Se detuvo casi completamente
la evolución de Roma hacia una democracia integral, encaminada por la Lex
Hortensia del año 287 a.C., que daba carácter de ley a los plebiscitos, o sea,
las decisiones que tomara la plebe en sus asambleas. Frente a una clase
política hasta entonces austera y eminentemente rural, se abrían ricas
provincias y la riqueza y el poder que emanaba de ellas socavaría finalmente
las costumbres. Sin embargo, se había dado un paso decisivo. Antes, Roma era
una de las potencias del Mediterráneo; ahora, era la única potencia. Muy pronto
impondría sus leyes por doquier. Esa fue una época breve pero convulsa (desde
202 a.C., batalla de Zama, hasta el 31 a.C., batalla naval de Accio) en cuyo
transcurso se creó, en forma desordenada pero incontenible la hegemonía
mediterránea de Roma. Puede definirse también como la época en que las
estructuras de la República, sometidas a múltiples tensiones sociales,
económicas, demográficas, culturales e institucionales, ligadas a la formación
del Imperio, se resquebrajaron pavorosamente y desembocaron al fin en una
trágica sucesión de guerras civiles.
De ahí emergerá la estructura
apropiada para el gobierno del Imperio, el principado, que prefiguró César y
asumió definitivamente Octaviano, su hijo adoptivo, que más tarde sería
proclamado Augusto. Fue Julio César quien inició la transición de la República
al Imperio —una monarquía de facto en la que se mantuvieron las formas
republicanas—, y pagó con su vida ese «delito contra los derechos más sacros».
Y eso que había procedido cautelosamente.
Después de su aplastante
victoria sobre Cartago, Roma se convirtió en la mayor potencia del
Mediterráneo. La lucha había dejado, por añadidura, en herencia una gran
provincia occidental, España, y una tenaz enemistad en Oriente con el rey de
Macedonia, que se había puesto de parte de Aníbal en el momento de mayor
peligro para Roma. La presencia de tropas romanas en España impulsaba,
inevitablemente, a unir el nuevo territorio adquirido con Italia por vía
terrestre: por consiguiente, a dominar las llanuras del Po, la Galia meridional
y el arco alpino. De un modo inexorable también, el antagonismo con Macedonia
tendía a implicar a la República en el intrincado y turbulento mundo de la
política oriental. Roma aprendió pronto que un Estado elevado a la jerarquía de
gran potencia, deseoso de mantenerla, está obligado a interesarse por ella y a
acrecentarla y defenderla continuamente.
Roma atacó a Macedonia en la
primera ocasión que se le presentó pero sufrió una terrible debacle, viéndose
obligada a entregar su flota, a recluirse dentro de sus fronteras, a pagar una
ruinosa indemnización de guerra y a desalojar Grecia, que recuperó
momentáneamente su libertad, sin injerencias romanas o macedonias. El único
resultado de ello fue que los estados griegos trataron continuamente de
implicar a los romanos en sus contiendas, y que al cabo de treinta años fue
necesario emprender una campaña militar a gran escala para liquidar a Macedonia
y, en definitiva, la República debió asumir la administración directa de
Macedonia y Grecia, que terminó anexionándose y convirtiendo en provincia bajo
el nombre de Acaya.
