Los auténticos piratas y corsarios que asolaron el antiguo Caribe español, no tenían nada que ver con el simpático Jack Sparrow de las películas. Eran negreros, ladrones y asesinos que vivían del crimen y la rapiña. Gran Bretaña fue la primera potencia moderna que se planteó la expansión de su Imperio colonial sin necesidad de ocupar militarmente y administrar grandes territorios como habían hecho, por ejemplo, los españoles en América. Mantener el sistema clásico resultaba una empresa onerosa que requería de grandes dispendios en hombres y recursos por parte de la metrópoli, que, por otra parte, al cabo de cierto tiempo no tenía más remedio que reclutar extranjeros, o mestizos, para ocupar los puestos de cierta responsabilidad y, a largo plazo, terminaba por agotarse y perder sus dominios a manos de los mismos indígenas criollos a los que se había promocionado para administrar esos territorios de ultramar.
Inteligentemente, y a la vista de la amarga experiencia de los españoles, los británicos prefirieron hacerse con el control de pequeños puntos estratégicos a lo largo y ancho del planeta, salvo en casos excepcionales como la India, o Irlanda, a fin de establecer y consolidar una vasta red comercial y de influencia global, muy bien interrelacionada y comunicada gracias a su flota mercante y a una poderosa escuadra. Para conseguir una exitosa expansión colonial, además de la Compañía Británica de las Indias Orientales, los ingleses utilizaron otras sociedades anónimas para hacerse, por ejemplo, con las acciones de la Compañía del Canal de Suez a través de la casa Rothschild y cediéndolas después de manera formal a la Corona británica. La misma estrategia se empleó en la compañía petrolera angloholandesa Royal-Dutch Shell para convertir a la soberana británica en accionista de la misma. Privilegio que del que también disfruta la reina de Holanda. Uno de los objetivos declarados de la legendaria Compañía Británica de las Indias Orientales era “llevar la civilización británica a todos los confines del mundo, y hacer del mundo Gran Bretaña”. Tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, el poderío militar británico quedó en entredicho, pero la astuta élite política y empresarial de ese país supo cómo adaptarse a los nuevos tiempos y buscó la forma de que “prevaleciesen los intereses británicos en el mundo a través de los Estados Unidos” y así quedó constituido en 1919 el RIIA ó Royal Institute of International Affairs (Real Instituto de Asuntos Internacionales). Su fundación oficial recayó en un tal Mandel House, consejero y alter ego del presidente norteamericano Woodrow Wilson, en una reunión que mantuvo en el hotel Majestic de París con un grupo de importantes empresarios y prohombres procedentes de ambos lados del Atlántico. Todos ellos fervientes defensores de los valores culturales anglosajones. En la época de entreguerras el objetivo de la institución se emboscó detrás de una pátina pro mundialista que promocionaba, entre otras cosas, los “altruistas” deseos de unificación y homogenización de todas las culturas del planeta. Lo que no se decía abiertamente era que dicha homogenización debía consumarse al dictado de los patrones anglosajones, tradicionalmente mercantilistas. El director del RIIA en los años ochenta del siglo pasado, coincidiendo en el tiempo con Ronald Reagan en Estados Unidos, y con Margaret Thatcher en Reino Unido, fue Andrew Schonfield, también miembro destacado de la Comisión Trilateral y del ahora célebre Club Bilderberg. Otro de los miembros relevantes del RIIA, Edward Heath, medró y prosperó hasta convertirse en primer ministro del Reino Unido, momento en que nombró a Nathaniel Victor Rothschild como jefe de un “grupo de expertos encargados de ‘asesorar’ al Gobierno británico”. Cuando abandonó la política, Heath fue, a su vez, contratado oportunamente por la banca internacional Hill Samuel. El equivalente del RIIA en Estados Unidos es el CFR o Council on Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores), que echó a andar en 1921, gracias también, a los buenos oficios de Mandel House y del banquero Otto H. Kahn, otro de los artífices del ‘crack’ bursátil de 1929 y de la terrible depresión económica que sufrió Alemania en la época de la República de Weimar. Lo que desembocó en el advenimiento de Adolf Hitler y el triunfo del Nacional Socialismo en 1933.
