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domingo, 4 de junio de 2017

La célebre vampiresa húngara Elizabeth Bathory

Fue el de la condesa Elizabeth Bathory otro caso terrible de vampirismo que iguala, si no supera, al de Gilles de Rais, al que se asemeja mucho, a pesar de que los motivos que impulsaron a cada uno de ellos a cometer sus crímenes, fuesen distintos. La condesa Elizabeth Bathory se casó a los quince años con el conde Ferencz Nadasdy, gran terrateniente del condado de Nyitra, Hungría. Y bueno será añadir que todos los antepasados del conde se habían mostrado especialmente crueles, casi sádicos, en su trato con los campesinos que les tenían arrendadas las tierras de labranza. Tanto el conde como la condesa parecían haber nacido el uno para el otro, pues ambos compartían los mismos gustos lascivos, la misma crueldad, y el mismo interés por la brujería, el satanismo y los sortilegios. Es por esto, sin duda, que su amor duró muchos años. La condesa Elizabeth Bathory, además, estaba perversamente influida por su nodriza, una tal Ilona Joo, mujer dedicada la magia negra y al satanismo. Y fue la perniciosa influencia de Ilona Joo la que perdió realmente a la condesa. La malvada nodriza fue quemada viva por un tribunal húngaro, en tanto que otras brujas como ella eran decapitadas.
La lujuriosa condesa Bathory pasaba largas temporadas sola en su castillo, ya que su esposo partía frecuentemente a la guerra. Aburrida por aquella vida solitaria, la condesa se entregó cada vez más a las prácticas de Ilona, y poco a poco comenzó a rodearse de hechiceros, alquimistas y magos. Naturalmente, todos estos siniestros personajes distaban mucho de ser modelos de conducta, pues sólo deseaban alentar los enfermizos deseos de la condesa en su propio beneficio, lo que además les servía de excusa para dar rienda suelta a su propia depravación, particularmente, en lo tocante a las relaciones sexuales más abyectas que puedan imaginarse. En cierta ocasión la condesa invitó a su castillo a cierto joven de extraordinaria belleza, lucía una negra cabellera y tenía unos hermosos y relucientes ojos azules. Resultaba irresistible para cualquier dama, no obstante, se rumoreaba de él que era un vampiro. Y tal vez fue esa perspectiva la que realmente sedujo a la condesa, hasta el punto de fugarse con él. Sin embargo, pronto se cansó de la aventura… o tal vez, a decir de los rumores que circularon entonces, el propio vampiro comprendió que ella era aún más malvada que él, y la condesa regresó a su castillo para seguir dedicándose a sus conjuros diabólicos y a sus abominables hechizos. Abandonada por su esposo, siempre guerreando en defensa de la patria o recorriendo sus vastas propiedades, la condesa, para aliviar sus apetitos sexuales, empezó a entregarse a diversas prácticas sexuales. En compañía de dos de sus doncellas de más confianza, Elizabeth recurrió a los placeres orgiásticos con todo el ardor de su impetuosa naturaleza de ninfómana.
Pero esto no bastó para saciar su ansia de placeres prohibidos y, cediendo a las insinuaciones de Ilona, que le hablaba sin cesar de nuevas prácticas sexuales todavía más retorcidas, la condesa, tras perder a su esposo, cedió a las perversas insinuaciones de su malvada nodriza. A partir de entonces, comenzaron a circular por los alrededores del castillo los más inquietantes rumores. En efecto, apenas transcurría una semana sin que desapareciese un niño de pecho, alguna adolescente o, incluso, alguna mujer casada. A ninguna de las desaparecidas se la volvía a ver. Luego empezaron a desaparecer viajeros y caminantes de paso por la región con el mismo resultado: jamás se volvía a saber de ellos. Los amantes de la condesa, a los que ella había corrompido, eran quienes perpetraban los secuestros. Cuando no podían llevarse a las mujeres al castillo mediante sobornos y deslumbrantes promesas, las drogaban o se las llevaban por la fuerza. Estas desapariciones duraron más de once años, durante los cuales, los campesinos y aldeanos vivieron presa de un temor constante, atrancando puertas y ventanas cuando oían el paso de un carruaje; lo que para ellos era siempre el inevitable prólogo a una tragedia. Pese a lo que se pueda imaginar, la condesa no necesitaba de aquellas muchachas para realizar con ellas actos abyectos, sino para otro menester mucho más horrendo, pues lo cierto es que del castillo de la condesa Bathory jamás volvió a salir con vida ninguna de las secuestradas. 
