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miércoles, 17 de mayo de 2017

Octavio se convierte en Augusto, primer emperador romano

Tras asesinar a Julio César, los conjurados no habían tomado ninguna precaución para asegurarse el éxito duradero de su plan, pues estaban convencidos de que la obra política y constitucional de aquél estaba por completo unida a su persona y se derrumbaría del mismo golpe, y que les bastaría suprimir al dictador para restablecer ipso facto el régimen republicano tradicional. Se equivocaron fatalmente. Eliminado César, subsistían las razones que habían llevado al establecimiento de la dictadura. Los cónsules Lépido y Antonio, eran dos oficiales de confianza del asesinado César, y por tanto, el poder continuaba en manos de sus partidarios y colaboradores. El Senado y Marco Tulio Cicerón se mostraron indecisos en los primeros días que siguieron al magnicidio, y no hicieron nada para que evitar una reedición de la dictadura con otro protagonista. Antonio se apoderó del Tesoro y de los papeles personales de César, incluido su testamento, en tanto que Lépido sublevaba a las tropas acampadas en la desembocadura del Tíber. Con dinero y soldados tenían los medios necesarios para enfrentarse al Senado. Ante la oposición declarada de Antonio, el Senado no se atrevió a proclamar tirano a César, lo que hubiese supuesto la derogación de todas sus leyes y disposiciones. A propuesta del mismísimo Cicerón, republicanos y partidarios de César se pusieron de acuerdo para olvidar el pasado y proclamar una amnistía. Los conjurados, que se habían atrincherado en el Capitolio, descendieron de él; Bruto y Casio, los cabecillas, se reconciliaron solemnemente con Lépido y Antonio.
Éste había conseguido una primera victoria al ganar tiempo e impedir que el Senado actuase en el momento decisivo. Antonio maniobró con astucia para completar su éxito y adueñarse del poder. Procedió hábilmente mediante una serie de golpes de efecto muy teatrales, que tuvieron como resultado sobreexcitar a la plebe, indignada por el asesinato y claramente partidaria de César, por lo que no le fue difícil a Antonio —que siempre había gozado de su favor— ganarla para su causa. El primero fue la lectura pública del testamento de César. Éste adoptaba por heredero a su sobrino segundo Octaviano, que entonces tenía dieciocho años, y, en caso de faltar éste, a Bruto, uno de sus asesinos. Dejaba al Estado sus jardines de la región Transtiberina y a cada ciudadano la cantidad de trescientos sestercios. No es de extrañar que creciera el entusiasmo popular. Animado por este primer triunfo, Antonio se animó pronto a más. El día de los funerales de César procedió con una pericia consumada a una puesta en escena de primer orden. El pueblo, arrebatado, se amotinó en masa. La Curia fue incendiada, y, temiendo por su vida, los conjurados emprendieron la fuga.
Antonio había logrado el fin que se proponía; ya era dueño de lo que quedaba de la República. El Senado, en vez de restaurar la antigua Constitución, solo consiguió con la muerte de César cambiar a un dictador por otro. Antonio usó el poder recién obtenido. No carecía de ideas políticas propias, pero se entregó a satisfacer su sed de venganza. Los documentos de César, falsificados sin escrúpulo, le sirvieron para justificar algunas de sus decisiones. Traficó con las dignidades y títulos, vendió provincias enteras y reunió en un mes, gracias a sus turbios procedimientos, una fortuna escandalosa. Sus métodos habrían hecho palidecer de envidia al mismísimo Craso. Desposeyó a Bruto y Casio de sus gobiernos de Macedonia y Siria, que asignó, la primera, a Dolabela, su colega en el Consulado, y la segunda, a sí mismo. Todo le salía a pedir de boca y el Senado solo podía resignarse a sus caprichos y comprender, tardíamente, que habían cambiado a un gobernante de talento, por un tirano brutal. Pero entonces se produjo un nuevo acontecimiento que va a comprometer todos los planes de Antonio y a alimentar las esperanzas de desembarazarse de él que abrigaban sus adversarios. Octaviano entró en acción.
