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viernes, 12 de mayo de 2017

Las deidades griegas del inframundo

Cuando los espíritus descendían al Tártaro, cada uno iba provisto de una moneda que sus piadosos parientes habían colocado bajo la lengua del difunto. Así podían pagar al Caronte, el avaro barquero que los transportaba en una barca destartalada al otro lado de la laguna Estigia. Los espíritus que no llevaban monedas tenían que permanecer eternamente en la orilla más cercana, a no ser que hubiesen eludido a Hermes, su guía, y entrado sigilosamente en el inframundo por la puerta de atrás. La primera región del Tártaro contenía los sombríos Gamonales, donde las almas de los héroes vagaban sin rumbo entre la multitud de muertos menos distinguidos que se agitaban como murciélagos. Su única alegría eran las libaciones de sangre que les ofrecían los vivos: cuando las bebían volvían a sentirse como seres humanos. Más allá de estos campos se encontraban el Erebo y el sombrío palacio de Hades y Perséfone. Cerca de allí, los espíritus recién llegados eran juzgados diariamente por Minos, Radamantis y Éaco, en el cruce de tres caminos. A medida que se iban dando los veredictos, los espíritus iban recibiendo instrucciones de tomar uno de los tres caminos que convergían en la encrucijada: el que llevaba de regreso a los Gamonales, si no eran ni virtuosos ni malvados; el que conducía al campo de tormentos del Tártaro, si eran malvados, o el que llevaba a las huertas del Elíseo, si eran virtuosos. El Elíseo, gobernado por Crono, se encontraba cerca de los dominios de Hades, pero no formaba parte de ellos; era un país cálido y alegre donde jamás anochecía, y donde los juegos, la música y las francachelas no cesaban jamás, y en el que sus habitantes podían elegir el renacimiento sobre la tierra siempre que lo quisieran. Cerca de allí se encontraban las islas de los Bienaventurados, reservadas para quienes habían nacido tres veces, y tres veces habían merecido el Elíseo. Hades casi nunca visitaba la atmósfera superior, excepto por asuntos de trabajo, o cuando de pronto se sentía dominado por la lujuria. En una ocasión deslumbró a la ninfa Mente con el esplendor de su carro dorado y sus cuatro caballos negros, y la hubiese seducido sin dificultad de no ser por la intervención de la reina Perséfone que metamorfoseó a Mente en una hierba aromática. Hades, señor de las sombras, no permitía que escapase ninguno de sus vasallos, y pocos de los que descendieron al Tártaro lograron regresar con vida para contarlo. Hades no sabe nunca lo que está sucediendo en el mundo superior, o en el Olimpo, excepto por información fragmentaria que le llega cuando los mortales golpean la tierra con sus manos y le invocan con juramentos y maldiciones. El bien que más estima es el yelmo de invisibilidad que le fue entregado en señal de agradecimiento por los Cíclopes cuando consintió en liberarlos por orden de Zeus. Todas las riquezas de joyas y metales preciosos ocultos bajo la tierra le pertenecen, pero no tiene ninguna propiedad sobre la tierra, excepto ciertos tenebrosos templos en Grecia. Sin embargo, la reina Perséfone puede mostrarse compasiva. Le es fiel a Hades, pero no tiene hijos con él y prefiere la compañía de Hécate, diosa de las brujas, a la de su esposo.

La temible Gorgona

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