La
sustitución de los visigodos por los árabes como minoría dominante en la mayor
parte de la península Ibérica a comienzos del siglo VIII, no suprimió la
religión cristiana. Los mozárabes conservaron sus iglesias (aunque las
catedrales se convirtieron en mezquitas) e incluso el obispo metropolitano de
Toledo continuó manteniendo su prelación sobre las sedes de los reinos
independientes del Norte en los primeros tiempos. Esto cambió cuando los reyes
de Asturias y de León, que habían consolidado su autoridad sobre un territorio
relativamente extenso, pusieron en práctica un ambicioso programa ideológico en
el que la religión tenía un importante papel: al mismo tiempo que se
justificaba la legitimidad de la monarquía por su herencia visigótica, se
insistía en sus orígenes sobrenaturales —intervención de la Virgen de Covadonga
en la batalla que supuso la creación del Reino—. Poco después se produjo el
fenómeno del descubrimiento del Sepulcro de Santiago, que dio comienzo a las
peregrinaciones y al Camino de Santiago, al tiempo que se lograba el triunfo en
la polémica teológica sobre el adopcionismo (quizá un intento sincrético entre
catolicismo y arrianismo más conciliable con la concepción unitaria de Dios en
el Islam), en la que el Beato de Liébana consiguió el apoyo de la Cristiandad
europea frente a los mozárabes de Toledo. Los núcleos pirenaicos (Navarra,
Aragón y los Condados Catalanes) dependían más estrechamente del Sacro Imperio, tanto en el aspecto político por sus relaciones de vasallaje, como
en las cuestiones eclesiásticas.
Las
sedes episcopales, especialmente las restauradas —Lugo, Valpuesta, Seo de Urgel
y Vic— o de nueva creación —Oviedo y Santiago—, y los monasterios, tuvieron un
papel decisivo en las primeras etapas del movimiento de repoblación, gracias a
lo cual la Iglesia se convirtió en la principal poseedora de tierras. Así las
cosas, las instituciones eclesiásticas adquirieron funciones políticas e
incluso militares similares a las de cualquier señorío laico, y una influencia
si cabe mayor, dado que entre el clero se encontraban las únicas personas
ilustradas de la época, capaces de leer y redactar documentos, habilidad que no
se consideraba necesaria para los nobles, ni siquiera para los reyes. Entre los
siglos VIII y X se fundaron cerca de un millar de monasterios en la estrecha
franja cristiana del norte peninsular, muchos de ellos como patrimonio familiar
de nobles. Aunque en los reinos orientales la fiebre monástica fue
cuantitativamente menor, no lo fue la importancia de las fundaciones, protegidas
por reyes y condes (monasterio de San Millán de Yuso, de San Juan de la Peña en
Aragón, San Juan de las Abadesas y Santa María de Ripoll en Cataluña).
La
inicial tolerancia de los emires hacia el cristianismo pasó por algunos
altibajos, entre los que se encuentran en el siglo IX los episodios de los
llamados Mártires de Córdoba, liderados por san Eulogio, que más bien fueron
una reacción al debilitamiento del cristianismo en la mayor parte de España,
cada vez más islamizada. Las revueltas de los mozárabes fueron
reprimidas sin contemplaciones, y muchos de ellos emigraron a los reinos
cristianos del Norte, que no se mantuvieron libres de interferencias,
sobre todo bajo el Califato (siglo X), desde Abderramán III hasta Almanzor, quienes
realizaron expediciones de castigo en las que saquearon monasterios y
catedrales, llevando a Córdoba rehenes, reliquias y objetos litúrgicos que
darían origen a un extraño tráfico en los siglos siguientes. A partir del siglo
XI, la caída del Califato, dividido en reinos de Taifas, permitió que se
consolidase la fortaleza de los reinos cristianos. En términos religiosos, ello
tuvo como consecuencia la extensión de los benedictinos de la orden de Cluny,
protegida por los reyes, que permitió el florecimiento del arte románico en la
mitad norte peninsular; un siglo más tarde la orden del Císter tendría un papel
similar en la difusión del gótico primitivo. Simultáneamente, el avance de la
reconquista extendía cada vez más hacia el Sur islamizado el área de influencia
de estas nuevas ideas religiosas.