Enviado por César a Apolonia para terminar sus estudios, Octaviano se enteró allí de la muerte de aquél y recibió la noticia de que el dictador había dispuesto en su testamento que él fuese el heredero de su nombre y de su inmensa fortuna. De regreso a Roma, hizo una entrada modesta y se guardó bien de manifestar con sus primeros actos pretensión alguna a la sucesión política de su tío segundo; pero pronto, el prestigio de su nombre —a partir de entonces se hizo llamar César Octavio—, los legados que entregó, en nombre de César, a los veteranos y al pueblo, comenzaron a congregar tras él a un partido numeroso y fortalecido. Los más avispados de entre los senadores vieron en esta circunstancia, si bien no un medio seguro, sí, al menos, una última ocasión de salvar a la agonizante República. Cicerón tomó la dirección del movimiento, no porque tuviera en Octavio una gran confianza, de hecho recelaba de sus intenciones, sino porque necesitaba el prestigio de su nombre y, sobre todo, a sus tropas si quería deshacerse de Antonio. No obstante, todos pensaban en aquello momentos que el brutal Antonio se desharía del muchacho sin parpadear: Por otra parte, solamente el nombre y el parentesco de Octavio podían, según pensaban Cicerón y los suyos, ganar para la causa republicana el formidable ejército del que ellos carecían para derrotar a Antonio por la fuerza de las armas, pues sabían que era el único modo de desalojarlo del poder. Además, se podía suponer que Octavio, joven e inexperto, no albergaría excesivas pretensiones políticas y que se le podría manejar fácilmente. De todos modos, Cicerón no tenía más alternativas. Era el único as que tenía y debía arriesgarse, aun a riesgo de perder la partida.
Inicialmente, las cosas se presentaron de forma bastante favorable para los intereses de Cicerón. Antonio se acababa de marchar de Roma, a la cabeza de un ejército, para arrebatarle la Galia Cisalpina a Décimo Bruto y sitiarle después en Mutina (Módena). Un ejército del Senado bajo el mando de los cónsules Hircio y Pansa, a los cuales se había unido Octavio en calidad de propretor, salió a socorrer a los sitiados. Era el año 43 a.C., apenas había transcurrido un año desde el asesinato de Julio César, y su heredero, el joven Octavio, rompía el cerco y derrotaba a Antonio en Mutina. Desgraciadamente —y ésta era una pérdida irreparable para los republicanos—, los dos cónsules perecieron en la batalla, y Octavio quedó como único jefe del ejército victoriosa. Mientras que Antonio huía a la Galia, él reclamó para sí una de las vacantes de Consulado. El Senado, que no estaba dispuesto a restaurar la dictadura, se negó rotundamente. Emulando a su tío, Octavio marchó sobre Roma al frente de sus tropas y se hizo nombrar cónsul; después, rompiendo con sus aliados, inició las negociaciones con Antonio y Lépido para repartirse el poder.
El encuentro entre los tres comandantes se celebró no lejos de Bolonia, en una pequeña isla del Reno, y en ella se llegó a un pacto tripartito: una reedición del Triunvirato. Octavio había representado su papel admirablemente. El Senado fue burlado y vencido al mismo tiempo: la estrategia de Cicerón había fracasado estrepitosamente y solo había logrado sustituir la dictadura de Antonio por un segundo Triunvirato. O lo que era lo mismo: había cambiado a un dictador por tres tiranos.
El segundo Triunvirato y el fin del partido republicano
Constituido por Antonio, Octavio y Lépido, el segundo Triunvirato no era, a diferencia del primero, una asociación de tres ciudadanos particulares, sino que constituía una magistratura oficial, que confería a los triunviros atribuciones legales perfectamente definidas. Investidos por cinco años del Imperium con poder constituyente por medio de decretos-leyes y el derecho de nombrar todas las magistraturas, se repartieron las provincias de Occidente, las únicas de que podían disponer por el momento: Octavio recibió África, Sicilia y Cerdeña; Antonio la Galia Cisalpina y la Transalpina; Lépido, España y la Narbonense. Significaba, en fin, la omnipotencia para los triunviros en el Mediterráneo occidental.
