Tras asesinar a Julio César, los
conjurados no habían tomado ninguna precaución para asegurarse el éxito
duradero de su plan, pues estaban convencidos de que la obra política y
constitucional de aquél estaba por completo unida a su persona y se derrumbaría
del mismo golpe, y que les bastaría suprimir al dictador para restablecer ipso
facto el régimen republicano tradicional. Se equivocaron fatalmente. Eliminado
César, subsistían las razones que habían llevado al establecimiento de la
dictadura. Los cónsules Lépido y Antonio, eran dos oficiales de confianza del
asesinado César, y por tanto, el poder continuaba en manos de sus partidarios y
colaboradores. El Senado y Marco Tulio Cicerón se mostraron indecisos en los
primeros días que siguieron al magnicidio, y no hicieron nada para que evitar
una reedición de la dictadura con otro protagonista. Antonio se apoderó del
Tesoro y de los papeles personales de César, incluido su testamento, en tanto
que Lépido sublevaba a las tropas acampadas en la desembocadura del Tíber. Con
dinero y soldados tenían los medios necesarios para enfrentarse al Senado. Ante
la oposición declarada de Antonio, el Senado no se atrevió a proclamar tirano a
César, lo que hubiese supuesto la derogación de todas sus leyes y
disposiciones. A propuesta del mismísimo Cicerón, republicanos y partidarios de
César se pusieron de acuerdo para olvidar el pasado y proclamar una amnistía.
Los conjurados, que se habían atrincherado en el Capitolio, descendieron de él;
Bruto y Casio, los cabecillas, se reconciliaron solemnemente con Lépido y
Antonio.
Éste había conseguido una
primera victoria al ganar tiempo e impedir que el Senado actuase en el momento
decisivo. Antonio maniobró con astucia para completar su éxito y adueñarse del
poder. Procedió hábilmente mediante una serie de golpes de efecto muy
teatrales, que tuvieron como resultado sobreexcitar a la plebe, indignada por
el asesinato y claramente partidaria de César, por lo que no le fue difícil a
Antonio —que siempre había gozado de su favor— ganarla para su causa. El primero
fue la lectura pública del testamento de César. Éste adoptaba por heredero a su
sobrino segundo Octaviano, que entonces tenía dieciocho años, y, en caso de
faltar éste, a Bruto, uno de sus asesinos. Dejaba al Estado sus jardines de la
región Transtiberina y a cada ciudadano la cantidad de trescientos sestercios.
No es de extrañar que creciera el entusiasmo popular. Animado por este primer
triunfo, Antonio se animó pronto a más. El día de los funerales de César
procedió con una pericia consumada a una puesta en escena de primer orden. El
pueblo, arrebatado, se amotinó en masa. La Curia fue incendiada, y, temiendo
por su vida, los conjurados emprendieron la fuga.
Antonio había logrado el fin
que se proponía; ya era dueño de lo que quedaba de la República. El Senado, en
vez de restaurar la antigua Constitución, solo consiguió con la muerte de César
cambiar a un dictador por otro. Antonio usó el poder recién obtenido. No
carecía de ideas políticas propias, pero se entregó a satisfacer su sed de
venganza. Los documentos de César, falsificados sin escrúpulo, le sirvieron
para justificar algunas de sus decisiones. Traficó con las dignidades y
títulos, vendió provincias enteras y reunió en un mes, gracias a sus turbios
procedimientos, una fortuna escandalosa. Sus métodos habrían hecho palidecer de
envidia al mismísimo Craso. Desposeyó a Bruto y Casio de sus gobiernos de
Macedonia y Siria, que asignó, la primera, a Dolabela, su colega en el
Consulado, y la segunda, a sí mismo. Todo le salía a pedir de boca y el Senado solo
podía resignarse a sus caprichos y comprender, tardíamente, que habían cambiado
a un gobernante de talento, por un tirano brutal. Pero entonces se produjo un
nuevo acontecimiento que va a comprometer todos los planes de Antonio y a
alimentar las esperanzas de desembarazarse de él que abrigaban sus adversarios.
Octaviano entró en acción.
