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viernes, 13 de octubre de 2017

La leyenda negra del Viernes 13

Tiene ésta su origen en una fecha que quedó marcada por el misterio y la traición: el viernes 13 de octubre de 1307. En la madrugada de este día, el rey francés Felipe IV inició una brutal persecución contra la Orden de los Caballeros Templarios que provocó el arresto masivo de sus miembros porque el rey de Francia ambicionaba acabar con la acaudalada orden militar porque se había convertido en el principal prestamista de la Corona. Felipe IV persuadió al papa Clemente V para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de profanar la cruz, de herejía, de practicar la sodomía y adorar a ídolos paganos y diabólicos. Sin embargo, se trataba de falsas acusaciones sin base alguna para ocultar las verdaderas causas de la persecución. El rey de Francia ambicionaba acabar con la poderosa orden religioso-militar para conjurar el peligro que suponía para la Corona su creciente poderío político y financiero. Aconsejado por su ministro Guillermo de Nogaret, el rey Felipe IV despachó correos a todos los lugares de su reino con órdenes estrictas de que nadie los abriera hasta la noche previa a la operación: el jueves, 12 de octubre de 1307. Los pliegos ordenaban la captura de todos los templarios y el embargo de sus bienes.
El 12 de octubre de 1307, a la salida de los funerales de la condesa de Valois, el gran maestre, Jacques de Molay y su séquito fueron arrestados y encarcelados. Durante la madrugada del viernes 13, la mayoría de los templarios franceses fueron apresados y sus bienes confiscados por mandato expreso del Santo Oficio. El proceso fue una farsa. Sin ir más lejos, los templarios habían de ser juzgados con respecto al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria de Francia. Asimismo, Guillermo de Nogaret —mano derecha del rey— estuvo bajo la excomunión formal de la Iglesia desde el principio hasta el fin de los procesos. Por medio de la tortura, el Santo Oficio obtuvo las declaraciones que deseaba, incluso la del Gran Maestre, pero estas confesiones fueron revocadas por la mayoría de los acusados posteriormente. En 1314, Jacques de Molay, Godofredo de Charnay, maestre en Normandía, Hugo de Peraud, visitador de Francia, y Godofredo de Goneville, maestre de Aquitania, fueron condenados a cadena perpetua, gracias a la intercesión del Papa y de importantes nobles europeos. No en vano, encima de un patíbulo alzado en Nôtre-Dame, donde se les comunicó la pena, los máximos representantes de la orden renegaron de sus confesiones: «¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar a la Orden del Templo por salvar nuestras miserables vidas!».
Aquel mismo día, se alzó una enorme pira en un islote del Sena, denominado Isla de los Judíos, donde los cuatro dirigentes fueron llevados, esta vez sí, a la hoguera. Según se cuenta entre el mito y la realidad, antes de ser consumido por las llamas, Jacques de Molay se dirigió a los hombres que habían perpetrado la caída de los templarios: «Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad». Fuera real la frase o un adorno literario añadido posteriormente por los cronistas, la verdad es que antes de un año fallecieron tanto el rey Felipe IV como el papa Clemente V.
Caballeros templario y teutónico


La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón

En latín Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici, también llamada la Orden del Temple (Ordre du Temple en francés) y cuyos miembros son más comúnmente conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante poco menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payen tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista por los cristianos. La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén, Garamond de Picquigny, quien les impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro.
Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, durante el Concilio de Troyes —celebrado en la catedral de la misma ciudad—, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes de la Orden gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que constituyen una forma primitiva de la banca moderna. La orden, además, edificó una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. El éxito de los templarios se encuentra estrechamente vinculado al de las Cruzadas, sobre todo al de la Primera. Por esa misma razón, la pérdida de Jerusalén en 1187 derivó en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores generados en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios crearon una gran desconfianza. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con la Orden y atemorizado por su creciente poder, comenzó a presionar al papa Clemente V con el objeto de que tomara medidas contra sus integrantes. En 1307, un gran número de templarios fueron apresados, inducidos a confesar bajo tortura y posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las presiones de Felipe IV y disolvió la Orden. Su abrupta erradicación dio lugar a especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días.
Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las «treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas.
El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el que Urbano II convocó la Primera Cruzada.
Como ya hemos visto en capítulos anteriores, dicha expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey.
Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón, algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre.
Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo, hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste:
«Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios».
Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes.
Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté. Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella.
Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos, divididos en secciones.
Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de Ridefort (1187).
Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.
La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate.
En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios años después de su disolución en Europa la continental (1310).
Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al rey de emprender una nueva cruzada.