La formación del segundo Triunvirato cayó como un jarro de agua fría sobre Cicerón, Bruto, Casio y sus partidarios, pues nada lo había hecho prever y era para el partido republicano su sentencia de muerte. Sin embargo, su agonía iba a prolongarse un año más. Su aniquilamiento se realizó en dos etapas y por distintos procedimientos; en Italia, por las proscripciones; en Oriente, por la fuerza de las armas. Los triunviros, dueños de Italia, no tuvieron más que cursar órdenes para librarse de sus adversarios. Aun antes de llegar a Roma se hicieron preceder de un edicto de proscripción, que suponía la muerte para diecisiete dirigentes del partido republicano. Una vez dentro de la capital, a la que trataban como una ciudad conquistada, completaron el edicto preliminar para un decreto general de proscripción; entre las víctimas designadas figuraba uno de los tutores de Octavio, un tío de Antonio y un hermano de Lépido. La ejecución del edicto se llevó a cabo con furor y salvajismo inauditos. Algunos proscriptos lograron llegar a Macedonia, Siria y África, que tenían gobernadores republicanos; la mayoría de ellos fueron ejecutados, sus cabezas clavadas en la tribuna de arengas y sus bienes confiscados metódicamente. Cicerón escapó de su villa de Tusculum para embarcar luego a Gaeta, siendo allí alcanzado por los agentes de los triunviros y ejecutado a finales del año 43 a.C.
En Oriente la tarea fue mucho más dura. El partido republicano había reunido allí un poderoso ejército y, para destruirlo, los triunviros tuvieron que recurrir a las armas. Casio, gobernador de Siria, disponía de las legiones de Oriente; Bruto, gobernador de Macedonia, encontró en este país balcánico numerosas tropas, compuestas en su mayor parte por veteranos de las tropas pompeyanas. Para obtener dinero gravaron a las provincias de Asia con onerosos impuestos y sometieron a esos territorios a un saqueo sistemático. En el otoño del –42 Octavio y Antonio pasaron a Grecia al frente de un ejército considerable. Bruto y Casio lograron oponerles 80.000 infantes y 20.000 jinetes; su flota, dueña del mar bajo el mando del hijo de Pompeyo, interceptaba las comunicaciones de los triunviros con Italia, su base de operaciones. Pronto se enfrentaron ambos ejércitos en las llanuras de Filipos, en Macedonia. En el ejército republicano crecía la discordia y los dos comandantes no se ponían de acuerdo sobre la táctica a seguir. Casio, conocedor de las dificultades que tenía el enemigo, quería aplazar el choque para que sus tropas se fuesen disgregando a causa de los motines y las deserciones. Bruto quería terminar la guerra cuanto antes. Su opinión prevaleció y se decidió que presentarían batalla de forma inmediata.
Cada uno de los dos ejércitos estaba dividido en dos cuerpos: Bruto marchó contra Octavio y Casio contra Antonio. En un primer envite fueron arrolladas las tropas que mandaba Octavio; pero Antonio, por su parte, venció a Casio, que se suicidó para no caer prisionero. Bruto se quedo solo frente al ejército de los triunviros. En un segundo encuentro fue derrotado Bruto, que también se quitó la vida. Los restos del ejército republicano se rindieron. Octavio, que había sido menos determinante en la victoria, se mostró inexorable con los vencidos y los condenó a muerte. El partido republicano estaba vencido y acabado. Como fuerza de combate solo conservaba la escuadra que fue a unirse a Sexto Pompeyo en Occidente. Desembarazados de sus adversarios, Octavio y Antonio procedieron a un nuevo reparto territorial de los territorios romanos, del que excluyeron a su colega Lépido, al que se disponían a eliminar ya del triunvirato. Octavio recibió España y Numidia; Antonio, la Galia Transalpina y África. Les quedaba por arreglar una grave cuestión: cumplir las promesas, en dinero y tierras, que habían hecho a sus soldados antes de iniciar la lucha final contra los republicanos. Octavio y Antonio se repartieron la tarea; el primero regresó a Italia para procurarse las tierras necesarias mediante confiscaciones y distribuirlas entre sus soldados; el segundo marchó a Oriente en busca de dinero. En esta ocasión cada uno escogió lo que le aconsejaba su naturaleza y su temperamento; Octavio, político hábil y prudente, asumía una ingrata labor, pero de la que esperaba mucho para la ulterior consecución de sus planes; Antonio, autoritario y pródigo, iba a satisfacer en Oriente sus preferencias monárquicas. El mundo romano estaba en juego. A partir de aquel día, por ceguera o error de cálculo, comienza Antonio, sin saberlo, a perder la partida.
Octavio de apodera de Occidente (42–31 a.C.)