Enviado por César a Apolonia
para terminar sus estudios, Octaviano se enteró allí de la muerte de aquél y
recibió la noticia de que el dictador había dispuesto en su testamento que él
fuese el heredero de su nombre y de su inmensa fortuna. De regreso a Roma, hizo
una entrada modesta y se guardó bien de manifestar con sus primeros actos
pretensión alguna a la sucesión política de su tío segundo; pero pronto, el
prestigio de su nombre —a partir de entonces se hizo llamar César Octavio—, los
legados que entregó, en nombre de César, a los veteranos y al pueblo,
comenzaron a congregar tras él a un partido numeroso y fortalecido. Los más
avispados de entre los senadores vieron en esta circunstancia, si bien no un
medio seguro, sí, al menos, una última ocasión de salvar a la agonizante
República. Cicerón tomó la dirección del movimiento, no porque tuviera en
Octavio una gran confianza, de hecho recelaba de sus intenciones, sino porque
necesitaba el prestigio de su nombre y, sobre todo, a sus tropas si quería
deshacerse de Antonio. No obstante, todos pensaban en aquello momentos que el
brutal Antonio se desharía del muchacho sin parpadear: Por otra parte, solamente
el nombre y el parentesco de Octavio podían, según pensaban Cicerón y los
suyos, ganar para la causa republicana el formidable ejército del que ellos
carecían para derrotar a Antonio por la fuerza de las armas, pues sabían que
era el único modo de desalojarlo del poder. Además, se podía suponer que
Octavio, joven e inexperto, no albergaría excesivas pretensiones políticas y
que se le podría manejar fácilmente. De todos modos, Cicerón no tenía más
alternativas. Era el único as que tenía y debía arriesgarse, aun a riesgo de
perder la partida.
Inicialmente, las cosas se
presentaron de forma bastante favorable para los intereses de Cicerón. Antonio
se acababa de marchar de Roma, a la cabeza de un ejército, para arrebatarle la
Galia Cisalpina a Décimo Bruto y sitiarle después en Mutina (Módena). Un
ejército del Senado bajo el mando de los cónsules Hircio y Pansa, a los cuales
se había unido Octavio en calidad de propretor, salió a socorrer a los
sitiados. Era el año 43 a.C., apenas había transcurrido un año desde el asesinato
de Julio César, y su heredero, el joven Octavio, rompía el cerco y derrotaba a
Antonio en Mutina. Desgraciadamente —y ésta era una pérdida irreparable para
los republicanos—, los dos cónsules perecieron en la batalla, y Octavio quedó
como único jefe del ejército victoriosa. Mientras que Antonio huía a la Galia,
él reclamó para sí una de las vacantes de Consulado. El Senado, que no estaba
dispuesto a restaurar la dictadura, se negó rotundamente. Emulando a su tío,
Octavio marchó sobre Roma al frente de sus tropas y se hizo nombrar cónsul;
después, rompiendo con sus aliados, inició las negociaciones con Antonio y
Lépido para repartirse el poder.
El encuentro entre los tres
comandantes se celebró no lejos de Bolonia, en una pequeña isla del Reno, y en
ella se llegó a un pacto tripartito: una reedición del Triunvirato. Octavio
había representado su papel admirablemente. El Senado fue burlado y vencido al
mismo tiempo: la estrategia de Cicerón había fracasado estrepitosamente y solo
había logrado sustituir la dictadura de Antonio por un segundo Triunvirato. O
lo que era lo mismo: había cambiado a un dictador por tres tiranos.
El segundo Triunvirato y el
fin del partido republicano
Constituido por Antonio,
Octavio y Lépido, el segundo Triunvirato no era, a diferencia del primero, una
asociación de tres ciudadanos particulares, sino que constituía una
magistratura oficial, que confería a los triunviros atribuciones legales
perfectamente definidas. Investidos por cinco años del Imperium con poder
constituyente por medio de decretos-leyes y el derecho de nombrar todas las
magistraturas, se repartieron las provincias de Occidente, las únicas de que podían
disponer por el momento: Octavio recibió África, Sicilia y Cerdeña; Antonio la
Galia Cisalpina y la Transalpina; Lépido, España y la Narbonense. Significaba,
en fin, la omnipotencia para los triunviros en el Mediterráneo occidental.
