...en latín Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici, también llamada la Orden del Templo (Ordre
du Temple en francés) y cuyos miembros son más comúnmente
conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes
militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante poco menos de
dos siglos. Fue fundada en 1118 por nueve caballeros franceses liderados por
Hugo de Payen tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las
vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista por los cristianos.
La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén, Garamond de
Picquigny, quien les impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo
Sepulcro. Aprobada oficialmente por la Iglesia
católica en 1129, durante el Concilio de Troyes —celebrado en la catedral de la
misma ciudad—, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los
caballeros templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz
paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las
unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no
combatientes de la Orden gestionaron una compleja estructura económica dentro
del mundo cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que
constituyen una forma primitiva de la banca moderna. La orden, además, edificó
una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. El
éxito de los templarios se encuentra estrechamente vinculado al de las Cruzadas,
sobre todo al de la Primera. Por esa misma razón, la pérdida de Jerusalén en
1187 derivó en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores
generados en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios
crearon una gran desconfianza. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con
la Orden y atemorizado por su creciente poder, comenzó a presionar al papa
Clemente V con el objeto de que tomara medidas contra sus integrantes. En 1307,
un gran número de templarios fueron apresados, inducidos a confesar bajo
tortura y posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a
las presiones de Felipe IV y disolvió la Orden. Su abrupta erradicación dio
lugar a especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los
caballeros templarios hasta nuestros días.
Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las «treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas. El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el que Urbano II convocó la Primera Cruzada. Dicha expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey. Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón, algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre. Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo, hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste: «Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios». Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes. Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté. Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.
La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate. En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios años después de su disolución en Europa la continental (1310). Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al rey de emprender una nueva cruzada.
Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las «treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas. El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el que Urbano II convocó la Primera Cruzada. Dicha expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey. Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón, algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre. Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo, hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste: «Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios». Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes. Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté. Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.
La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate. En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios años después de su disolución en Europa la continental (1310). Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al rey de emprender una nueva cruzada.
Los templarios en la Corona de Aragón
La Orden comienza su implantación en la zona oriental de la península Ibérica en la década de 1130. En 1131, el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, pide su entrada en la Orden, y en 1134, el testamento de Alfonso I de Aragón les cede su Reino a los templarios, junto a otras órdenes, como los hospitalarios o la del Santo Sepulcro. Este testamento sería revocado, y los nobles aragoneses, disconformes, entregaron la Corona a Ramiro II, aunque hicieron numerosas concesiones, tanto de tierras como de derechos comerciales a las órdenes para que renunciaran. Este rey buscaba la unión de los Condados Catalanes al Reino de Aragón, de lo que nacería la Corona de Aragón. Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe de Aragón, pronto llegaría a un acuerdo con los templarios para que colaboraran en la Reconquista, la Concordia de Gerona, en 1143, por la que recibieron los castillos de Monzón, Mongay, Chalamera, Barberá, Remolins y Corbins, junto con la Orden militar de Belchite, favoreciéndoles con donaciones de tierras, así como con derechos sobre las conquistas —un quinto de las tierras conquistadas, el diezmo eclesiástico y parte de las parias cobradas a los moros de los reinos de Taifas—. También, según estas condiciones, cualquier paz o tregua tendría que ser sancionada por los templarios, y no solo por el rey. Como en toda Europa, numerosas donaciones de padres que no podían dar un título nobiliario más que al hijo mayor, y buscaban cargos eclesiásticos, militares, cortesanos o en órdenes religiosas, enriquecieron a la Orden. En 1148, por su colaboración en las conquistas del sur del Patrimonio del Casal de Aragón, los templarios recibieron tierras en Tortosa —de la que tras comprar las partes del príncipe de Aragón y conde de Barcelona y los genoveses, quedaron como señores— y de Lérida, donde se quedaron en Gardeny y Corbins. Tras una resistencia que se prolongaría hasta 1153, cayeron las últimas plazas de la región, recibiendo los templarios el castillo de Miravet, en un importante enclave en el Ebro. Tras la derrota en la batalla de de Muret en 1213, en el transcurso de la llamada Cruzada Albigense, y que supuso la pérdida de los dominios transpirenaicos aragoneses, los templarios se convirtieron en custodios del heredero a la Corona en el castillo de Monzón, dado que el rey Pedro II el Católico murió en combate. El heredero de la Corona aragonesa, Jaime I el Conquistador, contaría con apoyo de los templarios en sus campañas en Mallorca —donde recibirían un tercio de la ciudad, así como otras concesiones en ella—, y en Valencia, donde de nuevo recibieron los monjes con espuelas un tercio de la ciudad. Los templarios se mantuvieron fieles al rey Pedro III de Aragón, permaneciendo a su lado durante la excomunión que sufrió a raíz de su lucha contra los angevinos en Italia. Finalmente los templarios se asentarán en Aragón gracias a la absorción de la Orden del Santo Redentor, de Teruel, en 1196, que a su vez se había beneficiado de la disolución de la Orden de Monte Gaudio en 1188, fundada en Alfambra.
