje España–Alemania aisló fatalmente a Francia. Así que tanto Inglaterra como los Países Bajos apoyaron una tercera opción, que también era bien vista por la corte española, la del hijo del elector de Baviera, José Fernando de Baviera, bisnieto de Felipe IV y sobrino nieto del rey Carlos II. Aunque tanto Luis XIV como Leopoldo I estaban dispuestos a transferir sus pretensiones al trono a miembros más jóvenes de su familia —Luis al hijo más joven del delfín, Felipe de Anjou, y Leopoldo a su hijo menor, el archiduque Carlos—, la elección del candidato bávaro parecía la opción menos amenazante para las demás potencias europeas. Así que el rey Carlos II de España nombró a José Fernando de Baviera como su sucesor.
Para evitar la formación de un bloque hispano–alemán que ahogara a Francia, Luis XIV auspició el Primer Tratado de Partición, firmado en La Haya en 1698, a espaldas de España. Según este tratado, a José Fernando de Baviera se le adjudicaban los reinos peninsulares (exceptuando Guipúzcoa), Cerdeña, los Países Bajos Españoles y las colonias americanas, quedando el Milanesado para el archiduque Carlos y Nápoles, Sicilia, los presidios de Toscana y Guipúzcoa para el delfín de Francia, como compensación por su renuncia a la Corona española. El problema surgió cuando José Fernando de Baviera murió prematuramente en 1699, lo que llevó al Segundo Tratado de Partición, también a espaldas de España. Bajo tal acuerdo el archiduque Carlos era reconocido como heredero, pero dejando todos los territorios italianos de España, además de Guipúzcoa, a Francia. Si bien Francia, los Países Bajos e Inglaterra estaban satisfechos con el acuerdo, Austria no lo estaba y reclamaba la totalidad de la herencia española. Tampoco fue aceptado por la corte española, encabezada por el cardenal Portocarrero, porque además de imponer un heredero suponía la desmembración de los territorios de la Monarquía.
 El Tratado de Viena (1725)
La conquista española de Cerdeña en 1717 y la del reino de Sicilia en 1718 provocaron la guerra de la Cuádruple Alianza en la que Felipe V salió derrotado por lo que tras la firma del Tratado de La Haya en febrero de 1720, tuvo que retirarse de las dos islas. Para concretar los acuerdos de La Haya se reunió el Congreso de Cambray (1721–1724) que supuso un nuevo fracaso para Felipe V, porque no alcanzó su gran objetivo dinástico —que los ducados de Parma y de Toscana pasaran a su tercer hijo varón, Carlos— y tampoco que Gibraltar volviera a soberanía española. Johan Willem Ripperdá, barón y duque de Ripperdá, fue un noble holandés que llegó a Madrid en 1715 como embajador extraordinario de las Provincias Unidas y que tras abjurar del protestantismo se había puesto al servicio del monarca ganándose su confianza, convenció al rey y a la reina para que lo enviaran a Viena, comprometiéndose a alcanzar un acuerdo con el emperador Carlos VI que pusiera fin a la rivalidad entre ambos soberanos por la Corona de España, y que permitiera que el infante don Carlos pudiera llegar a ser el nuevo duque de Parma, de Piacenza y de Toscana. El 30 de abril de 1725 se firmó el Tratado de Viena que acabó definitivamente con la guerra de Sucesión Española al renunciar el emperador Carlos VI a sus derechos a la Corona de España, y reconocer como rey de España y de las Indias Occidentales a Felipe V, y a cambio éste reconocía al emperador la soberanía sobre las posesiones de Italia y de los Países Bajos que habían correspondido a la Corona española, y volvía a reiterar su renuncia al trono de Francia. En uno de los documentos Felipe V otorgaba la amnistía a los partidarios de la Casa de Austria, y se comprometía a devolverles sus bienes que habían sido confiscados durante la guerra y en la inmediata posguerra. Asimismo se les reconocían los títulos que les hubiera otorgado Carlos III el archiduque. Además Felipe V concedía a la Compañía de Ostende importantes ventajas comerciales para que pudiera comerciar con las Indias españolas. A cambio Viena ofrecía su apoyo a Felipe V para presionar al rey de Inglaterra para que recuperara Gibraltar y Menorca. En cuanto a los derechos sobre los ducados de Parma, Piacenza y Toscana, Ripperdá consiguió que Carlos VI aceptara que pasasen al infante don Carlos, al extinguirse la rama masculina de los Farnesio, aunque nunca podrían integrarse a la Corona de España. Por último, Ripperdá, siguiendo las instrucciones de Felipe V, no permitió que se planteara de nuevo el «caso de los catalanes», por lo que se mantuvo las disposiciones de Nueva Planta que, mediante decreto del 9 de octubre de 1715, había suprimido algunas de las leyes e instituciones propias del principado de Cataluña.