El joven Octavio tuvo una idea muy clara desde la formación del segundo Triunvirato: hacer de Occidente la base de su poder y apoyarse en él para conquistar el Estado. Para ello se empleó a fondo en la consumación de este plan librándose sucesivamente de todos sus rivales. Será Octavio quien realmente funde el Imperio Romano tras eliminar a Marco Antonio, adoptando después el pomposo título de «Primus inter pares», lo que viene a ser el primero entre iguales. La toma del poder en Occidente por Octavio tuvo dos vertientes: una militar y otra diplomática. Se prolongó seis años (40–36) y comprendió cuatro etapas.
La guerra de Perusa. Octavio, dueño de Italia (–41)
El Tratado de Filipos (–42) había dejado a Antonio los gobiernos de la Narbonense y la Galia Transalpina y a Lépido la expectativa de África. Octavio, que había asumido la difícil tarea de encontrar tierras en Italia para distribuir entre sus veteranos, tuvo que habérselas pronto —como, sin duda, había previsto Antonio— con los más graves obstáculos. Los soldados exigían el inmediato cumplimiento de las promesas que les habían sido hechas. Octavio, forzado por las circunstancias, tuvo que obrar rápidamente. Los propietarios de dieciocho villas italianas, entre ellos los poetas Propercio y Virgilio, fueron desahuciados por la fuerza y sus tierras confiscadas. Protestaron airadamente, y muchos de ellos acudieron a Roma para presentar sus quejas. Los excesos de los veteranos a expensas de sus vecinos y sus constantes peticiones de dinero agravaron aún más la situación; los partidarios de Antonio que permanecían en Occidente, sobre todo su esposa Fulvia y su hermano, entonces cónsul, Lucio Antonio, se pusieron al frente del movimiento de resistencia. Lucio se apoderó de Roma al frente de 100.000 hombres y expulsó a Octavio de la ciudad. Pero su triunfo fue de corta duración. Octavio contaba con tropas leales y con un excelente lugarteniente: Marco Vipsanio Agripa. Éste volvió a ocupar la ciudad, obligó a Lucio Antonio a retirarse al centro de la Península y lo sitió en Perusa. La ciudad, reducida por el hambre a las más tristes calamidades, tuvo que capitular después de una resistencia encarnizada. Lucio Antonio fue hecho prisionero y Fulvia, con sus últimos partidarios, embarcó para reunirse con su marido. Esta desgraciada tentativa no tuvo por resultado sino asegurar a Octavio el dominio completo y definitivo de Italia (–41).
El Tratado de Bríndisi. Octavio, dueño de la Galia (–40)
Antonio, instigado por su mujer y sus amigos, inquieto por los avances de Octavio en Occidente, vino de Oriente por mar y desembarcó en Bríndisi. Por un momento pareció inevitable una nueva guerra civil. Pero Octavio, que prudentemente aún no veía suficientemente consolidado su poder, prefirió evitar el conflicto armado. Los soldados de ambos bandos tampoco se mostraron entusiasmados con la perspectiva de tener que batirse nuevamente con sus compañeros de armas. Dos amigos comunes mediaron y los dos triunviros firmaron en Bríndisi un compromiso: Antonio recibía todo el Oriente; Octavio añadía a sus territorios la Galia Transalpina y la Narbonense. Excepto África, cedida a Lépido, ya poseía Octavio todo el Occidente. Esta era una nueva etapa hacia la realización de su plan.