La Orden en los reinos de Castilla y León
Los templarios ayudaron en la repoblación de zonas conquistadas por los cristianos, creando asentamientos en los que edificaban ermitas bajo la advocación de mártires, como es el caso de Hervás, población del señorío de Béjar. Ante la invasión almohade, a mediados del siglo XII, los templarios lucharon en el ejército cristiano, venciendo junto a los ejércitos de Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII de Navarra y Pedro II de Aragón en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa en 1212. En 1265, colaboraron en la conquista de Murcia, que se había levantado en armas, recibiendo en recompensa Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra en lo que hoy es la provincia de Badajoz, además del castillo de Murcia y Caravaca.
Los templarios en Portugal
Los templarios entran en Portugal en tiempos de la condesa Teresa de León, de la que reciben el castillo de Soure en 1127 a cambio de su colaboración en la Reconquista. En 1145 reciben el castillo de Longroiva por su ayuda a Alfonso Henriques en la toma de Santarém. En 1147 reciben el castillo de Cera, cerca de Tomar, que se convertiría en su sede regional. Los templarios serían una orden bien asentada en Portugal. Tras la bula papal ordenando la disolución de la Orden, los reyes portugueses cambiaron el nombre de la Orden en Portugal por el de Orden de Cristo, aunque con sustanciales diferencias respecto a la Orden del Templo original, sobre todo en cuanto a la regla primigenia, votos y forma de elección de los cargos.
Los templarios en Inglaterra, Escocia e Irlanda
En Inglaterra, país muy unido a Francia desde la invasión normanda de 1066, y dado que el rey inglés era a la sazón duque de Normandía y señor de numerosos feudos franceses, la Orden, de inequívoco origen francés, estuvo presente desde sus inicios. Si bien su presencia no alcanzó la extensión que poseía en Francia, no es menos cierto que fue de vital importancia territorial y política. De hecho, Ricardo Corazón de León fue un benefactor de la Orden y uno de sus potentados, hasta el punto de que su escolta personal la componían templarios y de que, a su muerte, fue enterrado con el hábito de la Orden.
Los templarios en Europa oriental
La Orden del Templo no estuvo presente en Polonia hasta el siglo XIII, cuando el príncipe silesio Henryk Brodaty les cedió propiedades en las tierras de Oławy (Oleśnica Mała) y Lietzen (Leśnica). Más tarde Władysław Odonic les donaría Myślibórz, Wielka Wieś, Chwarszczany y Wałcz. El príncipe polaco Premislao II de Polonia les entregaría Czaplinek. La Orden llegaría a tener en Polonia al menos doce komandorie (comendadores), que según algunos historiadores pudieron ser hasta cincuenta. A pesar de su lejanía de Tierra Santa y del Mediterráneo, que era el centro vital de la Orden, llegaría a haber entre ciento cincuenta y doscientos caballeros en Polonia, de procedencia mayoritariamente germánica, no eslava. El número de caballeros polacos es difícil de estimar. A la disolución de la Orden, la mayoría de ellos se pasaron a la Orden de los Caballeros Hospitalarios o a la de los Caballeros Teutónicos. La presencia de los templarios en Hungría, así como en la mayor parte de Europa oriental, se debió al afán colonizador de los monarcas de aquella región. Los caballeros del Temple nunca tuvieron grandes propiedades en suelo húngaro, pues allí las órdenes Teutónica y del Hospital fueron las más favorecidas. Sin embargo, contaron con un mínimo de dos casas en Hungría, una en Esztergom y otra en Egyházasfalu, además de un castillo en Léka. En Croacia (entonces parte del Reino húngaro) tuvieron varias fortalezas, como las de Vrana y de Kliss, y fue ésta la región donde ejercieron más influencia. Los registros sobre la extinción de la Orden bajo el reinado de Carlos I de Hungría son muy escasos, por lo que resulta difícil reconstruir lo que sucedió. Tras la disolución de la Orden, las propiedades de ésta pasaron a manos de los caballeros hospitalarios, quienes también heredaron el título de ispán de Dubica, ostentado hasta entonces por el maestre templario.
Caballero templario del siglo XII |
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