Al mismo tiempo, al suprimirse
el peligro inmediato, los romanos se habían puesto en contacto con otro más
lejano, el que representaba Antíoco III, rey de Siria, cuyas victorias
reconstruyeron el poderoso reino de sus antepasados, y que no estaba dispuesto
de manera alguna a aceptar la supremacía romana. En el intervalo entre una
guerra macedónica y otra, las legiones debieron medir sus armas contra este nuevo
adversario y vencieron, naturalmente. Los políticos romanos procuraron
consolidar su triunfo sin comprometerse más profundamente en los asuntos de
Oriente y confiaron los territorios arrebatados a Antíoco, a Rodas, Pérgamo y
Cibira, estados satélites, dirigidos desde Roma y dispuestos a defenderlos
frente a Asia. Sin embargo, se trataba de satélites que no podían regirse —ni
diplomática ni militarmente— sin la implicación directa de la gran metrópoli:
Roma. Además, Atalo III, rey de Pérgamo, el mayor de los estados-vasallos, lo
dejó en herencia al pueblo romano, que, en consecuencia, debió asumir
directamente el dudoso honor de una constante presencia militar en Asia. Era
una presencia que enriquecía a los adjudicadores de impuestos y a los
gobernantes y comerciantes, pero que ponía a Roma en contacto con una sociedad
profundamente diferente, dispuesta a adorar a sus gobernantes como dioses
encarnados. Además, suscitaba siempre nuevos adversarios: uno de ellos,
Mitrídates VI del Ponto, amenazó con echar abajo todo el dispositivo romano en
Oriente y para acabar con él fue necesario apelar a los mejores generales
romanos, como Sila, Murena, Lúculo y Cneo Pompeyo. Por último, se hizo
inevitable la gestión directa de Roma en casi todos los territorios del Asia
Menor y la costa oriental mediterránea. Una vez más sin resolver completamente
el problema, porque más allá de las provincias subyugadas se encontraba otro
formidable adversario, el reino de los partos[i]. Además de sus notables
conquistas, la enemistad con este lejano imperio asiático, fue el legado
diplomático que la República transfirió al Imperio en Oriente, y se mantuvo
durante siglos.
En la península Itálica no
fueron grandes los obstáculos para reconquistar la llanura del Po, asegurándose
Istría, Dalmacia y Liguria más allá de los Alpes, después de derrotar y someter
a las tribus celtas de la Galia meridional. Fue mucho más duro y complejo
consolidar el control en España. Hubo una larga guerra para sofocar la primera
y más violenta de las rebeliones de los españoles; después de clamorosos
reveses para los romanos, la contienda concluyó cuando intervino Publio
Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de Cartago (–146), que logró aplastar
a los rebeldes en Numancia (–133), después de un larguísimo y dramático asedio.
Un hecho que agravó aún más la
situación planteada fue la aparición de los germanos. Los cimbrios y los
teutones, dos de los pueblos más belicosos en aquel momento, avanzaron en el
120 a.C., desde la península de Jutlandia, y descendieron hasta el curso medio
del Danubio, atravesaron el río, batieron a un ejército de la República en Carintia,
y se trasladaron a la Galia donde liquidaron a otros dos ejércitos romanos.
Llegaron a España en –102 y retrocedieron finalmente hacia Italia, donde fueron
derrotados por Cayo Mario. La victoria romana fue completa. Pero solo los
prolongados desvíos de los invasores habían evitado el asalto final a Italia, y
para conjurar el peligro había sido menester recurrir a Mario, cónsul en
repetidas ocasiones, héroe de especiales méritos, como salvador de la patria.
Fue el primero de aquellos generales ambiciosos (Sila, Pompeyo, César,
Antonio…) que, conquistada la fama en el campo de batalla, estuvieron
dispuestos a capitalizarla con fines políticos, cuyo resultado final fue la
abolición de la República.
Al sur, el recuerdo todavía
reciente del poderío cartaginés, indujo a los romanos, arrastrados por Catón el
Censor, uno de sus compatriotas más conservadores, a aplastar para siempre a la
antigua enemiga. Cartago estaba desarmada, librada al capricho del rey de
Numidia —reino bereber que se extendía en lo que hoy es Argelia oriental y
parte de Túnez—, que cada vez abusaba más de sus prerrogativas expoliando a los
cartagineses impunemente. Cuando los ciudadanos de Cartago se rebelaron, pues
habían llegado al límite de lo que podían soportar, se les ordenó primero que
entregaron todas sus armas, y después que abandonaran la ciudad, que debía ser
destruida hasta sus cimientos, y que se dispersasen prohibiéndoseles expresamente
instalarse a menos de diez millas de su antigua ciudad.