La formación del segundo
Triunvirato cayó como un jarro de agua fría sobre Cicerón, Bruto, Casio y sus
partidarios, pues nada lo había hecho prever y era para el partido republicano
su sentencia de muerte. Sin embargo, su agonía iba a prolongarse un año más. Su
aniquilamiento se realizó en dos etapas y por distintos procedimientos; en
Italia, por las proscripciones; en Oriente, por la fuerza de las armas. Los
triunviros, dueños de Italia, no tuvieron más que cursar órdenes para librarse
de sus adversarios. Aun antes de llegar a Roma se hicieron preceder de un
edicto de proscripción, que suponía la muerte para diecisiete dirigentes del
partido republicano. Una vez dentro de la capital, a la que trataban como una
ciudad conquistada, completaron el edicto preliminar para un decreto general de
proscripción; entre las víctimas designadas figuraba uno de los tutores de
Octavio, un tío de Antonio y un hermano de Lépido. La ejecución del edicto se
llevó a cabo con furor y salvajismo inauditos. Algunos proscriptos lograron
llegar a Macedonia, Siria y África, que tenían gobernadores republicanos; la
mayoría de ellos fueron ejecutados, sus cabezas clavadas en la tribuna de
arengas y sus bienes confiscados metódicamente. Cicerón escapó de su villa de
Tusculum para embarcar luego a Gaeta, siendo allí alcanzado por los agentes de
los triunviros y ejecutado a finales del año 43 a.C.
En Oriente la tarea fue mucho
más dura. El partido republicano había reunido allí un poderoso ejército y,
para destruirlo, los triunviros tuvieron que recurrir a las armas. Casio,
gobernador de Siria, disponía de las legiones de Oriente; Bruto, gobernador de
Macedonia, encontró en este país balcánico numerosas tropas, compuestas en su
mayor parte por veteranos de las tropas pompeyanas. Para obtener dinero gravaron
a las provincias de Asia con onerosos impuestos y sometieron a esos territorios
a un saqueo sistemático. En el otoño del –42 Octavio y Antonio pasaron a Grecia
al frente de un ejército considerable. Bruto y Casio lograron oponerles 80.000
infantes y 20.000 jinetes; su flota, dueña del mar bajo el mando del hijo de
Pompeyo, interceptaba las comunicaciones de los triunviros con Italia, su base
de operaciones. Pronto se enfrentaron ambos ejércitos en las llanuras de
Filipos, en Macedonia. En el ejército republicano crecía la discordia y los dos
comandantes no se ponían de acuerdo sobre la táctica a seguir. Casio, conocedor
de las dificultades que tenía el enemigo, quería aplazar el choque para que sus
tropas se fuesen disgregando a causa de los motines y las deserciones. Bruto
quería terminar la guerra cuanto antes. Su opinión prevaleció y se decidió que
presentarían batalla de forma inmediata.
Cada uno de los dos ejércitos
estaba dividido en dos cuerpos: Bruto marchó contra Octavio y Casio contra
Antonio. En un primer envite fueron arrolladas las tropas que mandaba Octavio;
pero Antonio, por su parte, venció a Casio, que se suicidó para no caer
prisionero. Bruto se quedo solo frente al ejército de los triunviros. En un
segundo encuentro fue derrotado Bruto, que también se quitó la vida. Los restos
del ejército republicano se rindieron. Octavio, que había sido menos
determinante en la victoria, se mostró inexorable con los vencidos y los
condenó a muerte. El partido republicano estaba vencido y acabado. Como fuerza
de combate solo conservaba la escuadra que fue a unirse a Sexto Pompeyo en
Occidente. Desembarazados de sus adversarios, Octavio y Antonio procedieron a
un nuevo reparto territorial de los territorios romanos, del que excluyeron a
su colega Lépido, al que se disponían a eliminar ya del triunvirato. Octavio
recibió España y Numidia; Antonio, la Galia Transalpina y África. Les quedaba
por arreglar una grave cuestión: cumplir las promesas, en dinero y tierras, que
habían hecho a sus soldados antes de iniciar la lucha final contra los
republicanos. Octavio y Antonio se repartieron la tarea; el primero regresó a
Italia para procurarse las tierras necesarias mediante confiscaciones y
distribuirlas entre sus soldados; el segundo marchó a Oriente en busca de dinero.
En esta ocasión cada uno escogió lo que le aconsejaba su naturaleza y su
temperamento; Octavio, político hábil y prudente, asumía una ingrata labor,
pero de la que esperaba mucho para la ulterior consecución de sus planes;
Antonio, autoritario y pródigo, iba a satisfacer en Oriente sus preferencias
monárquicas. El mundo romano estaba en juego. A partir de aquel día, por
ceguera o error de cálculo, comienza Antonio, sin saberlo, a perder la partida.
Octavio de apodera de
Occidente (42–31 a.C.)