El Tratado de Miseno. Octavio adquiere Córcega y Cerdeña (–36)
La situación se complicó durante algún tiempo por la entrada en escena de un nuevo actor: Sexto Pompeyo, hijo natural de Cneo Pompeyo. Sexto se había aprovechado de los trastornos que siguieron a la muerte de César para hacerse con una flota poderosa en el Mediterráneo. Después de la batalla de Filipos toda la escuadra republicana, a las órdenes de Domicio Ahenobarbo, se había pasado a su partido. Con estos refuerzos Sexto Pompeyo ocupó las grandes islas del Mediterráneo occidental —Córcega, Cerdeña, Sicilia— e interceptó los suministros de provisiones a Roma. Su poder era tal, al día siguiente del Tratado de Bríndisi, que los triunviros tuvieron que resignarse a reconocerlo. Un nuevo tratado firmado en Miseno[i] —un antiguo puerto en el extremo occidental del golfo de Nápoles, en el mar Tirreno—, le confirmó en la posesión de las tres grandes islas, prometiéndole además el gobierno de Acaya, provincia cuya extensión abarcaba la península del Peloponeso y otras zonas de la Grecia meridional, limitando por el norte con Epiro y Macedonia. (–39). Desde luego, Octavio y Antonio hicieron estas concesiones de mala gana y a causa de las múltiples dificultades con las que tenían que lidiar, pero ambos estaban decididos a desalojar a Sexto Pompeyo del poder en la primera ocasión que se les presentase. Octavio, sobre todo, no podía dejar a su antojo los suministros de víveres y quería completar lo antes posible su dominio sobre Occidente mediante la ocupación de las grandes islas mediterráneas. Derrotado por Agripa en la batalla naval de Nauloco (–36), Sexto Pompeyo huyó a Oriente, donde poco después fue arrestado y condenado a muerte. Octavio se apoderó ese mismo año de Córcega y Cerdeña.
El desposeimiento de Lépido y la ocupación de Sicilia y África
Para completar su obra en Occidente, no le quedaba a Octavio sino dominar Sicilia y África. En el decurso del conflicto con Sexto Pompeyo, Lépido había ocupado militarmente Sicilia y pretendía mantenerla bajo su control, como concesión por el apoyo prestado. Octavio se negó categóricamente a ello. Lépido, abandonado por sus tropas, tuvo que ponerse a disposición de su rival. Perdió su condición de triunviro y cedió a Octavio, además de Sicilia, la misma África; en compensación éste le perdonó la vida y le dejó la dignidad de pontifex maximus hasta su muerte. Al ser depuesto Lépido se completa la división territorial del Estado romano en dos mitades: una occidental y otra oriental. Octavio había eliminado en Occidente, uno tras otro, a sus dos colegas, Antonio y Lépido, y quedaba como único dueño de aquella mitad. La primera parte de su plan se había completado.
La guerra con Antonio y Cleopatra
La posesión de Occidente no significaba para Octavio sino la primera etapa, el punto de partida para la conquista ulterior del Estado romano en su totalidad. Antonio, en Oriente, alimentaba análogos planes y contaba con reconstruir la herencia de César en su provecho. La experiencia del pasado le había convencido de que una gran guerra victoriosa constituía el medio más seguro de encaramarse al Imperium. De aquí que Antonio pretendiera abrirse el camino de la monarquía mediante la guerra con los partos, como antes lo había hecho César con la conquista de la Galia. Pero, a partir del año –41, se había encontrado con la reina de Egipto, Cleopatra VII Filopátor, genio del mal que habría de conducirle —de fracaso en fracaso, de error en error y de locura en locura— a la ruina final. Solo en el –36, después de cinco años de tergiversaciones, estimulado por los progresos de Octavio en Occidente, abordó la realización de su gran idea con una ofensiva a fondo contra los partos. Después de atravesar Armenia, el ejército romano avanzó hasta Fraata; pero Antonio no pudo tomar la ciudad y tuvo que batirse en retirada, una retirada desastrosa, en medio de un país desconocido, con una orografía complicada y bajo un clima insoportable, encontrando allí la muerte 20.000 soldados romanos. Una nueva tentativa dos años más tarde, en el curso de la cual todo lo que pudo conseguir Antonio fue la persona del rey de Armenia, al que acusaba de traición, vino a ser tan infructuosa como la anterior. El prestigio militar de Antonio se había esfumado y sus hombres ya no confiaban en él como antaño.
 Si la política exterior de Antonio fue desastrosa, la interior aún lo fue más. Su principal preocupación fue explotar a las provincias sometidas a su autoridad con objeto de obtener de ellas el dinero que necesitaba para sus prodigalidades y sus orgías palaciegas, que a veces se prolongaban durante varios días. Pero sus infamias fueron todavía a más, enajenando, en provecho de Cleopatra y de los hijos que de ella tuvo, una parte del territorio romano. Incorporó a su reino Fenicia, Celesiria[1], parte de Cilicia, Judea y la isla de Chipre. En –36 reconoció como reyes a Alejandro, Cleopatra, Selenio y Ptolomeo, y en –33 procedió a repartir nuevamente entre ellos Armenia, Cilicia, Cirenaica y las islas de Chipre y Creta. Su actitud sumisa ante Cleopatra era un continuo insulto al orgullo romano y una afrenta intolerable para muchos de sus veteranos. Convertido en bufón de la reina de Egipto, Antonio había traicionado los intereses de Roma y —complaciéndose en ello— arruinado su propia causa. Abandonado por muchos de sus antiguos camaradas, convertido en un reyezuelo oriental, ya estaba Antonio medio vencido antes de enfrentarse a Octavio.
