El siglo V a.C., conocido como el Siglo de Oro, y en el que
Grecia vivió sus años de máximo esplendor bajo el liderazgo de una Atenas
deslumbrante, se cerró con los fragores de un terrible conflicto armado: la
guerra del Peloponeso. Las ciudades de Atenas y de Esparta, al frente de sus
respectivas coaliciones compuestas por casi todas las polis de Grecia, se trabaron en una lucha sin cuartel enfrentando dos concepciones distintas de entender las polis y la organización política de las ciudades-estado; pero al
final, lo que todas las ciudades contendientes pusieron de relieve fue la
crisis irreversible de la polis como
sistema político sensato válido para su propia supervivencia. La grandeza del espíritu heleno se compadecía mal con una
estructura política compuesta por una multitud de estados insignificantes, que
dibujaban un panorama erizado de barreras, a uno y otro lado de las cuales,
todos se miraban con recelo, como enemigos reales o potenciales. La historia de
Grecia es un rosario ininterrumpido de choques de intereses de unas ciudades con
otras, pese a la conciencia generalizada de que compartían un patrimonio
cultural común, la misma lengua y una solidaria hermandad frente a los
bárbaros extranjeros, como se vio en las guerras Médicas libradas en ese mismo
siglo contra los invasores persas. Aunque no deja de ser interesante destacar
que los persas acudieron a Grecia a requerimiento de algunas polis que pretendían convertirlos en sus
aliados frente a otras ciudades-estado rivales. Los cultos y celebraciones religiosas, los juegos panhelénicos y las anfictionías
–confederación de ciudades–, suavizaron las fricciones entre las
ciudades-estado, pero no bastaron para evitar que, a la postre, el desgaste y la ruina de
las mismas fuera irreversible. Este error hubiera sido grave en
cualquier caso, pero lo era mucho más teniendo en cuenta el acoso exterior,
especialmente del poderoso imperio persa. La mezquindad de las polis, como repetidas veces ha sido
puesto de manifiesto por la historiografía antigua y moderna, alcanzó sus
tintes más trágicos cuando, a partir de la guerra del Peloponeso (431-404
a.C.), unas ciudades y otras se disputaron los favores del rey de Persia para
afirmarse frente a sus vecinas. Grecia, que se galvanizó por su triunfo frente
a las hordas asiáticas, hizo de su enemigo tradicional el árbitro de sus disputas
y luchas intestinas. Se hacía imprescindible poner remedio a una situación
insostenible marcada por la degradación de las polis, pero las ciudades griegas carecían de la capacidad de mover
los resortes necesarios para su propia recuperación, por lo que se haría cargo
de ellos una potencia extranjera, Macedonia. Estaba lo suficientemente próxima
para actuar como una potencia griega y lo bastante lejos para acabar con los
reparos de quienes, desde dentro, seguían viendo en la polis la única fórmula política aceptable, temerosos de perder
influencia política si se coaligaban con otras naciones. Este era el caso del
demagogo Demóstenes, defensor en Atenas de una actitud terca e idealista,
con la que pretendería en vano frenar la amenaza de Filipo II de
Macedonia.
Pero no ha de pensarse que la postura de Demóstenes era
compartida por la generalidad de los griegos. En el pensamiento de los más
selectos había anidado con fuerza la idea de que era necesario acabar con el
ciego individualismo del ciudadano de la polis
y dar al panhelenismo contenido político, unir a los griegos y hacer frente
común al peligro que suponían las potencias extranjeras. Así ocurría en el
círculo de los seguidores de Sócrates, entre pensadores de la talla de Platón,
Jenofonte e Isócrates. Este último fue el más directo defensor de las
esperanzas que despertaba el liderazgo de Filipo. En palabras de Werner Jaeger,
«Isócrates vio en la nueva estrella ascendente del rey Filipo de Macedonia, en
que los defensores de la polis veían
un signo funesto, todo lo contrario, la luz de un porvenir mejor, y saludó, en
su discurso A Filipo, el gran adversario de Atenas como el hombre a quien la tyché había conferido la idea de
realizar su proyecto panhelénico. Él asumiría ahora la tarea de conducir a los
estados griegos contra los bárbaros, que en otro tiempo, en el Panegírico, asignara Isócrates a Atenas
y a Esparta». Quedaban así establecidas, pues, las circunstancias adecuadas
para que fuera factible el plan concebido por Filipo y continuado, tras su
muerte, por su hijo Alejandro. Inmediatamente se propusieron devolver a los
griegos su supremacía política y militar, apagando el fuego de las luchas intestinas y retomando
la guerra contra Persia como vehículo de cohesión y engrandecimiento helenísticos.