Cartago permaneció deshabitada
durante más de un siglo. En el 29 a.C. Octaviano fundó en el mismo lugar la
colonia romana Iulia Concordia Carthago, que se convirtió en la capital de la
provincia romana de África, y en una de las regiones productoras de cereales
más importantes del Imperio. Su puerto fue vital para la exportación de trigo a
Roma y la ciudad llegó a ser la segunda en importancia del Imperio con 400.000
habitantes. En el año 425, en tiempos del rey Genserico[ii], los vándalos conquistaron
Cartago y la convirtieron en la capital de su reino norteafricano. La ciudad
fue reconquistada por el general bizantino Belisario en el año 534,
permaneciendo bajo soberanía del Imperio de Oriente hasta que fue conquistada
por los árabes en el 705.
El ocaso de la República
Tras aniquilar a Cartago, los
romanos se lanzaron abiertamente a la conquista del Mediterráneo. Sin embargo,
las provincias anexionadas no eran fáciles de gobernar una vez sometidas, y a
la República se le hacía difícil digerir los frutos de esas victorias
militares. Los botines de guerra aportaron riquezas y multitud de esclavos a la
vieja sociedad agraria romana, sólida y ruda, y cambiaron los gustos y las
costumbres, los valores y la interrelación entre las distintas clases sociales.
Las levas sustraían campesinos cualificados para incorporarlos al Ejército, y
las campañas era cada vez más largas y se desarrollaban en países más lejanos.
Cuando los veteranos eran desmovilizados era muy difícil reintegrarlos a las
granjas abandonadas durante años y que ya no tenían voluntad de cultivar.
Además, para explotar de forma rentable esas granjas era necesario contar con
grandes rebaños de animales y apacentarlos en superficies extensas, y
comprarlos significaba invertir capitales de los que, a menudo, los veteranos
recién licenciados no disponían. Las clases más adineradas —los plutócratas—
vieron la oportunidad de hacerse con extensas propiedades a precios de saldo.
En síntesis: las tierras de cultivo de Italia fueron pasando a manos de un
reducido grupo de grandes terratenientes, que las usaban como tierras de
pastoreo para sus nutridos rebaños, que eran conducidos por esclavos, mientras
que en las ciudades, especialmente en Roma, se fueron concentrando grandes
masas de desocupados y antiguos campesinos arruinados. Se fue formando un
proletariado cada vez más empobrecido y descontento —los esclavos también
habían dejado a muchos artesanos sin empleo—, y en los veteranos del ejército,
ahora desocupados y condenados a una vida de miseria y estrecheces, fue
renaciendo el deseo de retomar las armas y luchar: esta vez por ellos mismos,
no para enriquecer a la élite de patricios y aristócratas que los había enviado
a la guerra y se había enriquecido con sus sacrificios en los campos de
batalla; y que después, tras su anhelado regreso a la patria, los estaba
arruinando arrebatándoles sus casas y sus granjas. Los viejos soldados ya no
tenían más posesión que su prole: de ahí el término «proletario». Pero incluso
sus esposas e hijos corrían peligro; pues en la antigua República un ciudadano
romano podía perder su libertad a causa de las deudas, viéndose obligado a
servir como esclavo a su acreedor —esto es, sin remuneración salarial alguna—,
o a venderse él mismo como esclavo, o a los miembros de su familia, para saldar
esas deudas. En aquellos días, como en la actualidad, las deudas podían
alcanzar cifras desorbitadas como consecuencia de los intereses de demora que
aplicaban los magistrados, a menudo corruptos, que aceptaban sobornos a cambio
de veredictos favorables. Cualquier patricio que podía adquirir poder político
e influencia en los tribunales, se enriquecía enormemente en poco tiempo a
costa del empobrecimiento de los veteranos que habían ensanchado las fronteras
de la República derramando su sangre.