Hacía ya tiempo que se consideraba inevitable la ruptura entre los dos socios de gobierno. La deposición de Lépido en el –36 había dejado a los dos rivales frente a frente. A partir del año –33 se reveló el conflicto como fatal y cercano. En el fondo, la rivalidad de Antonio y Octavio era por completo personal; eran dos hombres ambiciosos, ambos aspirantes a ejercer el poder absoluto como monarcas, cada uno de ellos deseando librarse de un rival molesto. Pero Octavio, que se había convertido, a fuerza de habilidad y astucia, en el hombre fuerte de Occidente, tuvo el acierto de presentar su causa como la causa misma de la Patria. La lectura del testamento de Antonio en el Senado confirmando las cesiones de territorio romano que hacía a Cleopatra y sus hijos, y su deseo de ser enterrado en una tumba excavada en la roca a la manera de los antiguos faraones, soliviantaron a los senadores y les convencieron de que Antonio deseaba trasladar la capitalidad del Imperio de Roma a Alejandría. Además, Antonio repudiaba a su segunda esposa, Octavia, única hermana de Octavio, y que llegaría a ser una de las mujeres patricias más respetadas y admiradas por sus contemporáneos, tanto por su humanidad, como por conservar las virtudes femeninas tradicionales propias de las matronas romanas. Todas estas ofensas fueron consideradas intolerables y el Senado declaró la guerra a Cleopatra, y precisamente a la reina de Egipto, sola, para darle carácter a la sanción de una guerra en toda regla contra una potencia extranjera.
Octavio, que a la sazón desempeñaba el cargo de cónsul (–31) fue designado por el Senado para dirigir las operaciones militares contra la «hechicera» egipcia, como tildaron a Cleopatra. Todo se decidió en la batalla naval que libraron las dos flotas a la vista del promontorio de Accio (–31). En mitad del combate, cuando estaba indeciso el resultado, Cleopatra emprendió la fuga con buena parte de los navíos egipcios y Antonio se apresuró a seguirla abandonando a los suyos a su suerte. La escuadra de Cleopatra fue hundida casi en su totalidad por Vipsanio Agripa, y las naves restantes se rindieron incondicionalmente. La causa de Antonio estaba perdida irremisiblemente pero aun así, éste intento resistir y presentar una última batalla en tierra. Abandonado por sus hombres más leales, Antonio se suicidó para evitar caer en poder de su encarnizado enemigo, y Cleopatra siguió pronto su ejemplo.
Tras la derrota de Antonio y Cleopatra en Accio, la República se anexionó el último de los grandes reinos helenísticos que incluía las ricas tierras de Egipto, aunque la nueva posesión no fue incluida dentro del sistema regular de gobierno de las provincias, sino convertida en una propiedad personal que Octavio legaría a sus sucesores. A su regreso a Roma, el poder de Octavio fue enorme. Librándose de su último rival político y militar, había cumplido todos sus ambiciosos planes en apenas trece años, culminando el sueño de César.
