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martes, 10 de abril de 2018

El auge del cristianismo en Occidente


Hasta el siglo III el cristianismo fue tolerado o perseguido por los sucesivos emperadores romanos según las circunstancias políticas del momento. Con Constantino la Iglesia obtuvo el reconocimiento oficial mediante la promulgación del Edicto de Milán (313). A partir de entonces, la evolución de la Iglesia para detentar el poder temporal, fue relativamente rápida. En apenas dos generaciones, los cristianos habían logrado arrinconar a las demás religiones del Imperio y, finalmente, en el año 380, el cristianismo fue reconocido como única religión lícita del Estado. Otra cosa fue la lucha para lograr la ortodoxia y que todas las confesiones cristianas se unificasen bajo el credo niceno. Las herejías y las rivalidades entre Constantinopla y la Iglesia de Roma, debilitaron considerablemente al moribundo Imperio de Occidente. Tras su desaparición en 476, los papas asumieron progresivamente los poderes ejercidos hasta entonces por los emperadores. El papel del Papado respecto a los invasores germánicos acrecentó notablemente su influencia, mientras que las donaciones que los nuevos conversos hacían a la Iglesia —forzados o de buen grado— aseguraron su riqueza. En el siglo VIII se designó como «Patrimonio de San Pedro» todos los territorios así obtenidos; ya estuvieran próximos a Roma o en cualquier lugar de la península Itálica, Sicilia o Cerdeña.
La escena en que el papa León I se adelanta desarmado al encuentro de Atila, rey de los hunos, que se dispone a asaltar Roma, es tan legendaria como aquella que protagonizó el emperador Constantino, cuando antes de enfrentarse a Majencio, en el Puente Milvio, queda deslumbrado por la aparición de la Cruz. Así como en el plano político fue determinante la promulgación del Edicto de Milán y la conversión de Constantino al cristianismo en su lecho de muerte, también en el plano político fue determinante la embajada del papa León I ante Atila, tras la cual salió investido de un poder temporal que se añadía al espiritual. El anciano pontífice salió de Roma para tratar con el temible caudillo de los hunos, mientras el timorato emperador Valentiniano III se mostraba impotente y falto de iniciativa, albergando la esperanza de no verse obligado a una defensa a ultranza de la ciudad. El papa León I contuvo a Atila y lo convenció de que retornara a Panonia (Hungría), para salvar la vida de los indefensos romanos, y salvar al propio tiempo lo que aún quedaba del Imperio de Occidente. Fue la primera vez que un papa unía la misión de vicario de Cristo a la de representante del Imperio Romano.
Tres años más tarde (455), el papa León I salió de Roma por segunda vez y trató con Genserico, rey de los vándalos. Nuevamente los romanos se salvaron gracias a la proverbial intervención del papa, pero la ciudad fue concienzudamente saqueada. En los decenios siguientes, la Iglesia se ganó por méritos propios el derecho a participar en política ejerciendo como mediadora entre los pueblos invasores y los ciudadanos romanos que quedaron aislados y desamparados en las antiguas provincias que fueron ocupando los germanos; especialmente en Italia, y en menor medida en la Galia y España.
La universalidad de la Iglesia, ya reconocida en el plano espiritual, se encaminaba a concretarse también en el plano terrenal. Los futuros imperios, por grandes que pudieran ser, siempre serían espiritualmente menos universales que la Iglesia, y por consiguiente, siempre tendrán menos poder, ya que estarían supeditados, en el plano espiritual, a ella. No obstante, la Iglesia se integró rápidamente al sistema feudal. En Alemania, arzobispos y obispos estaban en manos del emperador, y lo mismo ocurría en Inglaterra. En Francia era el rey quien de hecho decidía los nombramientos para los obispados considerados como reales, y del mismo modo procedían los príncipes territoriales. Las relaciones de familia, las consideraciones políticas y con frecuencia la simonía —algunos de los interesados no dudaban en pagar su elección— contaban en las elecciones a los obispados y las abadías. En algunas regiones, los obispos se sucedían de padres a hijos; en otros lugares, de tíos a sobrinos. Obispos y abades pertenecían muy a menudo al medio social de los próceres; capítulos catedralicios, colegiatas fundadas por los señores en las inmediaciones de sus castillos y prioratos establecidos en sus tierras estaban poblados por miembros de las familias señoriales medianas y pequeñas. En materias temporales, la actitud de la gente de la Iglesia era un calco de la de sus parientes nobles.
Así pues, del siglo X al XII se produjo una feudalización completa de la sociedad. Se trataba de un sistema organizado para procurar los medios de vida a una minoría de hombres encargados de combatir. Ya a finales del siglo X, Abbon de Fleury proclamaba que el orden de los laicos comportaba dos clases: una de ellas era la formada por los agricultores, que alimentaban a la comunidad con su duro trabajo en el campo, y la otra, la de los combatientes, que arriesgaban su vida y se encargaban de rechazar a los enemigos de la Iglesia. Hacia 1025, esta ideología cobró rasgos más precisos: la división de la sociedad en tres órdenes era concebida como reflejo de la ley divina.


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