Las clases altas romanas
fueron modificando sus austeras costumbres de antaño, tornándose cada vez más
sofisticadas y adoptando la lengua, los dioses, las modas y los usos griegos, incluso
muchas de las extravagantes prácticas de los pueblos asiáticos con los que Roma
entró en contacto a través de sus conquistas, fueron imitados. Al mismo tiempo
que aumentaban las diferencias entre ricos y pobres en Roma, en el resto de la
Península también cundía la desafección entre los romanos y sus aliados
itálicos.
La fidelidad de sus aliados
peninsulares había garantizado la salvaguarda de Roma, pero luego ésta se negó
en redondo a compartir con ellos las ventajas obtenidas de las victorias
comunes, así como a conceder la ciudadanía a los itálicos, cosa que les habría permitido
hacer escuchar su voz en las instituciones de la República. Las magistraturas
anuales distaban mucho de poseer la funcionalidad que requería el complicado
manejo del aparato del Estado, y, por su parte, la clase dirigente romana se
caracterizaba por el desinterés que debían mostrar quienes regían un imperio
universal. En resumidas cuentas, las contradicciones se acumulaban e
intensificaban por la usual habilidad romana para inventar adaptaciones y
recursos o para reutilizar antiguos nombres y funciones con nuevas finalidades.
Los síntomas inquietantes de la crisis que se avecinaba eran cada vez más
evidentes. En el año –136 una violenta insurrección de esclavos que se produjo
en Sicilia, puso en entredicho durante un tiempo la autoridad de Estado y su
capacidad para sofocarla. Simultáneamente, España volvió a rebelarse contra las
malversaciones romanas y se bloqueó allí a una fuerza expedicionaria que no
consiguió acabar con el levantamiento. En Italia, donde los peninsulares
reclamaban la ciudadanía, el descontento iba peligrosamente en aumento.
Tiberio Graco, tribuno de la
plebe, da la respuesta en –133 derogando las vetustas leyes agrarias, e
impulsando una serie de reformas que tenían por objeto redistribuir entre los
proletarios una serie de tierras que pertenecían al Estado, logrando, además,
alejar de Roma a un importante contingente de hombres desocupados y
descontentos que se convertirían en pequeños propietarios, al tiempo que sus
hijos asegurarían el futuro reclutamiento de nuevos soldados. La clase alta, la
de los optimates, se opuso vehementemente, y un colega de Tiberio vetó sus
leyes. Tiberio respondió haciéndolo destituir de los comicios y usó la facultad
que éstos poseían de legislar sin oposición de los otros órganos de la
República para hacer aprobar su programa de reformas. La atmosfera
políticosocial se caldeó y Tiberio provocó su incandescencia presentando su
candidatura a un segundo mandato en el tribunado, lo que le valió caer
asesinado, junto a centenares de partidarios, a manos de los senadores y de sus
secuaces. Diez años más tarde, con una determinación muy distinta, su hermano
Cayo Graco reemprendió el programa de Tiberio y fue el que dio origen a un
movimiento verdaderamente democrático, como diríamos hoy: tierras a los proletarios;
distribución de trigo a un precio asequible a los más desfavorecidos; programas
de obras públicas destinadas a emplear a los desocupados; fundación de nuevas
colonias para instalar allí a los desposeídos; limitación de poder a las clases
senatoriales, aprobación de leyes mediante votación popular; ciudadanía para
los itálicos y más derechos para la burguesía y los équites o caballeros.