El joven Octavio tuvo una idea
muy clara desde la formación del segundo Triunvirato: hacer de Occidente la
base de su poder y apoyarse en él para conquistar el Estado. Para ello se
empleó a fondo en la consumación de este plan librándose sucesivamente de todos
sus rivales. Será Octavio quien realmente funde el Imperio Romano tras eliminar
a Marco Antonio, adoptando después el pomposo título de «Primus inter pares»,
lo que viene a ser el primero entre iguales. La toma del poder en Occidente por
Octavio tuvo dos vertientes: una militar y otra diplomática. Se prolongó seis
años (40–36) y comprendió cuatro etapas.
La guerra de Perusa. Octavio,
dueño de Italia (–41)
El Tratado de Filipos (–42)
había dejado a Antonio los gobiernos de la Narbonense y la Galia Transalpina y
a Lépido la expectativa de África. Octavio, que había asumido la difícil tarea
de encontrar tierras en Italia para distribuir entre sus veteranos, tuvo que
habérselas pronto —como, sin duda, había previsto Antonio— con los más graves
obstáculos. Los soldados exigían el inmediato cumplimiento de las promesas que
les habían sido hechas. Octavio, forzado por las circunstancias, tuvo que obrar
rápidamente. Los propietarios de dieciocho villas italianas, entre ellos los
poetas Propercio y Virgilio, fueron desahuciados por la fuerza y sus tierras
confiscadas. Protestaron airadamente, y muchos de ellos acudieron a Roma para
presentar sus quejas. Los excesos de los veteranos a expensas de sus vecinos y
sus constantes peticiones de dinero agravaron aún más la situación; los
partidarios de Antonio que permanecían en Occidente, sobre todo su esposa
Fulvia y su hermano, entonces cónsul, Lucio Antonio, se pusieron al frente del
movimiento de resistencia. Lucio se apoderó de Roma al frente de 100.000
hombres y expulsó a Octavio de la ciudad. Pero su triunfo fue de corta
duración. Octavio contaba con tropas leales y con un excelente lugarteniente:
Marco Vipsanio Agripa. Éste volvió a ocupar la ciudad, obligó a Lucio Antonio a
retirarse al centro de la Península y lo sitió en Perusa. La ciudad, reducida
por el hambre a las más tristes calamidades, tuvo que capitular después de una
resistencia encarnizada. Lucio Antonio fue hecho prisionero y Fulvia, con sus
últimos partidarios, embarcó para reunirse con su marido. Esta desgraciada
tentativa no tuvo por resultado sino asegurar a Octavio el dominio completo y
definitivo de Italia (–41).
El Tratado de Bríndisi.
Octavio, dueño de la Galia (–40)
Antonio, instigado por su
mujer y sus amigos, inquieto por los avances de Octavio en Occidente, vino de
Oriente por mar y desembarcó en Bríndisi. Por un momento pareció inevitable una
nueva guerra civil. Pero Octavio, que prudentemente aún no veía suficientemente
consolidado su poder, prefirió evitar el conflicto armado. Los soldados de
ambos bandos tampoco se mostraron entusiasmados con la perspectiva de tener que
batirse nuevamente con sus compañeros de armas. Dos amigos comunes mediaron y
los dos triunviros firmaron en Bríndisi un compromiso: Antonio recibía todo el
Oriente; Octavio añadía a sus territorios la Galia Transalpina y la Narbonense.
Excepto África, cedida a Lépido, ya poseía Octavio todo el Occidente. Esta era
una nueva etapa hacia la realización de su plan.
El Tratado de Miseno. Octavio
adquiere Córcega y Cerdeña (–36)
La situación se complicó
durante algún tiempo por la entrada en escena de un nuevo actor: Sexto Pompeyo,
hijo natural de Cneo Pompeyo. Sexto se había aprovechado de los trastornos que
siguieron a la muerte de César para hacerse con una flota poderosa en el
Mediterráneo. Después de la batalla de Filipos toda la escuadra republicana, a
las órdenes de Domicio Ahenobarbo, se había pasado a su partido. Con estos
refuerzos Sexto Pompeyo ocupó las grandes islas del Mediterráneo occidental
—Córcega, Cerdeña, Sicilia— e interceptó los suministros de provisiones a Roma.