Los poderes del emperador
En el año 27 a.C. se estableció una ficción de normalidad política en Roma, siéndole otorgando a Octavio, por parte del Senado, el título de Imperator Caesar Augustus (emperador César Augusto). El título de emperador, que significa «vencedor en la batalla», lo convertía en comandante de todos los ejércitos. Aseguró su poder manteniendo un frágil equilibrio entre la apariencia republicana y la realidad de una monarquía dinástica con aspecto constitucional, el Principado, en cuanto compartía sus funciones con el Senado, pero de hecho el poder del príncipe era completo. Por ello, formalmente nunca aceptó el poder absoluto aunque de hecho lo ejerció, asegurando su poder con varios puestos importantes de la República y manteniendo el mando directo sobre varias legiones. Octavio, convertido ya en amo supremo del Estado, se propuso un doble objetivo: en primer lugar, organizar el Imperium; luego, asegurar su supervivencia a su muerte. Para esta tarea, contó con el apoyo incondicional de su esposa Livia, mujer de espíritu lúcido y con una voluntad de hierro. Del matrimonio se decía: «Augusto gobierna el mundo, y Livia gobierna a Augusto». Livia, junto con Vipsanio Agripa y el propio Augusto, formaron, de facto, un triunvirato en la sombra. Posiblemente, Augusto no podría haber llevado a término todos sus planes sin haber contado con ellos, sin menoscabar el talento y el oportunismo que caracterizó toda la obra política de Augusto. Además de Livia y Agripa, Augusto contó con Mecenas para poner en marcha todo un programa de obras públicas del que años después se dijo: «Augusto recibió una ciudad de ladrillo, y la devolvió de mármol». Siempre bien aconsejado y bien servido, Augusto pudo acometer con las suficientes garantías de éxito todas sus profundas reformas institucionales.
El día después de Accio, Augusto concentraba en su persona, además de los poderes extraordinarios que el Senado y el Pueblo de Roma le habían conferido en la víspera de la ruptura con Antonio, un número de títulos considerable que siguió acumulando en los años subsiguientes. Era cónsul, poseía desde el año –33 el título de Imperator y, desde –36, la inviolabilidad tribunicia. Seguiría siendo cónsul ocho años más, hasta el –23; pero ya antes de esa fecha había empezado a evolucionar el régimen hacia una forma nueva y definitiva. En el año –30 refuerza su poder tribunicio con una nueva prerrogativa: el derecho de intercesión; en –28 abolió solemnemente los actos del Triunvirato; en –27 prescinde de sus poderes extraordinarios y, en una solemne sesión del Senado, declara restituir los poderes del Estado a los órganos tradicionales. Ante las vehementes instancias de los senadores, Octavio fingió modificar su decisión, pero con la doble decisión de no tomar sino una parte del poder y no asumirlo más que por un período de diez años (13 de enero de –27). Tres días después el Senado confería a Octavio el título sagrado de Augusto, que sería su nombre de entonces en adelante. La evolución constitucional, de donde había de salir el régimen imperial definitivo, continuó su curso durante los años siguientes. En –23 Augusto renunció al consulado, que solo asumiría ya a título excepcional en los años 5 y 2 a.C.; pero su compensación, se hizo entregar por el Senado el Imperium proconsular en toda la extensión del Estado romano y un acrecentamiento considerable de su potestad tribunicia. En –18 obtendrá una nueva ampliación de sus poderes constitucionales. Por último, en el año –12, cuando se produce la muerte de Lépido, se hará elegir pontifex maximus.
Poder tribunicio, Imperium proconsular, sumo pontífice, constituyeron desde entonces las bases del poder imperial. La primera confiere al emperador la inviolabilidad, el derecho de veto, la convocatoria y, cuando quiera, la presidencia de los comicios y del Senado. Por el Imperium proconsular, que posee tanto en Roma como en Italia, o en el conjunto de las provincias, es el Imperator el comandante en jefe del Ejército, el gran administrador de todo el territorio romano y el juez supremo. En fin, el ser sumo pontífice hace de Augusto el representante reverenciado de la religión nacional romana. A estos poderes fundamentales se unen una serie de otros poderes: el derecho de paz y de guerra, la presentación para la magistraturas, la concesión de la ciudadanía, la dirección de la anona —provisión de víveres—, la acuñación de moneda y otras prerrogativas que fue adquiriendo en el transcurso de su dilatada carrera política, atribuciones todas ellas que fueron objeto, bajo los sucesores de Augusto, de una concesión global, la Lex Imperium, de la que solo conservamos un ejemplar, desgraciadamente fragmentario, relativo al advenimiento de Vespasiano. Según la Constitución, el emperador es el primer ciudadano, princeps, título modesto que salvaguarda las apariencias sin sacrificar la realidad. De hecho, tiene los poderes de un rey absoluto. Tal vez más.