Los équites eran miembros del
«Ordo Equester» u Orden Ecuestre, y formaban parte de la sociedad romana desde
los remotos tiempos del rey Servio Tulio[1], cuando los ciudadanos muy
ricos podían equiparse con dos caballos, animal muy estimado en la época y que
resultaba muy caro de mantener. Según lo ordenado por Servio Tulio, solo podían
llegar a ser caballeros los que gozaban de buena situación económica. Las centurias
de los équites se formaron a través del «censo máximo» y a los caballeros se
les exigía ser hijos de padres libres. La elección se solía hacer teniendo en
cuenta estos requisitos y entre las familias más antiguas. A través del tiempo
su estatus social fue cambiando y en la época imperial los équites tenían
derecho a portar el «angustus clavus»: las dos franjas de color púrpura de dos
dedos de ancho sobre la túnica como símbolo de su posición.
El conflicto pasó a las calles
y el Senado declaró a Cayo Graco «enemigo del Estado», autorizando al cónsul de
aquel año para acabar con los rebeldes por la fuerza de las armas, y atacar la
colina del Aventino donde Graco y los suyos se habían hecho fuertes. Finalmente
Cayo Graco también cayó asesinado por los esbirros de los senadores.
Los hermanos Graco habían
fracasado tanto por sus errores, como por la férrea resistencia que opusieron
los aristocráticos senadores a sus reformas. Pero esta cerrazón y falta de
miras políticas, pronto le costaría a Roma una guerra con los itálicos, que
viendo evaporarse sus esperanzas de obtener la ciudadanía, se dispusieron a
conseguirla haciendo uso de las armas y a no deponerlas hasta haber logrado sus
propósitos.
Entretanto, mientras estas
reformas se imponían, entraba otra en el modo de vida de los romanos y abría el
camino a una evolución extraordinaria. Hasta ese momento se constituían las
legiones con las tropas que se reclutaban sobre la base del censo. Pero al
aumentar el tiempo de servicio en filas por la proliferación de los conflictos
armados, el servicio militar se tornó cada vez más oneroso para los individuos
jóvenes que eran reclutados y para sus familias, sobre todo para el
campesinado. En consecuencia, más perjudicial para la sociedad romana en su
conjunto.
Cayo Mario, un hombre nuevo,
es decir, que carecía de tradición aristocrática, se encargó de modificar la
situación con una serie de reformas completamente revolucionarias. Permitió que
el que quisiera se enrolara voluntariamente en las legiones: como era de
esperar, los desposeídos se precipitaron en masa, atraídos por la paga y el
botín, y también fue natural que los de clase pudiente hicieran todo lo posible
para evitar la leva, que quedó establecida como obligatoria para todos. Esto
convirtió muy pronto al ejército romano en una fuerza armada profesional. Lo
que se consolidó con las reformas complementarias de Mario: homogeneización del
armamento; modificación de las tácticas de formación para el combate, articulada
sobre las cohortes; aumento del salario a los nuevos militares profesionales.
Se trataba de una reforma positiva, o al menos indispensable, pero tenía un
gran defecto: la República, siempre firme en su idea del servicio de leva sobre
la base del censo, no se ocupó de establecer retribuciones de licenciamiento, o
distribución de tierras en su defecto como compensación por los años de
servicio a los militares que abandonaban el servicio activo.
La única esperanza que podían
tener los veteranos y los mutilados de guerra de pasar una vejez sin grandes
estrecheces, dependía de la influencia política que alcanzara su comandante, de
su propia habilidad para dirigir las campañas bélicas, tanto las punitivas como
las de conquista, y de los éxitos que éste hubiese obtenido en el campo de
batalla y en la política, una vez retirado. Pero, ciertamente, nada amparaba a
los veteranos un vez licenciados.
Los resultados de la
profesionalización de las fuerzas armadas romanas se vieron inmediatamente.