Cuando las monarquías de Inglaterra y de Francia tuvieron conocimiento del Tratado de Viena firmaron el 3 de septiembre de 1725, con el reino de Prusia, el Tratado de Hannover para «mantener a los Estados firmantes en los países y ciudades dentro y fuera de Europa que actualmente poseyeran». Esta postura beligerante de las potencias garantes del statu quo de Utrecht hizo que el emperador diera marcha atrás y no consintiera el matrimonio de sus dos hijas con los infantes españoles Carlos y Felipe —doble enlace matrimonial con los que se iba a sellar la nueva alianza—, y que anunciara que tampoco apoyaría a Felipe V si este intentaba recuperar Gibraltar o Menorca. En contrapartida las concesiones comerciales prometidas a la Compañía de Ostende nunca se materializaron y acabó disolviéndose en 1731 por la presión británica. En cambio Felipe V respondió con el segundo sitio a Gibraltar en 1727 que no tuvo éxito debido a la superioridad de la flota británica que defendía el Peñón, que impidió que la infantería pudiera lanzarse al asalto después de que la artillería hubiera bombardeado las fortificaciones británicas. Finalmente la guerra anglo–española de 1727–1729 se selló con la firma del Tratado de Sevilla del 9 de noviembre de 1729 en el que Felipe V, a cambio de reconocer definitivamente el nuevo orden internacional surgido de la Paz de Utrecht, obtuvo lo que venían anhelando él y su esposa Isabel de Farnesio desde 1715, que el hijo primogénito de ambos, el infante don Carlos ocupara el trono del ducado de Parma y del ducado de Toscana.
Conclusiones
A la pregunta ¿quién ganó la guerra de Sucesión Española? la respuesta suele ser unánime: Gran Bretaña —que consiguió el dominio del Atlántico y del Mediterráneo, con las bases de Gibraltar y de Menorca, y que puso los cimientos del Imperio Británico, con las concesiones territoriales y comerciales que consiguió en América—. Pero también salieron beneficiados, aunque en menor proporción, los otros dos firmantes de la Gran Alianza de 1701: las Provincias Unidas y el Imperio Austriaco. Este último se quedó con las posesiones de la Corona española en Italia y en los Países Bajos, aunque Carlos VI no consiguió ser rey de España. La monarquía de Francia, por su parte, alcanzó el objetivo de situar en el trono español a un Borbón, aunque no solo no obtuvo ningún rédito de ello sino que pagó un alto precio, pues Francia salió de la guerra con una grave crisis financiera que arrastraría a lo largo de todo el siglo XVIII. En cuanto a la monarquía española el desenlace de la guerra supuso la entronización de la nueva dinastía borbónica, a costa de la pérdida de sus posesiones en Italia y los Países Bajos, más Gibraltar y Menorca, y de la pérdida del control del comercio con ultramar, a causa de la concesión a los británicos del asiento de negros y del navío de permiso. Con todo ello se inició la lenta decadencia española, aunque España siguió siendo una potencia de primer orden a lo largo del siglo XVIII, y jugó un destacado papel en la política europea e intercontinental. No obstante, puede decirse que Felipe V fracasó en la misión por la que fue elegido como sucesor de Carlos II: conservar íntegros los territorios de la monarquía española. A nivel interno Felipe V puso fin a la Corona de Aragón por la vía militar y abolió las instituciones y leyes propias que regían los estados que la componían, instaurando en su lugar un Estado absolutista y centralizado, inspirado en la monarquía absoluta francesa y en algunas instituciones de la Corona de Castilla. Así pues, se puede afirmar que los grandes derrotados de la guerra fueron los partidarios de la Casa de Austria, defensores no solo de los derechos de la dinastía de los Habsburgo, sino del mantenimiento del carácter «confederal» de la monarquía española desde su creación en el siglo XV por los Reyes Católicos.

Proclamación de Felipe V en Versalles como Rey de España

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