La consumación de este proyecto fue la gran empresa de Alejandro, y en ella
puso a prueba su peculiar genialidad. El panhelenismo cobró con Alejandro dimensiones
extraordinarias, no sólo por la asombrosa expansión geográfica de sus conquistas,
sino, además, por la puesta en acción de un nuevo concepto de la dialéctica
entre lo griego y lo bárbaro. La barrera entre civilización y barbarie se
derrumbaba ante los recios golpes de una mentalidad más abierta, propia de aquellos
griegos que, ante la crisis de la polis,
se asomaron al exterior con actitud más comprensiva y receptiva; no era este el
momento de aferrarse a la ponderación de los valores helenísticos y tachando de
bárbaro todo lo que venía del exterior. Alejandro fue adalid de esta corriente, mostrándose
condescendiente con los persas, a los que abrió las puertas de la participación
en la dirección de su Imperio, cosa que, por otra parte, despertó el recelo de
muchos de sus compañeros de armas. En esto se distanció de los consejos que le
diera su maestro Aristóteles, según el cual debía imponerse a los griegos
a través de la hegemonía, y a los bárbaros, con el despotismo. La buena
disposición de Alejandro para con los persas estaba influida por obras como las
de Jenofonte, admirador del mundo persa y enaltecedor de los grandes reyes aqueménidas, cuyo
valor personal en la batalla vendrá a coincidir con la actitud adoptada por
Alejandro como caudillo de sus tropas. Más allá del respeto a lo extranjero, Alejandro hizo suyas
muchas costumbres ajenas, sobre todo, y en la línea de sus probados reflejos de
líder, en aquello que servía a sus propósitos personales. Desde este punto de
vista hay que entender la adopción de uno de los rasgos propios de los soberanos orientales; su divinización. Esto suponía una radical revolución en el concepto que el
mundo griego tenía de los líderes, así como las formas externas, por ejemplo,
la postración ante el soberano (proskynesis)
a que estaban obligados sus súbditos. Ello fue motivo lógico de escándalo entre
los griegos. Pero la historia ratificaría la audacia de Alejandro, registrando
la imitación de tales «extravagancias» por parte de los reyes helenísticos y de
los césares romanos. Como digno discípulo de Aristóteles, Alejandro demostró con
hechos lo que su maestro proclamaba en la Política:
que los griegos podrían llegar a dominar el mundo si constituían un Estado sólido y unificado. Así lo hizo, logrando, además, lo que, como subraya Rostovtzeff, había
sido durante siglos el sueño de los reyes persas: unificar bajo una misma
corona la totalidad de la parte oriental del mundo mediterráneo civilizado. La trascendencia de la obra de Alejandro fue enorme. La
cultura helénica se extendió por vastos horizontes, enriqueciéndose al mismo
tiempo con el tropel de estímulos de todo tipo que llegaban de los territorios
que quedaron bajo la égida griega y su órbita de influencia. Se pusieron las
bases de un mundo cosmopolita y abierto –«globalizado» diríamos hoy–, bien
ejemplificado en las ciudades que el mismo Alejandro, o sus sucesores, fundaron
por todas partes. Basta pensar en Pérgamo o en Antioquía, pero sobre todo en
Alejandría. La gran metrópoli egipcia, donde se reunieron todos los saberes de
la época y que se convirtió en epicentro del mundo conocido. Los cambios
tecnológicos, las nuevas corrientes del saber, del arte, las vastas redes de comunicación que favorecieron el
comercio entre Europa y Asia, el intercambio de las nuevas inquietudes espirituales, que prepararon el triunfo del
monoteísmo; varias cosas se habían puesto en marcha, y tendrían como inmediato corolario la implantación de un nuevo orden universal por obra
del Imperio Romano.
Alejandro Magno traspasó, por derecho propio, la frontera del
personaje histórico para convertirse, desde la Antigüedad misma, en una figura de leyenda. A
ello contribuyó poderosamente su prematura muerte. «Alejandro –decía Hegel–
tuvo la fortuna de morir en el momento adecuado; cabe llamar a esto una suerte,
pero se trata más bien de un hecho necesario. A fin de que quedara para la
posteridad con la imagen de su juventud eterna, era preciso que una muerte
prematura lo arrebatara». Fue como un nuevo Aquiles, tocado por los dioses para
su gloria y su tragedia. La Novela de Alejandro,
que un grecoegipcio (el pseudo Calístenes)
escribió en el siglo III d.C., inscribió al rey de Macedonia en el campo de la fábula
literaria. Traducida al latín por Julio Valerio en el siglo IV, y nuevamente por
el arcipreste León en el siglo X, llegó a tener versiones en, prácticamente, todos
las lenguas romances y alcanzó difusión universal. A través de Oriente y Occidente corrió,
en boca de bardos y trovadores, el mito de un divino Alejandro que descubrió la «Fuente
de la Juventud», que llegó en sus expediciones al fondo del mar y ascendió luego
al Séptimo Cielo en un carro dorado tirado por grifos. Las artes plásticas han contribuido también, en gran medida,
a transmitirnos la atractiva imagen de un joven y hermoso Alejandro, muestra visible
y palpable de lo que de él han escrito sus biógrafos a lo largo de casi veinticuatro
siglos. Desde los retratos más verosímiles, obra de Leochares o de Lisipo, su retratista
oficial, a los centenares de copias y versiones posteriores, generalmente muy idealizadas,
todos ratifican la veneración que el mundo clásico tributó a su memoria, haciendo
que su efigie figurara en templos y lugares públicos al lado de los grandes héroes y de los
dioses más venerados de la Antigüedad. Pero aparte de la aureola que el arte o la literatura le otorgan,
Alejandro es, en su estricta dimensión histórica, un personaje gigantesco. Supo
asumir la responsabilidad histórica que en su momento se le imponía, y la impulsó
con la energía que emanaba de su genial personalidad.
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