Su poder era tal, al día siguiente del Tratado de Bríndisi, que los triunviros
tuvieron que resignarse a reconocerlo. Un nuevo tratado firmado en Miseno[i] —un antiguo puerto en el extremo
occidental del golfo de Nápoles, en el mar Tirreno—, le confirmó en la posesión
de las tres grandes islas, prometiéndole además el gobierno de Acaya, provincia
cuya extensión abarcaba la península del Peloponeso y otras zonas de la Grecia
meridional, limitando por el norte con Epiro y Macedonia. (–39). Desde luego,
Octavio y Antonio hicieron estas concesiones de mala gana y a causa de las
múltiples dificultades con las que tenían que lidiar, pero ambos estaban
decididos a desalojar a Sexto Pompeyo del poder en la primera ocasión que se
les presentase. Octavio, sobre todo, no podía dejar a su antojo los suministros
de víveres y quería completar lo antes posible su dominio sobre Occidente
mediante la ocupación de las grandes islas mediterráneas. Derrotado por Agripa
en la batalla naval de Nauloco (–36), Sexto Pompeyo huyó a Oriente, donde poco
después fue arrestado y condenado a muerte. Octavio se apoderó ese mismo año de
Córcega y Cerdeña.
El desposeimiento de Lépido y
la ocupación de Sicilia y África
Para completar su obra en
Occidente, no le quedaba a Octavio sino dominar Sicilia y África. En el decurso
del conflicto con Sexto Pompeyo, Lépido había ocupado militarmente Sicilia y
pretendía mantenerla bajo su control, como concesión por el apoyo prestado.
Octavio se negó categóricamente a ello. Lépido, abandonado por sus tropas, tuvo
que ponerse a disposición de su rival. Perdió su condición de triunviro y cedió
a Octavio, además de Sicilia, la misma África; en compensación éste le perdonó
la vida y le dejó la dignidad de pontifex maximus hasta su muerte. Al ser
depuesto Lépido se completa la división territorial del Estado romano en dos
mitades: una occidental y otra oriental. Octavio había eliminado en Occidente,
uno tras otro, a sus dos colegas, Antonio y Lépido, y quedaba como único dueño
de aquella mitad. La primera parte de su plan se había completado.
La guerra con Antonio y Cleopatra
La posesión de Occidente no
significaba para Octavio sino la primera etapa, el punto de partida para la conquista
ulterior del Estado romano en su totalidad. Antonio, en Oriente, alimentaba
análogos planes y contaba con reconstruir la herencia de César en su provecho.
La experiencia del pasado le había convencido de que una gran guerra victoriosa
constituía el medio más seguro de encaramarse al Imperium. De aquí que Antonio
pretendiera abrirse el camino de la monarquía mediante la guerra con los
partos, como antes lo había hecho César con la conquista de la Galia. Pero, a
partir del año –41, se había encontrado con la reina de Egipto, Cleopatra VII
Filopátor, genio del mal que habría de conducirle —de fracaso en fracaso, de
error en error y de locura en locura— a la ruina final. Solo en el –36, después
de cinco años de tergiversaciones, estimulado por los progresos de Octavio en
Occidente, abordó la realización de su gran idea con una ofensiva a fondo
contra los partos. Después de atravesar Armenia, el ejército romano avanzó
hasta Fraata; pero Antonio no pudo tomar la ciudad y tuvo que batirse en
retirada, una retirada desastrosa, en medio de un país desconocido, con una
orografía complicada y bajo un clima insoportable, encontrando allí la muerte
20.000 soldados romanos. Una nueva tentativa dos años más tarde, en el curso de
la cual todo lo que pudo conseguir Antonio fue la persona del rey de Armenia,
al que acusaba de traición, vino a ser tan infructuosa como la anterior. El prestigio
militar de Antonio se había esfumado y sus hombres ya no confiaban en él como
antaño.
Si la política exterior de Antonio fue desastrosa,
la interior aún lo fue más. Su principal preocupación fue explotar a las
provincias sometidas a su autoridad con objeto de obtener de ellas el dinero
que necesitaba para sus prodigalidades y sus orgías palaciegas, que a veces se
prolongaban durante varios días. Pero sus infamias fueron todavía a más,
enajenando, en provecho de Cleopatra y de los hijos que de ella tuvo, una parte
del territorio romano. Incorporó a su reino Fenicia, Celesiria[1], parte de Cilicia, Judea y la
isla de Chipre. En –36 reconoció como reyes a Alejandro, Cleopatra, Selenio y
Ptolomeo, y en –33 procedió a repartir nuevamente entre ellos Armenia, Cilicia,
Cirenaica y las islas de Chipre y Creta. Su actitud sumisa ante Cleopatra era
un continuo insulto al orgullo romano y una afrenta intolerable para muchos de
sus veteranos. Convertido en bufón de la reina de Egipto, Antonio había
traicionado los intereses de Roma y —complaciéndose en ello— arruinado su
propia causa. Abandonado por muchos de sus antiguos camaradas, convertido en un
reyezuelo oriental, ya estaba Antonio medio vencido antes de enfrentarse a
Octavio.