Primero Mario envió a su legado Lucio Cornelio Sila, para aplastar a Yugurta,
un reyezuelo mauritano que estaba causando problemas en el África romana. Sila
logró capturar de Yugurta y lo envió a Roma cargado de cadenas. Fue ejecutado
en 104 a.C. en la Cárcel Mamertina. Después Mario aniquiló a los cimbrios y
teutones que amenazan Italia. Pero cuando diez años después se trató de elegir
al general romano que debía conducir la guerra contra Mitrídates del Ponto,
cuyos triunfos amenazaban con arrebatar a los romanos el Oriente, la plebe votó
a favor de que el mando se asignara a Cayo Mario en lugar del candidato del
Senado, Lucio Cornelio Sila: este último no vaciló en utilizar el ejército que
tenía a sus órdenes para marchar sobre Roma y ocuparla, violando todas las
leyes existentes: el ejército le había obedecido a él y no a la ciudad en cuyo
nombre combatían y cuyos estandartes portaban.
Fue el principio de una
sangrienta guerra que no sería la única que se libró entre romanos en el
turbulento siglo I a.C. Sila partió a Oriente donde logró significativos
triunfos, lo que Mario aprovechó para hacerse con el poder en la capital y
declarar a Sila «enemigo del Senado y del Pueblo de Roma». Obtenida la victoria
en Asia, Sila marchó con su ejército sobre Roma y derrotó a sus adversarios,
imponiendo —con el apoyo de la aristocracia— una brutal dictadura por tiempo
indeterminado. Los nobles apoyaron a Sila porque vieron la oportunidad de
recuperar el terreno político perdido y sus antiguas prerrogativas. El ejemplo
de Sila cundirá y la división entre plebeyos y patricios se hará más profunda.
Sila había sido discípulo de Mario, y Cneo Pompeyo lo fue de Sila.
Cneo Pompeyo culminó su
formación militar a las órdenes del dictador Sila; consolidó su fama de
«carnicero» reprimiendo violentamente una nueva sublevación en España, y la
acrecentó colaborando con Marco Licinio Craso para sofocar la revuelta de los
gladiadores en Campania —conducida por Espartaco— iniciada en –70. Pompeyo
utilizó sin escrúpulos su fama para atemorizar al Senado y obtener el consulado
sin respetar los protocolos establecidos. Tres años después de esta empresa se
produjo otra flagrante violación de las normas constitucionales: con el fin de
poner fin a la piratería, se le confirió un cargo, con jurisdicción en todo el
Mediterráneo, insólito por su duración (tres años), la cantidad de fuerzas a su
disposición, y por el hecho de que pudiese delegar en sus lugartenientes.
Pompeyo hizo buen uso del poder que le habían concedido y acabó con los piratas
en solo tres meses. Esto le sirvió de trampolín para conducir las operaciones
militares en Asia y Egipto.
Marco Licinio Craso —que
acabaría formando el primer Triunvirato con Cayo Julio César y Cneo Pompeyo—
también había sido pupilo de Sila y se destacó en la primera guerra civil
durante la batalla de la Puerta Colina (–82 a.C.). Craso colaboró estrechamente
con Sila en las proscripciones que siguieron al establecimiento de la dictadura
enriqueciéndose extraordinariamente. Negociando bajo coacción, especulando y
extorsionando, reunió una enorme fortuna con actividades tan variopintas como
casas de lenocinio o brigadas de bomberos. Craso tuvo una muerte atroz en el
transcurso de una desastrosa campaña en Partia (–53 a.C.). Fue hecho prisionero
por los partos que le dieron muerte introduciéndole oro fundido por la garganta
en alusión a su avaricia.
Aprovechando la ausencia de
Pompeyo, y a la espera de su retorno, la vida política se agrió considerablemente
por las tentativas de agitación que hizo Catilina, demagogo inepto pero
ambicioso, cuya conjura fue descubierta por el orador Marco Tulio Cicerón,
cónsul en aquel momento. Este demagogo dejó escasa huella en la Historia salvo
por las célebres «catilinarias», que son los cuatro discursos que Cicerón le dedicó,
y que fueron pronunciados a finales del año 63 a.C., después de ser descubierta
y reprimida la conjura encabezada por Catilina para dar un golpe de Estado.