Al tiempo que las familias nobles hispánicas emparentaban
con la realeza europea —sobre todo con la casa de Borgoña—, fueron llegando
clérigos franceses para ocupar las nuevas sedes reconquistadas, sobre todo en
Castilla: Bernardo de Cluny en Toledo, Bernardo de Agén en Sigüenza, etcétera. El
clero, convertido en una estructura jerarquizada siguiendo la cadena del
vasallaje, funcionaba como un estamento privilegiado paralelo a la nobleza, con
la que mantenía estrechos vínculos. Los hijos segundogénitos de las casas
nobles, tanto varones como mujeres, estaban destinados a formar parte del alto
clero: bien del clero secular (obispos, canónigos, arciprestes y titulares de
beneficios eclesiásticos), bien del regular (abades y abadesas, monjes y
monjas). El bajo clero, de escasa formación, estaba nutrido por los
numerosos curas de las parroquias menos favorecidas y los hermanos legos de los
monasterios. Los obispos y las fundaciones monásticas eran una fuerza política
trascendental en los reinos cristianos, apoyados en sus inmensas rentas basadas
en el diezmo y los dominios territoriales. Los tres votos del clero regular,
además de por su valor espiritual, tuvieron tanto éxito por su adecuación a la
estructura económica y social del feudalismo: la pobreza no impedía a muchos
clérigos vivir de forma opulenta, pero sí disputar a sus hermanos mayores la
herencia de los bienes y títulos familiares, en tanto que la castidad, aunque
no evitaba que se tuviesen relaciones sexuales, garantizaba que, de tener
hijos, estos serían ilegítimos y por tanto tampoco podrían disputarla. La
obediencia mantuvo la cohesión interna de las fundaciones monásticas y diócesis
no sin conflictos, a veces violentos y coincidentes con los enfrentamientos
civiles. Uno de los motivos de las recurrentes reformas monásticas era el
abandono del ideal de vida ascética propuesto por las reglas originales.
La
conquista de Toledo en 1086 significó la llegada de los reyes cristianos a
territorios en los que la población era muy diversa: judíos, mudéjares y
mozárabes (cuyos ritos, de origen visigótico, se mantuvieron distintos a los romanos
impuestos desde hacía tiempo en el Norte), a los que se añadían repobladores
del norte de la Península e incluso de fuera de ella, sobre todo francos. La
convivencia no siempre fue pacífica y tolerante, ni siquiera entre los cristianos: la
presión hacia los mozárabes significó que en poco tiempo se realizaron grandes
transferencias de propiedad, en muchos casos hacia la Iglesia. La archidiócesis
de Toledo se convirtió con el tiempo en la más rica de la Cristiandad después
de la mismísima Santa Sede. Simultáneamente, las invasiones de almorávides y
almohades —siglos XI y XII—, significaron episodios de
intolerancia religiosa en la España musulmana, dándose los últimos grandes
movimientos de población mozárabe, sobre todo en el valle del Ebro recién
reconquistado por el Alfonso I el Batallador, rey de Aragón. También hubo migraciones de judíos que se asentaron en los reinos
cristianos.
Tras
la batalla de las Navas de Tolosa (1212) se produce la conquista de las taifas
del Valle del Guadalquivir, Murcia, Valencia y Mallorca. Los cuatro reinos
cristianos peninsulares se estabilizan territorialmente, en algunas zonas sobre
importantes minorías no cristianas. Fernando III se titulará rey de las tres
religiones e incluirá en su tumba un epitafio cuatrilingüe en caracteres
latinos (castellano y latín), árabes y hebreos; lo que no ha de imaginarse como
un síntoma de buena convivencia: la rebelión de los mudéjares (1260) es prueba
de lo contrario. La tolerancia religiosa que permite incluso la más fructífera
de las colaboraciones (Escuela de Traductores de Toledo) no oculta que es una
concesión desde la más clara imposición del cristianismo como religión dominante,
cada vez más orgullosa y excluyente, siendo las demás toleradas y subordinadas
a la religión oficial. Incluso los intentos de acercamiento, como el de Raimundo
Lulio, lo son con propósito proselitista, más que con un sincero deseo de
conocimiento del otro.
El siglo XIII extiende la fiebre europea de las grandes edificaciones religiosas,
con las impresionantes catedrales góticas que sustituyen a las iglesias y
basílicas románicas, o se levantan sobre las mezquitas conquistadas,
restaurando las diócesis hispanorromanas y visigodas anteriores a la invasión
de los moros: Oviedo, León, Palencia, Burgos, Toledo, Cuenca, etcétera, en
Castilla; Zaragoza, Gerona, Lérida, Barcelona, Tarragona, Valencia, Orihuela,
Palma de Mallorca…, en los territorios de la Corona de Aragón. Lo propio ocurre
en Portugal. Navarra quedó excluida del avance territorial. Los edificios de
las catedrales de Segovia, Murcia, Córdoba, Sevilla y Salamanca fueron
reconstruidos a finales de la Edad Media o a comienzos del siglo XVI, así como
la de Granada, de nueva construcción, con lo que sus estilos son más recientes.
En cambio, la de Teruel, contemporánea a las anteriores, es de arte mudéjar.
Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, fue el guerrero cristiano más célebre de la Reconquista |
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