En sus primeros estatutos, el CFR declaraba formalmente que “su objetivo primordial era promover un diálogo internacional permanente sobre diversas cuestiones de interés geoestratégico para Estados Unidos”. Su táctica era, y siegue siéndolo, la de reunir en calidad de “consultores” a especialistas en economía, finanzas, industria, ciencias y política internacional, para que actúen como cajas de resonancia que difundan a nivel internacional determinadas consignas en beneficio de los particulares intereses de Estados Unidos y de su gran socio y aliado: Reino Unido. Además de las aportaciones de sus selectos miembros, el CFR se financia con las generosas donaciones de las corporaciones industriales y financieras más poderosas de los Estados Unidos, incluyendo por supuesto a grupos bancarios como los Morgan, Rockefeller y Warburg, y fundaciones filantrópicas como la Ford y el célebre Instituto Carnegie.
El CFR ha sido el gran impulsor de organismos como las Naciones Unidas (ONU) y la OTAN. Pero también de la puesta en marcha del Banco Mundial y del FMI (Fondo Monetario Internacional), pasando, incluso, por su decidido mecenazgo y apoyo a la construcción de la Unión Europea sobre los cimientos del primigenio Mercado Común. El CFR fue también uno de los grandes impulsores de la campaña de acoso y derribo llevada a cabo contra la Unión Soviética desde diversos frentes, y que culminó con su desintegración en 1991. Una campaña de “acoso y derribo” no muy distinta de la llevada actualmente contra Irlanda y España en el seno de la UE, y que ha contado con el beneplácito de un ramplón BCE (Banco Central Europeo) que ha asistido impertérrito al desarrollo de los acontecimientos sin pronunciarse. Ejerciendo de convidado de piedra. La penúltima gran estrategia del CFR fue pergeñada a principios de los años noventa, coincidiendo con la desintegración de la Unión Soviética, el gran antagonista socialista, y consiste en generar una auténtica “ola de democracia” en todo el planeta. Pero especialmente en los países musulmanes. Como parte de este burdo plan, que pretende imponer unos patrones totalmente ajenos a los principios culturales de esos países, se fomenta al mismo tiempo la imposición en Europa de unos patrones islámicos ajenos a la cultura occidental, como son los islámicos, y todo ello en aras de favorecer unos intereses concretos muy particulares, los de británicos y norteamericanos, a costa de los de medio mundo. La islamización de Europa es la moneda de cambio empleada por Estados Unidos y Reino Unido para compensar y contentar, al menos temporalmente, a las petromonarquías del Golfo por su política en Oriente Medio, y especialmente por su decidido apoyo a Israel en el conflicto que mantiene con los palestinos. La supuesta “democratización” de países como Iraq, o previsiblemente Irán, es un eufemismo para maquillar una intervención armada y la instauración de gobiernos títeres manejados por Estados Unidos y sus socios, en unos países que cuentan con abundantes recursos naturales, y que los especuladores de Londres y Wall Street todavía no controlan. La estrategia que está en marcha en estos momentos es la de “privatización y concentración” basada en lograr que los Estados soberanos se desprendan de sus grandes empresas públicas “al objeto de resultar menos onerosas para los contribuyentes y reducir el déficit”.
Las multinacionales (especialmente las anglosajonas) compran después esas empresas y concentran diversos sectores públicos en unas cuantas empresas privadas, creando auténticos oligopolios que imponen sus abusivas leyes en el mercado. A medio plazo, el resultado es que el ciudadano se enfrenta a mayores desembolsos por unos servicios cada vez más deficientes, porque, como es lógico, las multinacionales privadas no buscan el interés común, sino el beneficio de sus avarientos accionistas. Provocar estas privatizaciones forzosas, y el desmantelamiento del Estado, es el auténtico propósito de los especuladores que entre bastidores han orquestado la absurda crisis financiera que amenaza con llevar a España, y a media Europa, a la ruina.
Jack Sparrow y sus piratas ya no tienen necesidad de atacar de noche a las indefensas poblaciones costeras. Pueden hacerlo a plena luz del día, sutilmente, empleando subterfugios como los de un “libre mercado” que en realidad nos lleva de nuevo a la esclavitud, y que no hace otra cosa que implantar un inmenso oligopolio mundial mangoneado por los “tenderos” de siempre a ambos lados del Atlántico.
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