Caballeros templarios del siglo XIII

viernes, 2 de junio de 2017

Alfonso I el Batallador y los templarios de Aragón

La presencia de los templarios en España es un caso particular; muy diferente de los de Francia e Inglaterra. En toda la Península se mantenía una lucha sin cuartel contra los sarracenos, de modo que lo importante era formar caballeros que pudieran combatir en las huestes del rey y de los señores feudales para expulsar a los musulmanes. En el año 1131, Ramón Berenguer III, conde Barcelona, ingresó en la Orden del Temple y al año siguiente moría el rey aragonés Alfonso I el Batallador. Esta circunstancia sumió al Reino en una grave crisis política porque en más de una ocasión el soberano había hecho testamento cediendo sus señoríos a tres órdenes monásticas: al Hospital de los Pobres de Jerusalén, a los Custodios del Santo Sepulcro y a la Milicia del Templo del Rey Salomón. Como era de esperar, el testamento no obtuvo la conformidad de los nobles de Aragón, pero la mejor solución que encontraron fue pedir la aprobación papal para que el obispo Ramiro, hermano del rey Batallador, pudiera tener al menos un descendiente que ocupara el trono.
La hija del obispo Ramiro, Petronila, fue finalmente casada con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, pero se hacía necesaria una presencia que pudiera mantener el equilibrio de fuerzas en la precaria situación del Reino. Por consejo de su padre, que había ingresado en el Temple, Ramón Berenguer IV reunió a los principales señores y obispos aragoneses con una delegación templaria para llegar a un acuerdo en lo referente al testamento del rey Batallador. Lo primero que se decidió fue crear una milicia que actuara contra los moros, dependiente de la Orden del Temple. Por los servicios de defensa del Reino de Aragón y la protección que éstos les brindarían frente a los sarracenos, les sería adjudicada una quinta parte de las tierras reconquistadas a los musulmanes, a lo cual se sumaría un diezmo de la parte real más la décima parte de todo lo que el rey aragonés poseyera. También percibirían el diezmo de los obispos otorgado por las bulas papales más una parte de los tributos que la taifa de Valencia pagaba al conde de Barcelona.
También se estableció que los caballeros templarios debían dar su visto bueno antes de que se firmara cualquier pacto o armisticio entre el rey y los moros de Andalucía. También, como compensación, recibirían el castillo y la villa de Monzón con las veintisiete poblaciones que abarcaban sus dominios, el castillo de Barberá en Tarragona, y los castillos de Gremolins y Granyena en Lérida. Los privilegios que la Orden obtuvo en España, como se puede apreciar, fueron enormes; de ahí que sea fácil comprender que su fama creciera rápidamente y que las familias suspiraran por tener a uno, o a varios de sus miembros, en sus filas.
La Orden prosperó en poco tiempo, y los templarios españoles rara vez fueron a guerrear a Tierra Santa, de hecho, no era necesario, pues «tenían al enemigo en casa». Algunos de sus castillos en la Península los obtuvieron como pago de créditos hechos a la nobleza en tanto que otros fueron tomados por la fuerza a los musulmanes. En casi todos los países en los que los caballeros templarios tuvieron encomiendas, se tejieron muchas leyendas en las que la Orden es la gran protagonista. En ocasiones, se trata de las hazañas heroicas de uno de los caballeros de la zona, en otras, de un relato vinculado a la custodia de alguna reliquia. Debido a su presencia en Tierra Santa, lugar donde vivieron Jesús y los apóstoles, se atribuyó a los templarios el haber traído a Occidente objetos que habían pasado por sus manos, o que habían estado en contacto con personajes bíblicos o del Nuevo Testamento. Aunque no es muy probable que los monjes hubieran conseguido estas reliquias, en muchos templos se guardaron objetos considerados sagrados y venerados como tales sin que la Iglesia se pronunciase en contra. Son tantos los templos que albergan un trozo de la cruz y los relicarios que contienen una astilla de la misma, que si la historia de estos minúsculos trozos fuera cierta, con todos ellos podría construirse una cabaña de madera de grandes dimensiones.
Uno de los países que cuenta con más leyendas locales es España. Tal vez debido a que, si bien no todos los templarios entregaron por las buenas sus castillos ante la orden del rey tras la bula de Clemente V en 1307, los monjes no sufrieron la salvaje persecución sufrida por sus hermanos franceses. Pero no siempre contaron con la simpatía del pueblo y de los nobles...