Aparentemente, el Senado salió
reforzado tras la intentona golpista que fue abortada, pero su inmovilismo
seguía siendo su mayor enemigo. La República, sin saberlo, estaba herida de
muerte y las semillas de las próximas guerras civiles ya se habían sembrado.
En el invierno del año 62
a.C., Pompeyo desembarcó triunfalmente en Asia. Había liquidado para siempre al
rey Mitrídates, e impuso en todo Oriente, incluido Egipto, un régimen que a la
larga sería definitivo. Además del antiguo reino de Pérgamo —que se convirtió
en la provincia romana de Asia—, se anexionaron los territorios del Ponto,
Cilicia y Siria; Armenia, Capadocia, Galacia, Cólquida y Judea pasaron a ser
reinos vasallos de Roma. El conquistador licenció a sus tropas apenas puso los
pies en Italia, y solicitó, además del bien merecido triunfo, una apropiada
adjudicación de tierras para reubicar a sus veteranos. Pompeyo obtuvo una
grosera respuesta por parte de un Senado ensoberbecido, y se sintió
profundamente humillado. Los pomposos senadores no ratificaron siquiera las
disposiciones que el conquistador había tomado en Oriente.
La respuesta fue fulminante.
En el verano del año 60 a.C., un pacto privado —que después se conocería como
primer Triunvirato— ligó a Pompeyo y Craso, con Julio César, un ambicioso y
popular expretor de España que había sufrido el exilio en tiempos de Sila.
Legionario romano de la República tardía s. I a.C. |
[1]
Servio Tulio, sucesor de Tarquinio Prisco, fue el sexto rey de Roma (578 al 534
a.C.), y según la antigua tradición romana fue asesinado por su hija Tulia, en
complicidad con su yerno Tarquinio el Soberbio, que ocupó el trono tras su
muerte.
[i] Mitrídates I reinó en el período 165–132 a.C. y convirtió a Partia en una
potencia política y militar, expandiendo su imperio hacia el este, sur y oeste.
Durante su reinado, los partos conquistaron buena parte de Mesopotamia,
incluida la antigua Babilonia (–144), Media (–141) y la mismísima Persia
(–139). Estas conquistas dieron a Partia el control de las rutas de comercio
terrestre entre el Este y el Oeste (la Ruta
de la Seda y el Camino Real Persa).
Esto se tradujo en un rápido aumento de la riqueza y el poderío de los partos,
y fueron conservados celosamente por los monarcas arsácidas, que consiguieron
mantener el dominio directo de las tierras a través de las que pasaban la mayor
parte de las rutas comerciales, durante varios siglos. De hecho, el Imperio
Parto, heredero del de los persas aqueménidas, sobreviviría también al de Roma,
que jamás logró someterlo. Si bien es cierto que tampoco los partos lograron
conquistar el Oriente romano.
[ii] Genserico (†477) fue rey de los vándalos y los alanos, y pieza clave en
los conflictos del siglo V en el Imperio de Occidente. Durante sus casi
cincuenta años de reinado elevó a una tribu germánica, relativamente
insignificante, a la categoría de potencia mediterránea. Hijo ilegítimo del rey
vándalo Godegisilio, fue elegido rey en 428 a la muerte de su medio hermano
Gunderico. Brillante y muy versado en el arte militar, buscó de inmediato el
modo de aumentar el poderío y la prosperidad de su pueblo, que residía por
aquel entonces en el sur de Hispania y que había sufrido los ataques de los
visigodos, aliados del Imperio. Así, poco después de acceder al trono,
Genserico decidió ceder sus territorios en la Bética a los godos, y retirarse
al norte de África con la poderosa flota creada bajo el reinado de su
predecesor. Los vándalos, único pueblo germánico que llegó a dominar el arte de
la navegación, crearon en el Magreb un poderoso reino que perduró hasta
mediados del siglo VI.
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