A lo largo del siglo X,
los condes de Barcelona reforzaron su autoridad y se
fueron alejando de la influencia política de los reyes francos. En el año 985
Barcelona, entonces gobernada por el conde Borrell II, fue atacada e incendiada
por las huestes de Almanzor. El conde de Barcelona se refugió en las montañas de Montserrat,
a la espera del auxilio de los francos, pero las tropas no aparecieron, lo que
generó un gran malestar. En el año 988, en el Reino franco termina la dinastía
Carolingia y es sustituida por la Capeta. El conde Borrell II es
requerido para prestar juramento de fidelidad al nuevo soberano, pero no consta en los anales que el conde barcelonés acudiese a la llamada. Este es el punto de partida de la emancipación del condado
de Barcelona, y el conde Ramón Borrell, hijo del anterior, ya gobierna sus estados como un
soberano con todas sus prerrogativas: otorga privilegios a los nobles más leales y acuña
moneda propia con su efigie y nombre de pila. A partir de ahí, el
Condado va extendiendo su área de
influencia y se anexiona otros territorios y condados de la antigua
Marca Hispánica combatiendo en solitario a los moros de
Andalucía, e iniciando la repoblación de Tarragona, una vez reconquistada. Con Ramón Berenguer I
se refuerza el poder del conde soberano: somete a los nobles levantiscos del Penedés,
establece alianzas con los condes de Urgel y Pallars, adquiere los condados de Carcasona
y Rasez, antiguos territorios transpirenaicos del Reino visigodo de Toledo, cobra
parias a las taifas de Lérida y Zaragoza, y renueva las bases jurídicas del Condado
al iniciar la compilación de los Usatges de Barcelona, conjunto de
disposiciones, usos y costumbres que irá aumentando en los años posteriores. En
los Usatges se hace referencia en diversas ocasiones al soberano, es decir, al
conde de Barcelona, como princeps (príncipe), y llaman principatus (principado)
al conjunto de los condados de Barcelona, Gerona y Osona. De ahí que Cataluña siga siendo un Principado, no un Reino. En su testamento,
Ramón Berenguer I decide no dividir sus territorios, sino que los transmite en
condominio a sus dos hijos gemelos, Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II. Como consecuencia inmediata de la crisis
provocada por el asesinato de Ramón Berenguer II y la acusación de fratricidio
lanzada por algunos nobles contra su hermano, que murió en el transcurso de la primera Cruzada, el
hijo y sucesor del primero, Ramón Berenguer III, supo consolidar y ampliar los
límites del condado de Barcelona. Conquistó parte del condado de Ampurias y, al
frente de una coalición, emprendió también la conquista de Mallorca, narrada en
el Liber maiolichinus (1117), en el que se califica a Ramón Berenguer III como Dux
Catalanensis y Catalanicus heros, mientras que sus súbditos son denominados
christicolas catalanenses, en lo que se considera la referencia documental más
antigua a Cataluña como nación. Sin embargo, el conde tuvo que abandonar sus conquistas
ante el avance arrollador de las hordas almorávides en la península Ibérica. Ramón
Berenguer III recibió mediante herencia los condados de Besalú y Cerdaña,
formando progresivamente un espacio territorial que será el embrión de Cataluña,
además de avanzar hacia Lérida y repoblar los territorios fronterizos con los
moros, como la ciudad de Tarragona, y restituyendo la sede episcopal. También
amplió sus dominios transpirenaicos al incorporar el condado de Provenza
gracias a su matrimonio con la condesa Dulce. El matrimonio de Ramón
Berenguer IV, conde de Barcelona, y Petronila de Aragón, heredera del trono de
Aragón, supone la unión entre la dinastía condal de Barcelona y la casa real de
Aragón, y es un prueba fehaciente de la importancia política y socioeconómica
que el condado de Barcelona ya había adquirido. Además de dejar claro que se produjo la unión pactada de ambos estados, y no una anexión impuesta por la fuerza de las armas.
El conde Ramón
Berenguer IV era veintitrés años mayor que la princesa Petronila. El matrimonio se concertó cuando ella apenas tenía un año de edad, y así recibió el conde de Barcelona todo
el reino de Aragón como dote a partir de la celebración de la boda en 1150.
Ramón Berenguer IV fue hasta su muerte conde de Barcelona y príncipe de Aragón.