Alfonso I el Batallador, rey de Aragón

viernes, 1 de enero de 2016

El trágico final de la Orden del Templo

El último gran maestre, Jacques de Molay, se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único rey soltero o viudo —proyecto Rex Bellator, impulsado por el gran sabio mallorquín Raimundo Lulio—, a pesar de las presiones papales. El 6 de junio de 1306 fue llamado a Poitiers por el papa Clemente V para un último intento, tras cuyo fracaso, el destino de la Orden quedó sellado. Felipe IV de Francia, ante las deudas que había adquirido, entre otras cosas, por el préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su ominoso rescate tras ser capturado durante la VII Cruzada, y su deseo de un Reino fuerte, con el rey concentrando todo el poder —que, entre otros obstáculos, debía superar el poder de la Iglesia y las diversas Órdenes religiosas y militares, como la de los Templarios), convenció, o más bien intimidó, a Clemente V, fuertemente ligado a Francia, para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía y adoración de ídolos paganos. Se les acusó, además, de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a Bafomet —variante tardía del dios cananeo Baal— y de mantener relaciones homosexuales, entre otras cosas. En esta labor, el rey francés contó con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del Reino, famoso en la historia por haber sido el estratega del incidente de Anagni, en el que Sciarra Colonna había abofeteado al papa Bonifacio VIII, con lo que el Sumo pontífice había muerto de humillación al cabo de un mes; del inquisidor general de Francia, Guillermo de París; y de Eguerrand de Marigny, quien al final se apoderará del tesoro de la Orden y lo administró en nombre del rey hasta que fue transferido a la Orden de los Hospitalarios. Para ello se sirvieron de las acusaciones de un tal Esquieu de Floyran, espía a las órdenes de Francia y de la Corona de Aragón, indistintamente.

Parece ser que Esquieu le fue a Jaime II de Aragón con la historia de que un prisionero templario, con quien había compartido celda, y éste le había confesado los pecados de la Orden. Jaime no le creyó y lo echó de su corte. Así que Esquieu se fue a Francia a probar suerte ante Guillermo de Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, y que no perdió la oportunidad de usarlo como pie para organizar el dispositivo inquisitorial que llevó a la disolución de la Orden. Felipe despachó correos a todos los rincones de su Reino con órdenes lacradas que nadie debía leer hasta un día concreto: el jueves 12 de octubre de 1307, en la que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la captura de todos los templarios y la confiscación de sus bienes. De esta manera, en Francia, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y seguidamente sometidos a tormento, método por el cual consiguieron que la mayoría de los acusados se declararan culpables de los cargos, inventados o no. Cierto es que algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para evitar el suplicio y salvar la vida. Por otra parte, la misiva papal de 1308 arribó a varios reinos europeos incluyendo el de Hungría, donde el recientemente coronado Carlos I, tenía otros problemas mayores, pues una serie de nobles boyardos no reconocían su legitimidad y estaba en constante guerra con ellos. En 1314, en el concilio de Zagreb, el rey húngaro y el alto clero decidieron la disolución de los estados y dominios templarios en Hungría y Eslovaquia. Posteriormente se procedió con la confiscación de sus propiedades. Carlos I las donó posteriormente a los boyardos y a la Orden Hospitalaria, asunto que se concretó en la década de 1340, pues el rey dejó estipulado en uno de sus documentos que entregaba momentáneamente las propiedades de los Templarios a un noble, mientras se dilucidaba la situación y el destino de la Orden. Llevada a cabo sin la autorización del papa, que tenía a las Órdenes religiosas y militares bajo su jurisdicción personal, esta investigación era irregular en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos, pues los templarios debían ser juzgados con arreglo al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria. Esta intervención del poder temporal en la esfera de individuos que estaban aforados y sometidos a la jurisdicción papal, provocó una enérgica protesta del papa Clemente V, y el pontífice anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la acusación había sido admitida a trámite y permanecería como la base irrevocable de todos los procesos posteriores.