Un día, poco después de fallecer su esposo, acaeció un hecho que determinó todos los horrores posteriores. Después de azotar con saña a una doncella que por lo visto exasperó a la condesa con su pertinaz resistencia a someterse a sus deseos, la condesa vio brotar sangre del maltratado cuerpo de la muchacha, y allí donde resbalaba la sangre, la piel parecía más blanca y apetecible, más tersa y juvenil que antes. O eso le pareció a la condesa. El caso fue que Elizabeth llegó a la conclusión de que la sangre de las doncellas servía para rejuvenecer los órganos y tejidos del cuerpo humano, especialmente la epidermis, y decidió que los baños en sangre humana la rejuvenecerían por completo, haciendo desaparecer las arrugas de su piel, arrugas debidas en gran parte, más que a la edad, a sus excesos báquicos. Y así, para colmar sus ansias sádicas y sus instintos lésbicos, al mismo tiempo que llevaba a cabo este nuevo tratamiento de rejuvenecimiento, encargó a sus sirvientes que secuestrasen a las muchachas más bellas de la comarca, y aun de otras provincias si era necesario. Ilona Joo, por su parte, y los demás brujos que se habían instalado en el castillo Bathory, acosaban a la condesa desde hacía tiempo, asegurándole que para que sus hechizos surtiesen los efectos esperados, requerían ser complementados con sacrificios rituales de seres humanos.
Según las costumbres y creencias de aquella tenebrosa época, para los experimentos de alquimia y para la ejecución de determinados hechizos se requerían calaveras, huesos, corazones, ojos, hígados y otros órganos humanos, especialmente de niños de pecho y de mujeres que todavía fuesen vírgenes. Cuantos moraban en el castillo gozaban con los actos sádicos y las relaciones sexuales, consentidas o no, y con el suplicio y la muerte más dolorosa dada a las desdichadas víctimas que caían en su poder. Los calabozos del castillo llegaron a albergar a decenas de prisioneras a la espera de que la condesa decidiese emplearlas en sus orgías, antes de sacrificarlas en sus macabros experimentos de regeneración y estética.
El sacrificio de las víctimas se celebraba en medio de complicados rituales mágicos, seguidos de orgías y crueles prácticas de sadismo, en las que manaba la sangre que después usaba la condesa en sus baños. Con el tiempo, aquellas orgías fueron evolucionando, y la condesa llegó a la conclusión de que para regenerar sus órganos internos era necesario beber la sangre de sus víctimas. Pero para que ésta proporcionase el efecto que se buscaba, era condición indispensable que fuese consumida directamente de la herida de la víctima, y antes de que ésta expirase. Todos estos excesos, como es fácil de suponer, desencadenaron una serie de rumores que, finalmente, llegaron a oídos del rey Matías. No obstante, se tardaron varios años en emprender una acción legal contra la condesa. Al final, se ordenó una investigación que se llevó a cabo bajo la dirección del primer ministro Thurzo y el gobernador de la provincia donde la condesa tenía sus dominios. Los aterrorizados aldeanos y los campesinos del entorno hablaban de vampiros en el castillo de la condesa y, la víspera de Año Nuevo, los alguaciles del rey se presentaron súbitamente en el castillo. Ya en el vestíbulo hallaron el cadáver de una joven degollada, sin una sola gota de sangre en su cuerpo. Cerca de ella había otra; horriblemente mutilada. En los calabozos los alguaciles hallaron un grupo de niños y niñas, hombres y mujeres jóvenes, que habían sido sangrados en repetidas ocasiones para satisfacer los abominables apetitos de la condesa y sus secuaces. Luego subieron al piso, donde sorprendieron a la condesa y a sus cómplices en plena orgía de sangre y sexo desenfrenado. Todos fueron apresados, y la condesa quedó recluida en sus aposentos, custodiada por guardias armados. El proceso contra ellos se celebró inmediatamente, y las pruebas se acumularon, no sólo contra la condesa, sino contra sus cómplices, y sobre todo, contra Ilona Joo, como instigadora, las dos damas de compañía de la condesa, y cuantos hechiceros, brujas y nigromantes habían tomado parte en aquellos viles rituales satánicos.
Dando cumplimiento a la sentencia, a Ilona Joo le fueron arrancados con tenazas todos los dedos de las manos, luego fue azotada hasta arrancarle la carne de los huesos y, finalmente, fue quemada viva. Los demás sufrieron diversas penas, casi todas de muerte, siendo sometidos a diversos y dolorosos tormentos antes de ser ejecutados. La condesa, en consideración a su condición de aristócrata, fue recluida en sus aposentos y se levantó una pared con una pequeña abertura por donde se le hacían llegar los alimentos. Allí vivió, emparedada en sus aposentos, durante varios años. Jamás se la oyó proferir una sola queja. Falleció, según se cree, sin haber salido de su entierro en vida, a mediados de 1614, a los cincuenta y cuatro años de edad. La condesa Elizabeth Bathory pasó a la Historia como uno de los más infames vampiros.

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