La administración imperial bajo Augusto
En el plano militar Augusto estableció las fronteras del Imperio Romano en lo que él consideraba debían ser sus límites máximos de extensión al Norte; el limes Elba-Danubio. Asimismo, finalizó la conquista de Hispania doblegando a las últimas tribus norteñas que aún permanecían ajenas al control militar romano. Esta sangrienta lucha final por el dominio de toda la península Ibérica sería conocida como las Guerras Cántabras. Tan difícil fue la tarea que Augusto se trasladó personalmente con toda su corte a la Península estableciendo Tarraco como capital imperial provisional. En este período Roma experimentó un gran crecimiento urbanístico. Hacia el 17 a.C. Hispania pasó a dominio romano por completo, y su territorio quedó organizado en tres grandes provincias: Lusitania, Tarraconense y Bética. Al norte del limes, Augusto también cosechó grandes victorias y anexionó Germania Magna, con lo que el Imperio se expandió hasta el río Elba. Pero esta situación no duraría mucho: Augusto confió la dirección de la provincia a un inexperto gobernador, Publio Quintilio Varo. Su ineptitud y su escaso entendimiento de las culturas locales, nada acostumbradas a plegarse ante un conquistador, incrementaron los recelos de los lugareños. Así fue como en el año 9 d.C. una revuelta protagonizada por el caudillo germano Arminio aniquiló las tres legiones bajo el mando de Varo en una emboscada conocida como la batalla del bosque de Teutoburgo. La reacción romana permitió evacuar, no sin ciertos problemas, al resto de las tropas acantonadas en Germania Inferior. Augusto, escandalizado ante el desastre militar, exclamaría: «¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!». Finalmente, y a pesar de los deseos iniciales de Augusto, las legiones se retiraron a defender el limes del Rin. Druso Germánico contraatacó y logró recuperar las águilas perdidas por las legiones de Varo. Augusto recomendó a su sucesor, su hijo adoptivo Tiberio, que no tratara de extender más allá del Rin sus dominios. Después de su muerte, Octavio fue consagrado como hijo del divus (divino) Julio César, lo que lo convertiría en dios.
Legionario romano de la República tardía (siglo I a.C.)





[1] Región del sur de Siria en disputa entre el Imperio seléucida y Egipto. Se correspondía con el valle de la Beká (Líbano), incluida Judea en la Antigüedad. Diodoro Sículo también incluía en Celesiria la costa palestina hasta el sur de Jaffa. El término helenístico Koile Syria que aparece por primera vez en el Anábasis (2.13.7) y que ha provocado muchos debates, ahora parece ser que ha sido simplemente una transcripción de la palabra kul del arameo, «todo», que incluiría toda la región de Siria en tiempos clásicos.





[i] La ciudad de Miseno se hallaba cerca de la antigua Cumas. Entre las dos ciudades estaba el lago Aqueresa, una especie de albufera producto de las marejadas. Nada más doblar el cabo Miseno, había un puerto al pie del promontorio y, a continuación, la costa formaba un golfo de una gran profundidad. En este golfo había un extenso bosque de matorral sobre terreno arenoso y carente de agua y que recibía el nombre de Silva Gallinaria. En este lugar fue donde los almirantes de Sexto Pompeyo reunieron a los piratas con ocasión de la revuelta que aquél instigó en Sicilia. Dicha revuelta fue la sublevación de los republicanos de Sexto Pompeyo en el año –43, para proseguir la causa de su padre el triunviro Cneo Pompeyo el Grande, contra los cesarianos, a la que se puso fin en el –39 con el tratado de Miseno, firmado por Octavio (heredero de Julio César) y Sexto Pompeyo, por el que éste mantenía el control de Sicilia, Córcega y Cerdeña, con el compromiso de asegurar los envíos de grano a Roma. En la antigüedad, Miseno fue la base naval más importante desde que la más importante flota romana, la Classis Misenensis, tuvo aquí su base. La primera vez que se estableció la base naval fue en el –27 por Marco Vipsanio Agripa. Con el cierre de la base y la cercanía de las importantes ciudades romanas de Pozzuoli y Neápolis (Nápoles), Miseno llegó a ser un emplazamiento de lujosas villas romanas de recreo. Plinio el Viejo fue el prefecto a cargo de la flota de Miseno en el 79, en la época de la erupción del monte Vesubio, visible a través de la bahía. Al avistar los inicios de la erupción, Plinio zarpó para un posible rescate, y pereció a causa de los gases provocados por la erupción. Su muerte es relatada por su sobrino Plinio el Joven, quien residió también en Miseno en aquel tiempo.

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