Felipe el Hermoso sacó ventaja del desenmascaramiento, y se hizo otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», y, en los estados Generales convocados en Tours supo poner a la opinión pública en contra de los supuestos crímenes de los templarios. Más aún, logró que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, que habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión de investigación, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes. La comisión papal asignada al examen de la causa de la Orden había asumido sus deberes y reunió toda la documentación que habría de ser sometida al Papa y al concilio convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la ésta fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, en el Delfinado, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el papa, indeciso y hostigado por el rey de Francia, principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312). El Papa reservó a su propio arbitrio la causa del gran maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y solo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral Nôtre Dame de París fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, Molay recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto a sacrificar su vida y fue arrestado inmediatamente como hereje reincidente, junto a otro dignatario que eligió compartir su destino, y fue quemado vivo junto a Godofredo de Charnay atados a un poste frente a las puertas de Nôtre Dame en Île-de-France el 18 de marzo de 1314.

Templarios quemados vivos en Francia

En los otros países europeos, las acusaciones no fueron tan severas, y sus miembros fueron absueltos, pero, a raíz de la disolución de la Orden, los templarios fueron disgregados. Sus bienes fueron repartidos entre los diversos estados y la Orden de los Hospitalarios: en la península Ibérica pasaron a la Corona de Aragón en el este peninsular, a Castilla en el centro y norte, a Portugal en el oeste y a los Hospitalarios. Tanto en Aragón como en Castilla surgieron varias Órdenes militares que tomaron el relevo a la extinta Orden del Templo, como la Orden de los Frates de Cáceres, Santiago, Montesa, Calatrava o Alcántara, a las que se concedió la custodia de los bienes requisados al Temple. En Portugal, el rey Dionisio los rehabilitó en 1317 como Militia Christi o Caballeros de Cristo, asegurando así las pertenencias de la Orden en este país. En Polonia, los Hospitalarios —de origen alemán— recibieron la totalidad de los bienes de los Templarios. Actualmente se encuentra en los archivos vaticanos el Pergamino de Chinon, que contiene la absolución del papa Clemente V a los Templarios. Aun cuando este documento tiene una gran importancia histórica, pues demuestra las reticencias y vacilaciones del papa, nunca fue oficial y aparece fechado con anterioridad a las bulas Vox in Excelso, Ad Providam y Considerantes, donde se procedió a la disolución de la Orden y a la distribución de sus posesiones. Así, según el texto de Vox in Excelso: «Nos suprimimos (...) la Orden de los Templarios, y su regla, hábito y nombre, mediante un decreto inviolable y perpetuo, y prohibimos enteramente Nos que nadie, en lo sucesivo, entre en la Orden o reciba o use su hábito o presuma de comportarse como un templario. Si alguien actuare en este sentido, incurrirá en delito castigado con pena excomunión». En concreto, el Pergamino de Chinon está fechado en agosto de 1308. Por esas mismas fechas el papa formula la bula Facians Misericordiam, donde confirma la devolución de la jurisdicción a los inquisidores y emite el documento de acusación a los templarios, con 87 artículos de acusación. Asimismo, publica la bula Regnans in Coelis, por la que convoca el Concilio de Vienne. Por tanto, estas dos bulas, que sí fueron promulgadas oficialmente, tienen validez desde el punto de vista canónico, mientras que el manuscrito de Chinon es un mero «borrador», de gran importancia histórica, desde luego, pero escasa o nula validez jurídica.

Economía y finanzas de la Orden

Cien años después de su fundación oficial, hacia 1220, la Orden del Temple era la organización más grande de Occidente en todos los sentidos: desde el militar hasta el económico, con más de 9.000 encomiendas repartidas por toda Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos —más los siervos, escuderos, peones, artesanos, campesinos, etcétera—, además de 50 castillos y fortalezas en Europa y Oriente Próximo, una flota mercante y una armada propias, anclada en puertos propios en el Mediterráneo (Marsella) y en La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Todo este poderío económico se articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la encomienda y la banca.