Hacía ya tiempo que se
consideraba inevitable la ruptura entre los dos socios de gobierno. La
deposición de Lépido en el –36 había dejado a los dos rivales frente a frente.
A partir del año –33 se reveló el conflicto como fatal y cercano. En el fondo,
la rivalidad de Antonio y Octavio era por completo personal; eran dos hombres
ambiciosos, ambos aspirantes a ejercer el poder absoluto como monarcas, cada
uno de ellos deseando librarse de un rival molesto. Pero Octavio, que se había
convertido, a fuerza de habilidad y astucia, en el hombre fuerte de Occidente,
tuvo el acierto de presentar su causa como la causa misma de la Patria. La
lectura del testamento de Antonio en el Senado confirmando las cesiones de
territorio romano que hacía a Cleopatra y sus hijos, y su deseo de ser
enterrado en una tumba excavada en la roca a la manera de los antiguos
faraones, soliviantaron a los senadores y les convencieron de que Antonio deseaba
trasladar la capitalidad del Imperio de Roma a Alejandría. Además, Antonio
repudiaba a su segunda esposa, Octavia, única hermana de Octavio, y que
llegaría a ser una de las mujeres patricias más respetadas y admiradas por sus
contemporáneos, tanto por su humanidad, como por conservar las virtudes
femeninas tradicionales propias de las matronas romanas. Todas estas ofensas
fueron consideradas intolerables y el Senado declaró la guerra a Cleopatra, y
precisamente a la reina de Egipto, sola, para darle carácter a la sanción de
una guerra en toda regla contra una potencia extranjera.
Octavio, que a la sazón
desempeñaba el cargo de cónsul (–31) fue designado por el Senado para dirigir
las operaciones militares contra la «hechicera» egipcia, como tildaron a Cleopatra.
Todo se decidió en la batalla naval que libraron las dos flotas a la vista del
promontorio de Accio (–31). En mitad del combate, cuando estaba indeciso el
resultado, Cleopatra emprendió la fuga con buena parte de los navíos egipcios y
Antonio se apresuró a seguirla abandonando a los suyos a su suerte. La escuadra
de Cleopatra fue hundida casi en su totalidad por Vipsanio Agripa, y las naves
restantes se rindieron incondicionalmente. La causa de Antonio estaba perdida
irremisiblemente pero aun así, éste intento resistir y presentar una última
batalla en tierra. Abandonado por sus hombres más leales, Antonio se suicidó
para evitar caer en poder de su encarnizado enemigo, y Cleopatra siguió pronto
su ejemplo.
Tras la derrota de Antonio y
Cleopatra en Accio, la República se anexionó el último de los grandes reinos
helenísticos que incluía las ricas tierras de Egipto, aunque la nueva posesión
no fue incluida dentro del sistema regular de gobierno de las provincias, sino
convertida en una propiedad personal que Octavio legaría a sus sucesores. A su
regreso a Roma, el poder de Octavio fue enorme. Librándose de su último rival
político y militar, había cumplido todos sus ambiciosos planes en apenas trece
años, culminando el sueño de César.
Los poderes del emperador
En el año 27 a.C. se
estableció una ficción de normalidad política en Roma, siéndole otorgando a Octavio,
por parte del Senado, el título de Imperator Caesar Augustus (emperador César
Augusto). El título de emperador, que significa «vencedor en la batalla», lo
convertía en comandante de todos los ejércitos. Aseguró su poder manteniendo un
frágil equilibrio entre la apariencia republicana y la realidad de una
monarquía dinástica con aspecto constitucional, el Principado, en cuanto
compartía sus funciones con el Senado, pero de hecho el poder del príncipe era
completo. Por ello, formalmente nunca aceptó el poder absoluto aunque de hecho
lo ejerció, asegurando su poder con varios puestos importantes de la República
y manteniendo el mando directo sobre varias legiones. Octavio, convertido ya en
amo supremo del Estado, se propuso un doble objetivo: en primer lugar,
organizar el Imperium; luego, asegurar su supervivencia a su muerte. Para esta
tarea, contó con el apoyo incondicional de su esposa Livia, mujer de espíritu
lúcido y con una voluntad de hierro. Del matrimonio se decía: «Augusto gobierna
el mundo, y Livia gobierna a Augusto». Livia, junto con Vipsanio Agripa y el
propio Augusto, formaron, de facto, un triunvirato en la sombra. Posiblemente,
Augusto no podría haber llevado a término todos sus planes sin haber contado
con ellos, sin menoscabar el talento y el oportunismo que caracterizó toda la
obra política de Augusto. Además de Livia y Agripa, Augusto contó con Mecenas
para poner en marcha todo un programa de obras públicas del que años después se
dijo: «Augusto recibió una ciudad de ladrillo, y la devolvió de mármol».