El hijo de ambos, Alfonso II, fue el primer rey de Aragón y conde de Barcelona,
títulos que heredarán a partir de entonces todos los reyes de la Corona de
Aragón. Cada uno de los territorios que conformaron el nuevo estado mantuvieron
sus usos, costumbres, moneda y, con el tiempo, crearon instituciones propias
de gobierno. La desvinculación de
iure o juramento de vasallaje del Condado respecto a la monarquía francesa fue obtenida en el Tratado de
Corbeil (1258) por el rey Jaime I, que por entonces era rey de Aragón, de Valencia
y de Mallorca, además de conde de Barcelona. Según este tratado, Jaime I
renunciaba a sus derechos sobre los territorios situados al norte de los Pirineos: Rosellón, Conflent y Cerdaña a excepción del señorío de Montpellier que había
heredado de su madre, mientras que el rey de Francia, Luis IX, renunciaba a estos
condados y a los territorios que estaban situados al sur de los Pirineos, entre
ellos el condado de Barcelona. No obstante, muchos de estos territorios serían motivo de disputa entre España y Francia hasta la firma de la Paz de los Pirineos en 1659. Años después de haberse firmado el Tratado de Corbeil, el
Consejo de Ciento exigió al rey aragonés Martín el Humano que, en la visita que
debía realizar a la ciudad en 1400 con su esposa la reina María, «no debía
portar corona», sino la diadema que habían llevado los condes de
Barcelona «abans que el comptat de Barcelona fos unit al regne d’Aragó». Como resultado inmediato del
Compromiso de Caspe, la titularidad del Condado pasó a la dinastía Trastámara,
originaria de Castilla, por la coronación de Fernando I de Aragón.
Posteriormente, la unión dinástica entre las Coronas de Castilla y de Aragón
comportaría la inclusión del condado de Barcelona en los territorios regidos por los Habsburgo a partir del emperador Carlos V, soberano del Sacro Imperio Romano Germánico y de las Españas.
El enlace de Isabel y
Fernando no impidió que Castilla y Aragón mantuvieran sus sistemas jurídicos y
administrativos propios. Por ello, la representación de los Reyes Católicos
recordaba que ocupaban los tronos de cada uno de sus respectivos reinos, en la
medida en que en ese momento no existía un movimiento nacionalista en España. A
pesar de que ostentaban los títulos de «Reyes de Castilla, de León, de Aragón y
de Sicilia», Fernando e Isabel eran, ante todo, soberanos de sus respectivos reinos
más que monarcas de España, hecho que quedaría patente a la
muerte de Isabel (1504), cuando Fernando tuvo que abandonar Castilla y los dos reinos
volvieron a llevar una trayectoria separada durante un breve periodo de tiempo.
Las diferencias institucionales se expresaban en la existencia de sistemas jurídicos
y de Cortes separados para Castilla y Aragón. Incluso dentro de la Corona de
Aragón había Cortes separadas para los estados que la componían: Cataluña,
Valencia y Aragón. En Castilla, además del sistema jurídico castellano, existía
el de las provincias Vascongadas, que tenían también su propio régimen
consuetudinario y, tras la anexión de Navarra en 1512, el de Navarra. Estas
divisiones territoriales venían reforzadas por las barreras aduaneras existentes
entre los reinos, tan eficaces y estrictas como las que existían entre éstos y
los países extranjeros. Así pues, la unión de las Coronas de Castilla y Aragón,
sólo fue el comienzo de la unificación de España. Quedaba por delante un largo
camino y la tarea de asimilar e integrar los diferentes territorios, y en su
realización Fernando e Isabel se mostraron menos despóticos que
como se los ha descrito a menudo. Fernando e Isabel podían utilizar los recursos
conjuntos de sus diferentes estados, sobre todo los de Castilla, que poseía el
instrumento más eficaz de unificación: una monarquía autoritaria (no absolutista),
sin la cortapisa de unas instituciones representativas dispuestas a disputarle el
poder a la monarquía. Esto les otorgó los medios necesarios para construir una moderna Nación-estado
y, en último extremo, un imperio en ultramar, que luego se fusionaría con el imperio
continental de los Habsburgo. Pero para sacar todo esto adelante, tenían que imponer
su autoridad en Castilla. El escollo para lograr la deseada unidad peninsular fue la nobleza castellana, tanto para los Reyes Católicos, como para Felipe I el Hermoso y su hijo
Carlos V, futuro emperador de Alemania. Castilla tuvo que superar las guerras civiles y las constantes rebeliones de su levantisca nobleza, apoyadas en la
sombra por Portugal, que siempre se opuso a unificación de los reinos hispánicos, y a la hegemonía de Castilla en la Península. A pesar de la
vinculación del Condado a la monarquía hispánica, las leyes propias del condado
de Barcelona estuvieron vigentes hasta que fueron abolidas en 1714 por los Decretos
de Nueva Planta impuestos, tras la guerra de Sucesión a la Corona española, por el nuevo monarca de origen francés, Felipe V de Borbón. Desde
entonces, el condado de Barcelona dejó de ser una entidad política y jurídica
diferenciada y Cataluña sólo volvería a definirse como tal en el siglo XX.
Banquete en el castillo de un señor feudal |
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