La banca

Uno de los aspectos en los que la Orden del Temple destacó de una manera extremadamente rápida y sobresaliente, fue a la hora de afianzar todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia. La dura tarea de llevar un frente de guerra en ultramar les hizo proveerse de una gran escuadra, una red de comercio fija y establecida, así como de un buen número de posesiones en Europa para mantener en pie un flujo de dinero constante que permitiera subsistir al ejército del Temple en Tierra Santa. A la hora de hacer donaciones, la gente lo hacía de buena gana; unos, interesados en ganarse el cielo; otros, por el hecho de quedar bien con la Orden. De este modo la misma recibía posesiones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, derechos, porcentajes en bienes, e incluso pueblos y villas enteras con los derechos y aranceles que sobre ellas recaían. Muchos nobles europeos confiaron en ellos como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como tesoreros reales, como en el caso del Reino francés, que dispuso de tesoreros templarios que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio en las que se debatiera el uso del tesoro. Para mantener un flujo constante de dinero, la Orden tenía que tener garantías de que el capital no fuera usurpado o robado en los largos viajes. Con este fin se estableció en Francia una serie de encomiendas que se esparcían por prácticamente toda su geografía y que no distaban unas de otras más que un día de viaje. Con esta idea se aseguraban de que los comerciantes durmieran siempre a resguardo bajo techo, y poder así garantizar la seguridad de sus caminos. No solo supieron crear todo un sistema de mercado, sino que se convirtieron en los primeros banqueros modernos. Y lo hicieron a sabiendas de la escasez de oro y plata en Europa desde la época del Bajo Imperio, y ofreciendo en sus tratos intereses más razonables que los ofrecidos por los usureros judíos e italianos. Así pues, crearon libros de cuentas, base de la contabilidad moderna, los pagarés e incluso la primera letra de cambio. En esta época era costumbre viajar con dinero en metálico por los caminos, y la Orden dispuso de documentos acreditativos para poder recoger una cantidad anteriormente entregada en cualquier otra encomienda de la Orden. Solamente hacía falta la firma, o en su caso, el sello.

La encomienda

La encomienda era un bien inmueble, territorial, localizado en un determinado lugar, que se formaba gracias a donaciones y compras posteriores y a cuya cabeza se encontraba un Preceptor. Así, a partir de un molino —por ejemplo— los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas tierras de labor, después adquirían los derechos sobre un pueblo, etcétera, y con todo ello formaban una encomienda, a manera de un feudo clásico. También podían formarse encomiendas reuniendo bajo un único preceptor varias donaciones más o menos dispersas. Tenemos noticia de encomiendas rurales (Mason Dieu, en Inglaterra, por ejemplo) y urbanas (el Vieux Temple, recinto amurallado en plena capital francesa. Al poco tiempo, su red de encomiendas derivó en toda una serie de redes de comercio a gran escala desde Inglaterra hasta Jerusalén, que ayudadas por una potente flota en el Mediterráneo consiguió hacerle la competencia a los mercaderes italianos (sobre todo de Génova y Venecia). La gente confiaba en la Orden, sabía que sus donaciones y sus negocios estaban asegurados y por ello no dejaron nunca de tener clientela. Llegaron hasta el punto de hacerles préstamos a los mismísimos reyes de Francia e Inglaterra.

Tráfico de reliquias

Los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios en la comercialización de reliquias. Así pues, distribuían el óleo del milagro de Saidnaya, un santuario a 30 kilómetros de Damasco a cuya Virgen se atribuía el milagro de exudar un líquido oleoso. Los templarios lo embotellaban en pequeños frascos y lo distribuían en Occidente. Al parecer, también comercializaron numerosos fragmentos del Lignum Crucis, la Santa Cruz en la que había sido crucificado Cristo y que los templarios aseguraban haber encontrado. Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a la Orden de los fondos suficientes para mantener en Tierra Santa un ejército en pie de guerra constante. El 27 de abril de 1147, el papa Eugenio III convoca en Francia la II Cruzada, y, de paso, asiste al capítulo de la Orden celebrado en París. El Papa concedió a los templarios el derecho a llevar permanentemente una cruz sencilla, pero ancorada o paté, que simbolizaba el martirio de Cristo. El color autorizado para tal cruz fue el rojo porque «que era el símbolo de la sangre vertida por Cristo, así como también de la vida. Puesto que el voto de cruzada se acompañaba de la toma de la cruz, y llevarla permanentemente simbolizaba la persistencia del voto de cruzada de los templarios». La cruz estaba colocada sobre el hombro izquierdo, encima del corazón. En el caso de los caballeros, sobre el manto blanco, símbolo de pureza y castidad. En el caso de los sargentos, sobre el manto negro o pardo, símbolo de fuerza y valor. Asimismo, el pendón del Temple, que recibe el nombre de baussant, también incluía estos dos colores, el blanco y el negro.