Siempre bien aconsejado y bien servido, Augusto pudo acometer con las
suficientes garantías de éxito todas sus profundas reformas institucionales.
El día después de Accio,
Augusto concentraba en su persona, además de los poderes extraordinarios que el
Senado y el Pueblo de Roma le habían conferido en la víspera de la ruptura con
Antonio, un número de títulos considerable que siguió acumulando en los años
subsiguientes. Era cónsul, poseía desde el año –33 el título de Imperator y,
desde –36, la inviolabilidad tribunicia. Seguiría siendo cónsul ocho años más,
hasta el –23; pero ya antes de esa fecha había empezado a evolucionar el
régimen hacia una forma nueva y definitiva. En el año –30 refuerza su poder
tribunicio con una nueva prerrogativa: el derecho de intercesión; en –28 abolió
solemnemente los actos del Triunvirato; en –27 prescinde de sus poderes
extraordinarios y, en una solemne sesión del Senado, declara restituir los
poderes del Estado a los órganos tradicionales. Ante las vehementes instancias
de los senadores, Octavio fingió modificar su decisión, pero con la doble
decisión de no tomar sino una parte del poder y no asumirlo más que por un
período de diez años (13 de enero de –27). Tres días después el Senado confería
a Octavio el título sagrado de Augusto, que sería su nombre de entonces en
adelante. La evolución constitucional, de donde había de salir el régimen
imperial definitivo, continuó su curso durante los años siguientes. En –23
Augusto renunció al consulado, que solo asumiría ya a título excepcional en los
años 5 y 2 a.C.; pero su compensación, se hizo entregar por el Senado el
Imperium proconsular en toda la extensión del Estado romano y un
acrecentamiento considerable de su potestad tribunicia. En –18 obtendrá una
nueva ampliación de sus poderes constitucionales. Por último, en el año –12,
cuando se produce la muerte de Lépido, se hará elegir pontifex maximus.
Poder tribunicio, Imperium
proconsular, sumo pontífice, constituyeron desde entonces las bases del poder
imperial. La primera confiere al emperador la inviolabilidad, el derecho de
veto, la convocatoria y, cuando quiera, la presidencia de los comicios y del
Senado. Por el Imperium proconsular, que posee tanto en Roma como en Italia, o
en el conjunto de las provincias, es el Imperator el comandante en jefe del
Ejército, el gran administrador de todo el territorio romano y el juez supremo.
En fin, el ser sumo pontífice hace de Augusto el representante reverenciado de
la religión nacional romana. A estos poderes fundamentales se unen una serie de
otros poderes: el derecho de paz y de guerra, la presentación para la
magistraturas, la concesión de la ciudadanía, la dirección de la anona
—provisión de víveres—, la acuñación de moneda y otras prerrogativas que fue
adquiriendo en el transcurso de su dilatada carrera política, atribuciones
todas ellas que fueron objeto, bajo los sucesores de Augusto, de una concesión
global, la Lex Imperium, de la que solo conservamos un ejemplar,
desgraciadamente fragmentario, relativo al advenimiento de Vespasiano. Según la
Constitución, el emperador es el primer ciudadano, princeps, título modesto que
salvaguarda las apariencias sin sacrificar la realidad. De hecho, tiene los
poderes de un rey absoluto. Tal vez más.
La administración imperial
bajo Augusto
En el plano militar Augusto
estableció las fronteras del Imperio Romano en lo que él consideraba debían ser
sus límites máximos de extensión al Norte; el limes Elba-Danubio. Asimismo,
finalizó la conquista de Hispania doblegando a las últimas tribus norteñas que aún
permanecían ajenas al control militar romano. Esta sangrienta lucha final por
el dominio de toda la península Ibérica sería conocida como las Guerras
Cántabras. Tan difícil fue la tarea que Augusto se trasladó personalmente con
toda su corte a la Península estableciendo Tarraco como capital imperial provisional.