Caballeros templarios en Tierra Santa (siglo XII)

Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón

...en latín Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici, también llamada la Orden del Templo (Ordre du Temple en francés) y cuyos miembros son más comúnmente conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante poco menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payen tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista por los cristianos. La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén, Garamond de Picquigny, quien les impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro. Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, durante el Concilio de Troyes —celebrado en la catedral de la misma ciudad—, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes de la Orden gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que constituyen una forma primitiva de la banca moderna. La orden, además, edificó una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. El éxito de los templarios se encuentra estrechamente vinculado al de las Cruzadas, sobre todo al de la Primera. Por esa misma razón, la pérdida de Jerusalén en 1187 derivó en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores generados en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios crearon una gran desconfianza. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con la Orden y atemorizado por su creciente poder, comenzó a presionar al papa Clemente V con el objeto de que tomara medidas contra sus integrantes. En 1307, un gran número de templarios fueron apresados, inducidos a confesar bajo tortura y posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las presiones de Felipe IV y disolvió la Orden. Su abrupta erradicación dio lugar a especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días. 

Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las «treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas. El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el que Urbano II convocó la Primera Cruzada. Dicha expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey. Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón, algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre. Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo, hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste: «Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios». Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes. Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté. Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.

La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate. En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios años después de su disolución en Europa la continental (1310). Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al rey de emprender una nueva cruzada.

Los templarios en la Corona de Aragón

La Orden comienza su implantación en la zona oriental de la península Ibérica en la década de 1130. En 1131, el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, pide su entrada en la Orden, y en 1134, el testamento de Alfonso I de Aragón les cede su Reino a los templarios, junto a otras órdenes, como los hospitalarios o la del Santo Sepulcro. Este testamento sería revocado, y los nobles aragoneses, disconformes, entregaron la Corona a Ramiro II, aunque hicieron numerosas concesiones, tanto de tierras como de derechos comerciales a las órdenes para que renunciaran. Este rey buscaba la unión de los Condados Catalanes al Reino de Aragón, de lo que nacería la Corona de Aragón. Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe de Aragón, pronto llegaría a un acuerdo con los templarios para que colaboraran en la Reconquista, la Concordia de Gerona, en 1143, por la que recibieron los castillos de Monzón, Mongay, Chalamera, Barberá, Remolins y Corbins, junto con la Orden militar de Belchite, favoreciéndoles con donaciones de tierras, así como con derechos sobre las conquistas —un quinto de las tierras conquistadas, el diezmo eclesiástico y parte de las parias cobradas a los moros de los reinos de Taifas—. También, según estas condiciones, cualquier paz o tregua tendría que ser sancionada por los templarios, y no solo por el rey. Como en toda Europa, numerosas donaciones de padres que no podían dar un título nobiliario más que al hijo mayor, y buscaban cargos eclesiásticos, militares, cortesanos o en órdenes religiosas, enriquecieron a la Orden. En 1148, por su colaboración en las conquistas del sur del Patrimonio del Casal de Aragón, los templarios recibieron tierras en Tortosa —de la que tras comprar las partes del príncipe de Aragón y conde de Barcelona y los genoveses, quedaron como señores— y de Lérida, donde se quedaron en Gardeny y Corbins. Tras una resistencia que se prolongaría hasta 1153, cayeron las últimas plazas de la región, recibiendo los templarios el castillo de Miravet, en un importante enclave en el Ebro. Tras la derrota en la batalla de de Muret en 1213, en el transcurso de la llamada Cruzada Albigense, y que supuso la pérdida de los dominios transpirenaicos aragoneses, los templarios se convirtieron en custodios del heredero a la Corona en el castillo de Monzón, dado que el rey Pedro II el Católico murió en combate. El heredero de la Corona aragonesa, Jaime I el Conquistador, contaría con apoyo de los templarios en sus campañas en Mallorca —donde recibirían un tercio de la ciudad, así como otras concesiones en ella—, y en Valencia, donde de nuevo recibieron los monjes con espuelas un tercio de la ciudad. Los templarios se mantuvieron fieles al rey Pedro III de Aragón, permaneciendo a su lado durante la excomunión que sufrió a raíz de su lucha contra los angevinos en Italia. Finalmente los templarios se asentarán en Aragón gracias a la absorción de la Orden del Santo Redentor, de Teruel, en 1196, que a su vez se había beneficiado de la disolución de la Orden de Monte Gaudio en 1188, fundada en Alfambra.

La Orden en los reinos de Castilla y León

Los templarios ayudaron en la repoblación de zonas conquistadas por los cristianos, creando asentamientos en los que edificaban ermitas bajo la advocación de mártires, como es el caso de Hervás, población del señorío de Béjar. Ante la invasión almohade, a mediados del siglo XII, los templarios lucharon en el ejército cristiano, venciendo junto a los ejércitos de Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII de Navarra y Pedro II de Aragón en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa en 1212. En 1265, colaboraron en la conquista de Murcia, que se había levantado en armas, recibiendo en recompensa Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra en lo que hoy es la provincia de Badajoz, además del castillo de Murcia y Caravaca.

Los templarios en Portugal

Los templarios entran en Portugal en tiempos de la condesa Teresa de León, de la que reciben el castillo de Soure en 1127 a cambio de su colaboración en la Reconquista. En 1145 reciben el castillo de Longroiva por su ayuda a Alfonso Henriques en la toma de Santarém. En 1147 reciben el castillo de Cera, cerca de Tomar, que se convertiría en su sede regional. Los templarios serían una orden bien asentada en Portugal. Tras la bula papal ordenando la disolución de la Orden, los reyes portugueses cambiaron el nombre de la Orden en Portugal por el de Orden de Cristo, aunque con sustanciales diferencias respecto a la Orden del Templo original, sobre todo en cuanto a la regla primigenia, votos y forma de elección de los cargos.

Los templarios en Inglaterra, Escocia e Irlanda

En Inglaterra, país muy unido a Francia desde la invasión normanda de 1066, y dado que el rey inglés era a la sazón duque de Normandía y señor de numerosos feudos franceses, la Orden, de inequívoco origen francés, estuvo presente desde sus inicios. Si bien su presencia no alcanzó la extensión que poseía en Francia, no es menos cierto que fue de vital importancia territorial y política. De hecho, Ricardo Corazón de León fue un benefactor de la Orden y uno de sus potentados, hasta el punto de que su escolta personal la componían templarios y de que, a su muerte, fue enterrado con el hábito de la Orden.

Los templarios en Europa oriental

La Orden del Templo no estuvo presente en Polonia hasta el siglo XIII, cuando el príncipe silesio Henryk Brodaty les cedió propiedades en las tierras de Oławy (Oleśnica Mała) y Lietzen (Leśnica). Más tarde Władysław Odonic les donaría Myślibórz, Wielka Wieś, Chwarszczany y Wałcz. El príncipe polaco Premislao II de Polonia les entregaría Czaplinek. La Orden llegaría a tener en Polonia al menos doce komandorie (comendadores), que según algunos historiadores pudieron ser hasta cincuenta. A pesar de su lejanía de Tierra Santa y del Mediterráneo, que era el centro vital de la Orden, llegaría a haber entre ciento cincuenta y doscientos caballeros en Polonia, de procedencia mayoritariamente germánica, no eslava. El número de caballeros polacos es difícil de estimar. A la disolución de la Orden, la mayoría de ellos se pasaron a la Orden de los Caballeros Hospitalarios o a la de los Caballeros Teutónicos. La presencia de los templarios en Hungría, así como en la mayor parte de Europa oriental, se debió al afán colonizador de los monarcas de aquella región. Los caballeros del Temple nunca tuvieron grandes propiedades en suelo húngaro, pues allí las órdenes Teutónica y del Hospital fueron las más favorecidas. Sin embargo, contaron con un mínimo de dos casas en Hungría, una en Esztergom y otra en Egyházasfalu, además de un castillo en Léka. En Croacia (entonces parte del Reino húngaro) tuvieron varias fortalezas, como las de Vrana y de Kliss, y fue ésta la región donde ejercieron más influencia. Los registros sobre la extinción de la Orden bajo el reinado de Carlos I de Hungría son muy escasos, por lo que resulta difícil reconstruir lo que sucedió. Tras la disolución de la Orden, las propiedades de ésta pasaron a manos de los caballeros hospitalarios, quienes también heredaron el título de ispán de Dubica, ostentado hasta entonces por el maestre templario. 

Caballero templario del siglo XII