En este período Roma experimentó un gran crecimiento urbanístico. Hacia el 17 a.C.
Hispania pasó a dominio romano por completo, y su territorio quedó organizado
en tres grandes provincias: Lusitania, Tarraconense y Bética. Al norte del
limes, Augusto también cosechó grandes victorias y anexionó Germania Magna, con
lo que el Imperio se expandió hasta el río Elba. Pero esta situación no duraría
mucho: Augusto confió la dirección de la provincia a un inexperto gobernador,
Publio Quintilio Varo. Su ineptitud y su escaso entendimiento de las culturas
locales, nada acostumbradas a plegarse ante un conquistador, incrementaron los
recelos de los lugareños. Así fue como en el año 9 d.C. una revuelta
protagonizada por el caudillo germano Arminio aniquiló las tres legiones bajo el
mando de Varo en una emboscada conocida como la batalla del bosque de
Teutoburgo. La reacción romana permitió evacuar, no sin ciertos problemas, al
resto de las tropas acantonadas en Germania Inferior. Augusto, escandalizado
ante el desastre militar, exclamaría: «¡Quintilio Varo, devuélveme mis
legiones!». Finalmente, y a pesar de los deseos iniciales de Augusto, las
legiones se retiraron a defender el limes del Rin. Druso Germánico contraatacó
y logró recuperar las águilas perdidas por las legiones de Varo. Augusto
recomendó a su sucesor, su hijo adoptivo Tiberio, que no tratara de extender
más allá del Rin sus dominios. Después de su muerte, Octavio fue consagrado
como hijo del divus (divino) Julio César, lo que lo convertiría en dios.
Legionario romano de la República tardía (siglo I a.C.) |
[1]
Región del sur de Siria en disputa entre el Imperio seléucida y Egipto. Se
correspondía con el valle de la Beká (Líbano), incluida Judea en la Antigüedad.
Diodoro Sículo también incluía en Celesiria la costa palestina hasta el sur de
Jaffa. El término helenístico Koile Syria
que aparece por primera vez en el Anábasis
(2.13.7) y que ha provocado muchos debates, ahora parece ser que ha sido
simplemente una transcripción de la palabra kul
del arameo, «todo», que incluiría toda la región de Siria en tiempos clásicos.
[i] La ciudad de Miseno se hallaba cerca de la antigua Cumas. Entre las dos
ciudades estaba el lago Aqueresa, una especie de albufera producto de las
marejadas. Nada más doblar el cabo Miseno, había un puerto al pie del
promontorio y, a continuación, la costa formaba un golfo de una gran
profundidad. En este golfo había un extenso bosque de matorral sobre terreno
arenoso y carente de agua y que recibía el nombre de Silva Gallinaria. En este lugar fue donde los almirantes de Sexto
Pompeyo reunieron a los piratas con ocasión de la revuelta que aquél instigó en
Sicilia. Dicha revuelta fue la sublevación de los republicanos de Sexto Pompeyo
en el año –43, para proseguir la causa de su padre el triunviro Cneo Pompeyo el
Grande, contra los cesarianos, a la que se puso fin en el –39 con el tratado de
Miseno, firmado por Octavio (heredero de Julio César) y Sexto Pompeyo, por el
que éste mantenía el control de Sicilia, Córcega y Cerdeña, con el compromiso
de asegurar los envíos de grano a Roma. En la antigüedad, Miseno fue la base
naval más importante desde que la más importante flota romana, la Classis Misenensis, tuvo aquí su base.
La primera vez que se estableció la base naval fue en el –27 por Marco Vipsanio
Agripa. Con el cierre de la base y la cercanía de las importantes ciudades
romanas de Pozzuoli y Neápolis (Nápoles), Miseno llegó a ser un emplazamiento
de lujosas villas romanas de recreo. Plinio el Viejo fue el prefecto a cargo de
la flota de Miseno en el 79, en la época de la erupción del monte Vesubio,
visible a través de la bahía. Al avistar los inicios de la erupción, Plinio
zarpó para un posible rescate, y pereció a causa de los gases provocados por la
erupción. Su muerte es relatada por su sobrino Plinio el Joven, quien residió
también en Miseno en aquel tiempo.
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